Stephen King por Rodrigo Fresán: el Rey y yo
Stephen King publica «Holly». Es decir: Stephen King publica otro libro de Stephen King. Y «Holly» (Plaza & Janés) es un magistral y muy terrorífico «thriller» que vuelve a poner en evidencia lo incontestable: el creador de «Carrie», «El resplandor», «Apocalipsis», «La zona muerta», «It», «Cementerio de animales», «22/11/63», «Revival», «Billy Summers» (y siguen y siguen y siguen y siguen y siguen y siguen los títulos) es un clásico vivo por más que buena parte de sus personajes sean vivos que van a morir o muertos-vivos que vuelven de visita de manera más bien poco clásica. A continuación, Rodrigo Fresán -fan desde siempre, súbdito incondicional- ofrece su tributo y entona la gesta de por qué, medio siglo después de subir al trono del género, King sigue siendo el Rey. Y nada indica que tenga intención alguna de abdicar.
Por Rodrigo Fresán

10 de febrero de 2013. Stephen King posa durante un acto promocional previo al lanzamiento de la adaptación televisiva de La Cúpula. Crédito: Getty Images.
Este 21 de septiembre de 2023, Stephen Edwin King (nativo de ese Maine donde transcurren muchos de sus temblores) cumple setenta y seis años de edad y cincuenta y seis de escritor editado (King vendió y publicó su primer relato, The Glass Floor, a la revista Startling Mistery Stories en 1967; aunque ya en 1965, en un fanzine llamado Comics Review, ya pueden rastrearse los cuatro capítulos de algo titulado Yo fui un ladrón de tumbas adolescente). Desde entonces, King viene ofreciéndonos -como el más benigno pero a la vez más feroz de los soberanos- la tan rara como necesaria alegría del miedo.
Toda una vida de detectar miedos universales y auténticos para luego pasarlos por el filtro de lo fantástico y lo terrorífico. Acasos surtidos, gordura, populismo político, temores infantiles que se convierten en pánico adulto, pandemias sin límites, cataclismos familiares como la orfandad o la viudez, catástrofes tecnológicas y climáticas, perros y gatos, masacres estudiantiles, desórdenes psicológicos, tragedias nacionales y fatalidades privadas...
Sí, muchas gracias, alabado seas, queremos más: porque tener miedo a los miedos de Stephen King nos distrae de tener miedo a los miedos propios, desgraciados miedos naturales sin la gracia de lo sobrenatural.
Porque se sabe: es mejor que te asusten de mentira que dar la alarma de verdad.
Y ahí sigue King: sumando. Más de doscientos cuentos después, más de sesenta novelas más tarde (y bastante más de ochenta libros que incluyen guiones y ensayo y cómics, King ya tiene más libros publicados que cumpleaños festejados) y más de medio centenar de adaptaciones cinematográficas y televisivas con resultados variables (no siempre se encuentra un Brian De Palma o un David Cronenberg o un Rob Reiner o un Frank Darabont o un Stanley Kubrick, aunque a King no le haya gustado nada de nada lo que este último hizo con lo suyo).
Es decir: King tiene más libros escritos que años vividos (de acuerdo: César Aira tiene más pero son más cortos y, si mal no recuerdo y no me equivoco, Aira fue el traductor de la primera edición argentina -con el subtítulo de «El riesgo de la fama»- de Misery de King).
Ahí continúa King habiendo ganado todos los premios especializados en su género (que empezó siendo el de horror y fantástico y cada vez es más algo que empieza y termina en sí mismo). Y, entre ellos, no solo los más prestigiosos (entre ellos quince Bram Stoker, cinco Locus, cuatro World Fantasy Awards, el Grand Master Award de los Mistery Writers of America sino, también, galardones de peso literario a secas como el O. Henry, la National Medal of Arts del U.S. National Edowment of Arts y esa medallita del National Book Award por su «distinguida contribución a las letras norteamericanas» recibida, entre otros, por William Faulkner, Saul Bellow, John Cheever, Philip Roth, Susan Sontag, Don DeLillo, Thomas Pynchon y John Updike).
Ahí permanece King con cerca de o ya por encima de (el redondeo en su caso es casi un chiste) los quinientos millones de ejemplares vendidos en todos los idiomas del planeta.
Ahí está y ahí sigue Stephen King.
Y ahí están los que (como Harold Bloom en su momento) lo consideraron y consideran una aberración literaria. Un «escritor sumamente inadecuado» y signo claro de la decadencia de nuestro presente (lo que no le impidió a Bloom, poco antes de su muerte, el editar una antología de ensayos de varios autores sobre King y atenuar un tanto sus juicios con un «es, evidentemente, un fenómeno sociológico que trasciende a los límites de la escritura»).
Miseria y riesgo de la fama, sí...
Y, también, están los que consideran que King debería recibir cualquier octubre de estos ese justo y justiciero premio Nobel que los obtusos académicos le negaron a Ray Bradbury.
Y más allá del tan rápido como contundente recuento anterior se impone una pregunta: siendo King inagotable, ¿cómo abarcarlo y definirlo?
El regreso de Holly Gibney
Por encima de actitudes y percepciones extremas (tanto adoradoras como condenatorias), tal vez lo mejor sería moverse por la mitad del camino y afirmar que, seguro, King –hoy por hoy reseñista habitual en The New York Times, colaborador frecuente en The New Yorker y a quien la prestigiosa The Paris Review ya dedicó esa entrevista modélica y canonizadora a la que respondieron Hemingway & Faulkner– es el escritor popular y vivo y en actividad más querido en el mundo entero (como alguna vez lo fue Charles Dickens). Y con una larga entrada en la Wikipedia que puede leerse en ciento cinco idiomas. Y con muñequito Funko Pop en versión limpia o cubierto de sangre y con hacha en mano o sosteniendo uno de esos globos rojos que flotan en las profundidades de las alcantarillas de Derry donde todos flotamos.
Y -last but not least, acaso lo más importante e incuestionable- King es sin dudas uno de los mejores narradores puros y duros en toda la historia de la literatura, más allá de géneros y de gustos.
Y, más o menos consciente de todo ello, King insiste sin tener problema alguno –«No es algo de lo que me enorgullezca; pero así son las cosas»–en confesar que jamás leyó a Jane Austen. Aunque, probablemente, al menos sí habrá visto esa película que se las arregla para centrifugar a las pálidas y casamenteras y prejuiciosas y orgullosas heroínas de la escritora inglesa con esos zombis que, siglos más tarde, arrastrarían los pies y masticarían cerebros idiotizados por una señal emitida por sus teléfonos móviles en, por supuesto, una novela de Stephen King titulada Cell.
Algunas cosas que ha dicho Stephen King acerca de lo que hace Stephen King: «Yo diría que lo que hago es como una grieta en el espejo. Si miras mis libros desde Carrie en adelante, lo que verás es una observación de la vida ordinaria de la clase media estadounidense tal como se vivía en el momento particular en el que se escribió ese libro. En toda vida llegas a un punto en el que tienes que lidiar con algo que es inexplicable para ti. Ya sea que el médico te diga que tienes cáncer o la llamada telefónica de un bromista muy pesado. Entonces, aunque yo hable de fantasmas, vampiros o criminales de guerra nazis, no dejo de contar eso que nos es común a todos. Al vivir en la misma cuadra, seguimos hablando de lo mismo. Lo que yo propongo no es más que una intrusión de lo extraordinario en la vida ordinaria y en cómo la afrontamos. Me gusta contar lo que eso acaba revelando acerca de nuestro carácter y de nuestras interacciones con los demás. Es decir: para mí se trata de mucho más que monstruos, vampiros, demonios y fantasmas».

Stephen King en modo Funko. Crédito: D. R.
Y Stephen King es un escritor muy generoso. King tiene miedos para todos y de todos los sabores. Y King empezó dando miedo en un paisaje editorial y literario donde sólo muy de tanto en tanto aparecía un libro con ganas de darlo. Fenómenos esporádicos y contados y casi aberraciones de la naturaleza del best seller ocasional. El bebé de Rosemary, de Ira Levin; El exorcista, de William Peter Blatty (cuya versión fílmica fue un fenómeno de masas y ganó el Oscar a Mejor Guión Adaptado perdiendo el de Mejor Película con El golpe), El otro, de Thomas Tryon, o la novelization de su propio guion a cargo de David Seltzer para el filme La profecía. El género del terror -dejando de lado los clásicos- estaba muy por debajo de la ciencia-ficción o las novelitas románticas. Pero sí se mantenían en la pantalla de los televisores los para King muy (de)formativos episodios en blanco y negro en los que Rod Serling invitaba a la más desconocida pero a la vez tan familiar de las dimensiones y se releían con admiración las novelas y relatos de Shirley Jackson. Todo lo demás era cultista territorio de nerds y de freaks.
Y en 1974, sin que nadie lo esperase, King publicó una novela con telequinética chica cubierta de sangre llamada Carrie (y dos años después su magistral versión fílmica de Brian De Palma la terminó de certificar como el primer de tantos greatest hits).
Y desde entonces King no ha dejado de dar y de dar y de dar y de dar.
Y de seguir dando.
Para que nosotros tengamos y lo tengamos.
Miedo.
Stephen King da miedo.
Mucho.
Pero, además, ofrece y regala la sensación entre infantil y scherezadesca de sabernos (cada vez que abrimos uno sus libros y entrar en ellos como si fuese una puerta que se cierra a nuestras espaldas y ya no volverá a abrirse para permitirnos salir hasta que hayamos alcanzado la última página) en las buenas manos y malas garras de un eximio storyteller que nos clava los colmillos y no nos suelta.
Lo que no lo exime, claro, de haber sufrido altibajos (sobre todo siendo tan prolífico; Woody Allen padece el don y el privilegio de una condición similar). O de pasar por algún periodo problemático (el alcohol y la cocaína consiguieron que, al día de hoy, King no recuerde haber escrito títulos difusos como la apasionante de tan bizarra Tommyknockers o la somnífera de tan aburrida Insomnio). O hasta el haber puesto en práctica y en letra ideas apresuradas o no del todo originales y más bien derivativas; como esos autos y camiones asesinos que, de tanto en tanto, vuelve a sacar a pasear y hasta dirigirlos él mismo en Maximum Overdrive, película espantosa en el peor sentido del término (de ahí que pueda entenderse a ese atropello por camioneta en el verano de 1999 que casi le cuesta la vida a King como advertencia justiciera y poética de que ya venía siendo hora de que dejase de arrancar y pusiera freno a todo el asunto; lo que no ha impedido el que uno de sus hijos, Joe Hill, se los haya pedido prestados con resultados parecidos). Sí: también hay un King Clase B (ahí está la prescindible pero no del todo despreciable El cazador de sueños) pero que no por eso deja de tener su encanto. Un King regular o descuidado o apresurado no deja de ser un King que nos permitirá apreciar aún más el seguro e inevitable gran logro (uno más y van...) por venir. Y también está ese King que en demasiadas ocasiones (como en Doctor Sueño) atormenta con esos clímax finales en los que la batalla final contra el monstruo en plan Kong King largamente perseguido pueden llegar a ocupar decenas y hasta centenares de páginas para caer en el exceso imperdonable de que el terror se degrade primero a susto luego a sobresalto y finalmente a indiferencia.
Está claro que no es fácil ser Rey.
Y mantenerse en el poder.
Es decir: no cuesta nada comparar a King con Elvis. Y, como con Elvis, hay un King joven y revolucionario, un King cómodo y no dormido pero sí un tanto siestero en sus laureles, y hasta hay de tanto en tanto (pero cada vez menos) un King-Size muy gordo y engordado Made in Las Vegas confiado en sus trucos y tics y rellenando con demasiadas páginas a novelas que podrían ser mucho más esbeltas y all shook up. Ese King que hace preguntarse si de verdad le hacen falta cosas a su robusta bibliografía (como si se tratasen de esa musculatura casi caricaturesca de los fisicoculturistas adictos a su propio cuerpo) del tipo de El ojo del Dragón o de Después o de El ciclo del hombre-lobo o de Elevación. O si tiene demasiado sentido el exceso de jóvenes mutantes y que se encienda Ojos de fuego habiendo ya ardido Carrie. O si vale la pena volver a El instituto (con un cierto derivativo y oportunista tufillo a la Marvel) habiendo pasado ya por Ojos de fuego. O si luego de El talismán hacía falta (aunque no esté mal) la reciente Cuento de hadas donde, de nuevo, se nos invita a cruzar pasadizo multidimensional cortesía de misterioso anciano benefactor. O, incluso, sentir un poquito de vergüenza ajena con, para mí, la desproporción de La cúpula (el único de los suyos que no terminé y cuya trama ya había sido mucho mejor aprovechada por Los Simpson) o del supuestamente empoderado pero muy impotente Bellas durmientes en coautoría con su hijo Owen (único entre todo lo suyo que me pareció imperdonablemente malo más allá de todo perdón y redención).
Pero son detalles.
Pequeños pecados (en ocasiones con demasiadas páginas) pero no por eso descartables y desobedecibles edictos de Nuestro Monarca. Después de todo y antes que nada son nuevos King que suceden a viejos King para ser sucedidos por próximos e inminentes King. Nuevos brotes (en más de una ocasión psicóticos) a podar leyendo para que crezcan nuevos vástagos. Así, reverentes, obedecemos y no caemos de rodillas pero sí nos sentamos como si estuviésemos alrededor de un fuego primigenio para escuchar con los ojos lo que tiene para contarnos quien alguna vez escribió un relato en el que unos pequeños hombrecitos viven entre las teclas por siempre inquietas de una máquina de escribir. Ese que llama a sus musas «los chicos en el sótano». Aquel que mira por la ventana con resignación cada vez que el autobús de un tour se detiene al otro lado de la verja de su casa demasiado parecida a la de la familia Addams o que se escapa a su otra casa en Miami para seguir escribiendo todos esos libros que algunos dicen le escriben otros (porque entienden como imposible lo prolífico de su trayectoria) mientras sube el volumen para escuchar ese para él muy inspirador Mambo No. 5 de Lou Bega sin importarle demasiado el que su abnegada esposa lo amenace con irse de casa si sigue haciéndolo sonar y sonar para escribir y escribir.
El y aquel y ese King quien -como bien dijo el escritor/discípulo Michael Marshall, autor de una más que interesante vuelta de tuerca sobre el asesino en serie en su trilogía de Los Hombres de Paja- «es uno de los pocos escritores que incluso la gente que no lee sabe perfectamente quién es y lo que hace. De ahí que, en consecuencia, deba considerárselo o juzgárselo con reglas diferentes a las habituales».
En otras palabras: dentro de lo suyo, King es su principal rival y su peor enemigo. Un referente y una auto-referencia. El mismo problema que tuvieron y no dejan de tener The Beatles o Bob Dylan estando vivos o muertos, pero inmortales y nunca zombis.
Algunas cosas que ha dicho Stephen King acerca de lo que hace Stephen King: «En el pasado, cuando alguien me preguntaba por qué escribía sobre cosas inquietantes, yo respondía: "¿Por qué asumes que tengo otra opción?". Lo cual es una buena respuesta, pero quizás también un poco evasiva. ¿Qué respuesta busca realmente la gente a esa pregunta? Están buscando una fórmula secreta: ¿cómo supiste que esto funcionaría?, ¿por qué pensaste que esto funcionaría? Mi respuesta a eso es que nunca lo consideré. Nunca pensé que sucedería lo que me pasó a mí. Hay días que pienso que todo esto es un sueño. Pero volviendo a esa pregunta, nunca tuve elección. Este fue el tema que me atrajo. Es como la diferencia de gusto. A unas personas les gusta el brócoli. A otras personas no».

Stephen King en una imagen de 1975. Crédito: Getty Images.
Lo ya comentado: su gran debut a la vez que baile de graduación fue con Carrie. Novela más paranormal que sobrenatural pero, también, descarnado retrato de los horrores del ser adolescente distinto en infernal pueblo chico y, en perspectiva y al día de hoy, consagración de ícono feminista mucho más que empoderado. Y desde entonces –luego de una mínima duda en cuanto a si quería ser escritor de género o no y aunque alguna vez haya amenazado con retirarse– King continúa lanzando escalofríos luego de haber convertido al terror/horror en uno de los nichos literarios más exitosos y productivos. A King le debemos descendientes suyos como Catriona Ward, John Ajvide Lindqvist, John Connolly, Dan Chaon, Kelly Link, Jonathan Mayberry, Michael Koryta, Grady Hendrix (quien posteó una exhaustiva y reveladora y personal relectura del monstruo, título a título, que puede leerse aquí), Paul G. Tremblay, Mariana Enriquez, su contemporáneo Dean Koontz, el gran y recientemente fallecido Peter Blue Rose Straub (considerado por muchos, maliciosamente, «un Stephen King para gente que piensa» y con quien King escribió El talismán y Casa negra), Chuck Palahniuk, y hasta a los ya mencionados y propios hijos de King: Joe Hill y Owen King (y siguen las muchas firmas, algunas auténticas, demasiadas falsificadas, pero qué se puede hacer al respecto cuando tu vertiginoso y ascendente ascendiente es tan alto e inalcanzable pero engañosamente próximo y funcional). Y, claro, podemos acusar a King de haber abonado la tierra de cementerio donde germinaron atrocidades como la saga Crepúsculo, de Stephenie Meyer (despreciada por el Rey Stephen porque «son libros que no tratan de tener miedo a los vampiros sino de tener miedo a no tener novio»). Pero un Rey no es responsable de lo que hacen sus cortesanos.
No hace mucho, el mega-best seller James Patterson (quien vende más que el autor de El resplandor y fue despreciado por el propio King por considerarlo «un escritor abominable») jugueteó con la idea de publicar un thriller en el que Stephen King era asesinado. En resumen: a Patterson le (pre)ocupa King y a King Patterson no parece importarle demasiado.
«Dejemos de lado lo de ser best seller y los estereotipos: este hombre es un genuino escritor de nacimiento. No es Tom Clancy. Escribe oraciones y tiene un gran sentido de lo literario y su prosa desborda historia literaria. Lo que hace no es algo sencillo, no es mero palabrerío contemporáneo, y no es una tontería. Y lo anterior tal vez sea una forma torpe de decir que algo es inteligente, pero eso es lo que quiero decir». Quien habló así no fue un colega en lo más alto de las listas de ventas, o un periodista perfilando un fenómeno de masas de cincuenta años de edad, o un editor intentando seducir al monstruo para que se vaya con él. Quien así habló fue la sofisticada escritora y refinada intelectual y ensayista de alta gama Cynthia Ozick.
Y se refería a Stephen King.
De nuevo: de acuerdo en todo.
Y Ozick no es la única que piensa lo mismo. A la ronda y rueda del elogio se apuntaron en su momento Joyce Carol Oates («un brillante escritor realista-psicológico»), Walter Mosley («es por mucho quien más y mejor conoce el miedo a fuerzas demoníacas pero también el miedo a la pobreza y al hambre y a lo desconocido»), David Foster Wallace («Uno de los primeros que se ocupa de norteamericanos auténticos y de cómo hablan y viven... Tiene un oído bestial»), Lauren Groff («Le debo mucho más de lo que jamás podré expresar y agradecer»), Junot Diaz («Cuando lo leí por primera vez supe que eso era lo que quería hacer»), y Bret Easton Ellis («Nadie que sepa leer y escribir puede negar que el primer capítulo de It es obra de un maestro no solo en lo suyo sino también en lo de cualquier otro») quien lo invoca y evoca una y otra vez en su magistral y reciente Los destrozos como fuerza impulsora e influjo fundante para todo lo suyo.
Por encima de todo y de todos los que fueron y los que vendrán, King continúa firmemente sentado en su trono y no hay quien le haga sombra.
Con dinero y con cada vez más dinero, King sigue siendo El Rey. Sus colegas y aprendices y aspirantes a su cetro pueden tener un impacto ocasional, sí; pero nadie se las ha arreglado para mantener su constancia. ¿Cómo lo hizo y lo hace y lo seguirá haciendo? Sencillo: «La clave de todo pasa por dedicar seis horas al día a leer y escribir. Si no lo haces, no puedes pretender ser un buen escritor. Dos mil palabras muy buenas al día es la meta. ¿Mi definición de talento? Fácil: si has escrito algo por lo que te dieron un cheque y el cheque no rebotó y con eso pagaste la electricidad, entonces te considero alguien talentoso».
Y tener claro algo muy importante y que así proclamó el Rey King: «Terror es ese calculado crescendo camino de ver al monstruo. Horror es ver al monstruo».
Es decir: la clave de lo suyo pasa por un 90% de terror y un 10% de horror (a veces, de nuevo, un 10% demasiado largo).
¿Y qué es el miedo? El miedo es no contar con ese cheque y que te corten la luz y se hagan las sombras.
Algunas cosas que ha dicho Stephen King acerca de lo que hace Stephen King: «Cuando somos niños pensamos diferente. Pensamos en ángulos en lugar de pensar en línea recta... La más esencial y definitoria característica de la infancia no pasa por la nada esforzada capacidad para fundir los sueños con la realidad sino por la alienación y por el sentirse tan solo. No existen palabras para describir las oscuras exhalaciones y los bruscos giros que emitimos y damos durante la infancia. Un niño inteligente no demora en comprenderlo y no puede sino rendirse y calcular sus inevitables consecuencias. Y un niño que calcula esas consecuencias ya no es un niño... Pero lo que define a todo niño es que jamás sabrás exactamente en qué está pensando o en qué modo observa lo que lo rodea. Después de haber escrito mucho acerca de chicos (lo que no es otra cosa que poner toda experiencia bajo una lupa muy poderosa) descubres que ya no recuerdas cómo era que pensabas de niño. Así he llegado a la conclusión de que mucho de lo que recordamos acerca de los primeros años de nuestras vidas no son más que mentiras. Lo que tenemos es algo parecido a fotos. Visiones de un determinado momento. Y todas esas historias que nos contaron o que leímos o que vimos entonces y que, paradójicamente, jamás podremos olvidar... son historias. A menudo me preguntan cómo era yo cuando eras niño pensando que voy a responder: "Cuando era niño, me golpearon", o "Fui abusado sexualmente" o "Me secuestraron". Nada de eso me sucedió. "¿Pero es cierto que viste a un amigo atropellado por un tren cuando tenías cuatro años?", insisten como en busca de ese trauma que lo generó todo. No sé. Mi madre pensó que yo había visto eso. Dijo que a un niño lo había atropellado un tren y que yo volví ese día después de haber ido a jugar con él y que yo estaba muy pálido y no hablaba. Ciertamente no tengo ningún recuerdo de ello, al menos no en mi mente consciente. Lo que sí recuerdo es que mi madre me contó que tuvieron que recoger los pedazos del cuerpo en una canasta. ¿Qué te parece ese detalle? Mi madre podría haber sido Stephen King».

Stephen King en Nueva York en septiembre de 2002. Crédito: Getty Images.
Y aún así, ¿habrá un hilo conductor en todo esto, una viga maestra que sostiene el entramado de la telaraña? ¿Existirá un ingrediente más o menos secreto en la vida y obra de quien hoy por hoy es cada vez menos rebajado a la categoría de Burger King, de alimento trash a consumir más o menos a escondidas, porque se ha ido aprendido a reconocer al Rey King no sólo como el terrorista literario más consistente de nuestros tiempos sino, también, como el autor más cerca de emular el efecto radiactivo más allá del tiempo y del espacio de, otra vez, un tal Charles Dickens. King -como Dickens- como ese a quien, al leerlo, sentimos como si estuviese a nuestro lado, leyéndonos lo suyo, lo nuestro. Es decir, digámoslo: el poder de King pasa por el influjo sin fecha de vencimiento de un gran escritor popular. Influjo acompañado por una vida con ribetes legendarios y, sí, dickensianos.
A saber:
Padre abandonador (una mañana -cuando Stephen tenía dos años- «mi padre salió a comprar cigarrillos y no regresó nunca» dejando a la madre a cargo de la educación y manutención de Stephen y de su hermano mayor, David).
Y luego el pequeño Stephen King siente mucho miedo cuando ve por primera vez Bambi y descubre que leer puede dar miedo aún más miedo que un cervatillo huérfano corriendo por un bosque en llamas. O que -enseguida- la proyección de La tierra contra los platillos voladores súbitamente interrumpida en el cine de su barrio porque el encargado decide encender las luces para informar al público de que los rusos han puesto en órbita su Sputnik que atraviesa una vez cada noventa minutos (lo que dura una película) los cielos de America The Beautiful. Y que, por lo tanto, el apocalipsis nuclear va a demorar en acontecer menos tiempos del que se demora en tragar esas palomitas en una oscuridad de pronto más oscura que nunca. Entonces, sí, el pequeño King sometido a la exposición a todas esas radiaciones entre psicodélicas y atómicas a las que estaba expuesto todo niño norteamericano de la posguerra. Y la mutación se completa un día en que sube al ático y encuentra allí un viejo paperback abandonado por su padre: una antología de los horrores cósmicos y tentaculares de H.P. Lovecraft. «Supe que había llegado a mi hogar en el momento que abrí por primera vez ese libro», dirá King en una entrevista de 2009.
Algunas cosas que ha dicho Stephen King acerca de lo que hace Stephen King: «Desde muy niño, siempre quise que me asustaran».

Stephen King circa 2004. Crédito: Getty Images.
Deseo concedido y después, casi enseguida, el pequeño Stephen King descubre que leer puede dar miedo. Y se pregunta cómo será dar miedo escribiendo. Y el pequeño King que sería rey entonces descubre lo que él querrá ser y hacer cuando sea grande, no mucho más grande, porque quiere empezar a serlo y hacerlo enseguida, lo antes que se pueda: buscar historias, rastrear yacimientos subterráneos de miedos para, de paso, saciar así su propia sed de terrores.
Y poco y nada cuesta imaginarlo a partir de ahí como el nerd proverbial y paradigmático que se hace adicto a los transgresores comics rebosantes de cabezas cortadas y venganzas de ultratumba de la EC Comics, a los episodios de The Twilight Zone, al descubrimiento de Richard Matheson («el autor que más me ha influenciado») y de Ray -pronúnciese Rey- Bradbury («Por supuesto, sin Bradbury primero antes no podría existir yo después. Bradbury fue una de mis principales influencias. Aunque para mí Bradbury siempre vivió y trabajo a solas en su propio país, y su tan formidable como iconoclasta estilo jamás pudo ser imitado con éxito. En síntesis: Dios creó a Ray Bradbury y luego rompió el molde»).
Y, sí, King es uno de esos niños que piensa demasiado -piensa diferente y en ángulos graves y agudos- porque vive en una casa pobre. Y pensar es gratis y, después de todo, siempre hay lápiz y papel a mano y eso es mucho más barato que los juegos de química o los sets de Meccano. Y con papel y lápiz se puede experimentar y armar cosas mucho más interesantes y sin la obligación de seguir instrucciones ajenas.
«Yo crecí en una casa donde no hubo televisión hasta que cumplí los diez años. No podíamos permitírnoslo. Así que solíamos espiar las pantallas por las ventanas de los vecinos. Pero no era demasiado divertido. Lo que sí teníamos era libros. Mi madre era una gran lectora y siempre nos leía a mí y a mi hermano. Recuerdo su voz leyéndome El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde cuando yo tenía seis años y mi hermano ocho. Nunca la olvidaré. Y tampoco puedo olvidar mi lectura de Oliver Twist, un libro lleno de sangre», evocará King.
Y de ahí sus primeras publicaciones en revistas mientras vive con su esposa (la más tarde también escritora Tabitha King) y sus dos hijos y no deja de teclear en una mesa plegable de la ruinosa caravana. Y es su esposa quien rescató del cubo de la basura las primeras páginas de eso que escribe King. Eso que King ya está pasando en limpio y llenando de sangre. Eso cuyo adelanto por la edición en tapa dura (que vendió casi de entrada y contra todo cálculo previo unos nada despreciables 13.000 ejemplares) fue de 2.500 dólares; pero lo que King enseguida recibiría por los derechos para paperback trepó hasta los U$S 400.000 vendiendo un millón de copias en su primer año.
De nuevo y para siempre: la novela se titula Carrie.
El resto es historia, historia no de terror sino Historia del Terror.
Así, repentino y duradero éxito cósmico y multimillonario abonado a la lista de Forbes (un clásico pero no por eso menos regocijante ejemplo y espécimen de Sueño Americano, en su caso despertado a partir de la imaginación de sucesivas y recurrentes Pesadillas Americanas). Adicciones varias a casi todo durante buena parte de la década de los ochenta. Ese accidente casi mortal al ser atropellado por un irresponsable conductor que pareció salido de uno de sus libros (leer sobre todo esto en sus autobiografías de lector/trabajador Danza macabra y Mientras escribo o en los prefacios y despedidas o explicación introductoria a cada uno de sus cuentos donde, de tanto en tanto, entre las flores de su perfecta felicidad, brota la hiedra picante y que nunca llega a ser venenosa de un «lo que no se dice en pocas palabras y en línea recta no puede ser bueno» y mejor dejar esas cosas como el estilo «a los DeLillos y a los Styrons»). Pionero del libro electrónico con su The Plant y Riding the Bullet y Ur. Titiritero diabólico detrás del alias del aún más siniestro que él Richard Bachman (autor en 1977 de la hoy descontinuada por su propio autor Rabia porque se supo que era la biblia negra de muchos de esos chicos que un día van al colegio llevando un rifle de asalto y...). Miembro de la rock band de escritores a beneficio The Rock Bottom Remainders. Escritor más rico y vendido del mundo entero...
Y Cynthia Ozick –además de defender a Stephen King– es una de las más grandes especialistas en ese ocasional pero indispensable maestro de lo fantasmagórico que fue y sigue siendo Henry James. Y fue James quien postuló aquello –es una de sus citas más acudidas sale del relato La edad madura, una de sus muchas inmensas piezas breves sobre los tormentos a los que suelen someterse y ser sometidos los escritores– de «trabajamos en la oscuridad, hacemos lo que podemos y damos lo que poseemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra tarea. El resto es la locura del arte».
Y sí: después del autor de Otra vuelta de tuerca, posiblemente sea Stephen King el norteamericano que más y mejor ha narrado los peligros del oficio siempre en clave más que siniestra (su otra especialidad de la casa son los niños y mujeres en problemas o problemáticos). Y diferencia sutil y atendible: en James los escritores están más o menos locos mientras que en King están locos por escribir (y, atención, sueñan con dejar de ser escritores muy populares para, por fin, escribir una novela «seria o en serio» y, cuando se atreven a despertar de ese sueño haciéndolo realidad es cuando empiezan los desvelos, el insomnio, las pesadillas.
En el sombrío pero tan luminoso Mondo King hay escritores problemáticos y en problemas o futuros escritores problemáticos y en problemas, en El resplandor, en La balada del proyectil flexible, en It, en El Colorado Kid y en Joyland, en El teléfono del señor Harrigan, en Un saco de huesos, en Ventana secreta, jardín secreto, en Tommycknockers, en La historia de Lisey, en El procesador de palabras de los dioses, en El misterio de Salem's Lot, en 1408, en La mitad oscura, en El virus de la carretera viaja hacia el norte, en Cell, en la saga de La torre oscura, en Desesperación, en El cuerpo, en Desesperación, en Quien pierde gana, en Billy Summers, en Cuento de hadas y –seguro que me olvido de alguno y de alguna– en, por supuesto, Misery y en La mitad oscura donde el lector y el propio escritor se convierten en monstruos. Y acaso el peor monstruo de todos entre todos ellos no sea otro que el Jack Torrance de El resplandor: alguien que quiere pero no puede ser escritor, alguien que quiere pero no puede tener lectores. Entonces se leer y se reescribe y se tacha a sí mismo.
Y en todos ellos, siempre, una constante: los escritores nacidos en Kinglandia no suelen pasarla muy bien y viven y mueren casi siempre acosados por fans (o por la ausencia de fans) pero, más que nada y antes de todo, por aquello que late y susurra en la loca y artística de su arte. ¿Cómo evitarlo o mantenerlo a raya?
Poniéndolo por escrito.
Una y otra y otra y otra vez.
Algunas cosas que ha dicho Stephen King acerca de lo que hace Stephen King: «Escribir no se trata de ganar dinero, hacerse famoso, conseguir citas, echar un polvo o hacer amigos. Al final, se trata de enriquecer la vida de quienes leerán tu trabajo y también de enriquecer tu propia vida. Se trata de levantarse, mejorarse y superarse. Ponerse feliz, ¿vale? Ser feliz...Vivo para leer. Vivo para escribir. Fornico en algún punto intermedio entre una y otra de esas dos actividades... Los libros son la única magia única portátil».

Steve King en el semanario The Maine Campus, el periódico en el que colaboró durante su etapa de estudiante. La noticia hace referencia al lanzamiento de Carrie. Crédito: D. R.
Y, claro, más allá de favoritos personales, hay un indiscutible Canon King que cada quien jugará y atenderá a voluntad y placer. Tomar nota si se quiere del mío para futuros temores o para recordar el placer de pasados escalofríos.
Entre 1974 y 1979, King disfrutó e hizo disfrutar con la más triunfal y, seguramente, irrepetible de las buenas rachas.
A saber, de nuevo:
La ya mencionada Carrie (que a su vez inauguró el cine teen-slasher con su primera y magnífica adaptación a la gran pantalla y llegó incluso a fracasado, pero de culto, musical de Broadway).
Esa Drácula de visita en Peyton Place cuasi pastoral-provinciana que es El misterio de Salem's Lot (que yo leí por primera vez como La hora del vampiro y de la que ya viene adaptación al cine con, seguro, esa escena de niño nosferatu aleteando al otro lado de una ventana en lo alto de una casa y de cuyas mordidas se ha desprendido recientemente la miniserie y nada desdeñable precuela Chapelwaite).
El resplandor (para mí muy por encima de muchas de las supuestas «Grandes Novelas Americanas» sobre la familia disfuncional de la actualidad).
Su primera colección de relatos El umbral de la noche.
Ese El señor de los anillos Made in USA con aquelarre pandémico-mesiánico que es Apocalipsis (en la que me sumergí por primera vez cuando se llamaba La danza de la muerte y que, como tantos, volví a leer en 2020 para distraerme del covid con ese tanto mejor escrito Blue Virus 848-AB A-prime A6 Project Blue de laboratorio a.k.a. Capitán Trips).
La zona muerta (una de sus/mis favoritas, con un protagonista trágico y entrañable y fantástica adaptación a la gran pantalla de David Cronenberg con inmenso y melancólico Christopher Walken y un Martin Sheen que ya parecía anticipar a ese ser empeñado en Make America Great Again).
Después, a lo largo de las décadas, Cujo (King dijo ni recordar haberla escrito; algo así como una novela de John O'Hara con San Bernardo rabioso, no en vano, favorita de Quentin Tarantino y, sorpresa, lo próximo a publicar King será su inesperada secuela titulada Rattlesnakes).
La maravillosa colección de nouvelles reunida en Las cuatro estaciones.
La maldita Cementerio de animales (para King su libro más monstruoso en todo sentido y que casi no publica por parecerle un poco demasiado y, si se lo leyó de joven/hijo con miedo, la relectura siendo maduro/padre da pánico).
Misery como metáfora de su relación con los fans (y ahí está esa anécdota increíble durante una de las muy esporádicas, por incontrolables, firmas de libros de King que cuenta Palahniuk en Plantéate esto y buscarla y encontrarla y no poder creerla aunque sea cierta).
El pasillo de la muerte (La milla verde) (que King se dio el gusto de publicar como folletín por entregas y, sí, Dickens otra vez, por entonces yo estaba en Iowa y recuerdo a los fans haciendo cola en una librería semana tras semana a la busca de nuevo episodio).
Esa sentida rareza que es Corazones en la Atlántida: su libro sobre el horror, el horror de Vietnam.
Y -claro y oscuro- la monumental y muy influyente It (Stranger Things no es otra cosa que su fogosa pero pálida reescritura) cuyo añadido inmenso valor social es el de haber legitimado de una buena/mala vez por todas el hasta entonces (in)confesable miedo a los payasos a la vez que haber propuesto una para muchos incómoda escena de redentor sexo adolescente que su última y exitosa y generacionalmente cristalina versión fílmica optó por ignorar para que nadie se ofenda (refiriéndose al escándalo en cuestión de esas ahora muy cuestionadas páginas, King siempre dijo que, en el momento de la escritura, «yo no pensaba realmente en el aspecto sexual sino en el acto mismo como algo que conectaba la niñez con la adultez. Para mí no era más que otra versión de ese túnel de cristal que conecta la parte infantil de la biblioteca con la sección para adultos. Las cosas han cambiado mucho desde que escribí esa parte de It... Lo que sí me pareció fascinante entonces es que se comentase tanto una única escena de sexo y que, en cambio, se dijese tan poco acerca de los asesinatos de niños en serie en It. supongo que eso significa algo y dice mucho acerca de nosotros, pero no estoy muy seguro de qué»).
Y La mitad oscura (otro acercamiento a los riesgos del oficio). Y los fantasmas de Un saco de huesos.
Y Duma Key (en especial, su inicio sin ese arrebato de fantasmas que, casi por obligación, acaba lastrándolas un tanto).
Y 22/11/63 como esa obra maestra que es la ucronía kennedyana y la idea del magnicidio como disparo de largada para todo lo que está mal en Malos Estados Desunidos.
Y las novelas cortas de Todo oscuro, sin estrellas.
Y el reencuentro con Danny El Resplandor Torrance en Doctor Sueño (superada, digámoslo, por su inteligente adaptación cinematográfica a la vez potenciando los logros del Hotel Overlook regentado por Kubrick).
Y la muy resultona aunque no del todo constante policial/sobrenatural Trilogía Bill Hodges (compuesta por Mr. Mercedes, Quien pierde gana y Fin de guardia) donde aparece por primera vez Holly Gibney).
Y esa maravilla del horror cósmico que es Revival (historia terrible de maestro y aprendiz que bien podría titularse Breaking Very Very Very Bad apoyándose en los hombros de gigantes clásicos como Frankenstein de Mary Shelley y El gran dios Pan de Arthur Machen y desde allí contemplando motivos traditionals y nacionales como los de Poe, Hawthorne y Melville al abrazar la pérdida de la fe de todos para abrazar una religión privada y peligrosa).
Y Billy Summers (variación noir sobre el aria del asesino a sueldo sensible a la vez que implacable).
Y El visitante (con Holly Gibney otra vez) y la recién publicada (más detalles más adelante) Holly.
Y_____________________ (escribir sobre la línea -aunque más que seguramente faltará espacio- vuestros favoritos).
Y también, claro -capitulo(s) aparte, muchos- están los varios volúmenes para ese otro tipo de lector de King dispuesto a matar o morir por una página más de las más de cuatro mil en ocho volúmenes conformando la deforme saga spaghetti-western-fantasy-psicotrónica-meta-ficcional de La torre oscura: su desbordada y excesiva magnum opus (merecedora de varias enciclopedias explicativas y culpable del pecado confeso pero más que merecido por King de querer establecer, como Lovecraft & Tolkien & Co., una cosmogonía propia y una terminología por momentos un tanto infantil e irritante con sus Ka-tet, sus Thankee, Sai y su omnipresente Ka llegando a filtrarse a otros libros de King como si se tratasen termitas o de manchas de humedad). Monumento que King comenzó a erigir ya en su adolescencia y que hoy es acaso responsable más o menos indirecta de muchos de los despropósitos argumentales con multiversos y personajes que mueren-pero-no-tanto-o-del-todo de Lost, Inception/Tenet, Fringe & Co.
Y los completistas hasta recopilan también sus tuits contra la imposición de diversidades en las candidaturas a los Oscar, o contra las políticas reformistas de la plataforma ahora propiedad de Elon Musk, o contra el absurdo de la apropiación cultural, o contra que no se publiquen las memorias de Woody Allen, o contra Donald Trump, a quien King no ha dudado en comparar con el gran Cthulhu pero en versión descerebrada porque «ese peinado absurdo no lo es tanto. Oculta sus tentáculos... Mi última idea para novela de terror: había una vez un hombre llamado Donald Trump, quien se postuló para la presidencia. Algunas personas quisieron que ganase». Trump finalmente lo bloqueó en su cuenta. ¿Cuál fue la respuesta de King? «Bloqueado. Tal vez tenga que suicidarme».
Pero no, King sigue vivo y coleando y tuiteando (y el grueso de sus mensajes están más cerca del piar acerca de lo mucho que le gustan muchas cosas que del graznido condenatorio).
Sí: Stephen King sigue escribiendo incluso cuando no está escribiendo.
Algunas cosas que ha dicho Stephen King acerca de lo que hace Stephen King: «Cuando, durante una entrevista para The New Yorker, le comenté al entrevistador que yo creía que las historias son cosas que se encuentran, como fósiles en la tierra; él me dijo que no lo creía. Le respondí que eso me parecía muy bien, siempre y cuando él creyera que yo lo creo. Y lo creo. Las historias no son camisetas de recuerdo ni Game Boys. Las historias son reliquias, parte de un mundo preexistente aún no descubierto. El trabajo del escritor es el de utilizar lo que guarda en su caja de herramientas para extraer del suelo a la mayor cantidad posible de cada una de ellas intacta. A veces, el fósil que descubres es pequeño, una concha marina. A veces es enorme, un Tiranosaurio Rex con todas esas costillas gigantes y dientes sonrientes. De cualquier manera, cuento breve o novela de mil páginas, las técnicas de excavación son básicamente las mismas...Yo fui creado para escribir historias y me encanta escribir historias. Por eso lo hago. Realmente no puedo imaginarme haciendo otra cosa. No me imagino no haciendo lo que hago. La escritura es simplemente un gran cable conductor, es este tubo de salida que mantiene una presión agradable y uniforme y, simplemente, derrama toda esta mierda. Todas las inseguridades salen a la luz, todos los miedos, y además, es una excelente manera de pasar el tiempo. De una cosa estoy seguro: de no poder hacerlo más ya estaría muerto. Me habría emborrachado hasta morir, o me habría drogado hasta morir, o me habría suicidado hasta morir o alguna otra maldita cosa. Hasta morir».

Stephen King toca con la banda Rock Bottom Remainders en el Wordplay Festival celebrado en mayo de 2019. Crédito: Getty Images.
Cerca del final de La torre oscura, en un pliegue metaficcional (que a algunos les pareció un poquito mucho), el hierático pistolero Roland Deschain se encuentra, en 1977, con un escritor llamado Stephen King. Un Stephen King que no es exactamente el King Stephen que todos conocemos pero que, aun así, ya es deus ex machina y divinidad indisoluble de su creación. Alguien tan todopoderoso que así se regala un capricho y nos obsequia una alegría: el comprobar y probarnos que Stephen King puede ser, también, un gran personaje de ese gran creador de personajes que es Stephen King.
Y sí: se lo tiene y nos lo tenemos bien –muy bien– merecido.
Algunas cosas que ha dicho Stephen King acerca de lo que hace Stephen King: «Bueno, permítanme decir que sólo me preocupa la Inteligencia Artificial en lo que respecta a los guionistas y escritores para televisión. Debido a que existe este miedo, creo que es un miedo tácito, que la IA haya estado escribiendo comedias de situación todo el tiempo y también algunas series dramáticas, porque son bastante previsibles y como automáticas. Pero en lo que respecta a la IA y los libros escritos por IA, los guiones escritos por IA, ¿qué se puede hacer al respecto? No olvides aquello del Rey Canuto tratando de hacer retroceder la marea y ya sabes... Pero me resulta muy, muy difícil creer que la IA (hasta que alcance una sensibilidad real, lo cual aún está muy lejos) pueda escribir algo de verdad. He leído poemas de IA que eran del estilo de, digamos, William Blake. Y riman cosas sobre Dios y cosas sobre su cordero y todo eso, pero no es lo mismo. Ni siquiera está cerca. Es como la diferencia entre Budweiser y alguna cerveza de las buenas. Ambas te provocan un poco de hormigueo, de acuerdo; pero no es lo mismo».

Stephen King ilustra la portada de la revista Time del 6 de octubre de 1986. Crédito: eBay.
Y de un tiempo a esta parte he notado en mí un curioso efecto -un hormigueo distinto dentro de lo mismo- en los libros de Stephen King. O tal vez el que cambió fui yo, que ya no soy ni un niño ni un joven seguidor de King aunque lo siga siguiendo en mi recién estrenada sexta década de vida. Y el cambio es el siguiente: me gustan mucho más en la ficción de King sus inicios. Sus largos tramos realistas (y donde lo que el autor es no dar miedo al lector sino pedir atención de parte del lector) y en los que el horror o el monstruo todavía espera en un horizonte más o menos lejano. En El visitante -que comienza y hasta estar bastante avanzado funciona magistralmente como procedural legal-policial- alguien se hace una pregunta tan inquietante como definitiva para el curso de la apasionante novela que hemos estado leyendo hasta entonces. Es una pregunta que va a alterar profundamente la naturaleza de la posible respuesta. Y es una pregunta tan inquietante como muy sencilla: «¿Qué pasa si la única explicación al enigma sea algo sobrenatural?».
Y entonces allá vamos...
Y no olvidar tampoco la atropelladora y magistral secuencia de apertura -ubicada en la cola del paro- que en Mr. Mercedes quitará el aliento a todos a la vez que nos informará que aquí el monstruo no es resultado de potencia sobrenaturales, sino de la recesión económica.
Así, me he dado cuenta que ya no leo a King igual que antes leía a King. En un principio, claro, fue por tembloroso amor al género y, enseguida, por ese talento que King tiene para traducir los grandes y reales terrores de su tiempo al idioma de lo sobrenatural. Pero, de un tiempo a esta parte, disfruto de y admiro a King no tanto por sus tramas (a veces predecibles, ya se reconocen sus trucos y tics y hasta deudas más o menos reconocidas) sino por su tono, por su manera de contar, por esa familiaridad que sólo consiguen nuestros seres más queridos.
Y todo esto se me ha hecho aún más manifiesto en Billy Summers y Holly.
Y la Holly del título es la formidable y obsesiva y autista detective savant y muy sui géneris Holly Gibney, a quien disfrutamos en la Trilogía Bill Hodges. Y en El visitante (a la hora de verla en serie, mucho más fiel a la original es lo que hace Justine Lupe en las tres temporadas de la muy buena y hasta mejoradora del original Mister Mercedes y mejor ignorar su inexplicable reescritura como afroamericana sin nada del humor del personaje en la adaptación para la HBO de Richard Price de El visitante, donde también se sacrificó novedoso costado folk-fronterizo). Y Holly regresó en la nouvelle La sangre manda.
Y ahora Holly investiga -luego de consagrarse como la ayudante de Bill Hodges y enfrentarse a usurpador de cuerpos y a otro «vampiro psíquico» de un «segundo mundo» regresando una y otra vez con disfraz de periodista de crónica roja- la desaparición de varias personas en esa ciudad sin nombre que frecuenta.
Y -sorpresa o no tanto- nada sobrenatural aquí.
Lo mismo que en la anterior y reciente Billy Summers. Una y otra son novelas con nombre en sus portadas y de eso tratan. Como -otra vez- en y con Dickens. Y otra y uno -aunque compartan mecanismo narrativo con flashbacks y alternancia de escenarios- son opuestos complementarios. Billy Summers (y al que colegas y empleadores consideran de pocas luces, porque él mismo se ha inventado una protectora y distractora máscara de savant à la Forrest Gump adicto a los cómics de Archie cuando, en privado y a muy solas, es un gran lector y admirador de Emile Zola y Thomas Hardy) es un francotirador implacable y asesino a sueldo de gran reputación y eficacia a la vez que de perfil/currículum muy personal: Summers sólo accede a eliminar a malas personas. Y, de acuerdo, en más de una ocasión sus empleadores son malas personas también; pero no se puede exigir tanto cuando hay que ganarse la vida con la muerte. Y Summers ha tenido una infancia terrible (donde mató por primera vez en defensa propia) y una juventud de uniforme en Fallujah (donde mató tantas veces en defensa de su país). Y ahora -2019 pero ya con ominosas alusiones a un virus que se aproxima desde el horizonte- Summers está cansado de matar y se dispone a retirarse luego de uno de esos últimos trabajos que acaban siendo últimos más allá de lo planeado.
Holly Gibney, por su parte, también ha tenido una infancia triste y una juventud aún peor; pero ahora, por fin, sabe cuál es su lugar y misión en el mundo. Y de eso trata la novela de su vida. Y, sí, Holly es una novela de esas que confina a su lectura. Y el covid es casi uno de los personajes principales de la novela, abundan las mascarillas y marcas de vacunas y funerales vía Zoom. Y, a su muy contagiosa manera, alivia y cura. (En lo personal, sólo diré lo siguiente: desde hace meses que arrastro un covid persistente que me dificulta mucho la concentración y permanencia en cualquier cosa puesta en letras y, sin embargo, Holly me enganchó de principio a fin. Así que pensé que estaba curado y me atreví a continuar con la nueva de Richard Russo -otro genio del costumbrismo norteamericano- pero no hubo caso: de nuevo como flotando junto a Pennywise y espero no tener que esperar a lo próximo de King para poder empezar y terminar otro libro).
Y, de nuevo, Holly no es "una de terror" sino una "policial" (género al que King se viene acercando con frecuencia desde su relación con la editorial especializada Hard Case); pero es, también, un policial terrorífico. Porque ya se sabe: aunque a Holly Gibney no le son ajenos el asesino sobrenatural o el criminal monstruoso. Y los dos que -obsesionados por neutralizar a los síntomas de la vejez- secuestran y matan y...uh... procesan a sus para ellos revitalizantes víctimas en Holly pertenecen al grupo de los últimos. Pero, aunque más que atemorizantes, en verdad funcionan como casi la sangrienta excusa y coartada para que el lector termine de conocer aquí y a fondo al personaje protagónico: alguien quien se inscribe exitosamente en el club de los detectives raros/freaks y, por lo tanto, se encuentra especialmente dotada para detectar y perseguir y ajusticiar a bestiales aberraciones de la naturaleza.
Así, más allá del caso al que se enfrenta la heroína, de lo que aquí trata y se trata en Holly es de esclarecer el misterio de sí/ella misma. Y queda claro: King está enamorado de este personaje y vuelve a poner aquí en evidencia (lo mismo ocurre con sus niños y adolescentes) que es uno de los más talentosos creadores de mujeres: un auténtico y comprometido feminista, dentro de la literatura norteamericana (y, para quien lo dude, ahí está esa suerte de trilogía-hembra en los años 90 compuesta por El juego de Gerald, Dolores Claiborne y El retrato de Rose Madder). Así, uno termina de leer Holly sabiendo todo sobre el personaje (con guiños cómplices a quienes vienen acompañándola desde 2014; los adorables hermanos Jerome y Barbara Robinson reaparecen aquí) en su tránsito de sombra patológica a resplandor empoderado sobreponiéndose a una madre posesiva que da más miedo que demonio a exorcizar. Pero, además, se disfruta de riguroso procedural a la caza de atípica pareja de asesinos en serie. Los bestiales y famélicos y carceleros psicópatas Rodney y Emily Harris: una particularmente amorosa pareja de ancianos colegas de Hannibal Lecter (des)compuesta por profesora de literatura y biólogo nutricionista (atención: después de Holly costará volver a comer hígado) salidos y muy sacados no de cuento de hadas sino de brujas. O de payaso sanguinario. O de fanatizada enfermera loca. Una persecución, como en Billy Summers, que en su muy detallado y parsimonioso paso-a-paso a marchas y contramarchas y con la obligación de resultar verosímil (obligación que no se tiene con lo paranormal) tal vez ponga un tanto nerviosos e impacientes a seguidores del Rey King. Pero es que, claro, en Holly nosotros sabemos quienes son los culpables desde el principio; de lo que aquí se trata -como en un episodio de Columbo/Colombo- es de cómo Holly llega a averiguar quienes son ellos. Lo que no impide que -marca de la casa- hacia la última parte los acontecimientos, sí, encajen y se precipiten y arrastren como, luego de ese lento ascenso a lo más alto, en la más vertiginosa y rusa de las montañas. Y entonces se comprende lo que ya se sabía: no hace falta ser fantasma o vampiro para ser malo malísimo. Alcanza y sobra con ser terrícola y mortal y mortífero. «Cuando crees que ya has visto lo peor que los seres humanos tienen que ofrecer...» y «La maldad no tiene fin», se dice y se tiembla hacia el infeliz final feliz de Holly.
Y Holly es también la novela más política de King. Transcurriendo, entre mascarillas y paranoias conspiratorias, abundan en su trama -y en voz y en pensamientos de Holly que, por momentos, alcanzan la intensidad de una diatriba marcada tanto por la furia como por el desconsuelo- condenas a Trump (a quien alguien considera un «patán» pero, a la vez, una especie de hechicero conocedor de las artes más oscuras), burlas a conspiranoicos anti-vacunas y asaltantes al Capitolio, y asco ante el rampante racismo y homofobia del norteamericano medio y mediocre. Y, de paso, burla/sátira a esa restrictiva Academia (pero celebración de la poesía que va por libre) que, de nuevo, no sabe muy bien qué hacer con este autor cada vez mejor considerado por la crítica.
Uno de los voraces y muy cultos asesinos de Holly comenta, casi al pasar, que en veinte años la ficción no será otra cosa que algo que alguna vez estuvo y ya no está.
De ser esto cierto, disfrutar entonces todo lo que se pueda antes de que sea demasiado tarde.
Algunas cosas que ha dicho Stephen King acerca de lo que hace Stephen King: «Cuando comencé, me veían como un escritor de género, y eso es más o menos lo que yo era. Recuerdo haber asistido a una fiesta de esas literarias por la época de El resplandor. Irwin Shaw estaba sentado en un rincón. Tenía un bastón y vestía un traje azul. Parecía malhumorado. Me miró y una mueca de desprecio apareció en su rostro y dijo: "Oh, mira, es el león", refiriéndose a mí, burlándose, como a un león literario. Me encogí de hombros y me sentí muy triste, porque a mí me encantaban los libros de ese tipo. Todavía me gustan. Ahora la cosa parece estar cambiando... Creo que parte de lo que pasó fue que sobreviví a muchos de mis malos críticos. Todavía recuerdo que en The Village Voice alguien escribió un artículo largo desacreditando todo lo mío. Y estaba ilustrado con una caricatura que me mostraba devorando el dinero que salía de mi máquina de escribir. Pensé: "Oh, es tan desalentador ver esto cuando trabajas tan duro para hacerlo de la mejor manera posible". Pero no comenté nada. Mantuve la cabeza gacha y seguí haciendo lo mío lo mejor que pude. Cuando miras a algunas de las personas que escribieron a lo largo del siglo XX, la idea de que yo sea parte de ese canon es ridícula. No me van a poner con John Updike, y mucho menos con gente como Faulkner o Steinbeck. Quizás un poco con Steinbeck. No sé... Yo intenté y sigo intentando escribir lo más honestamente posible sobre personas y situaciones comunes y corrientes. Y está claro que no estaré presente para ver el recuento final. Y sé que la mayoría de los escritores que son best sellers cuando mueren desaparecen de las listas que solían frecuentar. Simplemente dejan de estar allí. ¿Quién lee a James Clavell hoy? Me da escalofríos el pensarlo. Cuando yo era niño, el gran escritor de libros de bolsillo era John D. MacDonald. Cuando murió, murió su obra, obra que yo sigo admirando. No sé qué pasará con todo lo mío cuando muera, pero una cosa de la que estoy bastante seguro es que Pennywise seguirá presente. Muchas cosas podrán desaparecer, pero dentro de 200 años la gente seguirá diciendo: "De verdad que Pennywise da mucho miedo"».

Febrero de 2013. Stephen King posa durante un acto promocional previo al lanzamiento de la adaptación televisiva de La Cúpula. Crédito: Getty Images.
A modo de despedida, otro apunte personal.
The King and I, sí.
El primer libro de Stephen King que yo leí fue Carrie cuando Carrie era el único libro de Stephen King en las librerías. Y el último ha sido el -hasta la fecha- recién aparecido Holly.
Es decir: he leído todo lo que ha publicado King y lo he ido leyendo por orden y -de ser posible- comenzando cada uno de sus títulos casi el mismo día de su publicación en inglés
Aunque comencé leyéndolo en español. Es decir, leí a Salem's Lot como La hora del vampiro, a El resplandor como Insólito esplendor, y a The Stand como La danza de la muerte antes de que mutara ampliándose a Apocalipis.
Lo que significa que King, probablemente, sea el autor que me acompaña desde hace más años. King, también, es uno de los escritores acerca del que más he escrito (lo escrito aquí, inevitablemente, está poseído por los fantasmas de la que ya escribí mientras lo he venido leyendo). Y creo haber reseñado todos y cada uno de sus libros desde que comencé a publicar artículos (Advertencia: lo que se leyó más arriba está extraído de mi reseña de Holly para el suplemento cultural de ABC, la versión completa allí). Y, claro, entre lo primero que publiqué como periodista fue -en una de esas revistas de tarjeta de crédito que ya no existen, en tiempos en los que a ningún jefe de redacción de suplemento cultural de periódico se le pasaba por la cabeza y la cuadrícula el encargar algo acerca del autor de El resplandor- un perfil de Stephen King.
Pero antes, cuando comencé a leer a King, yo era más o menos alguien a punto de ser un ex niño pero todavía no.
Y -como uno de los jóvenes de Stephen King- me había metido en problemas. No sobrenaturales, pero casi. Me habían expulsado del colegio y no le había dicho nada a mis padres y (aunque suene tan inverosímil como algunas de las cosas que tienen lugar en Castle Rock) durante casi dos años fingí que nada había pasado, que todo seguía igual, que yo seguía yendo a clases cuando en realidad iba a un centro comercial de Caracas, Venezuela.
A leer.
A Dickens y a Lovecraft y a Bradbury y a Matheson y a tantos otros.
Y a un joven autor llamado Stephen King, porque a mí -como a King en sus inicios- me encantaba (y, como a King, me encanta) que me asustasen. Y porque, entonces, era tanto mejor el miedo que me daba Stephen King que el miedo que yo me daba a mí mismo.
Pocas veces leí algo de manera tan absoluta, profunda, sumergida, enterrada viva.
Allí -en la casi clandestinidad y escondido de mis padres- supe, por primera vez, de esa chica poco popular que acabaría dejando un recuerdo imborrable en su colegio, de la plaga de nosferatus arrasando ese pueblo de Maine y de los incómodos huéspedes sin fecha de check out en el Overlook Hotel en las Rockies de Colorado.
Allí -de algún modo- sigo estando.
Vampirizado y embrujado y rogando por no ser descubierto.
Allí y así seguiré, igual que ese niño que alguna vez fui y que -como tantos de los niños de Stephen King quienes viven y sobreviven para contarla- cuando fuera grande sólo quería ser y acabar siendo escritor.
«Estoy seguro de que puedo contar esta historia. También estoy seguro de que nadie se la creerá. Eso me da igual. Me basta con contarla», es lo primero que leemos en Cuento de hadas, en la voz del adolescente Charlie Reade. «Nunca somos demasiado mayores para los cuentos. Hombres y niños, niñas y mujeres, siempre nos encantan. Vivimos para ellos», filosofa el pistolero Roland Deschain de camino -muy largo camino- a la Torre Oscura.
Y, claro, ese escritor constante que es King sabe que no sólo está capacitado para contar lo que cuenta.
Larga vida a King.
Larga vida a él y muchas más muertes para nosotros, sus –como le gusta llamarnos– «dear constant readers».
Y que, por supuesto, nunca descanse en paz.
Stephen King es un monstruo.
Y -como el payaso Pennywise, entreteniendo muy en serio con lo suyo- el King Stephen da y seguirá dando miedo.
De verdad y majestuosamente.
Muchas gracias, Su Majestad.
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