El libro en que se basa la película de Netflix
Marilyn Monroe, de la reja del metro de Nueva York al Macarra del Presidente
Mucho se habla en estos días de la adaptación al cine -vía Netflix- de «Blonde», la apabullante novela biográfica en la que Joyce Carol Oates se sumerge en la vida de Marilyn Monroe. Desde Norma Jeane Baker hasta el tótem de Hollywood en el que se convirtió, pasando por la niña que creció sin padre, la mujer dependiente de tranquilizantes y estimulantes y la actriz y amante malograda, la obra de Carol Oates refleja conflictos, temores y pasiones de un mito. Aprovechando el estreno del biopic protagonizado por Ana de Armas, recuperamos el texto de la novelista estadounidense (editado por Alfaguara) para acercarnos a la figura de Marilyn a través de dos momentos marcados a fuego en el imaginario de la cultura pop: la famosa secuencia sobre la rejilla del metro de Nueva York (La diosa norteamericana del amor en la reja del metro. Nueva York, 1954) y su primer (des)encuentro con el presidente Kennedy (El Macarra del Presidente).

Marilyn Monroe en una foto tomada en Nueva York en marzo de 1955. Crédito: Getty Images.
La diosa norteamericana del amor en la reja del metro. Nueva York, 1954
—Aaaaaah.
Una joven de cuerpo esplendoroso en lo mejor de su belleza física. Un vestido marfil de tirantes y sin espalda que le recoge los pechos en blandos y ondulados pliegues del tejido. Está de pie encima de un respiradero del metro de Nueva York, con las piernas abiertas y sin medias. La rubia cabeza cae extasiada hacia atrás mientras una ráfaga de aire le levanta la deslumbrante falda, poniendo al descubierto las blancas bragas de algodón. ¡Algodón blanco! El vestido de crepé flota, es vaporoso como la magia. El vestido es magia. Sin el vestido, la joven sería carne de hembra, cruda y desnuda.
¡Ella no piensa esas cosas! Ella no.
Ella es una joven estadounidense, sana y limpia como una tirita. Nunca había tenido ningún pensamiento sucio o pesimista. Nunca había tenido ningún pensamiento melancólico. Nunca había tenido ningún pensamiento violento. Nunca había tenido ningún pensamiento desesperado. Nunca había tenido ningún pensamiento antiamericano. Con aquel vestido fino como el papel de seda, es una enfermera de tiernas manos. Una enfermera de boca exquisita. Muslos macizos, pechos generosos, ligeros pliegues de grasa infantil en las axilas. Ríe y chilla como una quinceañera mientras otra ráfaga le levanta la falda. Los hombros, los brazos, los pechos son de mujer madura, pero la cara es infantil. Tiritando en pleno verano neoyorquino mientras el vapor del metro le levanta la falda como la respiración acelerada de un amante.
—¡Ah! ¡Aaaaaaah!
Es medianoche en Manhattan, Lexington Avenue a la altura de la calle 51. Sin embargo, las blanquísimas luces emanan el calor de mediodía. La diosa del amor ha estado de aquel modo, con las piernas abiertas, con unos zapatos de tacón tan alto y tan apretados que le han deformado los meñiques de los pies, durante horas. Ha chillado y gritado, y la boca le duele. En la nuca se le está formando una mancha de oscuridad, como de agua negra. El cuero cabelludo y el pubis le pican a causa del agua oxigenada que se puso por la mañana. La Chica Sin Nombre. La Chica de la Reja del Metro. La Chica de Vuestros Sueños. Son las tres menos veinte de la madrugada y la luz cegadoramente blanca de los focos cae sobre ella, solo sobre ella, chillidos rubios, risa rubia, Venus rubia, insomnio rubio, rubias y afeitadas piernas abiertas y manos rubias que aletean en un vano esfuerzo por impedir que la falda se le suba y revele las blancas bragas de algodón de chica estadounidense y la sombra, solo la sombra, del vello teñido.
—¡Aaahhhh!
Ahora se rodea con los brazos por debajo de los generosos pechos. Sus párpados aletean. Es evidente que tiene el coño limpio. No es una chica sucia, nada extranjero ni exótico. Es un tajo estadounidense en la carne. Aquel vacío. Garantizado. La han mondado y deshuesado hasta dejarla limpia, no quedan cicatrices que estropeen el placer, ni ningún olor. Sobre todo ningún olor. La Chica Sin Nombre, la chica sin ningún recuerdo. No ha vivido mucho y vivirá poco.
¡Amadme! ¡No me peguéis!
«Siento que la Vida se acerca»
En el límite de las humeantes luces blancas, como en el límite de la civilización, hay una muchedumbre, sobre todo de hombres, una muchedumbre de elefantes solitarios, inquietos y excitados, y que se mantienen detrás de los cordones de la policía, ya que el rodaje comenzó a las diez y media de la noche. El tráfico se ha desviado y cualquiera pensaría que allí hay algo oficial. ¿O están filmando una película? ¿Marilyn Monroe?
La diosa del amor ha estado de aquel modo, con las piernas abiertas, con unos zapatos de tacón tan alto y tan apretados que le han deformado los meñiques de los pies, durante horas.
Y allí, con los demás hombres, anónimo como ellos, está el Ex Deportista, el marido. Mirando como los demás. Mirones inquietos y excitados. Hombres por los que pasa, masificado, el deseo sexual, como una ola por la superficie del agua. Hay un espíritu ardiente. Hay un espíritu irritado. Hay un espíritu agresivo. Hay un espíritu de coger, rasgar y meterla. Hay un espíritu festivo. Un espíritu de celebración. ¡Todos han estado bebiendo! Él, el marido, forma parte del paquete. Su cerebro arde. Su polla arde. Con lentas llamas azules de ira. Sabiendo que la hembra lo tocará, besará y acariciará con aquellos dedos. Voz suave, cálida, culpable. «Aaay papá mecachis siento haberte hecho esperar tanto por qué no me esperaste en el hotel ostras ¿por qué no?» Hasta que las luces blancas se apagan, los hombres sin rostro se van y, como en un salto en la acción de una película, están solos en las habitaciones del Waldorf-Astoria, con trémulas arañas en el techo y la intimidad garantizada, y ella no quiere ceder a sus súplicas. La misma respiración infantil. Los ojos de muñeca brillantes de miedo.
—No. No, papá. Entiéndelo, estoy trabajando. Mañana. Todos se darán cuenta si...
Pero sus manos, las manos del marido, saltan hacia delante. Las dos manos. Los dos puños. Son manos grandes, manos de deportista, manos con mucha práctica, manos con una fina capa de vello en el dorso. Porque ella se resiste. Lo desafía. Esconde la cara ante la injusticia de los puñetazos.
—¡Puta! ¿Estás orgullosa? ¡Enseñar el coño de aquella manera, en la calle! ¡Mi mujer!
Y lanzó a la Chica Sin Nombre contra la pared forrada de seda con el impulso del último puñetazo, dulce como una carrera de béisbol.

Marilyn Monroe posa sobre una rejilla del metro de Manhattan mientras el viento levanta su vestido blanco. Los fotógrafos capturan el momento en cámara, que tiene lugar el 16 de septiembre de 1954, durante el rodaje de «La tentación vive arriba». Según se informa después, el esposo de Monroe, Joe DiMaggio, estaba disgustado por la atención que recibió su esposa de la multitud. Crédito: Getty Images.
El Macarra del Presidente
Estaba claro que era un macarra.
Pero no cualquier macarra. ¡No, él no!
Era un macarra par excellence. Un macarra nonpareil. Un macarra sui géneris. Un macarra con un buen guardarropa, con estilo. Un macarra con pomposo acento británico. La posteridad lo honraría recordándolo como el Macarra del Presidente.
En marzo de 1962, en Rancho Mirage, Palm Springs, el Presidente le dio un codazo en las costillas y silbó.
—¿Esa rubia es Marilyn Monroe?
Le respondió que sí, era la Monroe, una conocida suya. Despampanante, ¿eh? Aunque algo chalada.
Con aire pensativo, el Presidente preguntó:
—¿Ya he salido con ella?
El Presidente era muy ingenioso. Un bromista. La examinó rápidamente con la mirada. Cuando estaban lejos de la Casa Blanca y de las presiones de su cargo, el Presidente sabía pasar un buen rato.
—Si no lo he hecho, conciértame una cita. Pronto.
El Macarra del Presidente rio con inquietud. Él no era el único macarra del Presidente, desde luego, pero tenía razones para pensar que era su macarra favorito. Sin duda era el más informado de todos.
Se apresuró a decirle al apasionado Presidente que una relación con la atractiva rubia era un «riesgo innecesario». Era famosa por...
—¿Quién ha hablado de una relación? Solo quiero un revolcón en la cabaña. Si hay tiempo, dos.
Intranquilo, en voz baja, consciente de las numerosas miradas de admiración que los seguían mientras caminaban junto a la piscina fumando el cigarro de después de la cena, el Macarra del Presidente lo informó —igual que hubiese hecho el FBI si lo hubieran consultado, pues los archivos de Marilyn Monroe, también conocida como Norma Jeane Baker eran voluminosos— de que la Monroe se había sometido a una docena de abortos, esnifaba cocaína, era adicta a las anfetaminas y los barbitúricos y habían tenido que lavarle el estómago media docena de veces solo en el hospital Cedars of Lebanon. Era una información del dominio público. Estaba en la prensa amarilla. En Nueva York, la habían ingresado en Bellevue chorreando sangre, con las dos muñecas cortadas; la habían llevado en una camilla, desnuda y delirando. Todo esto había salido en la columna de Winchell. Un par de años antes, en Maine, había perdido un niño, o había intentado hacerse un aborto que había salido mal, y una patrulla de rescate la había sacado del océano Atlántico. Además, alternaba con presuntos comunistas.
¿Lo ve? Un riesgo innecesario.

25 de febrero de 1956. Marilyn vuela desde Nueva York a Los Ángeles. A su llegada al aeropuerto JFK, la actriz ofrece una rueda de prensa, evento en el cual fueron tomadas estas cuatro instantáneas. Crédito: Getty Images.
—La conoces, ¿eh? —el Presidente estaba impresionado.
¿Qué otra cosa podía hacer el Macarra aparte de asentir con gesto grave? Tirándose del cuello de la camisa, al estilo de los actores que quieren demostrar calor y nerviosismo en una película, dos cosas que, de hecho, sentía. El Macarra favorito del Presidente era un pariente político de este y su esposa le organizaría un escándalo y pondría un nuevo límite en su crédito si se atrevía a presentar al Presidente a un símbolo sexual como Marilyn Monroe, que era una yonqui, una ninfómana, una suicida y una esquizofrénica.
—Pero solo por referencias, jefe. ¿Quién querría un contacto directo con ella? La Monroe ha tenido relaciones con todos los judíos de Hollywood. Ha subido desde las alcantarillas gracias a que se ha acostado con todo el mundo. Durante años estuvo liada con dos famosos maricones drogadictos, concediendo sus favores a los amigos ricos de estos. La Monroe ha inspirado el célebre chiste del chorizo polaco, jefe, ¿lo ha oído?
Pero el Presidente, con su pecosa cara de colegial, más joven y viril que nunca en el momento de nuestra historia, apenas si lo escuchaba. Estaba pendiente de la mujer conocida como Marilyn Monroe, que se paseaba por la terraza con aire de sonámbula, una media sonrisa en los labios y ese gesto tan suyo, o quizá fuera un aura, de extrema fragilidad, una expresión ausente que hacía que los demás mantuvieran las distancias mientras la observaban. ¿Salvo que este fuera mi sueño y ellos pudieran verlo? La Actriz Rubia en la terraza bañada por la luz de la luna, contoneándose junto al borde de la destellante piscina, con los ojos cerrados, esbozando con los labios la letra de All the Way, de Sinatra. El cabello rubio platino parecía fosforescente. La boca pintada de rojo, una perfecta O de succión. Llevaba el provocativamente corto albornoz de toalla que le había dejado su anfitriona, cuyo nombre muy probablemente habría olvidado, atado a la cintura; parecía desnuda debajo. Sus piernas eran piernas de bailarina, delgadas y con músculos firmes, aunque en la parte superior de los muslos empezaban a despuntar unas fatales estrías blancas. Y su piel era sorprendentemente pálida, como la de un cuerpo embalsamado y sin sangre.
Pero el Presidente fue tras ella con una expresión inconfundible en los ojos. Un estudiante de colegio privado preparándose para una travesura. Con el encanto de un tenaz irlandés de Boston, fanáticamente leal a su familia y sus amigos; enemigo acérrimo de todos los que lo importunaban. En todas las escenas, el Presidente era el protagonista, el único actor que tenía guion; todos los demás improvisaban, y se hundían o salían a flote. El Macarra del Presidente solo atinó a decir con vehemencia, implorando:
—La Monroe se ha tirado a Sinatra, a Mitchum, a Brando, a Jimmy Hoffa, a Skinny D'Amato, a Mickey Cohen, a Johnny Roselli, a Sukarno, ese cabecilla rojo...
—¿A Sukarno? —ahora sí el Presidente estaba impresionado.
Era la Monroe, una conocida suya. Despampanante, ¿eh? Aunque algo chalada.
Con aire pensativo, el Presidente preguntó:
—¿Ya he salido con ella?
El Presidente era muy ingenioso. Un bromista. La examinó rápidamente con la mirada. Cuando estaban lejos de la Casa Blanca y de las presiones de su cargo, el Presidente sabía pasar un buen rato.
—Si no lo he hecho, conciértame una cita. Pronto.
El Macarra comprendió que ya no podría hacer nada. Sucedía a menudo. Lo único que pudo hacer fue menear la cabeza y murmurar, con poco tino, que si el Presidente se liaba con la Monroe, debería tomar precauciones, pues se había descubierto que esa mujer padecía una enfermedad venérea de las más virulentas cuando había viajado a Washington para follarse al propio McCarthy con el fin de conseguir que borraran de la lista negra a su exmarido judío y comunista; lo habían publicado en todas las revistas sensacionalistas... El Macarra del Presidente también era un hombre apuesto, de aspecto juvenil a pesar de que sus sienes empezaban a encanecer, con ojos inteligentes aunque llenos de autodesprecio y mejillas regordetas. Su cara parecía cubierta de una salsa blanquecina. En el banquete de Trimalción, habría sido Baco, el Juerguista, con una corona de laurel en la cabeza, sonriendo estúpidamente entre los invitados ebrios, aunque, con franqueza (lo sabía), ya era demasiado mayor para el papel.
Una década más tarde tendría los ojos vidriosos y enrojecidos del típico borracho-drogadicto, y un temblor en las manos semejante al de la enfermedad de Parkinson, pero todavía no. ¡Ah, el Macarra favorito del Presidente tenía su orgullo! No se rebajaría a mentir, ni siquiera inducido por el terror que le inspiraba su esposa.
—Con respecto a si ha salido o no con esta mujer, jefe, le diré que no, que yo sepa.
En ese momento, como si le hubiesen hecho una señal, Marilyn Monroe miró con nerviosismo en su dirección. Con un titubeo, como una niña que no sabe si cae bien a la gente o no, sonrió. ¡Qué cara de ángel! Embelesado, el Presidente murmuró al oído del Macarra:
—Concierta una cita, ya te lo he dicho. Pronto.
En el código de la Casa Blanca, pronto significaba «en menos de una hora».
Confesiones de una banda de chicas