Camarón de la Isla, el cantaor que no quería ser un dios
Camarón era extremadamente tímido y no tenía el don de la palabra, pero hablaba cantando. El pueblo calé, cuya desolación reflejó como nadie más, lo había bautizado «príncipe de los gitanos». Convertido a su pesar en el mayor icono musical español del siglo XX —aquel que renovó la música flamenca y la proyectó al mundo—, nunca fue un superventas, pero vivió de llenar estadios. A casi cuarenta años de su temprana muerte, y mientras no dejan de multiplicarse los libros, congresos y documentales sobre su figura, la periodista Amelia Castilla recuerda el encuentro que José Monge Cruz (1950-1992), el cantaor de afinación perfecta, el más dotado de su tiempo, le concedió para el periódico «El País» en 1989, mientras preparaba, entre la nube de humo de sus cigarrillos, la portada del disco «Soy gitano». Una época en la que ya no se encontraba en su mejor momento, pero su voz seguía sonando única.
Por Amelia Castilla
Camarón llegó tarde a la sesión de fotos, pero a nadie pareció extrañarle demasiado, simplemente cruzaron los dedos. Su impuntualidad, sumada a los rumores sobre su adicción a la heroína y las espantás sobre el escenario, formaban ya parte de la leyenda que perseguía al cantaor gaditano. En la consideración del pueblo calé, tan falto de dioses terrenales, figuras como la de Camarón reflejan como nadie la desolación del pueblo gitano. Era el elegido. Sus adoradores lo bautizaron como «príncipe de los gitanos». Y envueltos en esa nube que arropa la creación de un mito, las luces en el plató estaban listas para iluminar la sesión de la que saldría la imagen de la portada del disco Soy gitano (1989). El antiguo cine Pathos de Sevilla, reconvertido entonces en la productora del periodista Jesús Quintero, servía como escenario del evento.
En la consideración del pueblo calé, tan falto de dioses terrenales, figuras como la de Camarón reflejan como nadie la desolación del pueblo gitano. Era el elegido. Sus adoradores lo bautizaron como «príncipe de los gitanos».
Por fin, tras hora y media de espera, Camarón entró con paso ligero, acompañado de su mánager, un burro con ruedas lleno de camisas para las pruebas de vestuario y su sempiterno Winston en los labios. José Monge Cruz (San Fernando, 1950-Badalona, 1992) era muy presumido, le gustaba maquearse con ropa cara y lucir oro colgado del cuello y sortijas en las manos. Lucía una melena cortada a capas, un peinado poco favorecedor que, sin embargo, copiaron muchos de sus fans. Vivía del directo. Nunca fue un superventas, pero su caché como artista era millonario, dinero que pulía según lo ganaba. Tomatito, convertido en su guitarrista de cabecera y fiel escudero, parecía su sombra. No estaba en su mejor momento como artista, pero su voz seguía sonando única. El cantaor de afinación perfecta, el más dotado de la época. Siempre a compás.
Atrás, casi olvidadas en el baúl de los recuerdos, quedaban las madrugás de los tablaos de sus inicios en Madrid, la amistad y las grabaciones discográficas con Paco de Lucía, pastoreados ambos por el padre de Paco, Antonio Sánchez, quien dirigió la primera parte de sus carreras, así como las giras por los festivales flamencos donde bastaba su nombre en la programación para llenar estadios. Camarón se había convertido en un ídolo. Un ídolo a su pesar. Ya no necesitaba viajar por pueblos recónditos en busca de cantaores que le pasaran el secreto de palos olvidados. Había completado su repertorio. Era un músico popular.
Estaba citada en el cine Pathos por la tarde. Me acompañaba el fotógrafo del periódico, Pablo Juliá. Llegamos cuando la sesión de fotos rozaba el meridiano. Mi misión consistía en redactar un perfil para el diario El País sobre esa poderosa figura que emergía como el rayo. Se lo propuse a mi jefe de entonces, poco o nada aficionado al flamenco, pero dio el visto bueno. Fue una época dorada del periodismo, disponíamos de medios y de tiempo para viajar. Lo había visto cantar en el Liceo de Barcelona, donde se colgó el cartel de «No hay entradas», ante un público elegante dispuesto a romperse la camisa; dejar boquiabierta a la modernidad, en la sala Rock Ola, el templo de la movida madrileña, y en el Palacio de los Deportes de la capital, donde sus seguidores, muy maqueados, se movían impacientes en las sillas. Menudo guirigay. Entre palo y palo unos partían chorizo con la navaja para acompañar la hogaza de pan mientras algunas señoras le daban de mamar a los bebés. ¡Olé!
Entre disparo y disparo, aprovechando el cambio de escenario, Camarón departía con nosotros y fumaba. Fumaba todo el rato, claro que entonces casi todo el mundo sostenía un pitillo entre las manos. El cine Pathos se convirtió en una nube de humo.
Para la ocasión llevaba lista una batería de preguntas sobre la pureza en el flamenco, el calor de la fragua donde trabajaba su padre en su San Fernando natal, su afición a las peleas de gallos y a los toros, su debut siendo un niño en la Venta de Vargas, su encuentro frustrado con Manolo Caracol, que se negó a escucharlo cantar porque un niño rubio no era capaz de cantar bien por bulerías… y, en fin, otras lindezas sobre el cante.
Y, bueno, la sorpresa fue descubrir que Camarón apenas hablaba. Asentía con la cabeza y sonreía lanzando monosílabos o frases muy breves. Aquello se convirtió en una hilera de preguntas retóricas. No, Camarón no era un filósofo, ni tenía el don de la palabra. Pocas veces en el escenario le escuché pronunciar una frase más allá de un «gracias» o «Voy a cantar por alegrías y luego lo que ustedes quieran». Su timidez rayaba lo extremo. Y su humildad bordeaba lo enfermizo. José era un cantaor, el mejor, un artista enorme, pero vivía en un planeta muy alejado del dios en que queríamos convertirlo sus adoradores. Pata Negra, el fabuloso grupo del nuevo flamenco en el que brillaban los hermanos Amador, le dedicó una canción cuyo estribillo rimaba así: «Ay, José, yo te canto, Camarón, te canto pa que me cantes y me alegres el corazón». Solo a ellos, tan auténticos y enrollados como él, les permitió Camarón grabar algo así. Me contaron, creo que fue Raimundo Amador, que cuando el cantaor fue a visitarlos al barrio sevillano de las Tres mil viviendas, donde realojaron a los gitanos expulsados de Triana, se armó tal revuelo cuando se corrió la voz sobre su presencia que tuvieron que sacarlo de allí a escondidas. No soportaba tocar la cabeza de los niños que las mujeres le acercaban para sanarlos o darles buena suerte.
José era un cantaor, el mejor, un artista enorme, pero vivía en un planeta muy alejado del dios en que queríamos convertirlo sus adoradores.
La sesión de fotos concluyó en la terraza del histórico edificio cuando caía la tarde. Allí, acodado en la barandilla, escoltado por la imagen lejana de la Torre del Oro, lo inmortalizaron sonriente para la portada del disco, que fue un éxito y una sorpresa inesperada. Entre pitillo y pitillo, Ricardo Pachón, el productor con el que había grabado, entre otros, La leyenda del tiempo, el disco que cambió el rumbo del flamenco abriéndolo a nuevas músicas, amenizaba la jornada con jugosas anécdotas sobre la vida del mito. Camarón estaba sin estar. Juntos habían recorrido Andalucía en una vieja furgoneta, de festival en festival, y juntos probaron la primera dosis de heroína, cuando la droga empezó a llegar a nuestro país y se desconocían sus efectos devastadores. La fiesta acabó en cena y Camarón cantando por alegrías. Ahí estaba. Ese era su territorio indiscutible y la única respuesta a todas las preguntas. Camarón hablaba cantando.
Regresé a Madrid e incluso mi jefe aplaudió el reportaje sobre aquel cantaor que no quería ser un dios. Tres años después volví a cruzarme en su camino, pero esta vez como enviada especial de El País en su entierro. Un cáncer de pulmón lo fulminó con cuarenta y dos años. San Fernando lo despidió entre el llanto y los quejíos de su gente. A su tumba, convertida en lugar de peregrinación, todavía no le faltan flores frescas. Entre las novedades de libros, surgen cada temporada nuevas biografías; congresos y documentales agrandan la figura del icono pop del flamenco, pero aún no ha nacido quien ocupe su trono. Pa romperse la camisa.