Irene Cuevas y la risa de la suicida, de los desamparados y de la pérdida
Irene Cuevas rompe con todo y con todos en su primera novela. «Un momento de ternura y de piedad» (Reservoir Books), un tragicómico dechado de sarcasmo con explosivos guiños metaliterarios en el que lo descortés no está reñido con lo valiente. Solo faltaría.
Por Carmen Cocina

Irene Cuevas. Créditos: Isabel Wagemann.
De repente, la gran explosión. Irene Cuevas se considera ante todo cuentista, pero ya desde sus primeras líneas (descarado homenaje a Sylvia Plath mediante), su incursión en la novela es un tremendo aguijonazo en el párpado, una carcajada impertinente, un derroche de osadía y sarcasmo de los que primero hacen reír (o maldecir, según el caso) y luego pensar. Y lo es con la densidad de una cucharadita de heroína: suicidios, mordacidad, embarazos tempranos, disonancia entre lo que queremos y lo que tenemos y, a la vuelta de la esquina (de la página), la neurodivergencia, sin su nombre de pila pero con apellidos clínicos/bioquímicos como «serotonina» o «interferencias cognitivas». Desde la mordacidad en la forma y la singularidad en el fondo, la escritora madrileña convierte lo macabro en lúdico y lo trágico en cómico ya desde la propia premisa de la novela: una joven díscola y lenguaraz se dedica a matar ancianas por encargo de sus hijos (varones) con el fin de sufragar la estancia de su propia madre, «divina y suicida», en un reputado centro psiquiátrico, que por si no lo saben cuestan un riñón. A priori, cualquiera diría que semejante punto de partida solo puede resultar en una broma infinita como la de su adorado Foster Wallace, pero nada más lejos de la realidad: entre chascarrillo y puñalada trapera hay enjundia como para llenar cien camas de hospital. Un meollo que orbita alrededor de la delicada y disonante esfera de los cuidados de nuestros seres queridos en forma de relaciones madre—hijo (insisto: hijo con «o», ¿dónde están las madres de los escritores?”, se pregunta la escritora), relaciones madre—hija (radicalmente diferentes), relaciones serendípicas, relaciones conflictivas, apego, miedo, insolentes (e insólitos) atentados contra la precariedad y el decoro y, last but not least, esa idealización fabulosa y corrosiva que es el amor. Casi nada.
Irene es, como mínimo, encantadora. Hemos quedado en su casa del Moratalaz que la vio nacer y acaba de preparar minuciosamente en la cocina una bandeja de plátanos y fresas en rodajas, su adorado té verde de grosella y el café con leche de la periodista, que ha comprado expresamente para la entrevista porque ella no toma ni lo uno ni lo otro. Sentadas cómodamente en el sofá del salón, la tarde se adivina larga, y no solo porque en mi libreta haya nada menos que treinta y cuatro preguntas. Irene es cálida, receptiva, comunicativa. Genera un clima único, un clima que una rara vez tiene la suerte de encontrarse. La sintonía es tal que la conversación adquiere tintes de reciprocidad y de diálogo, y cuando la periodista lo señala, encantada en su papel de interlocutora pero no tan cómoda en el de entrevistadora, la escritora dice, albricias, que le encantan las entrevistas conversacionales, no estrictamente ceñidas al binarismo entrevistador-entrevistado. No es el único género periodístico que le interesa: sobre la mesa reposa un ensayo sobre la crítica de arte («la crítica de la crítica», señala) recomendado por el mismísimo Nick Hornby. Entusiasta, pero con esa serenidad hermana de la querencia hacia la soledad y la ensoñación, me cuenta cómo un periodista estadounidense, grabadora en ristre, se pasó una semana junto al mencionado Foster Wallace y convirtió ese prolongado encuentro en una novela de la que dio un avance la revista Rolling Stone. Que ha leído libros enteros de entrevistas sobre sus escritoras favoritas: fan irredenta de Lucia Berlin, tocaya nada casual del objeto de adoración de la protagonista de la novela, su novela está sembrada de guiños simbólicos y referencias a las (auto)biografías, escritos y vivencias de mujeres de armas tomar como Anne Sexton, Patricia Highsmith, Diane di Prima y la referida Sylvia Plath, en un minucioso puzle tan sutil como estimulante que constituye todo un desafío hasta para el más erudito de los connaisseurs. Su idolatría no se queda en la literatura, sino que se extiende también a la música y, como comentará después, a lo audiovisual: junto al ramo de flores que le regalaron en la presentación de la novela en la librería Tipos Infames, hace ahora cuatro meses, en la pared cuelgan un retrato de Patti Smith y otro de Florence Welch, de Florence and The Machine. Tiene sentido: su melomanía es tal que ella misma hace de dj de vez en cuando, tal como he tenido ocasión de ver en su cuenta (privada) de Instagram. Así lo era antes de publicar el libro, y así piensa mantenerla: por mucho que esté resonando la novela, los baños de multitudes no son lo suyo y su intimidad no está en venta. Pero esa intimidad, a la que de repente tengo un acceso insólito y privilegiado, se cuela por todas las rendijas de una conversación que, firmemente enraizada en la complejidad, la irreverencia y la profundidad de la novela, acaba tomando derroteros aún más personales. Tanto es así que me siento en la obligación de hacer algo que no hago jamás: darle a leer el bloque de pregunta-respuesta por si hubiera algo que, tras el candor de la confluencia, prefiera guardar para ella sola. Las tijeras, no obstante, no llegan jamás: esta. Con semejantes referentes en la manga, no podía ser de otra manera.
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LENGUA: Empecemos por el principio: ¿Cómo surgió la idea para esta novela?
Irene Cuevas: Tiene mucho que ver con esta casa porque aquí vivía la tía de mi madre. Como se fue a una residencia, era la típica casa abandonada que ya no usaba nadie y durante una época yo la utilicé como trastero para vender libros de segunda mano. Un día entré a coger uno y me di cuenta de que habían entrado a robar porque habían cambiado algunos libros de sitio. No se habían llevado nada, pero parecía que habían colocado cosas. Y me dije: «Qué buen personaje: una ladrona que, en vez de robar, limpie y coloque». Esa noche tenía que hacer un ejercicio para mi clase de escritura y cogí a esta ladrona como protagonista. Al principio entraba en una casa a robar, se encontraba con una mujer que se había suicidado y se decía: «Cómo le voy a robar a esta mujer». Así que en vez de eso ordenaba la casa y esperaba a que llegaran sus familiares. En el cuento, eran ellos los que le mandaban matar a su madre para que no se enterara del suicido de la hija. Podía ser incluso la precuela de la novela: era un cuento de hoja y media en el que pasaban un montón de cosas y en el que también había una madre a la que cuidar. Esa combinación de la mujer suicida, la ladrona y los cuidados acabarían convirtiéndose en los dos personajes principales de Un momento de ternura y de piedad, pero mucho después: dejé el cuento en un cajón durante cinco años, pero sabía que ahí había un libro entero. Mi profesor de escritura me dijo: «Es un cuento largo», y yo contesté: «No, es una novela». Pero no sabía escribirlas: yo soy cuentista (ríe). Luego hice el Máster de Narrativa de la Escuela de Escritores y al final teníamos que hacer un proyecto: o un libro de cuentos o una novela. Yo empecé con los cuentos, que ya tenía bastante avanzados, y a mitad del año dije: «Venga, a por la novela». Y ahí me acordé de esta idea. De eso hace ahora tres años, ocho desde que escribí el cuento. Me pasa muchas veces: a veces tiro de ideas que se me han ocurrido mucho antes y las convierto en un relato, o tomo algún elemento aislado de uno de mis relatos para hacer otro. De hecho, tengo algún relato por ahí guardado del que quizá podría salir también otra novela.
LENGUA: Hablemos de la protagonista, esa ladrona de tu relato que en la novela evoluciona y se convierte en una sicaria sin nombre que mata a ancianas para costear con ello la estancia de su madre en un centro psiquiátrico especializado. ¿Cómo dibujaste a este personaje con ese modus vivendi tan insólito?
Irene Cuevas: Es algo que nunca me planteé porque lo di por hecho: que esta chica matase porque no puede hacer otra cosa, en parte porque nadie le da un trabajo. Y pensé: ¿Qué trabajos te pueden dar el dinero suficiente como para cubrir tus gastos y poder tener a su madre en una clínica privada especializada en psiquiatría, que es algo carísimo? Porque lo investigué y cuestan, como mínimo, ciento veinticinco euros la noche, es decir, unos tres mil o cuatro mil euros al mes. La alternativa es un hospital público, con todo lo que eso conlleva: más pacientes de los que pueden atender debidamente y precariedad en los servicios. Por otro lado, las residencias de ancianos, a secas, también son carísimas. Y una chica joven, mileurista, no puede costear la vida disfuncional de su madre. Para ello solo había dos formas: prostituirse o hacerse sicaria. Y la historia de la prostituta, aunque sea muy necesario contarla, ya la hemos visto mucho en el cine y en los libros. Yo quería que, en su rol de cuidadora extrema y su deseo de llevar a su madre al mejor sitio posible, esta chica decidiera sufragarlo haciéndose sicaria, y que además matase a ancianas que fueran madres. Ahí había un abismo que no se había explorado. Es un libro que tiene muchas reglas de juego, y esas dos eran muy importantes.
«Por lo general, las cuidadoras somos las mujeres, no los hombres. Me han preguntado por qué en la novela no hay una mujer que quiera matar a su madre. Y no es que no las haya, sino que si se diera ese caso creo que lo haría ella misma. Y creo que un hombre no se atrevería: no hay más que comparar las tasas de matricidios con las de feminicidios. Con las madres no se atreven tanto».
LENGUA: El título llama un poco a engaño porque no deja entrever la mordacidad que encierra: lo primero que viene a la mente es un libro muy bienintencionado, muy primoroso, muy comedido, pero luego lo abres y te encuentras con algo totalmente corrosivo y desatado. ¿Querías jugar con esa confusión ya desde ahí?
Irene Cuevas: Sí. En una clase, Marta Sanz nos contó que no solo se escribe con el libro, sino también con la portada, la contraportada, el título y la imagen de cubierta. Y yo quería jugar con todos ellos, no solo que el título fuera poético, tierno y acogedor. El libro tenía que ser como un gatito que quisieras adoptar, que la gente se lo llevara a su casa y luego se encontrase con todo ese humor negro y con esa historia que en realidad es muy dura. Quería que el título contrastara con la portada y, sobre todo, con la contraportada: que la gente primero viera estas galletas (señala la portada) y luego le diera la vuelta, leyera que trata sobre una asesina y se dijera: «¿Pero esto qué es?». Y creo que lo hemos conseguido. Para mí era muy importante que el color fuera rosa fosforito, para reflejar lo pop del libro. Hablamos mucho con los diseñadores y con Pepe Baena Nieto, el pintor, que me encanta. Desde el principio tuve claro que la imagen tenía que ser esa: el desayuno de todos nosotros. Pepe tiene muchos bodegones así, pero me gustaba este en concreto porque las galletas están sumergidas en el vaso y la mesa está manchada de leche. Para mí reflejaba la cotidianeidad de la asesina, esa vida doméstica manchada, oscura. Ya he hecho muchos clubes de lectura a los que han venido ancianas y me dicen: «Así bebíamos nosotros la leche, ¡metiendo las galletas dentro!». Es algo como de otra época. Y luego el hilo del paquete, a medio despegar. Era como un resumen ambiguo de la protagonista y de su madre, pero sobre todo se trataba de jugar. Es un libro muy juguetón; otros que escriba quizá no lo sean tanto. En cierto sentido es una declaración de intenciones que mi primera novela sea como un juego. Es un libro que rompe con todo, empezando por los géneros: no es ni thriller ni comedia romántica ni drama, pero tiene un poco de todo. Quería que mi debut se riera un poco de la seriedad que supuestamente ha de tener la literatura, que a mí me gusta mucho, pero también me gusta la cultura popular y que todo se mezcle, ya sea en las novelas, en las series o en las películas. Y también quería que el resultado fuera literario, algo que se consigue en parte gracias a esa segunda lectura sumergida donde salen todas esas autoras a las que rindo homenaje.
LENGUA: No obstante, no se trata de una mordacidad oscura ni torturada a lo Ian Curtis, que terminó ahorcándose en la cocina de su casa, sino de un sarcasmo muy cachondo. Hay momentos divertidísimos, como el del personaje del que siente celos la protagonista, a quien ella se imagina como «un semental empotrador que habla italiano y hace yoga por las mañanas».
Irene Cuevas: (Ríe). Yo creo que hay que entrar al humor, y no todo el mundo lo hace. Es un humor especial que no a todo el mundo le gusta.
LENGUA: Es un humor en el que los personajes normalizan conductas suicidas, quitan hierro a la tragedia y se toman las desgracias con mucha pachorra. Y sorprendentemente, en línea con el tono del libro, las reacciones que la protagonista suscita con ello no son de espanto: el resto de personajes actúa como si todo estuviera en su sitio. ¿De dónde sale esta actitud tan irreverente de la protagonista y hasta qué punto crees que todo eso se castiga en la vida real?
Irene Cuevas: El libro se ríe de cosas de las que quizá no nos reímos habitualmente. No se burla de la salud mental, pero está la risa de la suicida, de los desamparados y de la pérdida, y a mí me parece muy importante escucharlas. Está en todos los sitios donde normalmente no encontramos el humor, y hay mucha gente a la que no le gusta que esos sitios se conviertan en lugares de humor. Algunos me dicen: «¡Pues no es tan divertido!». Pero yo estaba en un punto nihilista con la vida. Me decía: «¿Qué más da? Voy a hacer cualquier cosa. Voy a escribir esto, porque si no he venido a reírme, ¿a qué he venido a la vida?». Tenía una primera versión de la novela que era otra cosa, como un monólogo interior de la protagonista mucho más denso y poético, un drama total sin una pizca de comedia ni de diversión. Luego, al leer esas primeras hojas, me di cuenta de que era bastante insoportable contar esta historia así, por lo que busqué un tono especial para ella. ¿Seguiré con este tono en otras historias? Pues no lo sé. Quizá otra diferente me pida otro tono, y seguirá siendo mi voz y mi estilo, que es muy reconocible. Pero la gente a la que le ha gustado me está diciendo que escriba más comedia negra (risas). Todo depende de la historia que quieras contar.
LENGUA: Los clientes de la sicaria protagonista siempre son los hijos, todos varones, de las ancianas que le encargan matar. Ese rasgo de género, ¿es deliberado?
Irene Cuevas: Sí. Es una crítica al modelo social de cuidados: las cuidadoras somos las mujeres y parece que los hombres no tienen esa función encima. Alguna vez me han preguntado por qué en la novela no hay una mujer que quiera matar a su madre. Y no es que no las haya, sino que si se diera ese caso creo que lo haría ella misma, con sus propias manos. Por el contrario, creo que un hombre no se atrevería tanto, mira las tasas de matricidios en el mundo y compáralas con los feminicidios. Con las madres no se atreven tanto. El caso de Lucia es el que me permite explorar estas relaciones entre madres e hijos, dejándolo todo un poco abierto para que cada uno se imagine qué podría pasar ahí, pero obviamente la motivación hacia el asesinato venía de un pasado conflictivo. En el caso del hijo de Lucia, al menos, la razón principal no era simplemente librarse de los costes económicos que para él suponían los cuidados de su madre.

Irene Cuevas. Crédito: Isabel Wagemann.
LENGUA: Cuando la protagonista ve que la persona que le han encargado matar no es una anciana desvalida, sino una mujer llena de vida, se niega en redondo, como si matar a ancianas fuese moralmente aceptable pero matar a mujeres maduras, no. ¿Hasta qué punto crees que nos engañamos para comportamos de maneras moralmente reprobables pero necesarias o convenientes para nuestro bienestar o supervivencia?
Irene Cuevas: Esta asesina considera que tiene un código de honor según el cual solo mata a ancianas ya cercanas a la muerte, pero luego lo rompe a la primera de cambio en cuanto le ofrecen más dinero por ello. Es un personaje muy empático, necesita una excusa para no verse a sí misma como una asesina de ancianas y se inventa su propio cuento: «Bueno, ya les quedaba poca vida, se iban a morir igual» (ríe). Se dice que está matando a personas a las que ya no les queda vida con el objetivo de salvar a otra que aún tiene mucha vitalidad. Por eso quise que el personaje de la madre fuese muy joven, de cuarenta y tantos, y que le quedase mucha vida por delante. La protagonista ve a esas ancianas y piensa que no son como su madre.
LENGUA: Desde el título del libro, y al empezar a leerlo, puede parecer que la protagonista mata por eso, por piedad, como una especie de «eutanasia», pero el asunto es turbio porque no son las ancianas las que dicen que se quieren morir.
Irene Cuevas: Claro, no es una eutanasia. El libro no es ni una crítica ni un alegato a favor de ella, está en otro sitio. De hecho, está justo en el contrario: porque los hijos mandan matar a las madres que quieren seguir viviendo. Así, el libro se convierte en un juego de disputas entre madres e hijos varones, que a diferencia de los vínculos entre madres e hijas es una relación muy poco explorada en literatura. Es algo que casi nunca han hecho los escritores. Yo me pregunto: ¿dónde están sus madres? Siempre hablan de sus padres, de Kafka a Jorge Manrique. Yo quería ver qué pasaba desde ese planteamiento, si llegarían a un punto de encuentro. Lo bonito de la novela es que, aunque al principio todo apunte a que no, al final hay una reconciliación. Ahora que lo pienso, puede que en el primer cuento que escribí sobre ese personaje de la ladrona sí que hubiera esa piedad cuando la protagonista mata a la primera anciana, pero la novela es la deriva de una idea y preferí prescindir de ello. También pensé que, de una forma simbólica, esta asesina no va a matar a las ancianas, sino a recoger a madres que ya están muertas. Desde el momento en que sus propios hijos la han llamado para que acabe con su madre, esa madre está muerta en vida. La protagonista es como la recogedora de lo que en realidad los hijos ya han matado: todo el amor de una madre.
LENGUA: Sin embargo, la protagonista también tiene dificultades para comunicarse con su propia madre. Hay un pasaje en el que escribes: «Pienso que no quiero que se muera, pero como siempre no se lo digo». Es evidente que su madre, suicida e inestable, no es como las demás mujeres, pero ¿hay algún otro motivo que le impida hablar con ella?
Irene Cuevas: Es una madre fría que viene de una abuela fría: trata a su hija como la han tratado a ella. Se han criado en el silencio. La asesina, por el contrario, es muy emocional y está continuamente intentando establecer contacto. Quería que este personaje que está tan aislado del mundo pidiera a gritos comunicarse con todo el mundo. Por eso va haciendo amigos por la calle, con desconocidos con los que se cruza. Son cosas que quizá no te pueden pasar en la vida real, porque este libro está muy alejado de lo real. Es una persona desesperada pidiendo ayuda al resto, pidiendo que la quieran. Tiene un apego feroz a cualquier cosa porque no ha sido amada por su madre.
«Yo soy feliz en un 90% de soledad, pero siento que muchas personas no saben hacerlo. Y eso quiere decir que no pueden vivir consigo mismas, porque al final nunca vives solo: vives contigo, con tu mundo interior. Yo soy tan fantasiosa como esta narradora, así que no solo estoy conmigo, sino conmigo y todos mis mundos».
LENGUA: En la novela hay un pasaje muy representativo de su personalidad: cuando, en el autobús, le saca la lengua a un niño, él le devuelve el gesto y empiezan a hablar de zombis y de tumbas. Ese niño, Dani, no se sorprende por su falta de decoro e interactúa con ella porque, al no disponer de la suficiente experiencia para haber asumido los códigos sociales acerca de lo que es normal y correcto y lo que no, los niños son mucho más flexibles que los adultos. ¿Cómo crees que se va adquiriendo esa subordinación a la norma?
Irene Cuevas: Esto me recuerda una cosa que decía la escritora Kathy Acker: que la primera palabra que aprendemos y que nos quema en la carne es el «no», la prohibición. Cuando somos pequeños lo primero que aprendemos es lo que no podemos hacer, lo prohibido. Y a partir de todos los límites que nos enseñan se genera la dominación y la sumisión, y ya somos como ovejitas. El personaje de Dani me gustaba mucho porque me encanta la relación de inocencia que tienen los niños con la muerte. Para él no es tabú, puede hablar de ello con naturalidad. Quería sacarle el humor a los sitios donde por lo general no lo hay, y la muerte es uno de ellos. Pero ¿cómo hacerlo? ¿De dónde sale? La mirada de la muerte en Occidente es muy dramática. Tenemos muy asumidos unos códigos muy estrictos respecto a ella, así que pensé que la única forma que había de reírse de ella era con alguien que no hubiera entrado del todo ellos. Por otro lado, los niños son muy fantasiosos, y eso me daba más pie a jugar, porque tienen una mirada muy mágica, hacen magia donde no la hay. Y con ello la asesina se convierte en una niña también; al final, su personaje también es una niña que pasa de todo. En cierto sentido, me recuerda a mí misma con mis sobrinos (ríe).
LENGUA: Tal como dices, la protagonista pasa completamente de los códigos sociales: tiene los suyos propios, que son completamente distintos. Resulta llamativo que, siendo así, se tope con algunas personas con quien los comparte, tanto niños como adultos.
Irene Cuevas: Eso es lo que da a entender la narradora, que es poco fiable. En realidad nunca sabes lo que habrá pasado y lo que no, lo que solo está en su cabeza. Es lo que tienen los narradores en primera persona, especialmente los que son como esta: un poco mentirosa y contradictoria. Hay gente que se lo toma todo lo que narra al pie de la letra porque ella genera mucha confianza: en el libro hay muchos procedimientos narrativos que están ahí para que el lector crea que quien habla es ella, pero hay cosas que no son verosímiles con el personaje, porque es imposible que pueda saber tanto; por ejemplo, cuando empieza a fabular con el pasado de Lucia. Es un personaje muy imaginativo y fantasioso, casi como una especie de escritora, porque está continuamente haciendo cábalas sobre la vida de las personas con las que se encuentra, generando una segunda historia que de no ser así no habría forma de contar en la novela. La narradora fabuladora era el mejor recurso. Para esas cosas que deberían estar fuera de su conocimiento utilizo a veces la tercera persona, pero luego, como ya hecho el pacto de ficción con el lector, me permito que lo cuente ella misma, en primera persona y con su propia voz. Sabemos que la protagonista a veces miente a los otros personajes, así que es posible que quizá también nos mienta a nosotros. Yo juego a que en principio todo lo que cuenta la narradora sucedió de verdad, porque quería que el lector fuera su confidente, pero quizá no todo haya sido así.
LENGUA: No obstante, por su propia singularidad y descaro y por esas reglas tan propias, en general está bastante sola, pero no parece afectada por ello. ¿Crees que se puede ser feliz en soledad?
Irene Cuevas: Depende de cada persona. Yo soy muy solitaria, soy feliz en un 90% de soledad, pero el otro 10% lo tengo que llenar. Quizá en el futuro, cuando tenga cincuenta años, ni siquiera me haga falta ese 10%. Pero siento que muchas personas no saben hacerlo. Y eso quiere decir que no pueden vivir consigo mismas, porque al final nunca vives solo: vives contigo, con tu mundo interior. Yo soy tan fantasiosa como esta narradora, así que no solo estoy conmigo, sino conmigo y todos mis mundos, que son muchos. Cuando estoy sola estoy feliz, aunque a veces necesite un poco de cariñito. En el caso de la narradora, parece que es muy solitaria, pero a la vez está continua y desesperadamente intentando comunicarse con otros. En realidad no quiere estar sola. Y es muy normal, porque la historia de la humanidad es la historia de cómo nos encontramos con otros, aunque también es la historia de cómo podemos largarnos fuera de la sociedad.

Irene Cuevas. Crédito: Isabel Wagemann.
LENGUA: Del personaje de Rodri, quizá el único amigo de la protagonista, escribes que seguiría con su vida a cuestas pase lo que pase: en su sótano, con sus latas de conserva y jugando sine die a sus videojuegos. De hecho, ella misma se dice: «A lo mejor, si llega el fin del mundo, necesita que le mate porque a él no le veo capaz». Cuando alguien es infeliz y prevé que seguirá siéndolo el resto de su vida, ¿qué crees que le impide acabar con todo?
Irene Cuevas: Esa frase la digo porque al mirar afuera veo a gente a la que le pasa eso. La verdad es que yo divido el mundo entre suicidas y no suicidas: gente que puede seguir con su vida pase lo que pase y gente que no puede hacerlo porque es muy sensible a lo que les rodea, es más vulnerable. Hay gente que nace en carne viva. Yo soy bastante sensible y veo que hay gente que no lo es tanto. Eso no quiere decir que no sientan, solo que quizá no racionalicen lo que sienten de una manera tan intensa. Yo tuve mis primeros pensamientos suicidas a los once años y era una niña feliz con una infancia feliz a la que no le había pasado nada. Esto es importante decirlo: a veces no tiene por qué pasarte nada. Creo que lo que ocurrió es que me di cuenta de mi existencia y ya está, pero para mí, paradójicamente, eran una forma de protección. O, al menos, yo los convertí en eso. Creo que fue Cioran el que decía que la idea del suicidio le hacía no querer matarse: lo veía de una manera incluso vitalista. Esto me lo contó una amiga escritora, por cierto. Y esa es una explicación que yo también he desgranado con el tiempo para poder estar tranquila. A mí me ha ayudado mucho hablar con un montón de amigas. Y al final te das cuenta de que no estás sola, que es el principal problema en estos casos: que parece que solo te pasa a ti. Claro que no, nos pasa a muchísima gente, y más en un mundo precario, sin futuro, hipercapitalista, en el que cada vez estamos peor. Por eso es tan necesario poner el tema sobre la mesa, normalizarlo y hablarlo. En la novela yo lo hago al poner a la madre de la protagonista y a su mejor amiga, ambas internadas en un hospital psiquiátrico, a comentar cómo serían sus propios suicidios, o cuando la protagonista le pregunta a una anciana cómo le gustaría morirse. Ahí estoy tiñendo de humor negro las conversaciones que yo misma he tenido con algunas amigas. Por supuesto, quería reírme de eso, casi siempre me he reído de eso. Es una pesadez tener una cabeza tan dramática, imagínate si mi escritura también lo fuera. Y, además, yo soy una chica súper vitalista también, soy mucho más como mi asesina (ríe).
«En un club de lectura una anciana me dijo: "He sentido que yo podría haber sido una de esas ancianas". Nos quedamos todas con el corazón encogido, pero también dijo que se había sentido amada con el libro. Hay señoras mayores que se lo regalan a sus hijas e hijas que se lo regalan a sus madres, y cuando haces eso es que necesitas comunicar algo sobre ese tema».
LENGUA: En el libro se muestran dos visiones a priori dicotómicas, la neuronormativa y la neurodivergente, aunque en este caso no están tan polarizadas porque la protagonista es divergente en otros sentidos. Lo que sí está claro es que la protagonista aún puede ser los suficientemente funcional, pero su madre, no. ¿Cómo crees que viven la neurodivergencia (la persona que la sufre, por un lado, y los familiares con los que convive, por otro) estos episodios en los que la persona afectada por ella vomita en las cortinas, estrella coches contra muros y protagoniza repetidos intentos de suicidio como hace la madre de la protagonista?
Irene Cuevas: Yo creo que afecta mucho, te conviertes en una persona muy cuidadora hacia la persona que tiene ese diagnóstico. En este caso, la asesina está todo el rato protegiendo a su madre, es su rol: la cuida incluso en exceso, en donde ella no pide ser cuidada. Todo ello afecta a la vida diaria, porque uno no sabe qué hacer ni qué va a pasar al día siguiente: es una incertidumbre total. Por otro lado, hay personas que padecen la neurodivergencia desde que nacen, pero otras se encuentran con ella de la noche a la mañana. En los casos más graves, en que se pierde hasta la movilidad y el habla, cuidar se hace muy duro, y prácticamente insostenible a nivel económico: en ese sentido es necesaria la ayuda de toda la familia, porque la persona afectada necesita cuidados el cien por cien de su tiempo. Eso trastoca no solo la vida de la persona que sufre la pérdida de facultades, sino también la de quienes la rodean. En el caso de la asesina, su madre puede suicidarse en cualquier momento, así que solo tiene dos alternativas: o cuidarla durante todo el día o llevarla a un lugar donde lo hagan. Quería plantear ese dilema ético—moral, aunque en realidad es más bien filosófico, y así he desarrollado los personajes, plasmando en ellos distintas posturas al respecto. En su caso, la decisión de internarla se toma por pura supervivencia: «O me mato yo o se mata mi madre». Y por eso mismo necesitaba un trabajo que le generase los suficientes ingresos como para sufragar la oportunidad de llevarla a la residencia.
LENGUA: Por lo que cuentas, tu libro ha despertado impresiones de lo más variadas. ¿Cuál ha sido la más emotiva?
Irene Cuevas: Hubo algo que me dio mucha pena. En uno de los clubes de lectura una mujer de unos ochenta años me dijo: «He sentido muchas cosas al leer el libro, y una de ellas es que yo podría haber sido una de esas ancianas». Nos quedamos todas con el corazón encogido, yo le pregunté si se había sentido también amada con el libro y ella contestó que sí, lo cual me alivió un poco. Creo que este libro puede abrir debates muy interesantes. Me he encontrado con señoras mayores que se lo regalan a sus hijas y con hijas que se lo regalan a sus madres, y cuando haces eso es que necesitas comunicar algo sobre ese tema, por lo general algo doloroso. Y lo regalan hijas, no hijos. Los hombres que han venido a los clubes de lectura me han preguntado de coña que dónde estaba esa asesina, que la querían contratar para algo. Así que quizá no estaba yo muy desencaminada con esta idea de que las hijas queremos proteger y los hijos, librarse de sus madres (risas). Los hombres no saben cuidar, no les han enseñado. Para ellos, el cuidado es otra cosa: proveer, llevar dinero a casa y pagar a alguien que les sustituya en esa tarea. Un hombre se gasta una pasta del dinero que gana trabajando en meter a su madre en una residencia, y a lo mejor una mujer prefiere cuidarla ella misma. En general los hombres no cuidan en el afecto, aunque también los hay que sí lo hacen. Eso se traslada al libro haciendo que, paralelamente, encarguen a otra persona matar a la madre que no se atreven a matar (o cuidar) ellos mismos, o a la madre con la que no pueden tener la conversación que les gustaría. Los vínculos madre-hijos y madre-hijas son distintos porque la comunicación es distinta. Yo a veces me digo que ahí hay un vacío enorme. Las hijas gritamos a nuestras madres, nos peleamos, chillamos. Son conflictos abiertos, a veces incluso más irresolubles que los de los hombres: puede ser que una mujer deteste a su madre y que te den ganas de matarla. Pero con los hijos hay un silencio abismal y creo que es importante hablar de ello.