«La vegetariana», de Han Kang: la metamorfosis radical de una mujer cualquiera
Ganadora del Man Booker Internacional en 2016 (por ser, según el jurado del galardón, un texto «original, poderoso e inolvidable»), la novela «La vegetariana», de la escritora surcoreana Han Kang, narra la historia de Yeonghye, una mujer común que convierte su vida en una inquietante pesadilla al decidir no consumir carne. Contada desde tres perspectivas, la obra describe cómo esta mujer se aleja gradualmente de su humanidad al rechazar las expectativas impuestas sobre ella. Así, el lector observa con asombro este acto desafiante que alterará la vida familiar de la protagonista y transformará sus relaciones diarias en un contexto de violencia, vergüenza y deseo. Al hilo de la reedición a cargo de Random House (junio de 2024), en LENGUA publicamos el prólogo que firmó el escritor Gabi Martínez a la edición de :Rata_ de 2017, una presentación impecable de la obra que catapultó internacionalmente a la que hoy es una de las voces más interesantes y provocadoras de la literatura asiática contemporánea.
Por Gabi Martínez
Han Kang. Crédito: Paik Dahuim.
Donde crecen las secoyas
«Si no comes carne, todo el mundo te devorará», le dice a la protagonista de este libro una de las personas que intentan hacerla abandonar su dieta vegetariana al suponer que, sin la energía que procura la carne, la protagonista Yeonghye no podrá enfrentar los rigores de la vida moderna. La advertencia tiene lugar en Seúl, capital de Corea del Sur.
La precisión geográfica es en este caso muy pertinente, teniendo en cuenta que ese país figura como una de las economías que está marcando más pautas a nivel mundial. Allí, la vieja tradición confuciana se ha fundido con el capitalismo de último cuño situando a la empresa como una más de la familia, y la fórmula ha disparado los ingresos de dinero, la arquitectura vanguardista, la sofisticación popular, el estrés... y el número de bebedores de alcohol. Una razón es que el respeto a la jerarquía dictado por el sistema obliga a los empleados a ir de copas con el jefe y beber al ritmo que este imponga. Conclusión: Corea del Sur encabeza el índice de ingestión de alcohol per cápita mundial, doblando al ruso.
El máximo rendimiento se aprende temprano: a partir de los trece años, los estudiantes empollan con tal frenesí que, de no lograr los resultados previstos, demasiado a menudo se matan: Corea del Sur es donde porcentualmente se suicida más gente en el mundo después de la pequeña Guyana.
Para mantener el exigente brío de la pujanza económica se han introducido nuevos hábitos, destacando la fiebre del café, que ha convertido al bebedizo en el producto más consumido del país; aparte de multiplicarse los aficionados al Bacchus, esa bebida energética que venden las viejas prostitutas del parque de Jongmyo como contraseña para sus clientes.
Pero también es cierto que, históricamente, los coreanos han buscado una alimentación saludable y vigorizante: más de un setenta por ciento de los alimentos consumidos son de origen vegetal; y es cierto que los indígenas han hecho del kimchi virtud, demostrando con este plato idiosincrático su magisterio en la fermentación de la col. (Los coreanos fermentan como nadie gracias a los demoledores períodos beligerantes que les amargaron los primeros tres cuartos del siglo XX. Entre la invasión japonesa y la guerra con sus vecinos del Norte, muchos coreanos sobrevivieron a base de raíces terrestres, que a su vez fermentaban para paliar miserias futuras).
De todas formas, los períodos negros quedaron atrás y, después de mostrarse sublimes cocinando verde, ahora buscan otra energía en la carne. El cerdo y la ternera crudos menudean en las exitosas barbecues y, pese a que el gobierno se encargó de ocultarlos durante la celebración de los Juegos Olímpicos, en la propia Seúl menudean los restaurantes de sopa de perro (Boshintang), otro baluarte de la subsistencia nacional en los tiempos del hambre. El consumo de carne se extiende como signo de bonanza, de poder, de nutriente necesario para seguir creciendo y compitiendo en la élite.
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Una mujer insulsa
El último y decisivo detalle para entender el contexto social en el que Han Kang escribió La vegetariana apunta al ultrapatriarcado que impera en Corea. El arrinconamiento de las mujeres es una evidencia y por eso el chamanismo aún triunfa en la península: la mayoría de chamanes son mujeres que, cuando los espíritus las poseen, pueden saltarse un rato las normas mientras cantan las cuarenta a los opresores masculinos, entre otras cosas. La mismísima presidenta del gobierno -la paradoja de su sexo se entiende más fácil cuando sabemos que es hija del exdictador Park Chung-hee se vio envuelta recientemente en un escándalo que la llevó a dimitir al divulgarse que buscaba asesoramiento en una chamana de confianza (bastante caradura, por cierto).
Corea, y más en concreto Seúl, emerge pues como avanzadilla de un capitalismo ferozmente descorazonador que a su vez está inspirando a una vanguardia de pensadores críticos. Así, Byung-Chul Han ha acuñado el término «sociedad del cansancio» para definir el decadente estadio del capitalismo actual, y se ha convertido en el filósofo de moda. Aunque ahora viva en Berlín, Byung-Chul Han nació en Seúl. La megalópolis donde también reside Han Kang, que en 2016 ganó el premio Man Booker por La vegetariana. Y a ambos les une una idéntica propuesta de fondo: la necesidad de bajar el ritmo, de que el mundo se conduzca de acuerdo con formas de vida más naturales.
La vegetariana cuenta la historia de una mujer cualquiera, «insulsa» a ojos de su propio esposo, quien reconoce haberla escogido precisamente por su falta de cualidades, convencido de que alguien tan vulgar cumplirá con las típicas obligaciones femeninas acatando su rol secundario en la casa y la sociedad. Es cierto que no le procura las emociones de las mujeres bellas ni de los caracteres fuertes, pero quién prefiere el sobresalto cuando puede vivir en paz haciendo lo que le plazca con una servidora eterna. Así piensa él.
Sin embargo, en algún momento, esa mujer cualquiera empieza a comportarse raro.
«Por primera vez en cinco años -dice el marido-, salí para mi trabajo sin que ella me ayudara a prepararme ni me acompañara hasta la puerta.
-¡Se volvió loca! ¡Totalmente loca!».
Y es que esa mojigata insulsa acaba de emprender un camino tan extraño a su entorno que terminará convertido en simbólica odisea: no va a comer carne ni ninguno de sus derivados. Como Bartleby, la vegetariana no es amiga de estridencias, y cuando le ofrecen un guiso de pato, de pollo, de vaca, o la intentan forzar a ingerir o hacer lo que no quiere, se niega con educación. Eso sí, a diferencia del personaje de Melville, la coreana de Han Kang no recurre al condicional sino al silencio o a la negación directa. «No quiero». Ella dice no. Por muchos que intenten arrastrarla, convencerla, violarla, cada uno a su manera, ella ofrece una resistencia tan pacífica y muda como imparable, que en algún punto también recuerda a Gandhi.
Ella. «Mi mujer». «Ella». Son los casi exclusivos términos que emplea el marido para referirse a Yeonghye, olvidándose de su nombre hasta convertirla en un objeto, una posesión, despersonalizándola hasta la incomprensión más absoluta, claro, y es que resulta difícil entender a los seres que pertenecen a otro género... a otra especie.
«Ella» tiene sueños, duerme poco, come menos. Aspira a una metamorfosis radical que la convierta en una entidad más pura. Sus renuncias aumentan alcanzando un grado que va a dinamitarlo todo.
Han Kang. Crédito: Paik Dahuim.
¿Injusticia?
El libro se articula desde tres miradas: la del esposo, que resulta el más ajeno y distante a los sentimientos de Yeonghye; la de su cuñado artista, cautivado por el poder simbólico de una iniciativa, de una «acción» rebelde, que desea explotar creativamente; y la de su hermana, que si bien no logra descifrar las razones de Yeonghye, de algún modo comprende su sufrimiento mientras toma cierta conciencia de lo que ella misma ha soportado por el hecho de ser mujer.
Dos hombres y una hermana, en fin, para sondear una lógica que Yeonghye nunca nos habría explicado en primera persona porque, en su nueva dimensión, narrar, dar explicaciones, está de más. Dos hombres y una mujer haciendo aflorar las múltiples represiones que encadenan a una sociedad dispuesta a rechazar, cuando no agredir, a quien se atreva a enfrentarla.
Un ejemplo de esa intolerancia es la recepción que los críticos literarios coreanos dispensaron a la novela. «La pulverizaron -afirma Sun Me Yoon, la traductora que volcó la historia al español para su versión argentina-. La crítica también está dominada por hombres. A las mujeres les gustó, les impactó, pero los hombres perdían el hilo».
Conocí a Sun Me Yoon en Seúl pocos días después de que Han Kang diera una charla en el cosmopolita barrio de Itaewon, en una de sus primeras primeras apariciones públicas tras haber sido galardonada con el Man Booker. A Sun Me Yoon le centelleaban los ojos de alegría y de furia mientras celebraba el reconocimiento internacional de la misma obra que muchos de sus paisanos varones habían adjetivado con saña, condenándola a un casi ostracismo después de su publicación. La injusticia había abrumado a la traductora, y por eso la concesión del premio le dejaba un claro regusto a venganza.
Sun Me Yoon hablaba con tanta implicación que no supe si confiar en la parcialidad de un discurso al fin y al cabo muy trillado y que se articulaba entorno a la típica literata-antisistema-martirizada-por-el-látigo-de-los-malvados-popes. Como guinda para reforzar sus tesis, Sun Me Yoon extendía el descontento al desprecio con el que esos mismos críticos juzgaban a la mayoría de jóvenes escritores coreanos.
«Hasta hace muy poco, todos los escritores visibles eran de la generación anterior -dijo Sun Me Yoon-. Mientras en Corea se producían cambios vertiginosos, los veteranos insistían en escribir sobre la historia nacional». Sin embargo, por lo visto, muchos jóvenes ya estaban narrando las múltiples oportunidades y contradicciones resultantes de la alianza entre Confucio y el Capital.
Entre esos (ya no tan) jóvenes destacaban Kim Young-ha -iconoclasta autor de una pequeña novela espléndida, Mi memoria asesina- o Park Myn-gyu, adalid de rarezas ejemplares, casi siempre expresadas en relatos. ¿Un ejemplo? Soy una jirafa, donde retrocede a los años 90 para explorar las vicisitudes de un chico que trabaja empotrando gente en los vagones del metro. Park Min-gyu se sirve de ese empleo real -en febrero de 1990 el metro de Seúl contrató a 132 empotradores- para ilustrar cómo, en los 90, la sociedad coreana se rindió al Sistema. El autor viene a demostrar que, con tal de sobrevivir incrustados en el meollo social, sus paisanos traspasaron el límite de la seguridad física, de la salud, y hoy siguen pagando las consecuencias.
Kim Young-ha y Park Myn-gyu comparten ese halo de violencia y surrealismo común a tantos cineastas y creadores coreanos, fans de asombrarnos a fuerza de escenas perturbadoras que de algún modo calan en el subconsciente de manera imborrable. Lo que yo aún no sabía era hasta qué punto Han Kang se alineaba con esa poderosa tradición. Y entonces, la leí.
Han Kang. Crédito: Paik Dahuim.
Tocar hueso
El sexo desnortó al crítico literario, o eso había sugerido Sun Me Yoon sobre un punto crucial de La vegetariana, libro físico donde los haya, porque aquí se habla de un cuerpo. Un cuerpo que se niega a ser tratado como otros, sexualmente también, y por eso vas a asistir a uno de los espectáculos más refinadamente orientales de los últimos tiempos (sobre todo en La mancha mongólica, el capítulo dos). Es como si, después de muchos años procesando novelas del noreste asiático llenas de intelectuales que juegan al ajedrez, tocan el piano o buscan un arte arriesgado; y de historias donde los flujos y las vísceras se derraman de manera más o menos verosímil, Han Kang haya dado con la tecla para ensamblarlo todo de una manera sencillamente trascendental que la vincula por ejemplo a Kafka. En La vegetariana, Han Kang demuestra ser a esa tradición lo que Enrique Vila-Matas supone para la metaliteratura: una cumbre indiscutible.
Por eso, las ofensas proyectadas por los críticos que tanto alteraron a Sun Me Yoon se antojan a la postre estupendas, al confirmar que Han Kang tocó hueso y que su obra es sin duda revolucionaria. Estamos ante una novela que no solo cuestiona hábitos y realidades presuntamente intocables, sino que demuestra su endeblez hasta reventar el, en principio, omnipotente Sistema. De hecho, cada uno de los capítulos implica una ruptura, una desintegración, mientras la protagonista avanza en su ideal. Este libro nos muestra cómo la apariencia se desmorona al paso de alguien que cree, trasladándonos el miedo pero también la ilusión de contemplar cuánta fuerza albergamos. Revela cómo una convicción pura provoca grietas decisivas en estructuras de apariencia irrompible.
La vegetariana también es uno de los libros en los que se plasma de una manera más gráfica hasta qué punto el deseo físico incumbe a un ámbito espiritual. Y uno de esos libros que recuerdan el poder transformador del arte. Y uno de esos libros que...
-Pero esto no todo el mundo lo ve -me dijo Sun Me Yoon en Seúl-. En España, la va a publicar una editorial nueva [edición de 2017; Random House la ha reeditado en junio de 2024], ninguna de las grandes. Una con un nombre extraño...
No se me ocurrió ninguno más nuevo y extraño que:
-¿:Rata_?
-Esa. :Rata_. Eso es. La contrataron mucho antes de ganar el premio. Les ha tocado la lotería.
Lo dijo con una sonrisa, y siguió alabando a la obra. Ahora que la he leído, mis suspicacias primeras se me antojan ridículas. A Sun Me Yoon no la impulsaba un ánimo de revancha sino la alegría de cualquier letraherido ante el justo reconocimiento de un hallazgo en el que ella misma se había implicado hasta la traducción. Sun Me Yoon sabía, ¡sabía!, hasta qué punto las imágenes y frases de La vegetariana eran hermosas y significativas, y cómo la economía verbal de Han Kang contribuía a concentrar cada impacto, cada idea deslizada, haciendo de este libro más bien corto una piña de intensidad radiactiva, tan tierna como cáustica, potente y transformadora.
La visión de ese cuerpo joven extrañamente exento de los deseos habituales ha anclado en algún lugar de mi conciencia, y hace unos días, al releer los Viajes con Charley de John Steinbeck, pensé en Yeonghye. Fue en el pasaje en el que Steinbeck, a solas de noche en el bosque, siente la presencia de las impresionantes secoyas. Deduce que no es solo su tamaño, sino también su edad la que incomoda o intimida a mucha gente. Steinbeck cree que la conexión de las secoyas con otro tiempo geológico quizás advierta a los hombres de que somos flor de pocos días, y nos cueste tolerar la idea de ser aún algo extraños en la Tierra. «¿Es posible que no nos guste que nos recuerden que somos muy jóvenes y bisoños en un mundo que era viejo cuando llegamos nosotros a él? ¿Y podría ser que hubiese una firme resistencia a la evidencia de que un mundo vivo seguirá su camino majestuosamente cuando nosotros ya no lo habitemos?». Esto escribió Steinbeck. Fue entonces cuando, junto a ese hombre memorable en el bosque de secoyas, creí ver a Yeonghye. En mi fantasía, la vegetariana había consumado su camino fundiéndose con las raíces ancestrales.
Energía y emoción
«Ynhye... -le dice un día la protagonista a su hermana- todos los árboles del mundo me parecen hermanos». Y en esa frase resume su aspiración, su utopía: convertirse en una mujer-árbol, y que los demás lo hagan también para relacionarse, para relacionarnos, con otro equilibrio.
Una preocupación de Ynhye y de varios de los que se oponen a la dieta sin carne es la pérdida de energía. Argumentan que hay que tener energía para sentir emociones. Y sin embargo, ahí está Yeonghye, imponiendo su aparente debilidad al mundo de la energía convencional, desplazándose, ¿elevándose?, hacia un espacio diferente en el que la energía forma parte, de algún modo, de la emoción más primitiva. Un espacio donde ambas, energía y emoción, se funden naturalmente para integrar la sustancia de ese hálito inexpresable que una vez decidimos llamar vida, y cuyas esencias se recogen en este libro que resistirá el paso de los años porque sus raíces se hunden en algún lugar del espíritu tan fértil y longevo como la tierra donde crecen las secoyas.