Los últimos días de nuestros padres

Fragmento

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A mi querida Maminou

y a mi querido Jean.

En memoria de Vladimir Dimitrijević.

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No vayan a creer que la guerra, ni siquiera la más necesaria, ni siquiera la más justificada, no es un crimen. Pregúntenles a los soldados de infantería y a los muertos.

ERNEST HEMINGWAY,

Introducción a Treasury for the Free World

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Primera parte

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1.

Que todos los padres del mundo, a punto de abandonarnos, sepan el gran peligro que corremos sin ellos.

Nos enseñaron a caminar, y ya no caminaremos.

Nos enseñaron a hablar, y ya no hablaremos.

Nos enseñaron a vivir, y ya no viviremos.

Nos enseñaron a convertirnos en Hombres, y ya ni siquiera seremos Hombres. Ya no seremos nada.

Fumaban al amanecer, mientras contemplaban sentados el negro cielo que bailaba sobre Inglaterra. Y Palo recitaba su poema. Al abrigo de la noche, recordaba a su padre.

Sobre la colina donde se encontraban, las colillas teñían de rojo la oscuridad: habían adoptado la costumbre de venir a fumar allí a primera hora de la mañana. Fumaban para hacerse compañía, fumaban para no desesperar, fumaban para no olvidar que eran Hombres.

Gordo, el obeso, olisqueaba entre los matorrales imitando a un perro vagabundo, ladrando para ahuyentar a los ratones de campo entre la hierba húmeda, y Palo se enfadaba con el falso perro.

—¡Para, Gordo! ¡Hoy hay que estar triste!

Gordo se detuvo tras tres reprimendas y, enfurruñado como un niño, dio la vuelta al semicírculo que formaba la decena de siluetas y se fue a sentar al lado de los taciturnos, entre Rana, el depresivo, y Ciruelo, el tartamudo infeliz, secretamente enamorado de las palabras.

—¿En qué piensas, Palo? —preguntó Gordo.

—En cosas…

—No pienses en cosas malas, piensa en cosas bonitas.

Y con su mano grasa y regordeta, Gordo buscó el hombro de su camarada.

Los llamaron desde la escalinata del viejo caserón que se levantaba frente a ellos. El entrenamiento iba a comenzar. Inmediatamente, todos se pusieron en marcha; Palo permaneció sentado un instante más, escuchando el murmullo de la bruma. Volvía a pensar en su último día en París. Pensaba sin cesar en ello, todas las noches y todas las mañanas. Sobre todo las mañanas. Hoy hacía exactamente dos meses que se había marchado.

Había sucedido a principios de septiembre, justo antes del otoño; resultaba inevitable: era preciso defender a los Hombres, defender a los padres. Defender a su padre, al que sin embargo había jurado no abandonar nunca, años atrás, cuando el destino se había llevado a su madre. El buen hijo y el viudo solitario. Pero la guerra los había atrapado y, al elegir las armas, Palo había elegido abandonar a su padre. Ya en agosto sabía que iba a marcharse, pero había sido incapaz de anunciárselo. Sin coraje suficiente, solo pudo reunir el valor necesario para despedirse la víspera de partir, después de la cena.

—¿Por qué tú? —se atragantó su padre.

—Porque si no soy yo, no será nadie.

Con el rostro tan compungido como orgulloso, había abrazado a su hijo para infundirle valor.

Su padre había pasado el resto de la noche encerrado en su habitación, llorando. Lloraba de tristeza, pero le parecía que su hijo de veintidós años era el más valiente de los hijos. Palo había permanecido ante su puerta, escuchando los sollozos. Y de pronto se había odiado tanto por hacer llorar a su padre que se había cortado el torso con la punta de su navaja hasta hacerse sangre. Con el cuerpo herido frente a un espejo, se había insultado y había socavado más aún la carne a la altura del corazón para estar seguro de que la cicatriz no desaparecería nunca.

Al alba del día siguiente, su padre, que deambulaba por el piso en pijama, con el alma hecha trizas, le había preparado café bien fuerte. Palo se había sentado a la mesa de la cocina, con los zapatos y el sombrero puestos, y se había bebido el café, lentamente, para dilatar la partida. El mejor café que bebería nunca.

—¿Has cogido buena ropa? —había preguntado su padre señalando la bolsa que su hijo se disponía a llevarse.

—Sí.

—Déjame que lo compruebe. Necesitarás prendas de mucho abrigo, el invierno va a ser frío.

Y el padre había añadido al equipaje algo más de ropa, salchichón, queso y un poco de dinero. Después había vaciado y vuelto a llenar la bolsa en tres ocasiones; «voy a hacértela mejor», repetía cada vez, intentando retrasar el inexorable destino. Y cuando ya no hubo nada que pudiese hacer, se había dejado invadir por la angustia y la desesperación.

—¿Qué va a ser de mí? —le preguntaba.

—Pronto estaré de vuelta.

—¡Tengo tanto miedo por ti!

—No debes…

—¡Sentiré miedo cada día!

Sí, mientras su hijo no volviese, ni comería ni dormiría. A partir de entonces sería el más infeliz de los Hombres.

—¿Me escribirás?

—Claro que sí, papá.

—Y yo te esperaré siempre.

Estrechó con fuerza a su hijo.

—Tendrás que seguir estudiando —había añadido—. Los estudios son importantes. Si los hombres fueran menos tontos, no habría guerras.

Palo asintió con la cabeza.

—Si los hombres fueran menos tontos, no estaríamos aquí.

—Sí, papá.

—Te he metido unos libros…

—Lo sé.

—Los libros son importantes.

Entonces el padre había agarrado a su hijo de los hombros, con furia, en un desesperado impulso de rabia.

—¡Prométeme que no morirás!

—Te lo prometo.

Palo había cogido su bolsa y había besado a su padre. Por última vez. Y, en el descansillo, el padre lo había vuelto a retener.

—¡Espera! ¡Te olvidas la llave! ¿Cómo vas a volver si no tienes llave?

Palo no la quería: aquellos que no van a volver no necesitan llaves. Pero, para no apenar a su padre, murmuró simplemente:

—No quiero arriesgarme a perderla.

El padre temblaba.

—¡Claro! Sería un fastidio… ¿Cómo volverías si…? Entonces, mira, la pongo debajo del felpudo. Fíjate qué bien la guardo, debajo del felpudo, aquí, ¿ves? Dejaré siempre esta llave aquí, para cuando regreses —y, tras reflexionar un momento, añadió—: Pero ¿y si se la lleva alguien? Mmm… Avisaré a la portera, ella tiene una copia. Le diré que te has marchado, que no debe abandonar la portería cuando yo no esté, al igual que yo no debo salir de casa si ella no está en la portería. Sí, le diré que esté atenta y que le doblaré el aguinaldo.

—No digas nada a la portera.

—De acuerdo, no le diré nada. Entonces no volveré a cerrar la puerta con llave, ni de día ni de noche, nunca. Así no habrá riesgo de que no puedas volver.

Hubo un largo silencio.

—Adiós, hijo —dijo el padre.

—Adiós, papá —dijo el hijo.

Palo llegó a musitar «te quiero, papá», pero el padre no alcanzó a escucharlo.

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2.

Las noches de insomnio, Palo abandonaba el dormitorio donde sus camaradas, agotados por el entrenamiento, dormían a pierna suelta. Deambulaba por el caserón glacial, en el que el viento se colaba como si no hubiese puertas ni ventanas. Se sentía como un fantasma escocés, el francés errante; pasaba por la cocina, por el comedor, y luego por la gran biblioteca; miraba su reloj, después los de la pared, contando cuánto tiempo faltaba para salir a fumar con los demás. A veces, para librarse de los pensamientos más tristes, pensaba en algún chiste para divertirse a sí mismo y, después, si le parecía bueno, lo anotaba para contárselo al resto al día siguiente. Cuando ya no sabía qué hacer, iba a echarse agua sobre las agujetas y las heridas, y junto al lavabo recitaba su nombre de pila, Paul-Émile, Palo, como le llamaban aquí, donde casi todos habían adoptado un mote. Nueva vida, nuevo nombre.

Todo había empezado en París meses antes, cuando en dos ocasiones, junto a uno de sus amigos, Marchaux, había pintado cruces de Lorena sobre un muro. La primera vez había ido todo bien. Así que lo repitieron. La segunda expedición había tenido lugar al atardecer, en una callejuela. Marchaux vigilaba mientras Palo pintaba hasta que, en plena acción, había notado cómo una mano lo agarraba del hombro y gritaba: «¡Gestapo!». Sintió cómo su corazón dejaba de latir, se volvió: un tipo grande le agarraba firmemente con una mano y a Marchaux con la otra. «Estúpidos niñatos —había escupido el hombre—, ¿queréis morir por una pintada? ¡Las pintadas no sirven para nada!». Aquel tipo no era de la Gestapo. Al contrario. Marchaux y Palo lo volvieron a ver en dos ocasiones. La tercera reunión tuvo lugar en la trastienda de un café en Batignolles, con un hombre al que nunca habían visto antes, aparentemente inglés. El hombre les había explicado que buscaba franceses valientes, dispuestos a unirse al esfuerzo de guerra.

Así fue como se marcharon. Palo y Marchaux. Una red de colaboradores les ayudó a llegar a España, a través de la zona Sur y los Pirineos. Marchaux decidió entonces desviarse y pasar por Argelia. Palo quería continuar hasta Londres. Se decía que allí era donde se jugaba todo. Siguió hasta Portugal y después a Inglaterra, en avión. A su llegada a Londres, había recalado en el centro de interrogatorios de Wandsworth —parada obligatoria para los franceses que desembarcaban en Gran Bretaña— y junto a todos los cobardes, valientes, patriotas, comunistas, brutos, veteranos, desesperados e idealistas, había desfilado ante los servicios de reclutamiento del ejército británico. La Europa fraternal se hundía, como un barco construido a toda prisa. La guerra duraba ya dos años, en las calles y en los corazones, y a esas alturas cada uno miraba por su propio interés.

No permaneció mucho tiempo en Wandsworth. Lo condujeron inmediatamente a Northumberland House, un antiguo hotel situado al lado de Trafalgar Square y requisado por el Ministerio de Defensa. Allí, en una habitación desnuda y glacial, había mantenido largas entrevistas con Roger Calland, francés como él. Las entrevistas se escalonaron durante varios días: Calland, psiquiatra de profesión, se había convertido en reclutador para el Special Operation Executive, una organización de actividades clandestinas de los servicios secretos británicos, y tenía interés en Palo. El joven, ajeno por completo al destino que le estaban preparando, se había limitado a responder aplicadamente a las preguntas y a los formularios, feliz de poder aportar su pequeña contribución al esfuerzo de guerra. Si le juzgaban útil como ametrallador, pues sería ametrallador. ¡Ay! Qué bien ametrallaría desde su torreta; si era mecánico, sería mecánico y ajustaría los pernos como nadie los había ajustado jamás; si las cabezas pensantes de Inglaterra le asignaban un papel de modesto pasante en una imprenta de propaganda, llevaría las planchas de tinta con entusiasmo.

Pero Calland había pensado desde un principio que Palo reunía las condiciones para ser un buen agente del SOE sobre el terreno. Era un chico tranquilo y discreto, de rostro dulce, más bien guapo, y cuerpo robusto; era un furibundo patriota sin ser uno de esos cabeza loca que podrían llevar al desastre a toda una compañía, ni uno de esos románticos desapegados y deprimidos que quieren ir a la guerra porque desean la muerte. Se expresaba bien, con sentido y vigor, y el médico le había escuchado divertido cuando le había explicado que sí, que se dedicaría gustosamente a la impresión, pero que habría que enseñarle porque, en lo referente a la imprenta, no sabía mucho, aunque le gustaba escribir poemas y trabajaría con ahínco para hacer buenas octavillas, octavillas magníficas, que se lanzarían desde los bombarderos y que los pilotos declamarían en sus cabinas con emoción, pues, al fin y al cabo, hacer octavillas también es hacer la guerra.

Entonces Calland escribió en sus notas que el joven Palo era una de esas personas valientes que a menudo ignoran que lo son, lo que añade la modestia a sus otras cualidades.

El SOE había sido ideado por el primer ministro Churchill en persona al día siguiente de la derrota inglesa en Dunkerque. Consciente de que no podría enfrentarse a los alemanes frontalmente con un ejército regular, había decidido valerse de la guerra de guerrillas para combatir desde el interior de las líneas enemigas. Y su concepción era notable: el Servicio, bajo dirección británica, reclutaba a extranjeros en la Europa ocupada, los entrenaba y los formaba en Gran Bretaña, y después los enviaba puntualmente a sus países de origen, donde pasaban desapercibidos entre la población local, para llevar a cabo operaciones secretas en la retaguardia enemiga: información, sabotaje, atentados, propaganda y creación de redes.

Después de todas las verificaciones de seguridad, Calland había abordado finalmente el tema del SOE con Palo. Terminaba el tercer día en Northumberland House.

—¿Estarías dispuesto a llevar a cabo misiones clandestinas en Francia? —había preguntado el médico.

El corazón del joven había empezado a latir con fuerza.

—¿Qué tipo de misiones?

—De guerra.

—¿Peligrosas?

—Mucho.

Acto seguido, adoptando un tono de confidencia paternal, Calland le había explicado de forma muy sucinta lo que era el SOE, o al menos lo que la bruma de secreto que rodeaba al Servicio le permitía revelar, porque necesitaba que el chico se diese cuenta de lo que suponía una propuesta como aquella. Sin comprenderlo del todo, Palo comprendió.

—No sé si seré capaz —había dicho.

Palideció. A él, que se había imaginado a sí mismo como alegre mecánico o jovial tipógrafo, le proponían sin decírselo directamente unirse a los servicios secretos.

—Te dejaré tiempo para pensarlo —había dicho Calland.

—Claro, tiempo…

Nada impedía a Palo decir que no, regresar a Francia, recuperar su tranquilidad parisina, besar de nuevo a su padre y no volver a abandonarlo jamás. Pero ya sabía, en el fondo de su alma inquieta, que no lo rechazaría. Lo que estaba en juego era demasiado importante. Había recorrido todo ese camino para unirse a la guerra y, en aquel instante, ya no podía renunciar. Con un nudo en el estómago y las manos temblorosas, Palo había regresado a la habitación en la que estaba instalado. Tenía dos días para pensárselo.

Había vuelto a reunirse con Calland en Northumberland House dos días después. Por última vez. En aquella ocasión no le condujeron a la siniestra sala de interrogatorios, sino a una habitación agradable, caldeada, con ventanas a la calle. Sobre una mesa habían dejado té y pastas y, en un momento en el que Calland se había ausentado, Palo se había lanzado sobre la comida. Tenía hambre, no había tomado casi nada los dos últimos días, por culpa de la angustia. Y había engullido, y vuelto a engullir, había tragado sin masticar. De pronto, la voz de Calland le sobresaltó.

—¿Cuánto llevas sin comer, muchacho?

Palo no respondió nada. Calland lo miró larga y fijamente: le parecía que era un joven atractivo, educado, inteligente, sin duda el orgullo de sus padres. Pero tenía las cualidades de un buen agente y eso seguramente sería su perdición. Se preguntó por qué diablos ese maldito chico había venido hasta allí, y por qué no se había quedado en París. Y como si quisiera retrasar el destino, lo llevó a una cafetería cercana para invitarle a un sándwich.

Comieron en silencio, sentados en la barra. Después, en lugar de volver directamente a Northumberland House, pasearon por las calles del centro de Londres. Palo declamó un poema suyo sobre su padre; lo hizo sin razón alguna, ebrio por su propio caminar: Londres era una hermosa ciudad, los ingleses eran un pueblo lleno de ambición. Calland se detuvo entonces en medio del bulevar y le agarró por los hombros.

—Márchate, hijo —dijo—. Corre a reunirte con tu padre. Ningún Hombre merece lo que te va a pasar.

—Los Hombres no huyen.

—¡Vete, por Dios! ¡Vete y no vuelvas nunca!

—No puedo… Acepto su propuesta.

—¡Piénsatelo bien!

—Lo tengo decidido. Pero quiero que sepa que nunca he hecho la guerra.

—Te enseñaremos… —el doctor suspiró—. ¿Eres consciente de lo que te dispones a hacer?

—Eso creo, señor.

—¡No, no sabes nada!

Entonces Palo miró fijamente a Calland. En sus ojos brillaba la luz del valor, ese valor de los hijos que son la desesperación de sus padres.

De esa forma, durante la noche, en el caserón, Palo recordaba a menudo su ingreso en el seno de la Sección F del SOE, a la que se había unido gracias a la recomendación del doctor Calland. Bajo mando general inglés, el SOE se subdividía en diferentes secciones encargadas de las operaciones en los diferentes países ocupados. Francia contaba con varias, a causa de sus distorsiones políticas, y Palo se había integrado en la Sección F, la de los franceses independientes no ligados ni a De Gaulle —Sección DF—, ni a los comunistas —Sección RF—, ni a Dios, ni a nadie. Había recibido como cobertura un rango y un número de registro en el seno del ejército británico; si alguien le preguntaba, podía decir que trabajaba para el Ministerio de Defensa, cosa nada excepcional, sobre todo en una época como aquella.

Había pasado varias semanas de soledad en Londres, mientras esperaba el comienzo de su formación como agente. Encerrado en su cuartucho, había estado rumiando su decisión: había abandonado a su padre, había preferido la guerra. ¿A quién querías más?, le preguntaba su conciencia. A la guerra. No podía evitar preguntarse si volvería a ver algún día a su padre, a quien tanto había amado.

Todo había comenzado de verdad a principios del mes de noviembre, cerca de Guilford, en Surrey. En la mansión. Pronto haría dos semanas. Wanborough Manor y su loma de fumadores al alba. La primera etapa de la escuela de formación de alumnos en prácticas del SOE.

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3.

Wanborough era una mansión a pocos kilómetros de la ciudad de Guilford, al sur de Londres. Se accedía a través de una sola carretera, que serpenteaba entre las colinas hasta un conjunto irregular de edificios de piedra, algunos con varios siglos a cuestas, construidos en su momento para servir a Wanborough Manor, un dominio ancestral que databa del año 1000, que había sido, con el paso de los siglos, feudo, abadía y granja, antes de convertirse, en el mayor de los secretos, en una escuela de entrenamiento especial del SOE.

La formación impartida por el SOE preparaba, en pocos meses, a aspirantes de toda Gran Bretaña. Futuros agentes que eran instruidos en el arte de la guerra en cuatro escuelas. La primera, donde permanecían unas cuatro semanas, era una escuela preliminar —preliminary school—, uno de cuyos objetivos principales consistía en descartar a los aspirantes menos aptos para el Servicio. Las escuelas preliminares se habían instalado en mansiones diseminadas por el sur del país y en las Midlands. Wanborough Manor acogía sobre todo las escuelas preliminares de la Sección F. Oficialmente, y para los curiosos de Guilford, no era más que un campo de entrenamiento de comandos del ejército británico. Era un sitio bonito, una casa señorial, una propiedad verde sembrada de bosquecillos y lomas al lado de un bosque. El edificio principal se levantaba entre altos álamos y a su alrededor tenía algunos anexos: una enorme granja e incluso una capilla de piedra. Palo y los demás aspirantes comenzaban a acostumbrarse al lugar.

La selección era implacable: habían llegado veintiuno, en el frío noviembre, y ya solo quedaban dieciséis, incluido Palo.

Stanislas, cuarenta y cinco años, el mayor del grupo, un abogado inglés, francófono y francófilo, y antiguo piloto de combate.

Aimé, treinta y siete años, un marsellés de acento cantarín, siempre de buen humor.

Dentista, treinta y seis años, dentista en Ruan y que, cuando corría, no podía evitar resoplar como un perro.

Frank, treinta y tres años, un lionés atlético, antiguo profesor de gimnasia.

Rana, veintiocho años, que sufría crisis de depresión que no le habían impedido ser reclutado; parecía una rana con sus grandes ojos desorbitados en su rostro delgado.

Gordo, veintisiete años, llamado en realidad Alain, pero apodado Gordo porque estaba gordo. Decía que era por culpa de una enfermedad, pero su enfermedad consistía únicamente en comer demasiado.

Key, veintiséis años, procedente de Burdeos, un pelirrojo alto, fuerte y carismático, con doble nacionalidad francesa y británica.

Faron, veintiséis años, un temible coloso, una inmensa masa de músculos hecha para el combate y que, de hecho, había servido en el ejército francés.

Slaz el Cerdo, veinticuatro años, un francés del Norte de origen polaco, ágil y achaparrado, de mirada maliciosa, tez extrañamente bronceada, y cuya nariz parecía el hocico de un cerdo.

Ciruelo, el tartamudo, veinticuatro años, que no hablaba nunca porque se le trababa la lengua.

Coliflor, veintitrés años, que debía su apodo a sus inmensas orejas despegadas y a una frente demasiado grande.

Laura, veintidós años, una rubia de ojos brillantes y encantadores modales, procedente de los barrios acomodados de Londres.

Gran Didier y Max, veintiún años cada uno, poco dotados para la guerra, y que habían llegado juntos desde Aix-en-Provence.

Y Claude el cura, diecinueve años, el más joven de todos, dulce como una chica, que había renunciado al seminario para combatir.

Los primeros días habían sido los más duros, porque ninguno de los candidatos se había imaginado la dificultad de los entrenamientos. Demasiado esfuerzo, demasiado aislamiento. Los aspirantes se despertaban al alba, con el miedo en el estómago, se vestían a toda prisa en sus dormitorios helados, y se presentaban inmediatamente para la sesión de combate cuerpo a cuerpo de la mañana. Más tarde, podían disfrutar de un desayuno copioso, pues no tenían que sufrir el racionamiento. A continuación daban una clase teórica, de morse o de comunicación por radio, y después volvían los agotadores ejercicios físicos: carreras, gimnasias diversas, y de nuevo combate cuerpo a cuerpo, combates violentos cuya única regla era que no había reglas para acabar con el enemigo. Los candidatos se lanzaban unos sobre otros, gritando, asestándose golpes sin miramientos; a veces incluso se mordían para librarse de alguna llave. Había muchas heridas, pero ninguna de gravedad. Y la jornada continuaba, entrecortada por algunas pausas, para terminar, al final de la tarde, con clases más técnicas, durante las que los instructores enseñaban a los aspirantes a utilizar llaves simples pero eficaces, así como a desarmar con las manos desnudas a un adversario armado con un cuchillo o una pistola. Después los aspirantes, agotados, podían ir a ducharse, antes de cenar temprano.

Al principio, en el comedor de la mansión, tragaban con el silencio de los hambrientos, y tragar quiere decir que comían sin hablarse, sentados a la misma mesa, ignorándose, como animales; el fressen de los alemanes. Después, solos, agotados, preocupados por la posibilidad de no aguantar, iban a derrumbarse a sus dormitorios. Fue allí donde poco a poco habían ido conociéndose, y donde habían descubierto las primeras afinidades entre ellos. En el momento de ir a acostarse, habían ido soltando algunas bromas, se habían contado anécdotas, habían revivido las jornadas para desdramatizarlas; a veces habían compartido sus angustias, el miedo a los combates del día siguiente, pero no mucho, por pudor. Palo había hecho amistad inmediatamente con Key, Gordo y Claude, con quienes compartía habitación. Gordo había distribuido entre sus compañeros un montón de galletas y salchichón inglés que había traído en su petate y así, mascando galletas, cortando salchichón, habían hablado hasta caer vencidos por el sueño.

Después de la cena, en la sala, habían empezado a disputar partidas de cartas; al alba, sobre la colina, comenzaban a fumar juntos, para infundirse valor. Y, rápidamente, todos los aspirantes se habían ido conociendo.

Key, robusto y dotado de un carácter fuerte, se convirtió en uno de los primeros amigos de verdad de Palo en el seno de la Sección F. Inspiraba una calma serena, tranquilizadora: daba buenos consejos.

Aimé, el marsellés, inventor de una pseudopetanca con piedras redondas, buscaba a menudo la compañía de Palo. Le repetía sin cesar que le recordaba a su propio hijo. Se lo decía casi todas las mañanas, en la colina, como si perdiese la memoria.

—¿De dónde eres, chaval?

—De París.

—Es verdad… París. Bonita ciudad. ¿Has estado en Marsella?

—No. No he tenido ocasión de ir, desde ayer.

A Aimé aquello le hacía gracia.

—Me repito, ¿eh? Es que, cuando te veo, pienso en mi hijo.

Key decía que el hijo de Aimé estaba muerto, pero nadie se atrevía a preguntarle.

Rana y Stanislas se aislaban juntos a menudo para jugar al ajedrez sobre un tablero de madera tallada que había traído Stanislas en su equipaje. Rana ganaba la mayoría de las partidas, y Stanislas se enfadaba.

—¡Ajedrez de mierda! —gritaba tirando los peones por toda la habitación.

Aquello siempre hacía reír a los demás, y Slaz le gritaba a Stanislas que ya era demasiado viejo y que perdía la cabeza, a lo que Stanislas respondía prometiendo repartir tortazos que no llegaban nunca. Mientras tanto, Gordo corría detrás de Stanislas y recogía las piezas del suelo.

—No rompas este juego tan bonito, Stan.

Gordo era en verdad el más encantador de los aspirantes, estaba repleto de buenas intenciones que a veces hacían que se volviera molesto. Por ejemplo, para infundir valor a sus compañeros durante los calentamientos individuales de la mañana, en el exterior de la mansión, con una bruma húmeda y glacial, cantaba a voz en grito una horrible canción infantil: Rougnagni tes ragnagna. Y saltaba en el aire, ya sudando, corto de aliento, mientras daba palmadas en los hombros de los aspirantes, recién levantados, y les gritaba al oído, lleno de ternura: «Rougnagni tes ragnagna, choubi choubi choubi choubidouda». A menudo recibía algún golpe, pero al final de la jornada, bajo la ducha, los aspirantes se sorprendían tarareando el estribillo.

Faron, el coloso, aseguraba que nunca se cansaba con los entrenamientos. Llegaba incluso a salir a correr solo para poner aún más a prueba sus músculos, y todas las noches hacía flexiones de barra colgándose de las vigas de la granja y flexiones de suelo en su habitación. Una noche de insomnio, Palo se lo había encontrado en el comedor haciendo gimnasia como un poseso.

El joven Claude, destinado a convertirse en cura antes de cambiar de opinión y unirse casi por casualidad a los servicios secretos británicos, desbordaba una gentileza enfermiza que hacía pensar que no estaba hecho para la guerra. Rezaba todas las noches, arrodillado frente a su cama, indiferente a cualquier burla. Decía rezar por sí mismo, pero sobre todo rezaba por ellos, por sus compañeros. A veces les proponía que se unieran, pero como todos se negaban, desaparecía y se refugiaba en la pequeña capilla de piedra de la propiedad, para explicar a Dios que sus compañeros no eran malas personas y que seguramente tenían un montón de buenas razones para no querer rezar. Claude era muy joven, y su apariencia física lo hacía parecer más joven aún; era de talla media, muy delgado, imberbe, con el pelo moreno muy corto y la nariz chata. Tenía la mirada huidiza, lo que denotaba su gran timidez, y a veces, en el comedor, cuando intentaba unirse a un grupo en plena conversación, inclinaba la espalda, incómodo y torpe, como para hacerse más discreto. Palo sentía a menudo lástima por él y, una tarde, le acompañó a la capilla. Gordo, como un perro fiel, los seguía detrás canturreando, contando estrellas y masticando madera para engañar el hambre.

—¿Por qué nunca vienes a rezar? —preguntó Claude.

—Porque rezo mal —respondió Palo.

—No se puede rezar mal si uno es devoto.

—No soy devoto.

—¿Por qué?

—No creo en Dios.

—¿Y en qué crees entonces?

—Creo en nosotros, que estamos aquí. Creo en los Hombres.

—Bah, los Hombres ya no existen. Por eso estoy aquí.

Hubo un silencio incómodo, los dos habían censurado la religión del otro, hasta que Claude dejó estallar su indignación:

—¡No puedes no creer en Dios!

—¡No puedes dejar de creer en los Hombres!

Entonces Palo, por simpatía, se arrodilló junto a Claude. Por simpatía, pero sobre todo porque en lo más profundo temía que Claude tuviese razón. Y esa noche rezó por su padre, al que echaba tanto de menos, para que no sufriese los horrores de la guerra y los horrores que se preparaban para cometer, ellos que estaban siendo entrenados para matar. Aunque matar no era tan fácil: los Hombres no matan a los Hombres.

Todos los grupos de aspirantes al SOE estaban bajo las órdenes de un oficial de los servicios secretos británicos retirado de las operaciones y encargado de guiarlos en su formación, de seguir su progreso y de orientarlos más tarde. El grupo de Palo estaba a cargo del teniente Murphy Peter, antiguo enlace de los servicios secretos en Bombay. Era un inglés alto y seco de unos cincuenta años, inteligente, duro pero buen psicólogo y muy unido a sus aspirantes. Era él quien los despertaba, quien se ocupaba de ellos, quien velaba por ellos. Discreta y borrada por la bruma, su silueta angulosa se cernía sobre los aprendices combatientes durante los entrenamientos; anotaba sus logros, señalaba sus fortalezas y sus debilidades, y cuando le parecía que uno de ellos no iba a aguantar más tiempo, debía descartarlo de la selección. Un suplicio para él. Como el teniente Peter no hablaba francés y la mayoría de los aspirantes no dominaba el inglés, el grupo también disponía de un intérprete, un escocés bajito y políglota del que no se sabía nada, y que se hacía llamar sobriamente David. En cuanto a los tres anglófonos —Key, Laura y Stanislas—, tenían prohibido comunicarse en inglés para que su francés fuese irreprochable y no los traicionase una vez estuvieran sobre el terreno. Así que no paraban de requerir a David: debía traducir las instrucciones, las preguntas y las conversaciones, desde el amanecer hasta el ocaso, y sus traducciones eran a menudo somnolientas al alba, brillantes durante la jornada, y cansadas y llenas de lagunas por la noche.

El teniente Peter impartía por la noche las consignas para el día siguiente, anunciaba el comienzo de los entrenamientos y sacaba de su cama a los rezagados. Los entrenamientos empezaban al alba. Los aspirantes debían endurecer sus cuerpos mediante penosos ejercicios físicos: tenían que correr solos, en grupo, alineados, en fila; reptar en el suelo, en el barro, en los matorrales de zarzas; zambullirse en arroyos helados; subir por maromas hasta que les ardiesen las manos. También había sesiones de boxeo, de lucha libre o de combate a pecho descubierto contra armas de fuego. Los torsos se cubrían de hematomas; las piernas y los brazos, de profundos arañazos. No había más que sufrimiento.

Tras el último entreno, llegaba el momento de la ducha. Los cuerpos desnudos y ateridos, marcados por cortes y contusiones, se apilaban en cuartos de baño demasiado pequeños, bajo los chorros de agua tibia, en la intimidad de un espeso vaho blanco, con los aspirantes lanzando sordos gruñidos de fatiga. Palo consideraba la ducha como un instante privilegiado: dejaba que el agua se deslizara suavemente sobre su cuerpo fatigado y lo limpiara de sudor, barro, sangre y arañazos. Se enjabonaba despacio, masajeando sus hombros doloridos, y se sentía un hombre nuevo después de enjuagarse. Más estropeado, es verdad, pero más fuerte, más endurecido, cambiando de piel como una serpiente muda la suya; se convertía en alguien distinto. Se perdía de nuevo otro instante bajo el agua, empapando su cara y su pelo; pensaba en su viejo padre, y esperaba que estuviese orgulloso de él. Tenía el alma tranquila, con esa embriagadora sensación del deber cumplido, que duraría hasta la cena, hasta que Peter entrara en el bullicioso comedor y les indicara el programa y los horarios del día siguiente. Entonces, la angustia por la dificultad de los entrenamientos matutinos los invadiría de nuevo. Salvo, quizás, a Faron.

Todos aprovechaban la ducha para observar a sus compañeros desnudos y juzgar así a los más fuertes, a los que habría que evitar durante los ejercicios de cuerpo a cuerpo. Faron, con su gran talla y sus marcados músculos, era ciertamente el más temible; daba miedo, y su particular fealdad amplificaba el lado salvaje que irradiaba su esculpida complexión. Su rostro era cuadrado y poco agraciado, iba rapado y afeitado como si tuviese sarna, y balanceaba los brazos a ambos lados de su cuerpo como un gran mono. Al hacer el balance de los más fuertes, se señalaba también a los más débiles, aquellos que no aguantarían mucho tiempo, los peor adaptados, demacrados y con heridas profundas. Palo pensaba que Rana y probablemente Claude serían los siguientes. Claude, el infeliz, que no era del todo consciente de lo que les aguardaba, y que a veces preguntaba a Palo:

—Pero, al final, ¿qué vamos a hacer después?

—Después iremos a Francia.

—Y, una vez en Francia, ¿qué haremos?

Y Palo no sabía qué responderle. Primero porque ignoraba qué iban a hacer en Francia, segundo porque Calland les había avisado: no volverían todos. Entonces, ¿cómo decir a Claude, que tanto creía en Dios, que quizás iban a morir?

Al final de la segunda semana de entrenamiento, Dentista fue eliminado. La tarde de su partida, cuando Key propuso a Palo ir a fumar a la colina aunque aún no despuntara el alba, este le preguntó qué pasaba con aquellos que eran eliminados de la selección.

—Ya no vuelven —dijo Key.

Al principio, Palo no comprendió, y Key añadió:

—Los encierran.

—¿Los encierran?

—Encierran a los que fracasan aquí. Para que no revelen nada de lo que saben.

—Pero si no sabemos nada.

Key se encogió de hombros, pragmático. No servía de nada preguntarse lo que era justo o injusto.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.

Key le ordenó que no repitiese palabra, porque podría ocasionarles problemas a los dos, y Palo se lo prometió. Sin embargo, le invadió un profundo sentimiento de indignación: iban a encerrar a Dentista y a los demás, porque no valían. Pero no valían ¿para qué? ¿Para la guerra? ¡Si ni siquiera sabían lo que era la guerra! Y llegó a preguntarse si los ingleses eran realmente mejor que los alemanes.

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4.

La lluvia, británica y puntual, empezó a caer sobre Wanborough Manor: una lluvia fría, pesada e interminable; el cielo entero chorreaba. El suelo se saturó de agua, y los aspirantes, empapados hasta lo más profundo de sus carnes, vieron cómo sus pieles adoptaban un tinte pálido, mientras su ropa, sin tiempo para secarse, enmohecía.

Además del entrenamiento físico y los ejercicios militares, la formación dispensada en las escuelas preliminares del SOE englobaba todo lo que podía ser útil sobre el terreno. Los ejercicios físicos se complementaban con diferentes cursos teóricos y prácticos. Poco a poco, los aspirantes fueron recibiendo las nociones básicas de comunicación: señales codificadas, morse, lectura de mapas o utilización de una emisora de radio. También aprendieron a moverse en campo abierto, a permanecer inmóviles durante horas en el bosque, a conducir un coche e incluso un camión, a veces sin demasiado éxito.

Al principio de la tercera semana, bajo el aguacero, llegó el turno de las lecciones de tiro, con revólveres Colt de calibre 38 y 45 y pistolas Browning. La mayoría de ellos manejaba un arma por primera vez y, alineados frente a un talud de tierra, disparaban, concentrados, con más o menos habilidad. Ciruelo era un verdadero desastre: estuvo a punto de dispararse en un pie, después casi abatió al instructor; Faron, en cambio, apuntaba con mucha precisión, alcanzando el centro de los blancos de madera con sus balas. Coliflor se sobresaltaba con cada detonación, y Rana cerraba los ojos justo antes de tirar. Al final de su primera jornada de tiro, todos escupieron una mucosidad espesa y negra, cargada de pólvora. El teniente Peter aseguró que era perfectamente normal.

Terminaba noviembre, y Palo sentía que el fantasma de la soledad seguía acechándole. No dejaba de pensar en su padre. Le hubiese gustado tanto escribirle, decirle que iba bien y que le echaba de menos… Pero en Wanborough tenía prohibido escribir a su padre. Sabía que no era el único que sufría de soledad, que la sufrían todos, que no eran más que mercenarios miserables. Ciertamente, cada día que pasaba endurecía sus cuerpos: la bruma parecía menos bruma, el barro menos barro, el frío menos frío, pero sufrían moralmente. Entonces, para sentirse mejor, denigraban a los demás para no denigrarse a ellos mismos. Se burlaban de Claude el piadoso, asestándole patadas en el trasero cuando rezaba arrodillado; patadas que no dolían en el cuerpo sino en el corazón. Se burlaban de Stanislas, que deambulaba con un amplio camisón de mujer durante los momentos de descanso porque intentaba secar su ropa. Se burlaban de Ciruelo, el tartamudo incapaz, que disparaba de cualquier forma y daba en todas partes menos en el blanco. Se burlaban de Rana y de sus preguntas existenciales, que no se mezclaba nunca con los demás para comer. Se burlaban de Coliflor y de sus grandes orejas que adoptaban un tono púrpura cuando eran azotadas por el viento. «¡Eres nuestro elefante!», le decían al tiempo que le daban dolorosos pescozones en los lóbulos. Se burlaban también de Gordo, el obeso. Todo el mundo se burlaba a la fuerza, al menos un poco, para sentirse mejor; incluso Palo, el hijo fiel, y Key el leal; todos salvo Laura, dulce como una madre, y que nunca se reía de los demás.

Laura no dejaba a nadie indiferente. En los primeros días en Wanborough Manor, todos habían puesto en duda sus capacidades, la única mujer entre tantos hombres, pero ahora los aspirantes se morían secretamente de placer cuando, en el comedor, se sentaba con ellos a la mesa. Palo la contemplaba a menudo, le parecía la mujer más bonita que había visto nunca: resplandecía por su aspecto alocado y su sonrisa magnífica, pero sobre todo emanaba de ella un encanto, una forma de vivir, una ternura en la mirada que la hacían especial. Nacida en Chelsea, de padre inglés y madre francesa, conocía bien Francia y hablaba su lengua sin el menor acento. Había estudiado literatura anglosajona en Londres durante tres años, antes de verse atrapada por la guerra y ser reclutada por el SOE en la universidad. Numerosos aspirantes habían sido captados en los bancos de las facultades inglesas, sobre todo los de doble nacionalidad, que ofrecían la seguridad de ser ingleses pero sin resultar completamente extranjeros en los países a los que se les iba a enviar.

Con frecuencia, cuando un aspirante del que se habían burlado se aislaba del grupo, era Laura la que iba a consolarle. Se sentaba cerca de su compañero, le decía que no importaba, que los demás solo eran hombres y que mañana todos habrían olvidado los malos resultados en tiro, la debilidad de espíritu, los pliegues grasientos o el tartamudeo que tanto les habían hecho reír. Después sonreía, y aquella sonrisa curaba todas las heridas. Cuando Laura sonreía, todo el mundo se sentía mejor.

Decía a Gordo, el hombre más feo de toda Inglaterra: «A mí no me pareces tan gordo. Eres fuerte, y creo que tienes mucho encanto». Entonces Gordo, durante un instante, se veía deseable. Y más tarde, bajo la ducha, frotándose sus enormes montículos de grasa, se juraba que después

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