Juan Padrón, el hombre que salvó a los niños cubanos del sopor soviético
No solo fue el mejor dibujante del alma cubana, sino que también fue quien más alegró la vida de unos niños que se aburrían con los abstractos dibujos animados del comunismo real. Juan Padrón dejó escrita su historia en «Mi vida en Cuba» (Reservoir Books), y todo es tan apasionante como una de las aventuras de Elpidio Valdés.
Por Karelia Vázquez
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«Espera, que me llaman a la Leica.» Crédito: D. R.
Nací en Cuba en el momento más ortodoxo del comunismo real. Eso significa que para mí Juan Padrón es Elpidio Valdés, y viceversa.
Elpidio Valdés era el Superman que nos prohibían y el Tío Stiopa —camarada ejemplar creado por los servicios fílmicos de la URSS— que rechazábamos por aburrido y estirado, y porque era complicado entusiasmarse desde una isla del Caribe con aventuras que siempre ocurrían en la nieve, con trineos tirados por lobos y héroes enfundados en gorros de piel.
A Elpidio, general mambí de la guerra de la Independencia, se le podía ver derrotado o herido, hambriento o magullado, pero todos sabíamos que sobreviviría. Siempre. De ahí la incredulidad con que los niños de entonces recibimos la noticia de la muerte de Juan Padrón, y la perplejidad con que nos enteramos hace un par de días del fallecimiento de Frank González, el actor que siempre puso voz a su personaje.
Los estrenos de las películas de Elpidio Valdés eran una fiesta. Gente de todas las edades esperaba su turno en kilométricas colas para entrar al cine, mientras mataban el tiempo imitando el acento andaluz del general Resóplez (el archienemigo de Elpidio Valdés) o recitaban con todo el histrionismo posible —que en una cola cubana puede ser mucho— fragmentos completos de los episodios. Todos teníamos un amigo que podía imitar las voces de varios personajes.
Juan Padrón nos había liberado de los dibujos animados rusos. Ahora teníamos un héroe simpático, malhablado, moreno y respondón que se parecía mucho más a nosotros, y a la vez —y esto no era un asunto menor— cumplía con los estándares de la Revolución y no tenía problemas con la censura.
Los que fueron sus amigos disfrutaron de un tipo muy simpático que siempre recomendaba enfrentar los momentos cruciales de la vida con una dosis mínima de alcohol. «Si te pasas, la cagaste; si te quedas corto, es insoportable», advertía.
Así que Juan Padrón ya era un tipo popular en Cuba cuando llegó la apoteosis que fue el estreno de Vampiros en La Habana (1985). Una producción sofisticada para adultos (en los cines de Cuba se programó para mayores de doce años), con alusiones explícitas al sexo y mucha celebración alcohólica, que los niños también recitaban de memoria. «Dame un cigarrito ahí, Rey del Mundo», es una frase de la película que aún se puede escuchar por las calles de La Habana. Tampoco sería raro encontrar a varias generaciones capaces de cantar la canción completa de Vampisol, la preciosa sustancia que permitía que los vampiros tomaran el sol en Varadero.
Los que fueron sus amigos disfrutaron de un tipo muy simpático que siempre recomendaba enfrentar los momentos cruciales de la vida con una dosis mínima de alcohol. «Si te pasas, la cagaste; si te quedas corto, es insoportable», advertía. Una rara avis: inteligente y con el ego bajo control. Se movía con gracia y soltura por varios registros: dibujante, historietista, animador, director de cine. Decía Tomás Gutiérrez Alea (Titón) que era el mejor director de cine que había en Cuba: «Juan lo hace todo, el guion, los personajes, el tiro de cámara, las voces…, es un genio, no hay nadie como él», dijo a El País.
Solía repetir que cuando se empieza a trabajar se carece de estilo. «Eso surge con el tiempo.» Y reconocía a Jan, el creador de Superlópez, como su maestro. Jan trabajó varios años en Cuba y, según le gustaba contar a Padrón, le mostraba tebeos españoles y le enseñó la técnica con los efectos de velocidad de Vázquez.
Minucioso, estudiaba cada detalle, antes de dibujar un personaje. Las primeras aventuras de Elpidio Valdés se desarrollaron en Nueva York porque Padrón no sabía cómo dibujar a los militares españoles. El corazón de la historieta es un general mambí, Elpidio Valdés, que se enfrenta a una tropa de ineptos oficiales españoles. Pero Padrón no estaba seguro de cómo eran los uniformes o qué armas usaba el enemigo. Pasó varios meses estudiando los diarios de los generales de la guerra de la Independencia, mirando fotos y dibujos de la época hasta que tuvo a su General Resóplez, uno de los personajes más fustigados por los cubanos. En Cuba el acento andaluz es el acento de Resóplez.
Aunque murió con setenta y tres años la vida le alcanzó para disfrutar del éxito, de la devoción de los cubanos y de la admiración internacional. El periodista Mauricio Vicent, corresponsal en La Habana del diario El País, fue su amigo personal y escribió que entre trago y trago de whisky —él lo llamaba «la bebida del proletariado británico» para espantar las voces oficiales que lo llamaban «la bebida del enemigo»— a Juan Padrón le gustaba contar que al inicio de su carrera había sido censurado. «Si escribía chistes de piojos venía el censor y me decía que no estaba bien porque Cuba aspiraba a ser potencia médica mundial; si escribía chistes de vampiros, tampoco era el momento porque Fidel acababa de decir en un discurso que por Vietnam Cuba estaba dispuesta a dar hasta la última gota de sangre, y entonces parecería una burla al comandante.» Pero entre Elpidio Valdés, Vampiros en la Habana, Mafalda y los Quinoscopios consiguió que lo dejaran en paz, y murió en La Habana, aunque nunca le faltaron ofertas interesantes en otros lugares del mundo.
El libro Mi vida en Cuba era lo que hacía cuando lo sorprendió la muerte. Una novela gráfica de sus primeros veintitrés años que termina en 1970 cuando Padrón vuelve a La Habana de su aventura en Leningrado, donde lo había llevado el amor por una mujer rusa, y donde, por cierto, también nació Elpidio Valdés. Una historia casi desconocida que empieza con la llegada de sus bisabuelos canarios y asturianos a la isla, y que debió haber tenido una segunda parte que él pensaba dedicar a la creación de Vampiros en La Habana y a su trabajo con Quino. Hubiera sido un segundo volumen muy divertido que nadie hubiera dibujado como él, y que, probablemente, nadie lo intentará.

Interior de Mi vida en Cuba. Reservoir Books.