Joseph Conrad por Juan Gabriel Vásquez: sería preferible no saber
El 3 de agosto de 1924, tras un par de días con dolores en el pecho y visitas médicas, el escritor polaco Joseph Conrad sufrió un infarto mientras dormía en una silla de su habitación. El ruido que hizo su cuerpo al caer llamó la atención de las personas que estaban en el piso de abajo. Lo encontraron muerto. Tenía 66 años. Considerado hoy uno de los más grandes novelistas de la literatura inglesa (la lengua literaria que decidió adoptar), la obra de Conrad define como pocas el siglo XX (por lo que describe y por lo que vislumbra). De entre todas sus ficciones, «El corazón de las tinieblas» es probablemente la más viva, estimulante y lúcida: publicada originalmente en 1899, esta novela breve presenta al marinero inglés Charlie Marlow, quien narra a cuatro amigos la travesía que realizó tiempo atrás remontando un río africano en busca de un personaje misterioso. Cuando se cumplen cien años de la muerte de Conrad, LENGUA publica el prólogo del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez a la nueva edición del título a cargo de Alfaguara (cuya traducción firma el propio Juan Gabriel), un texto que rinde un bello homenaje a la novela más célebre («uno de los pocos mitos genuinos de nuestro tiempo») de un autor que -sin duda- sigue siendo necesario.
Joseph Conrad circa 1905. Crédito: Getty Images.
La anécdota aparece en Crónica personal, una suerte de autobiografía cuidadosamente imaginada que Joseph Conrad dio a la imprenta en 1912. Allí se cuenta cómo, muchos años antes de convertirse en ese novelista inglés, el niño polaco Józef Teodor Konrad Korzeniowski puso un dedo en el centro de un mapa del África y dijo: «Cuando sea grande, iré allí». Era un espacio en blanco, pues el atlas de la época no había recogido todavía los descubrimientos recientes de los exploradores europeos, y por eso Conrad solía recordar que su nacimiento era contemporáneo de los Grandes Lagos, y que se había pasado la niñez completando con lápiz los espacios vacíos de aquel atlas obsoleto. Había nacido lejos del África, lejos de los lagos y de los mares, en una familia de terratenientes católicos de la aristocracia polaca, y su padre, un líder de movimientos rebeldes que se oponían a la opresión rusa, traducía en sus ratos libres a Shakespeare y a Alfred de Vigny; nada hubiera podido presagiar que se convertiría en grumete al servicio de los franceses, contrabandista de armas para los carlistas españoles y capitán de la marina británica, ni mucho menos que acabaría cumpliendo la promesa que se hizo de niño. Pero así fue: en junio de 1890, antes de cumplir los treinta y tres años, el marinero Conrad llegó a la costa de lo que era por entonces el Congo Belga, remontó el río enorme a bordo de un vapor descoyuntado y alcanzó la región de Stanley Falls. Y esas memorias, junto con algunos cuadernos de anotaciones que hemos ido descubriendo con el tiempo, le sirvieron al novelista Conrad para escribir, ocho años después, las noventa y nueve páginas manuscritas de uno de los pocos mitos genuinos de nuestro tiempo: El corazón de las tinieblas.
El protagonista de la historia es el marinero inglés Charlie Marlow, pero no es él quien comienza hablando. Estamos en la cubierta de una pequeña embarcación en el estuario del Támesis, y una voz anónima describe a los cuatro amigos presentes: cuatro hombres que, por diversas razones, tienen una relación con el mar. Marlow es uno de ellos, y el primer narrador hace de él un retrato; pero no nos habla de su aspecto físico, sino de su forma de contar historias. Para los lectores conradianos, el pasaje ocupa el lugar de una poética. Dice el narrador:
Los cuentos de los marinos tienen una sencillez directa cuyo significado entero cabe dentro de una cáscara de nuez. Pero Marlow no era típico (exceptuando su propensión a contar historias), y el significado de un episodio, para él, no estaba adentro, como una nuez, sino afuera, envolviendo el relato que lo ha hecho visible igual que un resplandor hace visible una neblina, semejante a uno de esos halos brumosos que a veces surgen a la luz espectral de la luna.
Una poética, he dicho, pero tal vez sea más preciso decir que se trata de una advertencia: no habrá mensajes claros aquí, no habrá moralejas; y es útil tenerlo en mente, pues El corazón de las tinieblas es una de las ficciones más ambiguas, inasibles y enigmáticas de nuestra tradición, y el intento por usarla como arma arrojadiza o ilustración de convicciones previas termina siempre en fracaso. No, no hay que entrar en esta novela con ideas preconcebidas, ni tampoco, si me permiten ustedes, con resistencias prefabricadas; esta novela rechaza las simplificaciones y delata a los maniqueos, y lleva varias generaciones haciendo lo mismo.
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Pero no nos desviemos: tras el comentario de apariencia casual sobre los métodos narrativos del capitán Charlie Marlow, él mismo toma la palabra; y apenas ha empezado a contarnos lo que le ocurrió hace mucho tiempo cuando trae a colación un recuerdo. De niño, nos dice, sentía pasión por los mapas, y cuando se encontraba en ellos con un espacio en blanco ponía su dedo en el medio y decía: «Cuando sea grande, iré allí». Así es: igual que el niño Korzeniowski. El lector se cuidará de la tentación, tan atractiva, de confundir al autor con su personaje: no, Marlow no es un portavoz de Conrad, así como el espacio de la novela, aunque esté construido con precisión de geógrafo, no es exactamente el Congo de Leopoldo II. Pero aquellas cinco palabras, repetidas como están en la novela y en la autobiografía, dan una pista posible de la cercanía que Conrad sintió siempre con su capitán más conocido, que no por nada recibió el encargo de narrar otras tres de sus mejores ficciones. Conrad nunca escribió una sola línea que no estuviera anclada con solidez en sus memorias, pero El corazón de las tinieblas ocupa un lugar de privilegio en su biografía literaria, pues la vivencia original, aquella temporada de seis meses que el marinero pasó en el Congo, no le permitió solamente escribir la novela, sino que de cierta forma lo convirtió en novelista.
El corazón de las tinieblas es una de las ficciones más ambiguas, inasibles y enigmáticas de nuestra tradición, y el intento por usarla como arma arrojadiza o ilustración de convicciones previas termina siempre en fracaso. No, no hay que entrar en esta novela con ideas preconcebidas (...).
No exagero. Cuando llegó a la costa africana, Conrad era todavía un marinero de profesión. Llevaba consigo siete capítulos de una novela que había comenzado casi sin querer, durante un momento de ocio como tantos que tiene un capitán entre dos barcos, pero la posibilidad de transformar esas inquietudes literarias en vocación de vida no estaba en el horizonte. El viaje al Congo lo cambió todo. Por razones físicas: Conrad enfermó varias veces de fiebre y disentería; nunca recuperó la buena salud de antes, y sus biógrafos están de acuerdo en que la obligación del reposo lo alejó del mar y lo acercó al escritorio, y además lo alejó de la aventura (que da forma a su primera novela, La locura de Almayer) y lo acercó a la introspección. Pero también por razones morales: pues lo que vio en el África transformó para siempre su visión del colonialismo como fenómeno y del hombre blanco como actor. Había salido de Europa con la convicción de su misión civilizadora, y esa convicción quedó muy pronto hecha pedazos. A su amigo Edward Garnett le confesó una vez que se había tardado mucho en comprender todo lo que había visto en sus primeros años como marinero. «Era un perfecto animal», dijo de sí mismo. Esa inocencia irresponsable terminó con el viaje al Congo. En un ensayo tardío, «La geografía y algunos exploradores», Conrad recuerda su llegada a Stanley Falls en septiembre de ese año de 1890. Allí estaba, en el lugar de sus mapas de niño, único tripulante despierto en el vapor fluvial, mirando las estrellas en la noche oscura. Y entonces dice: «Una gran melancolía descendió sobre mí. Sí, este era el lugar preciso». Pero no hubo en aquel momento la grandiosidad que hubiera esperado: solo «el conocimiento desagradable de la codicia más vil que jamás desfiguró la historia de la conciencia humana y la exploración geográfica. ¡Qué final para las realidades idealizadas de los sueños infantiles!».
Filipinas, abril de 1976. El cineasta Francis Ford Coppola da instrucciones en el set de Apocalypse Now, cuyo guion se basa en El corazón de las tinieblas, aunque cambia la África de finales del siglo XIX por la guerra de Vietnam. Créditos: Getty Images.
El corazón de las tinieblas se publicó en tres entregas, durante la primavera de 1899, y solo apareció como libro en 1902, pero yo tengo para mí que con esta novela breve comienza la literatura del siglo XX. La obra de Conrad es, junto con la de Henry James, una de las bisagras posibles entre la gran novela realista del XIX —los sospechosos habituales: Flaubert, Balzac, los grandes rusos— y el modernismo de Virginia Woolf, Joyce, Faulkner e incluso Marcel Proust. En el siglo y cuarto que ha transcurrido desde entonces, la hemos leído en clave política, simbolista, impresionista y psicológica; la hemos considerado una de las grandes denuncias de los horrores del colonialismo y la hemos atacado por racista; hemos visto sus palabras como epígrafe de poemas extraordinarios y la hemos visto servir como tablero de instrucciones para una de las maravillas más imperfectas y desquiciadas de la historia del cine: Apocalypse Now. Pero El corazón de las tinieblas ha sobrevivido a malinterpretaciones, malversaciones y manipulaciones; por sobrevivir, ha sobrevivido incluso al entusiasmo de sus lectores más asiduos, entre los que me cuento, y al puñado de traducciones que se han hecho a mi lengua, a las cuales sumo ahora la mía. La tarea ha sido de una dificultad apasionante. He recordado en otra parte lo que decía Virginia Woolf: uno abre las páginas de Conrad y siente lo que debió de sentir Helena de Troya al verse al espejo, pues, sin importar lo que hiciera, nunca podría pasar por una mujer del montón. La prosa de Conrad es una aleación de metales diversos, de su polaco de aristócrata a su inglés de marinero, pasando por la lengua francesa que aprendió de una institutriz en su niñez protegida y que le dio acceso a una tradición novelística superior, en su opinión, a cualquier otra. Es una prosa extraña, que no parece de ninguna parte; si la lengua es la verdadera patria de un novelista, Conrad fue siempre un inmigrante en la suya. Traducir El corazón de las tinieblas es, entre muchos otros, el reto de conservar esa textura de extrañeza, la tensión entre la lengua sajona y las sonoridades latinas que le gustaban al autor francófilo, y la otra tensión, entre la lengua hablada —recordemos que Marlow cuenta su historia viva voce a los cuatro miembros de su público— y la elegancia de la dicción, que para Conrad era un valor irrenunciable.
La prosa de Conrad es una aleación de metales diversos, de su polaco de aristócrata a su inglés de marinero, pasando por la lengua francesa que aprendió de una institutriz en su niñez protegida y que le dio acceso a una tradición novelística superior, en su opinión, a cualquier otra. Es una prosa extraña, que no parece de ninguna parte.
Escribo estas líneas cuando está cerca de cumplirse un siglo de la muerte de Conrad. A comienzos de agosto de 1924, tras un par de días con dolores en el pecho y visitas médicas que no encontraban nada, sufrió un infarto mientras hacía una siesta en la silla de su habitación, y su cuerpo al caer al suelo llamó la atención de los que estaban abajo. Lo encontraron muerto. En los meses que siguieron a su entierro, sus libros parecieron atravesar ese purgatorio que no es inusual, y brevemente se puso de moda, entre algunos críticos y demasiados colegas, el pasatiempo curioso de desconocer su importancia, despreciar sus «novelas de mar» como si se tratara de meras aventuras, considerar que su obra pertenecía a otras generaciones y que no era ya de este mundo: el mundo del Ulises, de Ezra Pound, de T. S. Eliot. Pero Hemingway, que era un joven de éxito precoz, escribió con sentido común (y no sin malevolencia): «Si supiera que moliendo al señor Eliot y rociando ese polvillo sobre la tumba del señor Conrad este reaparecería y comenzaría a escribir, saldría mañana temprano para Londres con un molinillo de salchichas». No fue necesario. A partir de los años treinta, la obra de Conrad se fue lentamente imponiendo como una de las claves de nuestro tiempo atribulado, y lo sigue siendo. El corazón de las tinieblas es acaso la más viva de sus ficciones: uno de esos libros —son muy pocos— sin los cuales sabríamos menos.
Aunque es verdad: en este libro se cuentan cosas que preferiríamos no saber.
Tal vez por eso lo seguimos necesitando.
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