David Huerta por Christopher Domínguez Michael: «Poeta doctus»
El 3 de octubre de 2022, el poeta David Huerta falleció en su casa de Ciudad de México a los 72 años debido a una insuficiencia renal. Hijo de la generación del 68, el movimiento estudiantil que luchó por democratizar su país, Huerta desarrolló el activismo social a través de la palabra: fue editor de la «Enciclopedia de México», secretario de redacción de «La Gaceta del FCE», miembro del consejo editorial de la revista «Letras Libres» y columnista de varios periódicos mexicanos; en paralelo, Huerta, hijo del también escritor Efraín Huerta, se consagró a una poesía marcada por la realidad social de la época en la que le tocó vivir («El Jardín de la Luz» reflexiona sobre la masacre de Tlatelolco, matanza perpetrada por el ejército mexicano y el grupo paramilitar Batallón Olimpia el 2 de octubre de 1968 durante una marcha pacífica que acabó con la vida de entre 300 y 400 manifestantes; el reciente «Ayotzinapa», poema traducido a más de 20 idiomas, orbita alrededor del ataque y secuestro de 43 estudiantes en Iguala, en 2014). Para honrar la memoria de un autor imprescindible, LENGUA recupera este extracto de «Maiakovski punk y otras figuras del siglo XXI» (Taurus, 2022), un ensayo firmado por Christopher Domínguez Michael que revisa el recorrido de varios de los escritores más representativos de nuestra época. En el texto, el autor se acerca a la figura de Huerta desde el respeto que le profesa y con el objetivo de reivindicar una obra que colocó a toda una sociedad justo delante de sus propios fantasmas.
30 de noviembre de 2019. El poeta mexicano David Huerta habla después de recibir el Premio de Literatura en Lenguas Romances durante la ceremonia de apertura de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Crédito: Leonardo Álvarez Hernández / Getty Images.
Hace ya más de treinta años, cuando escribí por primera vez sobre David Huerta, acaso el gran poeta mexicano de nuestros días, me referí a su «persona poética». Con temor a ser inmodesto, creo no haberme equivocado al leer El ovillo y la brisa (2018), su más reciente libro y ponerme al día con no poco de sus últimos ensayos y poemas, desde El correo de los narvales (un tratadillo de nerudología impreso en 2006), Canciones de la vida común (2008), El vaso del tiempo (2017) y After Auden (2018) no sin hojear, también, La mancha en el espejo. Poesía (1972-2011), compilaciones donde habitualmente se relee, como es obvio, pero a su vez refulge un recuerdo vago y saltan versos vistos sin haber sido leídos.
Si los modernos validaron un viejo uso —la literatura tiene frecuentemente como tema la propia literatura—, la poesía de Huerta, menos que poesía para poetas —hubo algún tiempo en que así se le quiso descalificar—, tiene como protagonista polimorfo a la persona poética del autor, quitándose y poniéndose la máscara, como es habitual en los grandes poetas —y Huerta vaya que lo es a sus casi setenta años— de la autobiografía. Esta última —comentario dedicado a los descubridores del hilo negro— es siempre una autoficción. No en balde pasó Freud por este mundo sublunar y acaso la más lograda de las autoficciones poéticas sea la impersonalidad postulada por T.S. Eliot.
A El ovillo y la brisa lo componen, poemas en prosa, prosas poéticas y casi un cuento. Todos los textos ocurren en «la mente del poema» descrita por William Carlos Williams y asumida por Huerta, en El vaso del tiempo, como el inmenso continente donde actúa su persona poética. Este personaje, bien surtido por el vestuarista, entra y sale a escena, como ocurre en «Los grandes almacenes». Está inmerso en una imaginería surrealista o quizá más propiamente, de Jules Verne. Solitaria, esta creatura, a veces beckettiana, se prohíbe —ante su situación de descubridor de un universo paralelo— la quejumbre, el patetismo, los cisnes degollados, los «anudamientos del angst», las «farmacopeas de ningún yo» o «las estridencias de terciopelo para las envolturas egocéntricas».
La persona poética reniega de los artilugios habituales en el yo poético, para desplazarse con toda inocencia por un mundo adánico: esos almacenes donde ha de nombrarlo casi todo con la imaginación lexicográfica, la adjetivación endiablada y esa sabiduría métrica puesta al servicio del lector de a pie, las tres virtudes cardinales del autor de Incurable (1987), uno de nuestros grandes poemas del siglo pasado.
Páginas adelante la persona poética se presenta como monstruo, un Segismundo escribiendo «una epístola dirigida a sí mismo» donde describe el universo gracias a los diccionarios. Los mamotretos, en «una estantería diabólica», lo auxilian a confabular versos, los cuales «se acumulan hasta configurar vastos poemas» al tiempo que «memoriza sus pensamientos como si fueran aforismos». Pero dejemos a Segismundo condenado en la neblina, para pasar a otra creatura, «el joven poeta [que] pone la palabra "demonio" en un verso», inadvertente del exorcismo cometido, a la cual sigue otra forma de la persona poética, la del ocioso «poeta hermético», cuya mano ha quedado herrada por la caridad mediante una «silueta de golondrina». Están, desde luego, otros personajes desprendidos de la persona poética, tras homenajear a Manganelli, como el payaso de las bofetadas o el soldado universal, un judío errante de la guerra. A veces, en El ovillo y la brisa, se nos invita a ver el horizonte de Huerta «en-la-inclinación-Max-Ernst de la perspectiva» o a través de una idea que abre su «gabardina fenomenológica», para arremeter contra antropólogos, semióticos, litterati y «aprendices de novelistas de éxito».
Un examen de la literatura moderna
Vale aclarar que, cultísima, esta persona poética no es libresca. En el mejor sentido de la palabra, Jorge Luis Borges fue falsamente libresco. Pero en él, libros y citas, reales o imaginarias, no eran, como en Huerta (1949) en El ovillo y la brisa, invenciones libérrimas de la persona poética, sino ficciones rigurosas, objetivas. Muchos críticos literarios (y casi todos los profesores), podemos ser, en cambio, librescos porque apelamos a la autoridad de las obras con fines didácticos, teóricos o proselitistas. Y libresco, en el mejor sentido de la palabra, es el propio Huerta en El vaso del tiempo donde, cuando se concentra, logra una prosa magistral. Que enseña, que da clase, sea sobre Luis de Góngora y el conde Villamediana, Gilbert Highet, Tycho Brahe o Manuel José Othón y «la sangrienta flor del cristianismo», en un extraño libro mexicano donde se habla del católico versicular argentino Francisco Luis Bernárdez, a quien casualmente leí de niño y nunca olvido, o de Geoffrey Hill, el gran poeta británico recién fallecido quien pagó —me entero gracias a Huerta— la deuda inglesa con Lope de Vega.
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«La broma y el patíbulo» bien puede ser una narración sobre la escritura y la manera cómo las frases se aíslan en la mente, cuando un supuesto no-poeta apaga la televisión para ser atacado por la «andadura rítmica» y sus posibilidades, donde el título del texto es la manera como se aparece ante nosotros la persona poética de Huerta. La persona es espiritualmente plural, la voz suele ser única.
Por ejemplo. En Canciones de la vida común, del propio Huerta, hay referencias, en un poema, a Wallace Stevens, Garcilaso de la Vega, Joseph Conrad, Ovidio y Stéphane Mallarmé, las cuales no van en desmedro del poema aunque no emanan, como en El ovillo y la brisa, de la persona poética. En contraste, «Luz dividida en Madrid» nos invita a mirar «el cuarto donde Rubén Darío trataba de escribir». Pero este poema en prosa no es acerca de Darío, ni sobre un manuscrito de Juan Ramón Jiménez desplegado por allí, ni refiere a Amado Nervo, quien no aparece, pero podría haberlo hecho. De luz se viste aquí la persona poética de Huerta, una luz que divide la habitación, la rendija gracias a la cual leemos.
30 de noviembre de 2019. El poeta mexicano David Huerta habla durante el discurso de agradecimiento por el Premio de Literatura en Lenguas Romances de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Crédito: Getty Images.
En una de las páginas de Las hojas sobre poesía (2007-2019), uno de los libros más notables de crítica literaria que se han publicado en México en los últimos años, David Huerta recuerda que Jorge Luis Borges opone la «armonía íntima del Universo» a «la enumeración que los tratadistas llaman caótica». Nuestro poeta asume, releyendo «Alguien sueña», del argentino, que «Borges procede simultáneamente como un romántico y como un clásico: lo primero, por su fe en la magia del sueño; lo segundo, por su contraste entre el Caos y el Cosmos, abordado para los milenios occidentales por Hesíodo en su Teogonía».
En este libro de «crítica literaria», así, sin más, renunciando a adjetivar el título, como lo hiciera su maestro Antonio Alatorre, autor de unos Ensayos sobre crítica literaria (1993), Huerta, recopilando y puliendo ensayos, ofrece al lector su afición a Góngora mediante una persuasiva vocación pedagógica que transforma, en pocas líneas y apenas una baraja de ejemplos, la oscuridad en clara exégesis. Sólo mediante la paciente comprensión del texto aprendemos a leer bien, a disfrutar a un Luis de Góngora y Argote que luego se duplica en Ezra Pound, convirtiendo a lo difícil en lo sustancial porque sólo lo difícil —hay que insistir— es estimulante, como dijo José Lezama Lima, uno de los penates de Huerta.
Que sea necesario decir, subrayar y repetir que el lector de poesía ha de ser exigido al máximo para beneficio de su entendimiento y de su alegría, habla de la miseria de nuestros tiempos antiintelectuales pero también de la erudición de Huerta, puesta a nuestro servicio para espantar a ciertas teorías y, sobre todo, a los perezosos sin número que merodean ufanos por la vida literaria sabiendo poco o nada del asunto que debería ser casi el único de sus vidas.
Términos técnicos como las «metáforas fósiles» («el ala del sombrero» memorablemente), los monósticos (poemas de un solo verso como «Rubio pastor de barcas pescadoras», de José Gorostiza), el epilio gongorino, esa «epopeya diminuta» cuya sucesión acaso explique escollos y pasadizos de Incurable (1987) del propio Huerta o aquella «falacia patética» inventada por John Ruskin y que yo llegué a usar —pretencioso enfático— sin tener la menor idea de lo que significaba, son esclarecidos por Huerta gracias al venerable comentario de texto que en algunas páginas de Las hojas sobre poesía (2007-2019) se convierte en un itinerario de pequeñas reseñas perfectas como aquellas frecuentes en Borges.
Sólo mediante la paciente comprensión del texto aprendemos a leer bien, a disfrutar a un Luis de Góngora y Argote que luego se duplica en Ezra Pound, convirtiendo a lo difícil en lo sustancial porque sólo lo difícil —hay que insistir— es estimulante, como dijo José Lezama Lima, uno de los penates de Huerta.
El vigor usado por Huerta para defender el conocimiento de la métrica y romper lanzas por el imperio de la metáfora, no es un manual de instrucciones ni una rancia recaída académica, sino una postura moral contra la pobretería (la palabreja se la leí a Andrés Sánchez Pascual traduciendo a Nietzsche) de quienes estando obligados, por propia elección, a ser cultos, no lo son; a los poetas que confunden —de un tiempo para acá en cada generación ocurre— la existencia con la vida cotidiana y al apostar únicamente por la «poesía fácil» abandonan a la poesía entera. A Huerta —poeta que lee novelas— no le disgusta, empero, «la narración ligera de tema cultural». A mí sí, cuando los editores la quieren hacer pasar por gran literatura, pero de haber hallado ese género comercial definido de manera tan prístina, le hubiera ahorrado muchas malas cuartillas a mis lectores y a mí, no pocos corajes.
Las hojas sobre poesía (2007-2019) es una miscelánea gratísima de leer casi página por página, aun cuando el articulista (Huerta lo es, pero en la alta división de los Ortega y de los Paz, quienes no le ahorran una pizca de su esfuerzo al más humilde o pasajero de sus lectores periodísticos) se repita, oculte adrede información para acicate del lector, recurra a la autocitación o a la anécdota que al final resulta, según confiesa el poeta docto, falsa pero de suyo tan vívida (la de Dylan Thomas en Lewisburg, junto al anchuroso río Susquehanna) que la doy por buena en cuanto concierne a mi memoria de lector. Si Góngora es el gran tema de Huerta, éste lo lleva a explicar cómo y en qué momento la poesía y la novela se separaron. Fue cuando apareció el Quijote, partición de las aguas que a Miguel de Cervantes —a quien Huerta vindica como el ignorado poeta autor del Viaje al Parnaso— le hubiese sorprendido muchísimo al carecer de la visión requerida para observar el retrato moderno del «novelista».
No es otro el cometido de Huerta que hacer de Góngora, de Mallarmé y de Pound (se agradece su preciso conocimiento de las versiones originales en inglés), de sus dificultades, la materia de su profesión de fe, machacona a lo largo del siglo XXI: no sólo escribir poesía, sino enseñarla, en el aula democrática, en la caminata curiosa, en el atril del poeta laureado. Yo no tengo sino que aprender cuando leo a Huerta hablando de E.R. Curtius, de Denis Donoghue (quizá el último de los grandes críticos vivos), de Helen Vendler o de José María Micó, exégetas y traductores. Discrepo, empero, en su retrato de Pound, de la fianza otorgada al autor de los Cantos por Eugenio Montale al decir, en cita de Huerta, que «estoy seguro», dice, «de que jamás supo de las masacres y de los hornos crematorios». Más allá de su disculpa con Allen Ginsberg, ocurrida el 28 de octubre en 1967 en una pensión veneciana, cuando Pound lamentó haber incurrido en el «prejuicio suburbano del antisemitismo», nada sabemos de que había detrás del especioso silencio del gran poeta. Pero consta que mientras estuvo internado en Saint–Elizabeth no sólo recibía la visita de sus colegas, sino que hizo de aquel manicomio un mentidero de la extrema derecha norteamericana. Qué sabía o qué no sabía, no lo sé ni lo sabrá nadie, pero imaginarlo ausente de la Historia por sobredosis, es ser demasiado indulgente.
El vigor usado por Huerta para defender el conocimiento de la métrica y romper lanzas por el imperio de la metáfora, no es un manual de instrucciones ni una rancia recaída académica, sino una postura moral contra la pobretería (la palabreja se la leí a Andrés Sánchez Pascual traduciendo a Nietzsche) de quienes estando obligados, por propia elección, a ser cultos, no lo son.
Creo entrever —como parte de un diálogo de varias décadas con la obra y la persona de Huerta— en Las hojas sobre poesía (2007-2019) (2020), el porqué de esa transformación. En las páginas 98-99 de su libro, Huerta cita un párrafo, en su opinión desastroso, de María Zambrano, en Filosofía y poesía (1939), sobre la ebria naturaleza irracional de la poesía y afirma, rotundo: «Estas exaltaciones irracionalistas de la poesía suelen producir efectos desastrosos en la conducta, en la personalidad y —lo cual es aún más grave— en la escritura de los poetas. ¿Cómo no van a comportarse estos iluminados de la Palabra como unos pavorreales insufribles si están metidos en esos tremendos asuntos del delirio, la embriaguez, la salvación, la posesión tiránica, el ventrilocuismo sublime, la traición heroica, la metafísica de las sombras, el infierno y demás cachivaches? Todo eso está dicho, en mi opinión —no diré mi "humilde opinión" por ningún motivo—, para impresionar a la galería. También esto debe decirse cuanto antes: la galería suele estar formada por una conmovedora muchedumbre de almas sencillas, ávidas de este tipo de exageraciones y mentiras».
A renglón seguido Huerta dice saber «cuánta gente admira» hasta la devoción a Zambrano. Yo también lo sé: he leído el elogio que Cioran hiciera de la filósofa pero también le escuché, algún jueves de la década pasada, a Alejandro Rossi arremeter en contra suya en términos empáticos a los de Huerta. Pero he de abstenerme de pronunciarme sobre Zambrano, pues la he leído poco y la he leído, en consecuencia, mal. Pero ese disgusto me dice, a mí, algo importante sobre la persona poética de Huerta. Al párrafo lo respaldan razones harto plausibles, acompañadas de contrición o autocrítica, porque el poeta de Incurable vivió y sufrió entre esos fantasmas abrasadores de la lírica egotista. Esos seres sólo colocan a pocos poetas, como le ocurrió a Huerta por ventura, en condiciones de rozar lo sagrado. A los Darío y a los Thomas, su genio no les fue suficiente para abandonar el lado del Caos mientras en Borges conviven en armonía cósmica, según Huerta, el romántico y el clásico. Las hojas sobre poesía (2007-2019) es otro episodio de la curación de David Huerta. El demonio de Incurable, de remota y polimorfa estirpe byroniana, se transforma en el poeta docto cuyo magisterio clásico descree de la agonía romántica pues con ella colmó su genio.
2018/2020