Colaboraciones periodísticas, intervenciones pú...
Que cada lector elija a su Bolaño: un perfil de Jorge Volpi
El humor y la cultura, las reflexiones que atraviesan sus obras narrativas, sus lecturas, su visión del mundo y numerosas anécdotas conviven en los textos de no ficción de Roberto Bolaño, uno de los escritores más originales de la literatura contemporánea en español. Cuando se cumplen 20 años de la muerte del maestro chileno (fallecido el 15 de julio de 2003 en Barcelona), reproducimos «Cuál Bolaño», el prólogo que el mexicano Jorge Volpi firma en «A la intemperie» (Alfaguara, 2019), una colección imprescindible que reúne columnas, artículos y reseñas publicadas en medios españoles e hispanoamericanos, desde la década de los setenta y hasta 2003, así como ensayos breves, prólogos escritos para obras de otros autores, discursos pronunciados en sus intervenciones públicas y el manifiesto infrarrealista formulado en la etapa creativa de México: «Tenemos, pues, al Bolaño maledicente y al Bolaño sonriente y osado, al Bolaño erudito y al Bolaño adivino, al Bolaño apacible y al Bolaño iracundo como profeta bíblico, al Bolaño locuaz y al Bolaño taciturno: que cada lector elija al suyo».
Por Jorge Volpi

Roberto Bolaño. Crédito: Daniel Mordzinski.
Quien ansíe hallar en estas páginas a Roberto Bolaño, al verdadero Roberto Bolaño —como si un libro fuese el registro público de la personalidad, las notas secretas de un psicoanalista o una máquina de rayos X— de seguro terminará decepcionado, pues en los textos reunidos en A la intemperie no cabe un solo Bolaño, acaso porque la idea de un Bolaño unívoco sea imposible o intolerable, sino decenas de Bolaños distintos, de Bolaños contradictorios y mal amalgamados, de Bolaños vivos y muertos, de Bolaños acerbos y generosos, de Bolaños punzantes y meditabundos, de Bolaños jugando al escondite y Bolaños sentenciosos como ancianos, de Bolaños ardilla y Bolaños tigre de Bengala, de Bolaños chilenos y Bolaños mexicanos —e incluso de Bolaños de Blanes— y, en fin, de Bolaños circunspectos y prudentes y Bolaños hirientes e iracundos. ¿Una autobiografía intelectual? Difícilmente. ¿Un espejo o un ovillo de sus intereses, sus pasiones, sus placeres culpables, odios singulares? Un catálogo, tal vez, como el que enumera las conquistas de Don Juan, donde se enhebran sus lecturas pasadas y presentes, sus recelos e infatuaciones, su tentación un tanto pueril por provocar a rivales y enemigos —y conseguir enfurecerlos—, así como un inventario de escritores muertos, a los que admiraba, y de escritores vivos, casi siempre coetáneos o más jóvenes, a quienes leía con tanta suspicacia como devoción. ¿Bolaño de cuerpo entero? Mejor: Bolaño lanzando la piedra sin esconder la mano, señalando a sus héroes y villanos —y a sus compañeros de batallas—, pontificando aquí y seduciendo allá, manoteando acá y suspirando acullá, incisivo y desgarbado, escribiendo sin tregua, sin tregua alguna, hasta que se le agotaron los años.
Imaginémoslo frente a su mesa de trabajo en Blanes: fantasmas y libros revolotean a su alrededor mientras él perturba el silencio de la página, obligado a pergeñar la mayor parte de estos textos con el digno objetivo de ganarse la vida y mantener a su familia —también se valía de los infinitos premios literarios concedidos por los ayuntamientos españoles— y aspirar a concentrarse en esas otras líneas, las de Estrella distante o Nocturno de Chile, las de Los detectives salvajes o 2666 —cuatro obras maestras en un suspiro—, que de veras le importaban y pasarían a la historia, pero a la vez concibiendo éstas, sus piezas de ocasión, sus colaboraciones periodísticas y sus conferencias (en España las llaman bolos), como tubos de ensayo o conejillos de indias, pequeños experimentos de concentración y eficacia argumentativa, miniaturas como las bagatelas de Beethoven o los valses de Chopin, argamasa entre los ladrillos, nunca mejor dicho, de sus monumentos narrativos.
A la intemperie, las páginas que se presentan ahora, nos permite esa mezcla de curiosidad y espionaje que los millenials llaman estalqueo: la ocasión de escudriñar cuanto Bolaño pensaba —o acaso no pensaba, pero sí escribía— sobre sus caballitos de batalla, sus próceres y enemigos literarios, con una mirada hacia su extravagante mundo interior, con solo ojear y hojear este volumen. Al entrar aquí, lector, te conviertes en voyeur: perverso mirón de los días y las horas de Bolaño o, más bien —insisto—, de los Bolaños que convivían en Bolaño. Si todos somos legión, esta recopilación constata que él lo era a manos llenas, como todos los grandes escritores que se han ocupado de su entorno tanto como de sí mismos. Escribir piezas de ocasión para ganarse la vida: una profesión como cualquier otra. Escribir piezas de ocasión que nunca te traicionen y nunca dejen de representar lo mejor y lo peor de ti mismo: la apuesta de Bolaño concentrada en esta recopilación. Fragmentos, borrones, esbozos, bosquejos: ideas para la acción o reflexiones para el futuro. Un laboratorio abierto frente a nuestros ojos. Material en bruto para ensamblar, contra viento y marea, su obra mayor.
Bolaño, lo sabemos, era un chileno con acento español; sabemos, también, que su vida estaba en otra parte: el México de su juventud, ese infierno y ese paraíso perdido al cual, sabio y previsor, jamás quiso regresar. De su mítica etapa mexicana, cuando era un guerrillero y una sibila al lado de Mario Santiago y los demás miembros de su cofradía de barbajanes, poetas y sicarios, A la intemperie rescata su valoración del movimiento estridentista lanzado por Manuel Maples Arce, Germán List Arzubide y otros poetas revolucionarios en 1923, clara inspiración de su propio batallón infrarrealista, así como un recuento de la nueva poesía latinoamericana, ambos publicados en la revista Plural en 1976 y 1977, pero no, claramente, la Plural de Octavio Paz, a quien entonces ansiaba abofetear, sino en la que había caído en manos de Jaime Labastida tras el golpe de Estado contra Excélsior. A partir de allí, unas cuantas reseñas dispersas y luego un hiato de dos décadas: quizás nada en este libro sea más significativo que ese prístino silencio que brilla aquí como un elefante en medio de la estancia. Dos décadas en las que el belicoso y fantasmagórico poeta se transforma, sin que nadie pudiese anticiparlo, en uno de los escasos novelistas que han sacudido los cimientos de su empeño.
En clave de no ficción
Debemos esperar a los noventa para que, como ese olvidado sobreviviente japonés de la Segunda Guerra, Bolaño resucite de entre los muertos. Pero quizás este nuevo Bolaño sea otro, un impostor o un travesti, el Bolaño que publica tímidamente La pista de hielo (1993) y luego, con más brío, La literatura nazi en América y, ya dueño de todos sus recursos, esa novelita perfecta que es Estrella distante (ambas de 1996) y que no tardará en convertirse, al fin, en el Bolaño que mejor conocemos con la inagotable Los detectives salvajes (1998). A partir de entonces, sus textos breves se multiplican como una epidemia o un cáncer: aparecen por doquier, en medios españoles y medios mexicanos y medios chilenos y al cabo en medios del mundo entero. El primero de ellos, «¿Quién es el valiente?», suena casi a una poética: el recuento de los libros que robó en México entre los dieciséis y los diecinueve: de Pierre Louÿs a Samuel Pepys —clásicos raros— a Rulfo y Arreola —su eterna pasión mexicana—, pasando por Gilberto Owen o José Juan Tablada —otros raros— y por La caída, de Camus: ¿quién hubiera dicho que en el existencialista francés encontraría el abismo moral que trasladaría a sus grandes relatos y novelas? En ese mismo artículo rememora también los libros que encontró en Chile, a los veinte, poco antes del golpe de Estado: aquí Bolaño es un punto más previsible, pues serán los mismos autores que defenderá siempre, Parra y Lihn, frente a las decenas de compatriotas de quienes hará mofa o escarnio, por ejemplo en los textos que publicó tras su escandalosa visita a Chile en 1999, donde yo tuve la ocasión de verlo batirse en público por primera vez. Bolaño era, claramente, un chileno a disgusto, que acaso sea la única forma de ser chileno o de ser escritor. Luego, otro atisbo de poética: sus «Consejos sobre el arte de escribir cuentos», una más de sus potentes y jocosas enumeraciones borgianas, que yo aquí sigo para referirme al conjunto de textos reunidos en A la intemperie.
Con una buena dosis de mala fe, que busca emular la suya, éstos se podrían dividir en las siguientes categorías: 1) Textos memoriosos, quizás los menos, donde repasa episodios de sus vidas pasadas, en donde Bolaño se persigue a sí mismo, incluyendo algunas desopilantes crónicas de viaje, en especial de esas excursiones de turismo literario que se veía forzado a realizar y que tanto esfuerzo le costaban (canceló decenas de invitaciones en el último segundo). 2) Pullas, troleos y bullyings variopintos, sobre todo contra escritores chilenos (con lúcidos análisis perdonavidas de monstruos como Neruda o Donoso). 3) Artículos bicéfalos, que son más bien pequeños cuentos o relatos, ácidos o tiernos, disfrazados de columnas o reflexiones al desgaire. 4) Atisbos de una poética propia. («Mi cocina literaria es, a menudo, una pieza vacía en donde ni siquiera hay ventanas.») 5) Lúcidas y chispeantes relecturas de clásicos inesperados: Burroughs, Daudet, Swift, Turgueniev, Borges, Dick. 6) Heroicas y militantes defensas de escritores desconocidos o menospreciados o no tan apreciados como él querría: Wilcock, Tomeo, Aira, Castellanos Moya, Lamborghini. 7) Elogios hiperbólicos y amorosos hacia sus amigos, que aparecen citados una y otra vez, como si Bolaño no pudiera dejar de invitarles un gin tonic o un café: Fresán, Cercas, Vila-Matas, Lemebel, Villoro, Boullosa, Brodsky, Pauls. («A veces eso es un amigo: la silueta de un dinosaurio que atraviesa un pantano y a la que no podemos asir ni llamar ni advertirle nada.») 8) Textos que no caben en ninguna de las categorías anteriores (desde una vindicación de Thomas Harris, el de Hannibal Lecter, a reflexiones sobre artistas tan improbables como Braque o Il Sodoma). Y 9) Sus discursos oficiales, como el pronunciado cuando obtuvo el Premio Rómulo Gallegos, en la época en que el Premio y Venezuela aún existían, o su burlona y truncada despedida de nosotros, los jóvenes que entonces lo admirábamos, en Sevilla, justo una semana antes de morir.
Tenemos, pues, al Bolaño maledicente y al Bolaño sonriente y osado, al Bolaño erudito y al Bolaño adivino, al Bolaño apacible y al Bolaño iracundo como profeta bíblico, al Bolaño locuaz y al Bolaño taciturno: que cada lector elija al suyo. Apostado en su sillón de brazos, con el cabello tan ensortijado como sus múltiples personalidades, Bolaño, entretanto, atisba el humo de su cigarro y, con esa socarrona dulzura que conserva en ultratumba, nos recuerda: «La literatura, al contrario que la muerte, vive en la intemperie, en la desprotección, lejos de los gobiernos y las leyes, salvo la ley de la literatura que sólo los mejores entre los mejores son capaces de romper.»
Jorge Volpi. Guadalajara, 25 de noviembre de 2018
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