El regreso de un caballero (¿en Moscú?): así empieza «Mesa para dos», de Amor Towles
«Mesa para dos» (Salamandra, septiembre de 2024), del celebrado autor de «Un caballero en Moscú», es un libro conformado por seis relatos largos que transcurren en Nueva York al filo del cambio del milenio y por una novela breve ambientada en la Edad de Oro de Hollywood. A priori inconexas, todas estas historias presentan un momento crítico en que dos personas deben sentarse a una mesa para abordar asuntos tan universales como la búsqueda de la felicidad, el poder del dinero o la subversión de las normas sociales. A continuación y al hilo de su lanzamiento en español, LENGUA publica un extracto del primer cuento, un texto que se titula «La cola» y que sigue el periplo de dos campesinos rusos, Pushkin y su mujer Irina, desde su aldea hasta Nueva York pasando por Moscú, mientras intentan desarrollar su potencial sin traicionar sus ideales (sí, es cierto: la trama evoca de una manera muy elegante la historia que se narra en «Un caballero en Moscú», cuya reciente adaptación en formato miniserie -protagonizada por Ewan McGregor y Mary Elizabeth Winstead- ha impulsado a nivel global la lectura de la obra de este imprescindible escritor norteamericano).
Por Amor Towles
Nueva York, marzo de 2024. Amor Towles posa en su casa de Nueva York para The Washington Post. Crédito: Getty Images.
La cola
1
En los últimos días del último zar vivía en una pequeña aldea a ciento sesenta kilómetros de Moscú un campesino llamado Pushkin. Aunque Pushkin y su mujer, Irina, no habían recibido la bendición de los hijos, sí habían recibido la bendición de una acogedora casita de dos habitaciones y unas pocas hectáreas de terreno que cultivaban con la paciencia y tenacidad propias de su condición. Surco a surco, labraban sus parcelas, sembraban sus semillas y recogían sus cosechas, yendo y viniendo por el terreno como una lanzadera por el telar. Y al terminar la jornada, volvían a casa y cenaban sopa de col sentados a su mesita de madera, para luego rendirse al bendito sueño del campo.
El campesino Pushkin no compartía la facilidad de palabra de su tocayo pero tenía alma de poeta, y viendo brotar las hojas de los abedules, arreciar las tormentas veraniegas o brillar los tonos dorados del otoño sentía una inmensa satisfacción. Tanto es así que si hubiera encontrado una vieja lámpara de bronce mientras labraba los campos y liberado de su interior a un viejo genio dispuesto a concederle tres deseos, Pushkin no habría sabido qué pedirle.
Y todos sabemos perfectamente adónde conduce ese tipo de felicidad.
2
Como muchos campesinos rusos, Pushkin y su mujer pertenecían a un mir, una cooperativa que arrendaba las tierras, repartía las parcelas y compartía los gastos del molino. En ocasiones, los miembros del mir se reunían para debatir algún asunto de interés común. En la primavera de 1916, en una de esas reuniones, un joven recién llegado de Moscú subió a la tarima para hablarles de la injusticia que imperaba en un país donde el diez por ciento de la población poseía el noventa por ciento de las tierras. Describió con cierto detalle los métodos con los que el capital había endulzado su propio té y cubierto de plumas su propio nido. En definitiva, animó a todos los reunidos a despertar de su sopor y unirse a él en la marcha hacia la inevitable victoria del proletariado internacional sobre las fuerzas de la represión.
Pushkin no era un hombre interesado por la política, ni siquiera un hombre que hubiese recibido mucha educación. Así que no alcanzaba a comprender la importancia de todo lo que aquel moscovita les estaba contando. Pero el visitante hablaba con tanto entusiasmo y empleaba expresiones tan pintorescas que Pushkin se distrajo observando cómo las palabras del joven se alejaban flotando, como quien contempla las banderas de una procesión del día de Pascua.
Esa noche Pushkin y su mujer caminaban en silencio de regreso a casa. A él eso le parecía lo apropiado, dada la hora, la delicada brisa y el coro de grillos que cantaba entre la hierba. Pero el silencio de Irina recordaba a una sartén caliente segundos antes de echar la grasa. Mientras que Pushkin se había divertido observando cómo las palabras de aquel joven se alejaban flotando, la conciencia de Irina se había cerrado como las fauces de un cepo sobre ellas. Las había atrapado con un fuerte chasquido y no tenía intención de soltarlas. Es más, apretaba tan fuerte los argumentos del joven que si él hubiese querido recuperarlos habría tenido que roer sus propias frases como un lobo atrapado en un cepo roería su tobillo.
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3
La sabiduría del campesino se basa en un único axioma: las guerras vienen y van, los gobernantes ascienden y caen, las creencias populares se instauran y menguan, pero un surco siempre será un surco. Así pues, Pushkin fue testigo de los años de guerra, de la caída de la monarquía y del ascenso del bolchevismo con la juiciosa perspectiva de Matusalén. Y cuando finalmente la hoz y el martillo ondearon sobre la Madre Rusia, él estaba preparado para coger su arado y seguir trabajando como había hecho toda su vida. Por eso lo pilló desprevenido la noticia que le dio su mujer en mayo de 1918: se iban a vivir a Moscú.
—¿A Moscú? —dijo Pushkin—. Pero ¿por qué demonios tendríamos que irnos a vivir Moscú?
—¿Que por qué? —preguntó Irina, y dio un pisotón—. ¿Por qué? ¡Pues porque ha llegado la hora!
En las páginas de las novelas del siglo XIX no era inusual que las jóvenes adorables que se habían criado en el campo anhelaran la vida de la capital. Al fin y al cabo, sólo allí podían vestirse a la última moda, aprenderse los últimos pasos de baile y hablar sotto voce de las últimas intrigas románticas. De forma parecida, Irina anhelaba irse a vivir a Moscú porque allí era donde los obreros de las fábricas golpeaban con sus martillos al unísono y donde podían oírse las canciones del proletariado desde la puerta de todas las cocinas.
—Nadie tira a un monarca por un precipicio para celebrar cómo eran antes las cosas —proclamó Irina— . ¡Por fin ha llegado la hora de que los rusos sienten las bases del futuro, hombro con hombro y piedra a piedra!
Irina le expuso su postura a su marido, empleando todas esas palabras y muchas más, pero ¿se lo discutió Pushkin? ¿Dio voz a las primeras dudas que lo asaltaron? No. En lugar de eso, haciendo gala de un gran cuidado y delicadeza, formuló una refutación.
Curiosamente, cuando la postura de Pushkin empezó a tomar consistencia, Pushkin recurrió a las mismas palabras que había empleado Irina: «Ha llegado la hora.» Porque esa frase no le resultaba extraña. De hecho, podría considerarse su pariente más cercano. Desde que era un niño, lo había despertado por la mañana y lo había arropado por la noche. «Ha llegado la hora de sembrar», se decía en primavera mientras levantaba las persianas para que entrase la luz. «Ha llegado la hora de segar», se decía en otoño al encender el fuego de la estufa. Ha llegado la hora de ordeñar las vacas, de embalar el heno o de apagar las velas. Esto es, ha llegado la hora de hacer —no de una vez por todas, sino una vez más— lo que uno ha hecho siempre a imagen y semejanza del sol, la luna y las estrellas.
Ésa fue la refutación que Pushkin empezó a formular aquella primera noche cuando se metió en la cama. Siguió formulándola a la mañana siguiente mientras andaba con su mujer por la hierba perlada de rocío de camino a los campos. Y todavía seguía formulándola en otoño de aquel año cuando cargaron todas sus posesiones en su carreta y partieron hacia Moscú.
4
El 8 de octubre la pareja llegó a la capital tras cinco días en la carretera. No hace falta insistir en cada una de sus primeras impresiones mientras traqueteaban por las calles: en el primer tranvía, las primeras farolas o el primer edificio de seis plantas que vieron; en las multitudes bulliciosas, las enormes tiendas y los 14 monumentos legendarios, como el Bolshói y el Kremlin. No hace falta que insistamos en nada de eso. Bastará con decir que las impresiones que les causaron esas imágenes fueron diametralmente opuestas. A Irina le suscitaron resolución, urgencia y entusiasmo, mientras que a Pushkin sólo le suscitaron abatimiento.
Al llegar al centro de la ciudad, Irina no perdió ni un minuto en recuperarse del viaje. Le dijo a Pushkin que se quedara donde estaba, se orientó rápidamente y desapareció entre la muchedumbre. Al final del primer día ya había conseguido un piso de una habitación en el Arbat, donde, en lugar de un retrato del zar, colgó una fotografía de Vladímir Ilich Lenin con un flamante marco. Al final del segundo día ya había deshecho el equipaje y había vendido la carreta y el caballo. Y al final del tercero ya había conseguido empleo para los dos en la cooperativa de galletas Estrella Roja.
La cooperativa, que anteriormente había sido propiedad de la empresa Crawford’s & Co. de Edimburgo (pasteleros de la reina desde 1813), ocupaba unas instalaciones de cinco mil metros cuadrados y daba trabajo a quinientos empleados. Tras sus verjas exhibía dos silos de grano y su propio molino de harina. Tenía salas de mezcla con mezcladoras gigantescas, salas de horneado con hornos gigantescos y salas de embalaje con cintas transportadoras que llevaban las cajas de galletas hasta la parte trasera de camiones que esperaban con el motor al ralentí.
Al principio a Irina la colocaron de ayudante de uno de los pasteleros. Pero un día se aflojó la puerta de un horno e Irina demostró ser tan experta con la llave inglesa que la transfirieron de inmediato al equipo de mecánicos. En cuestión de días, todos supieron que Irina era capaz de apretar los tornillos de las cintas transportadoras mientras éstas seguían funcionando sin interrupción.
Entretanto destinaron a Pushkin a la sala de mezcla, donde la masa de las galletas se mezclaba en unos inmensos recipientes con unas palas que hacían un fuerte ruido metálico al chocar contra las paredes. El trabajo de Pushkin consistía en añadir la vainilla a cada tanda de galletas cuando se encendía una luz verde. Pero tras haber dispensado con cuidado la vainilla en la taza medidora correspondiente, el ruido de la maquinaria era tan ensordecedor y el movimiento de las palas tan hipnótico que Pushkin simplemente se olvidaba de añadir el aromatizante.
A las cuatro en punto, cuando el catador oficial llegó a hacer su trabajo, ni siquiera necesitó probar una muestra para saber que algo fallaba. Lo supo por el aroma. «¿Qué gracia tiene una galleta de vainilla que no sabe vainilla?», le preguntó a Pushkin retóricamente, y a continuación tiró la producción de todo un día a la basura. En cuanto a Pushkin, lo destinaron a la cuadrilla de barrenderos.
El primer día en su nueva ocupación lo enviaron con su escoba a un cavernoso almacén donde los sacos de harina se amontonaban formando torres altísimas. Pushkin no había visto tanta harina en su vida. Los campesinos sueñan con que haya una cosecha abundante y suficiente grano para todo el invierno, e incluso un poco de reserva para estar cubiertos en caso de sequía, pero los sacos de harina de aquel almacén eran tan grandes y formaban unas pilas tan altas que Pushkin se sentía como en la cocina de aquel cuento donde un gigante mete a los humanos dentro de sus tartas.
Aunque el espacio resultaba abrumador, el trabajo de Pushkin era bastante sencillo. Tenía que barrer la harina que se esparcía por el suelo cuando llevaban los sacos en carretillas a la sala de mezcla.
Tal vez fuesen los nervios que sentía desde que había llegado a la ciudad; el recuerdo del manejo de la hoz, un movimiento que Pushkin había aprendido de muy joven y practicado de buen grado; o un trastorno muscular congénito todavía por diagnosticar... ¿Quién sabe? Pero cada vez que intentaba barrer la harina que se había caído al suelo, en lugar de empujarla hacia el recogedor, la lanzaba por los aires. La harina ascendía formando una gran nube blanca que se posaba como una fina capa de nieve sobre sus hombros y su pelo.
—¡No, no! —insistía el capataz quitándole la escoba de las manos—. ¡Así!
Y con un par de rápidos golpes de escoba, el encargado limpiaba dos metros cuadrados de suelo sin levantar una sola mota de harina.
Pushkin, que era un hombre deseoso de complacer, observaba la técnica del capataz con la atención de un aprendiz de cirujano. Pero, en cuanto el capataz se daba la vuelta y su escoba se ponía en movimiento, empezaba a volar la harina. Después de tres días de servicio con los barrenderos, despidieron a Pushkin de la cooperativa de galletas Estrella Roja.
—¡¿Despedido?! —gritó Irina esa noche en su pisito—. ¡Pero ¿cómo te van a despedir en un país comunista?!
En los días siguientes, Irina tal vez intentase contestar esa pregunta, pero había mecanismos que ajustar y tornillos que apretar. Es más, ya la habían elegido para el comité de trabajadores de la fábrica, donde rápidamente se hizo famosa por subir la moral de sus camaradas citando el Manifiesto comunista a la mínima oportunidad. Dicho de otro modo, era una bolchevique de pies a cabeza.
(Aquí hemos publicado los cuatro primeros capítulos de los 17 que conforman La cola, el primero de los seis cuentos incluidos en Mesa para dos).
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