La ley de los justos

Fragmento

cap-1

1

La puja

Cuba, 1871

Cerraba la noche en la ensenada y una nube grisácea como panza de burro cubría la luna amenazando lluvia, circunstancia que favorecía a unos y a otros. Un bergantín-goleta con el hierro echado por proa y con todo el trapo recogido decoraba el fondo del paisaje. Su contramaestre, con el catalejo desplegado, oteaba el horizonte en busca de la señal acordada.

Súbitamente una luz parpadeó tres veces y, tras un largo silencio, dos veces más. El hombre dio la orden, y entre el chirriar de las poleas, el chasquido de los látigos y los gritos sofocados dio comienzo la operación. Una barca impulsada por cuatro pares de remos y cautelada por dos hombres armados, uno a proa y otro a popa, inició un ir y venir del buque a la playa para transportar en cada uno de los viajes la mercancía negra que, apenas desembarcada, quedaba en la arena debidamente encadenada. Dos marineros —pistola en la faja y látigo en una mano— vigilaban que los aterrorizados bultos, que apenas se distinguían por el brillo de sus ojos, permanecieran quietos.

El blanco arenal que el embate de miles de años de las olas había creado, pulverizando las rocas y machacando las valvas de infinitos crustáceos, estaba ceñido por un collar de palmeras que marcaba el principio de la espesura. De entre ella aparecieron tres hombres. Uno iba a la cabeza y los otros dos lo seguían en escolta. El de la derecha portaba un fanal encendido; el de la izquierda, un mosquete con la bayoneta calada, el dedo en el gatillo y el cañón reposando terciado en su antebrazo izquierdo. Si no por otra cosa, podía deducirse fácilmente por sus ropas quién de los tres mandaba. El primero vestía calzones embutidos en botas de media caña, ancho cinturón de cuero con pistolera —de la que sobresalía la culata de un revólver Remington— y doble canana sobre una camisa abierta de manga corta, y sombrero de ala ancha y copa plana con cenefa de piel de serpiente. Los otros dos llevaban pantalones a media pantorrilla, sandalias de cuero, guayaberas abiertas y sombreros de paja.

El trío llegó hasta el primero de los marineros del bergantín que custodiaba a los desembarcados, y el jefe indagó:

—¿Dónde está Almirall?

—El capitán bajará con el último cargamento.

—¿Cuánto carbón habéis traído en total?

—Salimos de Dakar con más de ciento veinte, pero hasta aquí han llegado sólo éstos —dijo el marinero señalando al grupo.

—¿Cuántas hembras hay?

El marinero no quiso meterse en líos e, indicando la luz de la falúa que subía y bajaba mecida por el oleaje, respondió:

—Ya llega el capitán, él se lo dirá.

La roda de la barca, al impulso del último golpe de remos, se clavó en la arena y, de un brinco, en tanto los remeros sujetaban la chalupa, el capitán desembarcó. Tenía la tez más que morena, curtida en mil intemperies, la barba entrecana y los ojos, pequeños y de mirada cruel, circundados por una miríada de finas arrugas. Vestía un pantalón arremangado a media pierna y una camisa desgastada, ambas prendas de un blanco sucio, un raído chaquetón azul marino con dos hileras de botones que, si bien un día fueron dorados, el tiempo y la mar habían oxidado, y sobre la hirsuta cabellera portaba una vieja gorra blanda de lona y con visera.

A la luz temblorosa del fanal y por encima del grupo de negros acuclillados, el recién llegado buscó la figura de quien lo aguardaba y fue hacia él.

Cuando estuvieron frente a frente, ambos hombres se saludaron con efusión tomándose por los antebrazos.

—Bienvenido al fin, Almirall. Le he aguardado con ansiedad estas cuatro noches y ya iba teniendo malos presentimientos.

—Querido Larios, bien sabe que el mar tiene sus fechas y que nada se puede hacer al respecto. Hubo temporal y tuve que ir muy al sur para evitar a los cañoneros americanos que cautelan la costa desde Carolina del Sur hasta Georgia y Alabama para impedir el contrabando de algodón. ¡Hay mucho rencor acumulado tras la guerra! Perdí mucho tiempo entre Punta de Maisi y Niquero, y luego en cabotaje me costó llegar hasta Manzanillo.

—Me alegra infinito que por fin todo haya acabado bien y que, tras tantos trabajos, el viaje le haya sido rentable.

—Espero que así sea, pero creo que este negocio se está acabando. Las cosas se han puesto de tal manera que no vale la pena jugarse el pellejo. Quiero envejecer al lado de mi mujer en El Masnou. No me apetece pasar el resto de mis días en una mazmorra inglesa o americana.

—¿Cuánta mercancía ha traído? Me ha dicho su hombre que ciento veinte bultos.

—Ése es el número que embarqué en Dakar: ochenta hombres y cuarenta hembras, pero perdí a diez por el camino.

—¿Machos o hembras?

—Tres de los primeros y siete de las segundas.

—¡Lástima que no haya sido al revés!

—Por si fuera poco, dos de ellas venían llenas. Pero ¡ya se sabe!, son más débiles, mercancía delicada —se justificó Almirall.

—Entonces ¿cuántos tenemos aquí?

—Para evitar riesgos y por si tenía problemas, desembarqué a la mayoría de los bultos para el mercado clandestino de Bartolomé Masó.

—Finalmente, ¿cuántos me trae?

—Treinta en total, veinticuatro hombres y seis mujeres.

Larios torció el gesto y puso cara de contrariedad.

—¡Voy a quedar mal con muchos clientes! Han anunciado su asistencia gentes de Río Cauto de las Tunas y hasta de Camagüey.

—Lo lamento, pero debo cuidar mi negocio; nadie me paga el riesgo ni las pérdidas, caso que las haya. Habrá de conformarse con lo que he traído. Y si no le conviene, no se haga pena porque tengo parroquianos en Trinidad.

—De ninguna manera, Almirall, ¡menos es nada! Habrá que conformarse… Tendremos que improvisar nuevas reglas para esta puja, eso sí. Cuando está el mar por medio, toda previsión es gratuita. Y el que no lo entienda… ¡peor para él! Vayamos arriba, que tengo a mi gente en lugar seguro al lado de una misión medio derruida. Allí he montado la feria. Tenemos por delante dos horas de camino y nos conviene hacerlo de noche.

—¡No me diga que puede haber incidentes durante el camino! Después de las penurias que he pasado en la mar, sólo me faltaría que el negocio se me fuera al garete en tierra.

—No se preocupe, Almirall, que yo también arriesgo mucho. Seguiremos una trocha secundaria que hace tiempo que está abandonada, a tal punto que a la venida hemos tenido que abrirnos paso a machetazos en algún tramo para que los carromatos con las jaulas pudieran pasar.

—Antes de partir déjeme dar órdenes a los míos.

—Disponga, Almirall.

En tanto el traficante se ocupaba de sus menesteres, el capitán disponía que la chalupa regresara al bergantín para que cuatro hombres armados bajaran un bulto especial. Tras dejarlo en la playa, debían volver a bordo, donde la tripulación aguardaría la señal convenida, que, como siempre, se daría de noche y mediante la luz del fanal. Al mando del buque quedaría el contramaestre de Almirall, Arturo Mayayo, con órdenes precisas de salir a la mar caso de que en el horizonte apareciera una vela amenazadora o una columna de humo que se fuera agrandando; si así ocurría, regresarían al refugio de la rada cada cinco noches.

En cuanto la falúa se alejó, Almirall se dirigió a Larios.

—Antes de la subasta he de decirle algo que puede redundar en beneficio de ambos.

—Le escucho con atención, Almirall.

—Tras zarpar de Dakar me detuve en Cabo Verde para hacer agua y comprar hortalizas, pero se me presentó la ocasión y adquirí también un esclavo muy especial por el que puede sacarse un buen dinero. Pagué por él una buena suma, pero habla portugués, español y francés, y sabe de números.

—¿De dónde ha salido esa rara avis?

—Me lo vendió el secretario del gobernador. Por lo visto desapareció una joya de su mujer, aunque intuyo que ésa fue la excusa de la señora para tapar un lío con alguien y que ese esclavo fue el chivo expiatorio. Lo vendieron como castigo. Lo he traído aparte de los demás, no fuera a ser que se me estropease. En cuanto lo vea usted, se dará cuenta de que es singular.

—Es un suceso curioso, he de reconocer que me sorprende. Pero no diga usted en la feria que fue acusado de robo porque eso espantaría a los postores. ¡Nadie quiere meterse un ladrón en casa! Desde luego, pienso que será una pieza muy solicitada. En este momento y sin mucho cavilar se me ocurren dos o tres licitadores.

—Voy a contarle su vida. Llegó de muy pequeño a Cabo Verde. Su amo lo vio sumamente despabilado y pagó sus estudios. Luego el hombre murió y su heredero lo vendió al secretario del gobernador. Ignoro en qué circunstancias tuvo una hija, que tendrá ahora unos dos años. También la compré, de manera que quien se quede con él se hará con el lote completo. En cuanto lo vea, Larios, se dará cuenta de que es una pieza fuera de lo común.

La chalupa regresó, y Almirall y Larios se acercaron a la orilla. Uno de los hombres con el Remington en bandolera saltó a tierra ágilmente y retuvo la barca por la proa en tanto que otros dos obligaban a descender de ella a un negro maniatado y a una niña sujeta a él mediante una cuerda atada a su cintura. El esclavo iba descalzo y vestía un deshilachado pantalón sujeto por una guita, cubría su torso con una vieja camisa y sobre ella llevaba una gastada levita que en mejor vida debió de pertenecer a otro, ya que las mangas le venían muy cortas. La niña vestía un viejo vestido de basta sarga floreada en un estado lamentable. Ambos fueron empujados por sus guardianes hasta quedar frente al capitán y su acompañante. A Larios le extrañó la mirada tranquila del negro, quien, pese al momento que sin duda sería para él durísimo por su evidente condición de hombre preso y sin esperanza, guardaba una dignidad que no recordaba haber visto en ningún otro esclavo. La niña, sin hacer caso de la cuerda que llevaba a la cintura, mantenía la pequeña mano agarrada a la de su padre.

—¿Qué le parece la mercancía?

—Curiosa. Creo que es la primera vez que me traen algo así. —Larios se volvió hacia el negro y le espetó—: ¿Hablas mi idioma?

La respuesta sonó pausada y clara; su voz era profunda y melancólica.

—Hablo su idioma.

—¿Te das cuenta de que eres un esclavo de mierda?

—Me doy cuenta de que soy lo que siempre he sido, un esclavo, aunque mi pensamiento es libre.

Larios pareció desconcertado; sin embargo, se rehízo y, volviéndose hacia Almirall, comentó:

—Rara avis, ¡por mis muertos! Lástima que no tenga más como éste porque las transacciones serían mucho más rentables.

El negro miraba a uno y a otro alternativamente. Para el asombro de Larios, se atrevió a hablar a Almirall.

—Usted me prometió que no me separaría de mi hija.

—Eso es lo que dije e intentaré que así sea.

Larios observó extrañado a Almirall y éste, al sentirse aludido, hizo un aparte y le aclaró al oído:

—Le prometí que, si se portaba bien, estarían juntos, aunque seguiría siendo esclavo. Son cosas que hay que decir si quieres transportar a un negro en buen estado, sin que su salud se deteriore. Igual que hay que darle cierta libertad para pasear por la cubierta durante el viaje… ¡sin que haga ninguna tontería!

—Está bien —comentó el tratante. Y volviéndose hacia uno de sus hombres le ordenó—: Trae los caballos y el mulo. Vamos a colocar esta mercancía en las jaulas, no vaya a ser que se nos estropee por el camino antes del día de mercado.

Los carromatos se acercaron. Sobre sus plataformas podían verse dos inmensas jaulas de barrotes de dura madera y con el suelo forrado de un lecho de paja. Hombres armados y que portaban hachones encendidos fueron aproximándose, iluminando la escena. Sonaron los látigos y la doliente masa se puso en pie mansamente. El viaje, las fiebres y el hambre habían atemperado el espíritu de aquellos seres que, si bien en otro tiempo fueron libres, ahora estaban desorientados, enfermos, famélicos y llenos de parásitos, y aguardaban resignados su destino.

El mercado clandestino se había montado en medio de una manigua situada junto a una antigua laguna, poblada, en un principio, por los indios tainos que, sobre tampas de tupida hierba que se enraizaba en el limo del fondo, construían sus chozas en aquella Venecia rupestre y que para comerciar iban de la una a la otra en frágiles canoas. Allí se hallaban los chamuscados restos de una capilla de la que únicamente quedaban los muros. En tiempos, había formado parte de una misión fundada por los dominicos que acompañaban a los primeros españoles que conquistaron aquellos pagos, para llevar la cruz de Cristo a sus gentes.

Larios, aprovechando lo recóndito de aquel espacio, lo había escogido como centro de sus operaciones clandestinas. En cuanto arribaron a la antigua misión, resguardó la mercancía negra debidamente aherrojada y vigilada noche y día por hombres armados. Colocó al padre y a la niña en una caseta vecina, y al costado montó una cocina de campaña donde, en deteriorados calderos, se guisaba una comida a base de nabos, patatas y trozos de carne de caimán, bestia que abundaba en la laguna, y más allá cuatro tiendas de campaña para él, Almirall y los hombres de ambos. Asimismo envió recado a los posibles licitadores anunciando que la subasta se iba a celebrar al anochecer del siguiente viernes y que la misma se regiría por nuevas normas, dado lo escaso de la mercancía. Larios había confiado a Almirall que esperaba, al menos, veinte o treinta posibles clientes.

Al amanecer del viernes todo estaba preparado. Junto a la derruida misión se montó un tablado cuya parte posterior daba a la puerta de lo que había sido la capilla y en medio del mismo se alzó un recio poste cubierto de anillas de hierro. En todo el perímetro de la tablazón se colocaron unos robustos candeleros y en cada uno de ellos, un grueso hachón de cera amarilla.

Durante todo el día fueron llegando los avisados en todo tipo de carruajes; unos en volantas, otros en quitrines, y algunos en carretelas o, los que menos, en grandes victorias. A medida que los visitantes iban descendiendo de los coches, Larios los presentaba al capitán Almirall. Unos habían ido en persona y otros habían delegado su representación en sus capataces, quienes conocían mejor que ellos mismos las necesidades de sus haciendas. Después de los prólogos, Larios fue hablando con los recién llegados, todos gente del tabaco o del azúcar y todos necesitados de mano de obra esclava. Les explicó lo peligrosa que era en aquel momento la importación de la mercancía negra, lo cual justificaba, por lo tanto, su precio y obligaba a dictar unas normas fuera de las comunes para intentar complacer a todo el mundo. Les informó de que, en cuanto estuvieran todos, se iban a extraer de un sombrero las papeletas correspondientes, respectivamente numeradas. Después, y a la luz de las antorchas, se exhibiría en el tablado la mercancía y cada uno tomaría buena nota de aquel esclavo —macho o hembra— que cubriera sus expectativas; con posterioridad, y según los números, comenzaría la puja, en la que tendría prioridad aquel que tuviera el número más bajo y sólo podría elegirse un esclavo cada vez.

En tanto llegaba la noche y para entretener a los ilustres huéspedes, Larios había ordenado levantar junto a la laguna un palenque para montar cuatro peleas de gallos de quince minutos —había hecho llevar ocho de los mejores ejemplares de su gallera—, con las consiguientes apuestas de dinero. Junto al mismo, dispuso un mostrador donde podían adquirirse botellas de ron de caña, de aguardiente y de cerveza de cebada de cosecha propia.

Las gentes que habían acudido a la llamada de Larios eran muy diversas. Todas tenían en común propiedades que necesitaban de mano de obra esclava, si bien no todas opinaban lo mismo al respecto de la esclavitud. Aunque por el momento tal pretensión era inviable, era impensable prescindir de ellos, pese a que algunos daban a sus esclavos un mejor trato. Al frente de los primeros estaba Juan Massons Bellmig, rico propietario de la isla y con socios poderosos en la metrópoli. El adalid de los segundos, los más liberales, era un criollo cuarterón de cuarta generación al que todos respetaban, de nombre Julián Cifuentes.

En la isla las cosas estaban cambiando. El 10 de octubre de 1868 Carlos Manuel de Céspedes, propietario de la hacienda La Demajagua, próxima a la aldea de Yara, se había alzado en armas contra el gobierno español culminando así la conjura independentista que se había fraguado en la ciudad de Manzanillo y que, posteriormente, se llamaría la guerra de los Diez Años; al detonante se lo conocería a su vez como Grito de Yara. Céspedes era además gran maestre de la logia masónica La Buena Fe, sociedad secreta nacida de un grupo de burgueses liberales en la que se habían integrado propietarios de pequeñas explotaciones azucareras arruinados por la competencia de los grandes ingenios, junto con plantadores de café y de tabaco empobrecidos por el desarrollo de la gran industria del azúcar. A los terratenientes insurrectos no tardaron en sumarse mulatos y negros libertos, en primer término el propio Céspedes, que había declarado libres a los esclavos que trabajaban en su hacienda. El 20 de octubre de 1868 Céspedes proclamó la libertad de todos aquellos esclavos que lucharan a favor de su causa. La guerra se puso en marcha; la tensión era mucha, y ambos bandos pugnaban por lo suyo. En enero de 1869 estalló en La Habana una revuelta de soldados voluntarios, acérrimos partidarios del colonialismo español, que saquearon tiendas y sembraron el terror. La tensión subió hasta límites insoportables. El capitán general de Cuba, Blas de Villate y de la Hera, segundo conde de Valmaseda, tuvo que enfrentarse a una situación insular difícil: por un lado, la guerra de los Diez Años; por otro, las presiones de los militares y los peninsulares que en la isla demandaban mano dura contra los intentos separatistas.

Por la tarde la animación en el campamento era mucha. El alcohol había corrido en abundancia y se habían forjado nuevas amistades; los unos presentaban a los otros, y a todos unía esa sensación de clandestinidad que hace que los hombres que se reúnen para un propósito, y más aún si éste es prohibido, se sientan partícipes de algo común, especialmente en aquellas fechas, cuando era infrecuente ya que se celebrase un mercado de esclavos.

Finalmente los licitadores fueron sólo veintitrés, pero entre ellos se contaban los compradores más destacados de la zona, los grandes propietarios y sus capataces de confianza, incluyendo también a dos influyentes damas, dueñas de ingenios azucareros que habían acudido en nombre de sus respectivas explotaciones.

Larios ejercía de maestro de ceremonias y antes de la comparecencia tuvo a bien recalcar las instrucciones de la subasta, por si a alguien no le hubiera quedado claro el procedimiento, además de dar una conferencia para justificar el precio exorbitante que se iba a demandar por la cada vez más escasa y clandestina mercancía.

Al caer la noche la animación entre los asistentes había llegado al punto álgido tras las peleas de gallos y las libaciones continuas que el propio Larios se había ocupado de promocionar.

El sonido de una campanilla obligó a los presentes a ir ocupando sus puestos alrededor de la tablazón iluminada por los hachones encendidos, a la vez que el subastador ascendía por una escalerilla lateral y se colocaba en el centro del improvisado escenario.

Su voz sonó alta y clara.

—¡Queridos amigos! En primer lugar, gracias por su asistencia y perdón por las incomodidades que haya podido ocasionarles, pero nuestro negocio en los tiempos que corren es harto delicado… por varias razones, que no por sabidas debo dejar de recordar. Esto no es ya lo que era. Antes nos movíamos dentro de la legalidad. Ahora, pese a que nuestras necesidades son las mismas, desde 1848 las leyes y las condiciones han cambiado a tal punto que una guerra de cinco años ha asolado los estados confederados de nuestros vecinos americanos, pues el Norte no quiso entender en su tiempo las razones del Sur, donde la esclavitud era tan necesaria e imprescindible como lo es aquí y ahora.

»Es por gentes tan diestras y arriesgadas como el aquí presente comodoro Almirall el que hoy podamos celebrar esta reunión. Para él les pido un aplauso.

Los asistentes dirigieron la mirada hacia donde indicaba Larios y secundaron su iniciativa con un aplauso prolongado hacia el negrero, quien lo acogió saludando ceremoniosamente e inclinando la cabeza, gorra en mano. Luego el subastador prosiguió:

—Desde la isla de Gorea, frente a Dakar, un sinfín de contrariedades, como son los temporales y los barcos de distintos países que bloquean el comercio, han hecho que esta subasta sea casi un milagro, de modo que traer hasta ustedes esa mercancía que les es tan necesaria ha constituido una auténtica aventura. Todos habríamos deseado que el número de piezas fuera muy superior, pero las cosas son como son y hemos de adecuarnos a las circunstancias. Durante la tarde les he comentado ya lo que hay; es por ello que las reglas serán las que se han dicho.

»Mi segundo va a proceder a repartir los números. La suerte designará el orden, y cada uno de ustedes escogerá una pieza sobre la que tendrá prioridad si se produce un empate. En caso de que sobren, las restantes se sortearán. Les recuerdo que estas reglas regirán para los hombres, ya que la subasta de las seis mujeres será libre.

El segundo de Larios compareció ante los asistentes con los números de la subasta colocados dentro de un sombrero. Todos fueron tomando una papeleta ordenadamente y comprobando el boleto que les había tocado en suerte. Los comentarios y las exclamaciones según el número denotaban la mayor o menor fortuna obtenida en el sorteo. Finalmente sobraron tres boletos.

Entonces y a la luz de las antorchas, la mercadería fue subiendo al tablado. Los hombres, de uno en uno y debidamente engrilletados de pies y manos, quedaban sujetos al poste central a medida que iban compareciendo portando sobre el pecho un número pintado en blanco. A las mujeres se las reservó para el final. Los negros presentaban un aspecto muy diferente del de su llegada, pues, tal como se acostumbraba, habían sido fregoteados y untados con grasa para que su acharolada piel luciera brillante y lustrosa. Durante la travesía habían sobrevivido los más fuertes, lógicamente, y sus edades oscilarían de los dieciocho a los cuarenta años.

Larios fue pregonando las cualidades de cada uno de ellos, y tras ganar la puja cada cual escogió el que más le convino de entre los restantes, según sus necesidades. Cuando todo el pescado estuvo vendido sin que hubiera tropiezo, llegó el turno a las mujeres, que subieron al tablado asustadas y, en su caso, todas juntas. Larios, que conocía muy bien la condición humana, las mostró envueltas en telas de colores y con diversos tocados en la cabeza. Esa vez no alabó su fortaleza, sino la amplitud de sus caderas y la fecundidad de sus vientres, ya que eso era lo que iba a determinar los precios que se pagarían por ellas. Lo que el astuto subastador aguardaba no se hizo esperar y de entre el grupo sonaron unas voces.

—¡Queremos ver lo que compramos! ¡Muestra la mercancía al completo! ¡No queremos engaños!

Entonces, como un oficiante que ejecutara un antiguo rito, Larios fue despojando de la túnica a las muchachas lentamente.

—¡Aquí las tienen! Pueden mirarlas todo el tiempo que les convenga, pero no pueden tocarlas; la fruta se estropea.

Al instante comenzó la pugna por las mujeres, pues ellas eran seis y muchos los pretendientes. Tres de los licitadores se destacaron en la puja. El primero era Juan Massons Bellmig, uno de los plantadores de tabaco más relevantes de la zona, hacendado de tercera generación y con socios importantes en la península, quien, además del cultivo, había instalado en su hacienda secaderos de hoja y plantas de elaboración de puros habanos. La segunda era doña Laura Valencia, que en su plantación había instaurado una especie de granja para producir esclavos y que había luchado denodadamente contra la ley de libertad de vientres promulgada por el ministro de Ultramar Segismundo Moret el año anterior, que otorgaba la condición de libres a los hijos nacidos de esclava. El tercero era Julián Cifuentes, cuarterón de piel muy clara y propietario de la importantísima plantación de tabaco San Andrés y de dos ingenios azucareros.

La puja fue encarnizada. Doña Laura se hizo con tres piezas, Cifuentes con dos —pagando un sobreprecio— y con la última Juan Massons, quien se quejó ostensiblemente, pues había optado hasta el final por una de las mujeres que se había llevado el criollo, alegando que él había igualado el precio de la última puja, que era su tope y que su número era más bajo que el de su competidor. Massons odiaba y envidiaba a Cifuentes; lo primero porque sostenía con él un duro enfrentamiento a causa de los lindes de sus haciendas respectivas, y lo segundo porque intuía que tras su máscara de aparente lealtad a España se escondía un redomado traidor a la patria que sabía jugar a dos paños. Para mayor inri, su mujer y él eran amigos desde niños, lo cual complicaba la situación.

Larios argumentó que aquél era su negocio y que los números únicamente valían para la subasta de los hombres. Luego, para contentarlo, le prometió que en una próxima ocasión lo tendría en cuenta. De cualquier manera, Massons no se conformó. Se dio la vuelta, airado, hacia donde estaba el criollo y le espetó:

—¡Me tiene usted muy harto, Cifuentes! No vuelva a cruzarse en mi camino o lo lamentará.

Recostado indolentemente en el mostrador donde se despachaban las bebidas, Cifuentes atendió el reto.

—Lo que le incomoda a usted es que alguien de mi color le gane la partida.

—¡Usted no me gana a mí a nada!

El criollo insistió.

—Le recomiendo, Massons, que se calme y se acostumbre. Vienen tiempos nuevos.

—¡No necesito de sus consejos! —Y bajando la voz, de modo que sólo lo oyeron los que estaban junto a él, susurró—: ¡Bastardo!

Larios intervino, conciliador.

—Señores, déjenlo ahí. El número final está por salir, ¡la fiesta aún no ha terminado! Ocupen sus plazas y prosigamos, que cuanto antes terminemos con esto antes regresaremos cada uno a nuestra casa.

Y tanto para acabar con aquella enojosa cuestión como para hacerse oír mejor, tomó la bocina de latón que estaba a su lado y pregonó en voz alta:

—¡Señoras y señores, ahora viene el punto final! Me consta que, si bien no a la mayoría, a algunos de ustedes va a interesarles… y mucho. —Luego, dirigiéndose a su segundo, ordenó—: Trae a la joya de la corona.

La gente se olvidó de la discusión y todos atendieron a lo que estaba ocurriendo en el tablado. De la caseta ubicada al lado de la construcción de la capilla apareció el lugarteniente de Larios. Tiraba de la cadena que unía las muñecas de un negro de pelo ensortijado y dignamente vestido, que traía sujeta a su cintura con una cuerda a una niñita de unos dos años vestida con una sencilla bata blanca ceñida a su cuerpecillo mediante una ancha cinta. La pequeña miraba todo aquello con ojos espantados. El negro, dándose cuenta, dio un tirón de la cadena que sorprendió al lugarteniente de Larios y, aprovechando el bucle, ofreció sus manos a la niña para que se agarrara a él, cosa que ella hizo al instante. La pareja subió lentamente al tablado siguiendo al hombre y de inmediato el extremo de la cadena fue sujetado a una anilla del poste central. El lugarteniente, cumplido el encargo, abandonó el escenario. Entonces la voz de Larios sonó potente.

—¿Qué es lo que tenemos aquí? ¡Algo muy especial, señoras y señores! De Cabo Verde, directamente, he aquí un esclavo al que alguien muy importante se ocupó de quitarle el pelo de la dehesa. Viene educado: lee, escribe y, además de nuestro idioma, conoce dos más. Desde luego, está destinado a realizar labores dentro de la casa, pudiendo hacer de intendente de mayordomo y hasta de administrador, me atrevería a decir. Es sumiso y capaz de rendir grandes servicios. Se recomienda comprarlo con la niña.

La puja se entabló de inmediato. Las voces fueron superponiéndose una sobre otra: «¡Cincuenta!», «¡Setenta!», «¡Subo a cien!», «¡Que sean ciento treinta!». La cosa llegó hasta los ochocientos setenta pesos. Tras esta última puja hubo una pausa, y luego la voz del cuarterón dominó el barullo: «¡Mil quinientos!». Larios se sorprendió. Se hizo el silencio, y el subastador levantó la mano.

—Mil quinientos a la una… —Crecía la expectación mientras Larios paseaba su mirada sobre el círculo—. Mil quinientos a las dos. Y… ¡mil quinientos a las tres!

Cuando iba a bajar la mano, la voz airada de Massons se alzó entre el cenáculo. Todas las miradas convergieron en él.

—Si la vista no me falla, Larios, está usted perdiendo negocio. Ahí arriba hay una mujer y un hombre. Yo opto por la mujer; ponga usted el precio.

Cifuentes saltó.

—Mi oferta ha sido por ambos.

—Larios, usted me ha dicho que en la siguiente ronda me compensaría.

El subastador indagó.

—¿Cuál es su oferta?

—Sé que no lo vale, pero doy por ella trescientos pesos.

El criollo argumentó:

—No hay caso, la niña va con el lote. He comprado padre e hija.

—Larios, la niña es una hembra y yo sabré esperar. Si no mantiene su palabra, cuente con que puedo complicarle la vida.

El subastador dudaba entre su avara condición y el temor que le inspiraba la inquina de un poderoso colono como Massons. Finalmente el temor a crearse un enemigo acaudalado en aquellas circunstancias revueltas por las que atravesaba la isla le inclinó al pacto.

—Sea, don Juan, y vea que sé cumplir mi palabra. —A continuación se volvió hacia Cifuentes e intentó compensarlo—: Desde luego, don Julián, el precio que paga el señor Massons rebajará su oferta. Por tanto, le queda el negro en mil trescientos pesos. Así ¡todos contentos!

Massons comentó, irónico:

—Es usted libre de hacer lo que desee. Yo le he ofrecido la posibilidad de sacar más partido por esta pareja, pero si usted quiere regalar doscientos pesos, verá lo que hace con su dinero.

—Me basta con que la cosa quede así. Ya ven, señoras y señores, que prefiero perder dinero a perder un amigo.

Tras estas palabras, Larios se volvió rápidamente y, sacando la daga de la vaina que llevaba al cinto, cortó la cuerda que unía a padre e hija. De inmediato ordenó a su segundo que bajara del tablado a la niña y que la entregara a Massons.

El negro, desde su posición, buscó con la mirada los ojos de Almirall, pero éste, dándose la vuelta y calándose la gorra, se mezcló entre la gente. La niñita empezó a gritar y a patalear, arañando al hombre que la llevaba en brazos mientras pugnaba por soltarse, y el negro comenzó a tirar con las dos manos de la cadena hasta que el látigo lo hizo desistir. Entonces, con las muñecas desolladas, se arrodilló, se abrazó al poste e inició un inacabable lamento.

Una luna roja que pregonaba sangre iluminó la escena. Los hacendados, con los bultos negros debidamente atados y colocados en los diversos carruajes, fueron abandonando la vieja misión. A la mañana siguiente la manigua estaba de nuevo como si nada hubiera ocurrido.

cap-2

2

La honra mancillada

Barcelona, 1874

La mujer era joven y de una extraña belleza. Recostada sobre dos almohadones en la cama de caoba rojiza, apenas cubierta hasta la cintura con una manta festoneada de piel y con una breve estola de lana sobre los hombros que dejaba adivinar sus hermosos senos, observaba, con una lágrima asomando en el balcón de sus ojos, cómo un hombre de unos treinta y cinco años se vestía junto al resplandor que producía el reflejo crepitante del rescoldo de los leños de la chimenea. En la postura de su barbilla y en el talante de su mirada, la mujer dejaba traslucir una firme decisión. El hombre, en escorzo, mostraba un perfil patricio. Era de altura media tirando a alta, figura atlética, moreno y de ojos profundos; llevaba el cabello partido por una crencha en dos mitades, y lucía una barba cuidada y un poblado bigote con las puntas alzadas y dos largas patillas. Se acicalaba despacio. Una vez alisada la raya de sus pantalones, ajustado el chaleco, abotonados sus gemelos de oro en los puños de la camisa de seda y ya cuando se colocaba la levita, mirándose en el espejo del armario y sin volverse hacia la mujer, habló con un deje algo aburrido. Su voz era grave y algo gutural.

—Bueno, querida, tengo una semana muy atareada. Imagino que el sábado nos veremos en el Liceo. Ya buscaré el momento de quedar para nuestra próxima cita.

El puño diestro de la mujer se cerró sobre la colcha, a tal punto que sus nudillos se blanquearon. Sin embargo, su voz sonó serena.

—No habrá próxima cita, «querido». —La última palabra sonó hueca y pronunciada con énfasis.

El hombre percibió al instante el punto de sorna y se volvió presto.

—No entiendo lo que quieres decir.

—Creo yo que hay poco que entender. Es muy fácil: no deseo verte más —afirmó ella, recalcando la frase.

El hombre se dirigió a los pies de la cama y, sentándose en el borde, indagó:

—¿Qué es lo que he hecho?

—Yo diría más bien qué es lo que no has hecho… y lo que has hecho muy mal.

—Créeme que no te entiendo.

—Te lo voy a explicar. Nos conocimos hace dos años, y desde el primer día tu vida fue una farsa que representaste a fondo para conseguir mi entrega porque yo no era de ésas y mis planes eran otros. Me enamoré de ti como una boba y quise creer tus mentiras. Primero me negaste que estuvieras casado, pero esta ciudad es muy pequeña y tú eres demasiado conocido. Al principio, hasta tenías el decoro de quitarte la alianza en nuestros encuentros para no herir mi sensibilidad; ahora, ni siquiera eso. —Con la barbilla señaló su mano—. Después, cuando ya fue una evidencia, me juraste que nos iríamos a Cuba o a cualquier país de América, cosa que no me había atrevido a pedirte jamás, y yo te creí como una estúpida. Me conformaba con venir aquí las tardes que tú tuvieras la amabilidad de dedicarme un tiempo. Luego te acostumbraste a mí y me trataste como a una conquista más, pero temía tanto perderte que acepté lo que me dabas. Lo que no aguanto, sin embargo, es que presumas con tus amigos en el Círculo del Liceo de que has de tener mucho cuidado porque poner cuernos a dos mujeres es muy complicado. A decir verdad, lo que todavía no ha llegado hasta mí es que hayas mentado mi nombre.

—Yo soy un caballero.

—Veo que tienes el concepto de la caballerosidad un tanto amoldado a tu conveniencia.

Hubo una pausa densa, y el hombre jugó con la cadenilla de su reloj.

—Lo cierto es que estoy casado y que tengo un hijo de trece años y otro de ocho, y sobre mí pesa la responsabilidad de negocios muy importantes.

—Eso ha sido así desde siempre.

—Entonces ¿qué vas a hacer?

—Pensar en mí y en mi futuro.

—¿Y cuál es ese futuro?

—El de toda mujer. Ya sabes que en este país si no te casas no existes, y yo, para mi desgracia, vivo en él.

El hombre meditó un momento.

—¿Y quién es el afortunado?

—No te hagas de nuevas, que lo sabes de siempre. Y sabes también que siempre ha estado enamorado de mí. Me casaré antes de lo que te imaginas.

El hombre reflexionó un instante.

—Me extraña porque no me ha dicho nada, y te consta que lo veo con frecuencia.

—Es que aún no lo sabe.

—¿Entonces…?

—Mañana le diré que acepto su propuesta. En los últimos tiempos me lo ha pedido varias veces. Accederé, siempre y cuando la boda se celebre antes de un mes y desde luego en Francia, pues quiero que mi madre, que es la única que me entiende, esté conmigo ese día. Naturalmente, el enlace habrá de tener lugar en la más estricta intimidad; me horrorizan los espectáculos que dais los españoles para un asunto que únicamente atañe a dos personas.

—Lo haces para fastidiarme.

—¿Te ha importado mucho a ti que tus cosas me molestaran?

—¿Y tu virginidad?

—¿Ahora te preocupa? ¡No seas antiguo! No va a interesarle. Pero si así fuera, él sería quien no me interesaría a mí. Además, no sufras; sabré manejarme.

cap-3

3

La carta del socio cubano

Barcelona, noviembre de 1888

Unos golpes discretos en la puerta acristalada hicieron que don Práxedes Ripoll de Grau alzara la vista de los papeles que estaba revisando. Miró por encima de los quevedos que cabalgaban sobre su nariz y, con un seco «Adelante», autorizó la entrada del intruso, quien sin duda llevaba un importante recado, pues todos los habitantes de la casa, tanto familiares como criados, conocían la orden, escueta y taxativa: «Cuando la puerta está cerrada, nadie debe importunar a don Práxedes».

El picaporte se abatió y, bandeja de plata en mano, apareció en el quicio la figura respetuosa y comedida de Saturnino, el mayordomo y fiel servidor que desde hacía más de dos lustros, desde el traslado a la calle Valencia hacia finales de 1878, servía a la familia Ripoll.

—¿Qué ocurre, Saturnino?

—Señor, el cartero ha traído el correo de hoy y me ha parecido que esta carta era importante. He consultado a doña Adelaida y me ha dicho que era mejor que se la entregara.

—A ver, traiga para acá.

El criado cruzó la estancia.

El prócer tomó un grueso sobre de la salvilla que le ofrecía el sirviente. Con el interés que reflejaba su rostro siempre que recibía correo de la lejana Cuba, ordenó al criado que se retirara y, tomando el abrecartas y tras comprobar la estampilla, se dispuso a rasgar la solapa del sobre, no sin antes leer la identidad del remitente.

La letra recargada y barroca le era harto conocida y asimismo el nombre del expedidor de la misiva, que no era otro que el de su socio en la isla, Juan Massons Bellmig, quien cuidaba de sus negocios al otro lado del Atlántico. La carta decía así:

Matanzas,

23 de octubre de 1888

Mi querido amigo y respetado socio:

Deseo que al recibo de la presente su familia y usted gocen de buena salud, como a Dios gracias es la mía y la de los míos. No puedo decir lo mismo de la de los negocios, como intentaré explicarle a continuación.

Hasta aquí han llegado los ecos de la Exposición Universal de Barcelona, y por lo que cuentan deduzco que está siendo un éxito inmarcesible. Aprovecho pues la ocasión de felicitarle y me congratulo al saber que soy socio de uno de los próceres de esa ciudad que ha contribuido con su esfuerzo al buen fin de este logro desde su cargo de componente del Comité de los Ocho que, bajo la presidencia del alcalde Rius y Taulet, cuenta con apellidos tan notables como don Manuel Girona, Manuel Duran y Bas, José Ferrer y Vidal y Claudio López Bru —marqués de Comillas—, entre otros. Por todo ello, reitero mi más profunda felicitación.

Por mi parte siento no ser portador de buenas nuevas, pero las cosas por aquí, como usted bien sabe, andan cada vez más revueltas y fuera de control. Paso a describirle detalladamente el drama que le adelanté en mi anterior carta.

Desde las dos de la madrugada del día 4 las gentes del pueblo de Sagua la Grande comenzaron a percatarse de la desgracia que se acercaba desde el norte; cada minuto que pasaba se sentía mayor intensidad en la tormenta, y al amanecer el huracán ya atacaba con ferocidad la Villa del Undoso y sus alrededores. Las tejas volaban por los cielos, los árboles caían cual palillos derribados por el furor de un dios vengativo, los mejores edificios de la ciudad aparecían arruinados; nunca en aquella tierra acostumbrada a los desmanes de la naturaleza se había visto nada igual. Cuando los vientos cesaron, los restos del desastre se amontonaban por todas las calles. El viejo Casino Español sufrió graves daños, el hospital parecía un esqueleto de animal prehistórico y los postigos arrancados de las ventanas pendían de sus goznes como banderas de madera destrozadas después de haber golpeado furiosas los muros. Hasta algunas de las losas del cementerio aparecían esparcidas por los caminos; el huracán había violado el eterno sueño de los muertos. La Estación del Ferrocarril del Oeste no existía; el tren de Isabela permanecía volcado totalmente cual gusano aplastado por el pie de un gigante. En el puerto aparecieron cientos de ahogados. El dique de la presa se vino abajo como si fuera un castillo de arena y el edificio del Casino, que estaba ubicado frente a la escalinata del parque El Pelón, se vio muy afectado por la inundación resultante.

El templo católico la Iglesia Parroquial fue una constante y terrorífica amenaza. Se refugiaron en él más de quinientas personas, entre niños, ancianos y mujeres que pudieron llegar hasta allí, desafiando con valor incalificable la muerte que ante sus ojos se cernía al abandonar sus hogares y atravesar las calles. Las tres puertas principales del templo, de hierro, cedieron a la violencia del furioso huracán. La escena fue dantesca; un miedo espantoso se apoderó de todos. Los titánicos esfuerzos que hicieron algunos individuos del Cuerpo de Bomberos para cerrar las puertas fueron desgraciadamente infructuosos; la intensidad del viento y el ímpetu del agua que penetraba a través de las vidrieras destrozadas producían un pánico aterrador, causando grandes desperfectos, tanto en el interior como en el exterior del grande y hermoso edificio. La misma escena ocurriría con la iglesia de Isabela. Entre los asilados en el templo se contaron las fuerzas del departamento militar de la plaza, que pernoctaron allí mismo. La iglesia del barrio de las Clarisas se derrumbó como un castillo de naipes y la de Isabela perdió la espadaña de su campanario.

El techo del secadero de hojas de tabaco de mi hacienda se derrumbó sobre las trabajadoras que allí se habían refugiado desde los campos adyacentes, perdiendo la vida más de veinte y quedando inútiles para la labor otras tantas. La ruina fue considerable y, además, el alambique de licor donde se destilaba el ron de caña quedó destrozado.

Como es obvio, una circunstancia se suma a la otra, y si ya de por sí los negocios a día de hoy son harto complicados, no he de decirle cuánto perjudica el normal transcurso de los mismos y lo difíciles que se tornan cuando las cosas se tuercen y, por si algo faltara, la naturaleza se encabrita destruyéndolo todo. Cada día con más frecuencia, las partidas de insurrectos ocupan los caminos, las incursiones de cuadrillas de maleantes nativos y negros huidos de la justicia, armadas de machetes y que cuentan con la protección de los campesinos indígenas, hacen casi imposible la llegada de mercancías a los puertos de embarque, y la autoridad no lleva a cabo lo necesario para acabar con los desmanes de la chusma y anda siempre con paños calientes por no disgustar al poderoso vecino del norte. Las noticias que pregonan los periódicos españoles como el ABC, La Vanguardia, La Amenidad, La Época, La Publicidad, El Noticiero Universal, El Imparcial y El Correo Militar, que, aunque con retraso, aquí llegan, e incluso los publicados en la isla, como Diario de la Marina o La Unión Constitucional, no destapan la cruda realidad, que no es otra que el pernicioso efecto que causan las diatribas que ese loco de José Martí lanza desde América y que están incendiando al pueblo y van a conseguir parar el comercio de toda la isla.

Después de tan extenso preámbulo voy a entrar a fondo en el meollo de la cuestión que motiva mi carta.

Los tiempos obligan a tener el ánimo sereno y templado y a ver desapasionadamente todas las posibilidades del negocio para tomar las decisiones pertinentes y no errar en el cálculo, por lo que mis demandas tendrán dos vías, que, si bien nada tienen que ver la una con la otra, ambas coadyuvarán a llevar nuestra nave a buen puerto, que es de lo que se trata.

Desde mi modestia, pero con la ventaja de estar sobre el terreno, me atrevo a sugerir algo que quizá desde allí parecerá descabellado. Las cosas pueden suceder de muchas maneras y conviene tomar decisiones encaminadas a la posibilidad más lógica. Tres son las facciones que se disputan la isla: los partidarios de que todo siga igual —digamos, los pro españoles—; los criollos que buscan la independencia, auténticos soñadores que pretenden un sueño imposible, y, finalmente, los pro americanos. Tal como pintan las circunstancias, entiendo que está próxima la fecha en la que España va a perder su influencia en este lado del Atlántico. ¿Quién será, por lógica, el heredero de nuestro Imperio colonial? La respuesta es clara: el país más pujante de la tierra y, para más inri, el más cercano; es decir, Estados Unidos de América. ¿Qué es, por lo tanto, lo que conviene hacer? La respuesta, don Práxedes, es evidente: de alguna manera, hay que hacer ver a los yanquis que de entre los propietarios de haciendas y negocios que pueblan Cuba algunos son amigos suyos y, por ende, partidarios, de modo que cuando manden en la isla, que no dudo que lo harán, los que así hayan obrado cobrarán réditos de su inversión.

Se preguntará por qué le cuento todo esto y qué es lo que usted puede hacer desde allí. Voy a intentar responderle y, como verá cuando acabe de leer ésta, la solución se divide en dos vías. El cónsul americano en Barcelona, mister Howard, es íntimo amigo del presidente Grover Cleveland y ferviente masón. ¿Me va captando, don Práxedes? Convendría que en la próxima reunión de la logia Barcino, y desde su elevada posición, se acercara a él, le explicara cuál es su interés en Cuba y se pusiera a su disposición para cualquier cosa que él o su gobierno necesitaran. Después, en posteriores reuniones, iríamos perfilando nuestra oferta. Si todo va bien y las cosas siguen como hasta ahora, nosotros asimismo seguiremos igualmente, pero en caso de que al final se hagan con la isla les recordaremos sutilmente que en la época de las vacas flacas fuimos sus amigos. No debo ofender su inteligencia, que habrá deducido sin duda que esta situación favorecería nuestro comercio con América, y podría bajarnos aranceles y cobrar ventaja a nuestros competidores, Partagás, Xifré, López Bru y los otros. Por tanto, y concluyo, en sus manos está el ganar para nuestra causa la benevolencia de los norteamericanos.

Voy a entrar ahora en el segundo problema que me acucia y para el que solicito su ayuda.

El año de gracia de 1886 se recortó el plazo del Patronato que, en principio, tenía una vigencia de ocho años y que concedió la ley Gamazo para finiquitar la esclavitud en la isla. La finalidad de dicho Patronato era no dejar desiertas de mano de obra negra de un día para otro a las haciendas de azúcar y de tabaco, obligando a los nuevos libertos a trabajar durante ese tiempo en las plantaciones. Por un lado, en un principio fue positivo ya que nos permitió despedir sin demasiados trámites a los negros díscolos ancianos o improductivos. Sin embargo, la experiencia nos dice que sin mano de obra barata no se puede soñar en sacar adelante los cultivos, y los nuevos proletarios se van a la capital en cuanto han cobrado el salario a gastárselo en ron de bajísima calidad, en peleas de gallos y en copular como perros en celo, que es así como finalizan esas orgías rituales y otras ceremonias negroides, de manera que el lunes el aspecto de las plantaciones es lamentable. La única manera de volver a poner colleras a esa gentuza —le recuerdo que la Iglesia sostuvo en su tiempo que carecían de alma; es decir, que eran algo más que bestias— es que encuentren en las plantaciones la satisfacción de su libido disparatada; de este modo, al tener a su hembra retenida y a su prole controlada, será más fácil que tengan querencia al comedero de los suyos, y que el lunes regresen al redil.

La solución al problema podría ser que, empleando los recursos que utilizábamos antes de la maldita ley del Patronato, hiciera usted por enviarme una partida de unos cincuenta bultos, hembras, claro está, en edad de procrear, mercancía que sugiero que se adquiera en la isla de Gorea, frente a Senegal, ya que de allí proceden las más fértiles y robustas, sorteando como es lógico la vigilancia de la flota inglesa, cosa que ya ha hecho otras veces nuestro buen amigo el capitán Almirall con el Rosa, que andaba como el viento y que siempre cumplió brillantemente sus cometidos, y aunque en estas condiciones sin duda subirá su precio, ello nos será, a pesar de todo y sin duda, muy rentable. Yo me ocuparé desde aquí —cuando conozca el rumbo del barco y la fecha aproximada de su llegada— de tener preparado, desde el día que se me indique, el lugar y la noche del desembarco, como ya hice otras veces, bien lo sabe.

Ahora viene la segunda vía a la que he aludido al principio. De nuevo me atrevo a sugerir que mister Howard debería ocuparse de alejar a los cuters norteamericanos de la costa en la fecha señalada. Por lo que digo comprenderá usted que la colaboración de mister Howard es imprescindible. En lo referente a la legalización del cargamento en el censo de esclavos, es cosa prevista con la connivencia, claro está, del funcionario de turno, que como todos es venal y amigo del tintineo de los duros de plata. Obra en mi poder la documentación de todas las mujeres que perdí el día del huracán, como ya le expliqué en mi anterior carta, a las que enterré sin dar el parte a las autoridades, con lo cual probaré sin duda que estas negras estaban ya hace tiempo en las plantaciones de tabaco. Por otra parte, durante estos años los morenos no tienen personalidad jurídica; por tanto, estamos a resguardo de cualquier denuncia que se les ocurriera plantear.

Como los inconvenientes nunca vienen solos, decirle también que he tenido un litigio con el indeseable de mi vecino, aquel criollo que usted conoció hace años cuando visitó la isla, Cifuentes es su apellido, quien ha tratado de comprar la parcela intermedia entre las dos plantaciones, intentando perjudicar el valor de la nuestra al impedir la expansión por el sur.

Éstas son las nuevas que le proporciono para que usted obre como mejor crea oportuno. Espero, querido amigo, que me tenga al corriente de sus decisiones. Y ya sabe que me tiene siempre a sus órdenes.

Sin otro particular y rogándole que me ponga a los pies de su esposa, doña Adelaida, y enviando mis más cordiales saludos a sus hijos Germán y Antonio, se despide su más fiel colaborador,

JUAN MASSONS BELLMIG

Don Práxedes Ripoll dejó el documento sobre la mesa, descabalgó los pequeños quevedos de su nariz, se toqueteó con parsimonia la barba y meditó sobre la carta recién leída. Desde la jornada del huracán las cosas iban de mal en peor. Ello era evidente, sobre todo, para los negocios que dependían de la importación de productos de las islas, y pese a que las noticias que le llegaban a través de su socio lo aseveraban, aquel que supiera leer entre líneas lo que publicaban los periódicos, por lerdo que fuera, podía darse perfecta cuenta de lo que estaba sucediendo en Cuba. Era evidente que de la isla que él había conocido hacía más de diez años a la actual mediaba un abismo.

Un sinfín de cuestiones se amontonaba ante él. Su cargo en el Comité de los Ocho de la Exposición Universal de Barcelona consumía gran parte de su tiempo, y concretamente en esa coyuntura quería dar lo mejor de sí mismo. Su compromiso como segundo maestre de la logia Barcino y las obligaciones que de tal puesto se derivaban ocupaban también un espacio en su día a día —y a veces en sus noches—. La fábrica de curtidos requería su atención continuada, y el negocio heredado de la familia de su esposa —la importación y exportación de productos allende los mares, sobre todo cigarros habanos— precisaba en los tiempos que corrían un cuidado extremo. Aquella carta había colmado su medida, y las decisiones que tomara al respecto se le antojaban trascendentes e inaplazables.

Don Práxedes, sin darse cuenta, alzó la vista hacia los dos cuadros de marco dorado ovalados que presidían su despacho y desde donde lo observaban sus tatarabuelos Magín y Fuencisla, cuyas esforzadas vidas habían sido el origen de su fortuna, y su pensamiento divagó unos instantes.

Los Ripoll eran oriundos de Reus. Hacía ya cuatro generaciones, el tatarabuelo Magín, forjador de la fortuna de la familia, se había instalado en el barrio de la Ribera y allí había abierto el negocio que mejor conocía, que era el de guarnicionero. Había llegado jinete en un mulo y portando dos alforjas en las que cabía todo su patrimonio, que no era otro que los útiles y las herramientas indispensables para moldear el cuero, que sus hábiles manos convertían en colleras, bridas, baticolas, cinchas y, en fin, toda clase de arreos propios de las caballerías. Con tino e intuición, Magín dedujo que aquel continuo ir y venir de carros y carretas llevando y trayendo mercancía de las goletas, los bergantines y las naos de todo calaje que echaban el hierro en los aledaños de la playa de La Barceloneta por fuerza deberían tener un inmenso deterioro ya que las ruedas, al clavarse en la arena, obligarían al resto de los componentes a hacer un esfuerzo superior, y el desgaste sería doble y la tracción que deberían soportar los arreos, excesiva, y se dijo que, radicado allí su negocio, pronto su buen hacer y la habilidad de sus manos sin duda le habrían de proporcionar sus primeros clientes.

Magín se ubicó enseguida en la gran ciudad y apenas instalado se preocupó de buscar materia prima para el desarrollo de su actividad. Lo que él necesitaba era pieles de animales —en especial la de buey—, y con tal finalidad dirigió sus pasos hacia el matadero de reses a fin de acordar con su encargado la compra continuada de los mejores pellejos de las piezas que se sacrificaran. El propietario del negocio era Nicanor Monforte, un aragonés llegado a Barcelona hacía ya más de cuarenta años, y lo que comenzó entre ambos como un trato comercial devino, pasado el tiempo, en un trato familiar en cuanto que, al segundo viaje, conoció Magín a una garrida moza que, cual si fuera un ligero hatillo, cargaba al hombro protegido por un saco de arpillera una pata de vacuno. Observo Magín que la joven, que no tendría más de diecisiete años, no se andaba con chiquitas y que cuando al pasar frente al grupo de matarifes que, sentados en el suelo del patio bajo un árbol protegiéndose del sol del mediodía, consumían su modesto condumio alguno le soltaba un requiebro más bien subido de tono, ella, sin azorarse y sin perder el punto, respondía al osado con tino y desparpajo, dejándolo en ridículo en medio de las carcajadas de sus compañeros. Magín no perdió el tiempo y, tras pedir la venia a su padre, quien por cierto y debido a su profesión le producía un gran respeto, abordó a la muchacha. La esperó varias tardes a la salida del trabajo, y al cabo de unos meses visitaba al aragonés para pedirle la mano de su hija Fuencisla.

Don Práxedes regresó de los vericuetos mentales de sus orígenes al presente, la razón del rótulo principal de la finca que había hecho construir y que rezaba: HEREDEROS DE RIPOLL-GUAÑABENS. Ocupaba el lienzo de pared que mediaba entre el gran balcón de piedra del piso principal y la portería de la ornamentada fachada del n.º 213 de la calle Valencia. A ambos lados había sendas tiendas. Sobre la entrada de la primera —ubicada a la izquierda del portal— se detallaba en caracteres más pequeños la especialidad del negocio: MALETAS, ARTÍCULOS DE VIAJE, MISALES, BIBLIAS Y LIBROS DE CULTO. A la derecha, sobre la segunda tienda y en otro rótulo asimismo de latón esmaltado, se anunciaba otra industria: IMPORTACIÓN Y EXPORTACIÓN DE TODA CLASE DE PRODUCTOS DE ULTRAMAR. CAFÉ, AZÚCAR DE CAÑA, TABACO DE HOJA Y PUROS HABANOS. La primera tienda se debía a la herencia habida por parte de la familia de don Práxedes, la cual desde siempre trabajó el cuero; la segunda, en cuanto a la parte que a él correspondía, un 25 por ciento —habido en calidad de arras en los capítulos matrimoniales, que aportó su suegro como dote matrimonial a su hija Adelaida Guañabens—; el 75 por ciento restante pertenecía a su cuñado y socio Orestes Guañabens.

El magnífico edificio ocupaba una manzana entre las calles Balmes y Universidad*, Valencia* y Mallorca. Bajo el terrado del piso principal que llegaba por la parte posterior hasta esta última se ubicaba la fábrica del primero de los negocios y el almacén del segundo, cuya luz provenía de las inmensas claraboyas situadas en el suelo del gran terrado, que estaba circunvalado de enormes jardineras de cerámica blanca y azul y de bancos de madera. Exceptuando el rincón del fondo de la izquierda —ocupado por una caseta octogonal con el tejado en cúpula que aliviaba los calores del estío y que alojaba un pequeño estudio con una salita librería y un gran sofá, donde se refugiaba doña Adelaida, su esposa, para leer con tranquilidad en el verano antes de huir de la ciudad—, aquel terrado constituía el lugar de esparcimiento de la familia Ripoll al comienzo del estío y entrado el buen tiempo antes de marchar al veraneo que, huyendo de la canícula, llevaban a cabo en el mas ubicado en el camino de la Misericordia en los aledaños de la ciudad de Reus.

La urbe, abatida por fin la muralla, se había esparcido incontenible hacia las faldas del Tibidabo y el Carmelo, y la burguesía había ido ocupando los regulares cuadros de ángulos achatados que constituían las manzanas, alquilando los pisos como vivienda y reservando los bajos para toda clase de negocios, y cuyo centro, según el plan del ingeniero Ildefonso Cerdá, debía reservarse para zonas ajardinadas y aparcamiento de carruajes, coches, tílburis y calesas a fin de agilizar el tráfico y hacer más grato el paseo a los barceloneses. La arteria principal era el Paseo de Gracia, y en su proximidad se ubicaba la gran mayoría de las familias significadas de la ciudad. Unas venían de las Ramblas, donde habían abandonado sus palacetes en busca del aire renovador que bajaba del Tibidabo y de espacios más abiertos, huyendo de las miasmas y toxinas que se respiraban en la constreñida y vieja ciudad. Otras, de nuevo cuño, habiendo hecho negocio allende los mares, pretendían —amparadas por el brillo de sus nacientes fortunas— compararse y emular a sus ilustres vecinos. Éste era el caso de don Práxedes Ripoll, quien a sus cincuenta y un años era el cabeza de una familia de comerciantes que, con su tesón y esfuerzo, había contribuido notablemente al engrandecimiento de Barcelona.

Don Práxedes volvió a leer la carta, luego dobló el papel y lo metió de nuevo en el sobre. Abrió el cajón derecho de su despacho y extrajo de él un archivo verde —en cuyo lomo podía leerse el rótulo SECRETO Y PERSONAL— y allí colocó el documento. Luego cerró el cajón con un llavín y lo guardó debajo del estantillo de la cigarrera de sobremesa. Después, tirando de la leontina, se extrajo del bolsillo del chaleco el reloj de oro y, apretando el botón de la cuerda, abrió la tapa. Sonó el delicado mecanismo de orfebrería anunciando la una y media. Cerró de nuevo el reloj y, tras guardarlo, se puso en pie y se dirigió al comedor.

Las dudas que pudiera tener se habían disipado. Tras la comida acudiría a la escuela de canto de doña Encarna Francolí para hablar con ella al respecto de los avances de su protegida, Claudia Codinach. Luego iría a su pabellón en la feria, y quedaría pendiente su reunión en la logia Barcino y su visita a El Masnou, demorada durante tantos días a causa de los frecuentes viajes de su viejo amigo, el capitán Almirall, con quien trataría de reunirse de nuevo por ver de contrastar su valorada opinión sobre el contenido de la carta de su socio cubano. Finalmente ordenaría a su secretario, Gumersindo Azcoitia, que se enterara lo antes posible de los horarios del tren de Mataró.

cap-4

4

El encuentro

Vamos, hijo, vamos, que llegamos tarde.

La mujer frisaría la cuarentena, vestía modestamente, aunque de forma muy pulida, y cubría su cabeza con un pañuelo que ocultaba sus abundantes canas. El chico, al que las ropas le venían justas, rondaría los diecisiete años, aunque su estatura y su complexión eran las de un muchacho más mayor. Ambos subían por la calle Balmes desde la calle de Cortes.

—¿A qué viene tanta prisa, madre?

—Viene a que comemos todos los días, y el sueldo de tu hermano y el mío dependen de la familia Ripoll.

Juan Pedro Bonafont, que así se llamaba el muchacho que caminaba apresurado al lado de la mujer, respondió:

—Nadie regala nada. Máximo y usted hacen su trabajo, y ellos pagan.

—Generosamente, Juan Pedro. La señora es mi mejor clienta, y a tu hermano lo han considerado mucho.

—Será a cuenta de los dedos que se dejó en la cortadora.

La mujer miró bien a un lado y a otro de la calzada por ver si venía algún carruaje y atravesó la calle Aragón justo en el instante en que el pitido de la locomotora del tren que pasaba en aquel momento por el foso ahogaba por completo sus palabras y el humo impregnado de hollín que expulsaba la chimenea de la locomotora invadía sus pulmones.

—La señora es muy buena persona. No me gusta que hables así de los Ripoll, Juan Pedro.

—No la entiendo, madre. La señora será muy buena, pero, por lo que cuenta Máximo, no creo yo que el hijo mayor, el que está en la fábrica, también lo sea.

A pesar de sus argumentos a favor de su hermano, Juan Pedro veía que su madre estaba preocupada, y le dolía.

—Tu hermano tiene el demonio del rencor metido en el cuerpo. ¡Más que sufrí yo con aquel accidente no sufrió nadie! Pero no fue culpa de los amos.

—Yo sólo sé, madre, que lo bajaron de cortador a la carga y descarga, y ahí gana menos.

—Tal como le quedó la mano no podía manejar la máquina, y otros lo habrían echado a la calle.

Hubo un silencio y mediaron diez pasos. El joven insistió.

—Máximo había pedido guantes de cuero mil veces. Allí entran pieles curtidas todos los días, y al que ahora maneja la cortadora bien que se los han dado.

—No me atosigues, Juan Pedro.

En eso andaban cuando la pareja llegó a la calle Valencia y, torciendo a la izquierda, entraron en la portería del n.º 213.

El portero, que, vestido con un guardapolvo a rayas que le protegía el uniforme, estaba limpiando con un plumero alto los faroles que había a ambos lados de la portería, saludó a la pareja.

—¡Buenos días, doña Luisa y compañía! ¿A qué a tan temprana hora por aquí? Usted siempre viene por la tarde.

—Vengo cuando me llaman, Jesús. —Señaló a Juan Pedro—. Éste es mi hijo menor, ya sabe, el hermano de Máximo. ¿Cómo está Florencia? ¿Aún anda con esa tos?

El hombre, dejando el plumero a un lado, respondió:

—Parece que el jarabe le va bien. La señora, que es tan buena, le envió al doctor Goday, que tiene mano de santo.

—Pues me alegro mucho, Jesús. Dé mis saludos a Florencia. —Y dirigiéndose a su hijo añadió—: ¿Lo has visto? Doña Adelaida se ocupa de todos los suyos.

Juan Pedro bajó la voz.

—A esa gente lo que le priva es hacer exhibición de sus caridades.

—Anda, pasa.

Subieron la escalera hasta el rellano del principal y Luisa tocó el timbre de la primera puerta. Al poco, a través de la gruesa y ornada madera, se oyeron unos pasos y la puerta se abrió. Una camarera pulcramente vestida con uniforme azul, delantal blanco con peto y cofia los recibió.

—Buenos días, señora Luisa. —Luego miró a Juan Pedro—. Éste debe de ser su otro hijo, ¿me equivoco?

—No te equivocas, Teresa; éste es el pequeño.

—No me parece a mí tan pequeño… ¡Está hecho ya un buen mozo!

Juan Pedro, con la gorra entre las manos, miraba aquel recibidor que casi tenía el tamaño de su pisito de la calle del Arc de Sant Francesc. Tras la pizpireta camarera se veía un gran vitral policromado con un san Jorge matando al dragón en rojos y verdes dominantes; en su base había un inmenso arcón de tres cuerpos sobre el que destacaba un tapete alargado de damasco con flecos de mortecino dorado; cada uno de los cuarteles del arcón estaba decorado con un bajorrelieve con la cara de perfil de un guerrero. A ambos lados había dos sillas curules de la misma madera con los brazos terminados en garras de león.

La voz de la muchacha proseguía:

—No se parece a su hermano, doña Luisa.

—¿Conoces a Máximo?

—El día de su accidente, cuando vino a buscarlo el carricoche de la Cruz Roja, todo el vecindario bajó a la portería.

—¿Está doña Adelaida?

—Ahora mismo la aviso. La está aguardando.

La joven camarera desapareció tras la cortina que cubría el principio del pasillo, dejando a madre e hijo a la espera. Al poco regresó.

—Dice doña Adelaida que pase usted, doña Luisa.

La mujer se dirigió al muchacho.

—Espérame aquí.

—¡No, no, doña Luisa! Le he dicho a la señora que venía usted con su hijo y me ha dicho que quiere conocerlo.

La mujer, retirándose el pañuelo que le cubría la cabeza, empujó a Juan Pedro por el hombro.

—Anda, pasa. ¡A ver cómo saludas! Y luego si no te preguntan, no hables.

Precedidos por la doméstica avanzaron por el largo pasillo. El muchacho no daba crédito a lo que veían sus ojos. Todo era evidentemente caro y lujoso: el reloj de péndulo, los cuadros, el alargado y noble mueble de nogal donde reposaban tres pequeñas figuras… Al llegar frente a la puerta del final del pasillo la criada indicó con el gesto que aguardaran en tanto ella los anunciaba. Juan Pedro se acercó a las estatuillas y observó las firmas: Agapito y Venancio Vallmitjana y Josep Llimona.

La voz de su madre resonó en su oído.

—No toques nada. ¡A ver si tiras algo!

La criada compareció de nuevo y, retirando la pesada cortina, los invitó a pasar. Empujado otra vez por su madre, Juan Pedro se introdujo en una inmensa pieza que sus ojos recorrieron velozmente. En el lienzo que había al lado de la puerta vio una gran chimenea de mármol, apagada; en la pared de su izquierda, un alargado trinchante, y sobre el mismo —soportada por cuatro torneadas columnas—, una vitrina enorme llena de valiosos objetos entre los cuales destacaba, sobre peanas de terciopelo granate, una colección de relojes. En la pared del otro lado había una puerta que daba a otra habitación. En medio de la estancia vio una gran mesa de comedor con sillones en las cabeceras y sillas alrededor, y en el centro de ésta, sobre un tapete, una porcelana de Sèvres que representaba a un grupo de cazadores asaeteando a un ciervo al que una jauría acosaba. Luego vio una gran arcada, tras la que divisó una galería de cristales emplomados que se abría a un inmenso terrado y, al fondo del mismo, en un banco de curvados listones bajo una glorieta, una pareja de un joven y una adolescente en animada charla. En la amplia galería y frente a frente había dos sofás con sendos sillones a cada lado. El de la derecha lo ocupaba una señora. Era algo mayor que su madre y, sin embargo, no tenía ninguna cana en el pelo. Vestía un precioso traje carmesí y lucía en el pecho un camafeo de jade verde. Con dos largas agujas tejía una labor de punto, en tanto un pequinés de ojos saltones que descansaba en su regazo se alzaba sobre sus patas y, apoyándose en el brazo del sofá, comenzaba a ladrar furiosamente.

La señora dejó a un lado las agujas con la labor y sujetó al perrillo por el collar.

—¡Calla, tonta, que es Luisa!

La mujer se adelantó para saludar respetuosamente.

—Si ya me conoces, Bruja, ¿por qué ladras?

—Es que no conoce al muchacho.

La costurera se hizo a un lado e indicó con la mano a su hijo que avanzara.

—Éste es Juan Pedro, señora. Es el pequeño.

El muchacho, gorra en mano, avanzó hasta el sillón de la señora de granate e, inclinando la cabeza, saludó brevemente.

—Es la viva imagen de su padre, que en gloria esté.

—Y que lo digas, Luisa. Vi a tu hombre una sola vez, pero lo recuerdo perfectamente.

La señora observó al muchacho con detenimiento.

—¡Vas a hacer carrera con él! A los ganadores se les ve en la salida. La cara es el espejo del alma.

Luisa se esponjó.

—Espero que así sea, señora. Con Máximo no tuve opción. Acababa de morir mi marido, y yo no sabía dónde estaba. Tuve que ponerlo a trabajar y, usted lo sabe bien, nunca podré agradecerle bastante que me lo recomendara a don Práxedes para que entrara en la fábrica. Luego pasó lo que pasó.

Un ligero parpadeo indicó a la costurera que había metido la pata.

La buena mujer añadió:

—No fue culpa de nadie, esas cosas pasan.

—Todo es relativo, Luisa. Tal vez de no entrar, no habría perdido los dedos.

—Eso fue una fatalidad, señora. El destino de cada cual está escrito. Pienso que de trabajar en una cuadra le habría dado una coz una mula el mismo día a la misma hora.

Súbitamente un tenso silencio se estableció en la pieza. Juan Pedro miraba ausente hacia la glorieta donde estaba la parejita. Doña Adelaida acariciaba nerviosamente al pequinés. La costurera quiso cambiar de tema para enmendar el yerro y, señalando a su hijo pequeño, apuntó:

—Con éste es diferente. Quiero que estudie y que tenga letras. Además, se vuelve loco por los libros.

Doña Adelaida se dirigió al muchacho.

—¿Es eso verdad? ¿Te gustan los libros?

La mujer, sin dar tiempo a que su hijo se explicara, intervino de nuevo.

—Son su locura, señora. A través de un conocido lo puse a trabajar en la librería Cardona, que está en el n.º 12 de la Rambla de los Estudios. Creo que ha sido la mejor decisión que tomé jamás, aunque pienso que se le van a quemar las pestañas. El dueño, don Nicanor, es casi ciego y le hace leer en voz alta todos aquellos libros que le interesan. Me parece que se ha leído toda la tienda, y siempre viene a casa cargado de libros que le presta el señor Cardona.

La señora se dirigió a Juan Pedro.

—Creo que te va a gustar lo que he pensado. Pero primero vayamos a lo nuestro, Luisa. Quiero que veas el cuarto de jugar; he hecho cambios porque Antonio tiene que contar con un lugar acondicionado para recibir a sus amigos en invierno. Ya no es un niño… aunque a mí me lo parezca.

—A las madres nos cuesta ver que los hijos crecen, señora.

Doña Adelaida, sin hacer caso de la interrupción, prosiguió:

—Pues como te decía, lo he convertido en una salita y he puesto allí, con otros muebles que me sobraban, el sofá que traje de casa de mi suegra. Pero la verdad es que está un poco raído y quiero que me hagas una funda.

—Pero, señora, yo no voy a saber. ¿No tenía usted a Rogelio?

—Rogelio se ha ido a su pueblo, Luisa, y tú lo vas a hacer muy bien.

La señora comenzó a incorporarse, y el pequinés saltó al suelo y fue a olisquear los pantalones de Juan Pedro.

—Luisa, en tanto te enseño el sofá, quiero que tu hijo vea algo que le va a interesar.

Doña Adelaida se levantó del hondo sillón y, llegándose a la puerta de la galería, la abrió y llamó a su hijo. Éste, acompañado de su prima, una hermosa chiquilla morena peinada con una larga trenza, se acercó donde estaba su madre.

—Antonio, éste es Juan Pedro, el hijo de Luisa. —Luego, dirigiéndose a la modista, añadió—: Y a ésta ya la conoces. Es mi sobrina Candela, la hija de mi hermano Orestes.

—La conozco muy bien, señora. ¡Más de una vez le he contado cuentos!

Doña Adelaida asintió con la cabeza y anunció a ambos muchachos:

—Juan Pedro va a quedarse con vosotros en tanto yo hablo con su madre. Quiero que le enseñéis la biblioteca. Creo que te va a gustar, Juan Pedro.

Y sin añadir nada más y seguida por la modista se alejó, dejando a los tres jóvenes observándose. Juan Pedro no podía evitar la sensación de que la cara de aquella chica le resultaba familiar. De repente recordó: habían pasado muchos años, diez para ser exactos, pero se trataba de un día difícil de olvidar.

El cuadro era desolador. La lluvia caía con persistencia sobre un grupo formado alrededor de una especie de angarilla de madera equipada con pequeñas ruedas para poder ser manejada por un solo hombre, sobre la cual se veía una rústica caja asimismo de madera con un sencillo crucifijo sobre la tapa y marcada con tres letras desvaídas: M., B., C. El trío, pues tal era el número de personas, lo constituía una mujer de mediana edad y dos niños de unos once y siete años, respectivamente. Vestían de manera humilde y sin embargo aseada. Ella llevaba una blusa de tafetán y una falda de sarga gris oscuro; sobre sus hombros, una mantellina de lana negra; el pelo, veteado de canas, se lo había recogido en un moño, que cubría con un velo negro, y en su brazo izquierdo portaba una discreta bolsa de lona con asas de cuero. Lo único que diferenciaba a los niños era el pantalón: el mayor lo llevaba largo y el pequeño, corto. Ambos llevaban jerséis, remendados en los codos, por cuyos escotes sobresalían los desgastados picos de los cuellos de las camisas; sus pies calzaban desgastados zapatos. Los tres se cubrían con deteriorados paraguas que goteaban por el extremo de las varillas mientras observaban el quehacer de un hombre que, vestido con un blusón que le llegaba hasta las corvas, unas gruesas botas de agua y cubierta su cabeza con una vieja gorra de visera que en teoría debería protegerle de la lluvia, manejaba un pico y una pala alternativamente. A su lado izquierdo, en el suelo, tenía un capazo medio tapado con una loneta, una gaveta de paleta, un saquito de cemento y dos o tres utensilios para el menester que su oficio de enterrador requería.

Sobre la tierra, una línea de cordel sujeto a unos tacos de madera marcaba una zona. En aquel instante el hombre estaba cavando con el pico por el extremo y apartando el sobrante, alternativamente, a un lado con la pala.

La mujer se dirigió al chico mayor.

—Máximo, lleva a tu hermano a dar una vuelta. He de hablar con este señor.

—Como usted mande.

El llamado Máximo se volvió hacia el pequeño.

—Vamos, Juan Pedro.

—No os alejéis demasiado. Esto es muy grande, y es fácil perderse.

—Descuide, madre.

—Cuando suenen las diez y media, regresad.

Partieron los muchachos, y la mujer, tras asegurarse de que se alejaban, se dirigió al hombre.

—Pero esto es una fosa común, ¡no es lo que habíamos acordado!

—Señora, no es una fosa común. Si lo fuera, no podría enterrar a su marido en la caja; iría dentro de un saco y listo. Además, allí van los asesinos y los que mueren de paso en Barcelona sin familia. Esto se hizo hace dos años para la gente que no tiene medios y que el cura de su parroquia certifica que son personas de buenas costumbres y de moral intachable. Por eso ha pagado lo que ha pagado. Y es todo lo que puedo hacer hoy por hoy. Como puede ver, le he guardado un extremo de la fila, el primero después del número que marca esa fosa. Si un día tiene dinero para comprar un nicho, podrá recobrar fácilmente el cadáver de su marido y trasladarlo.

—Pero usted me dijo que estaría únicamente con dos cuerpos más en el nicho de una familia conocida suya…

—Señora, las cosas son así. Como usted comprenderá, yo no tengo una bola de cristal para saber la gente que va a fallecer en Barcelona. Anteayer explotó una bomba en la calle Valdonzella y mató al abuelo y al hijo de la familia propietaria del nicho; hoy está completo y no cabe nadie más. Pero le he guardado un buen sitio, el extremo de las fosas parroquiales, que ése es su nombre; siempre está muy solicitado porque en caso de mejoría de la economía familiar puede recuperarse el difunto. Y dígame si no lo quiere, porque por la tarde tengo gente esperando.

Luisa, que así se llamaba la mujer, extrajo un pañuelo del fondo de su bolsa y se lo llevó a los ojos.

—Está bien, proceda antes de que lleguen los chicos. No quiero que vean dónde se entierra en Barcelona a los pobres. Cuando regresen, espero que todo haya acabado.

El hombre la miró con la filosofía que dan el oficio y los años, y procedió con bríos renovados a extraer la tierra y a agrandar el foso. Luego, cuando el sonido del pico golpeó la caja de al lado, se detuvo, apoyó aquél y la azada en un ciprés y, tras secarse el sudor que perlaba su frente bajo la gorra, tomó la carretilla por las asas y la colocó junto al foso.

—Aguarde un momento aquí, señora, que voy a buscar a un compañero.

Partió el hombre, y Luisa quedó frente a los despojos de su marido. Extrajo del bolsón un rosario y comenzó a pasar las cuentas. Ya andaba por el segundo misterio de dolor cuando el hombre regresó acompañado de otro enterrador que le sacaba por lo menos una cuarta, quien saludó respetuoso a Luisa, gorra en mano.

—Vamos, Matías, que es tarde y hay que ir a comer.

Los dos hombres, con la práctica que da la costumbre, tomaron el cajón donde descansaba su marido y lo colocaron en el suelo junto al agujero, luego le pasaron dos cinchas de lona por debajo y hábilmente lo descendieron a la fosa, retirándolas después. Tras dar las gracias al compañero y decirle algo parecido a «Hoy por mí, mañana por ti», el grandote se retiró con una breve inclinación de cabeza. El otro, tomando la pala y llenándola de tierra, procedió a rellenar el hueco. Finalmente, cuando hubo terminado, se dirigió a Luisa.

—Bueno, señora, yo ya he concluido.

Luisa lo observó con expresión incrédula.

—Quedamos en que se ocuparía usted de avisar al párroco. ¿No va a venir a decir unas palabras por mi marido?

—Eso era en el caso de haberlo podido enterrar en el nicho de esa familia. A las fosas parroquiales no viene nunca.

—Pero entonces ¿nadie despedirá a mi esposo?

—Señora, ya puede olvidarse. Perdone la expresión, pero al párroco se la traen al pairo los muertos de las fosas parroquiales. Jamás le he oído una palabra de consuelo para los que no tienen una peseta para comprarse un nicho. El párroco del cementerio, el sacristán y los monaguillos estarán hoy muy atareados cantando el gorigori junto a los que han venido a acompañar a alguien muy importante que murió ayer y que tiene un gran mausoleo al otro lado del arco.

—Pero ¿acaso cuando traen un difunto no vienen con él los curas de su parroquia?

—«Nihil obstat», como dicen ellos; no es impedimento. En cuanto un coche fúnebre lujoso pisa tierra del cementerio, el que tiene los derechos es el cura de aquí y lo que hace es sumarse a la procesión, con su sacristán y sus monaguillos, para justificar su parte. ¡Me parece que hoy habrá aquí más clérigos que en la catedral!

La lluvia había amainado un poco. Los dos hermanos atravesaron el arco de piedra que presidía el recinto de los panteones y, nada más asomarse, percibieron que aquél era otro mundo.

Tuvieron que hacerse a un lado. Por la calzada central avanzaba, tirado por seis caballos negros, un coche estufa de imponente factura. Los arreos de los animales eran de lujo; el coche, encristalado, permitía ver alojado en su interior un sarcófago rematado por cantoneras doradas; el curvo tejadillo del gran Daumont, que iba coronado por una gran cruz, se sustentaba en cuatro pilastras de rojizas maderas nobles trabajadas y rematadas en hojas de acanto y, mirando al frente, había un ángel de abiertas alas. El lujoso carruaje iba conducido por dos cocheros en el pescante, a los que acompañaban dos postillones, encaramados en la parte posterior, uniformados a la Federica con grandes plumeros en sus tricornios. Tras él caminaban nueve religiosos, en tres filas, vestidos de ceremonial y protegidos por un palio cuyas varas sujetaban seis monaguillos que cantaban en gregoriano el «De profundis». Tras ellos, a paso lento, iban doce coches —entre berlinas de acompañamiento y landós particulares— arrastrados por hermosos tiros de caballos de diferentes pelajes y de los que fueron apeándose, a medida que se detenían, grupos de enlutados personajes embutidos en impecables levitas, que desplegaron de inmediato sus paraguas para proteger sus chisteras, hongos y galeras de magnífica factura de la fina lluvia que caía sin cesar.

Máximo, embobado ante tal exhibición de boato, no se dio cuenta de que su hermano pequeño se apartaba de su lado y se perdía por un camino lateral empedrado.

Juan Pedro se introdujo en un mundo mágico.

Entre las más destacadas familias barcelonesas había corrido el bulo de que, al prohibirse el enterramiento en las iglesias, las profanaciones de tumbas para propiciar robos estaban a la orden del día y que en ocasiones los que hurgaban en las mismas eran los lobos que bajaban de la montaña porque olfateaban un auténtico festín de carroña humana. Éste fue el desencadenante primero —el segundo: el afán de las personas de prolongarse en la eternidad con la misma gloria y prosapia que disfrutaron en la tierra— de que comenzara la competencia de panteones. Las sepulturas no estaban una al lado de otra por casualidad, sino que era resultado de lazos e intereses económicos y sociales existentes entre individuos, familias y empresarios. Las capillas historiadas, los túmulos de piedra cerrados con lujosas y trabajadas rejas, las alusiones a las virtudes del difunto y las expresiones de cariño eran muchas y diversas. Así, la sepultura de la familia Nadal estaba rematada por la escultura de una mujer yaciente. El panteón de Antoni Bruguera i Martí tenía un hermoso epitafio encargado por su adinerada mujer: «La muerte que todo lo destruye no podrá borrar, ¡oh, sombra querida!, el recuerdo del cariño de una esposa que te idolatraba». La familia Formiguera, dedicada durante años al negocio de la farmacia, había hecho construir un panteón rematado en mármol con el signo de su profesión. Josep Anselm Clavé, músico, poeta y político, descansaba en un monumento funerario construido en 1874 por el escultor Manuel Fuxà.

Juan Pedro avanzaba observando todo aquello con ojos de asombro, mirando fascinado las estatuas. Los pétreos rostros instalados en las marmóreas alturas parecían observarle también. Súbitamente el niño creyó estar soñando. Frente a él, junto a una capilla presidida por la Virgen de Lourdes, le pareció percibir que algo se movía. Era un angelito de cabello oscuro y mirada traviesa con los tirabuzones deshechos, mojados y pegados a las sienes. Juan Pedro alzó la vista hacia el conjunto escultórico por ver si en él faltaba algún elemento. Estaba completo. El ángel continuaba sonriendo. Siguiendo su natural talante idealista y quijotesco, Juan Pedro se adelantó para protegerlo con su paraguas, aunque la lluvia era ya casi imperceptible.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la niña.

—Juan Pedro. ¿Y tú?

—Yo Candela. ¿Quieres jugar?

Juan Pedro la miró de arriba abajo. La niña, aunque empapada, llevaba un precioso traje blanco de organdí. El chico intuyó que costaría una fortuna y, casi instintivamente, ocultó con la mano libre la codera remendada de su brazo derecho.

—Te vas a poner perdida.

Ella se encogió de hombros. Súbitamente entre los arbustos del fondo apareció una elegante señora, precedida por un criado que le sostenía un gran paraguas, mirando a un lado y a otro, con el rostro crispado por la angustia.

—¡Allí está, señora!

La pareja se acercó rápidamente y el hombre se apresuró a coger a la niña de la mano.

—¿Qué estás haciendo, Candela? ¿Dónde te habías metido? Vas a coger un catarro o algo peor. Hemos venido a poner flores en el aniversario de la muerte de tu abuelo, y apenas me doy la vuelta, desapareces. Esta tarde estarás castigada.

Juan Pedro se quedó mirando cómo aquel par de intrusos se llevaban a su ángel y desaparecían de su vista. Repentinamente notó que lo sujetaban por el hombro y lo zarandeaban. Era Máximo, que llegaba enfadado.

—Tú estás chalado. ¿No te das cuenta de que esto es muy grande y que podrías haberte perdido?

—He visto un ángel.

—¡Déjate de historias! Siempre has sido un fantasioso… Mamá se va a disgustar.

De repente la muchacha rompió el fuego y Juan Pedro volvió al presente, dejando los recuerdos atrás.

—¿Es la primera vez que vienes?

Juan Pedro, que todavía no se había hecho cargo de la situación y estaba algo sorprendido al ver que era la jovencita la que comenzaba a hablar, respondió:

—Conocía la casa. He acompañado a mi hermano hasta la puerta de la fábrica un par de veces, pero la verdad es que no había subido nunca.

—¿Quién es tu hermano? ¿Trabaja aquí? —Ahora el que preguntaba era el joven.

—Se llama Máximo, y era cortador de cuero hasta que se lastimó.

Ella miró a su primo.

—¡Lo recuerdo muy bien! ¿No te acuerdas, Antonio? Lo explicó tu padre a la hora de comer. —Entonces se dirigió a Juan Pedro—. Sí, se hizo mucho daño en la mano izquierda.

—Perdió tres dedos. Ahora ya no puede manejar la máquina y reparte las piezas terminadas en un carro con una mula.

La muchacha, tras una pausa, se volvió hacia su primo.

—Tu madre ha dicho que le enseñemos la biblioteca. —Luego, dirigiéndose a Juan Pedro, añadió—: ¿Te apetece ver los libros de mi tío?

—Lo que más me gusta son los libros.

—Entonces vamos.

Candela, decidida, se dirigió hacia la puerta que se abría junto al comedor; Antonio y Juan Pedro la siguieron.

Al entrar en la habitación, Juan Pedro tuvo la impresión de que lo hacía en una catedral. Todas las paredes estaban forradas de nogal y cubiertas de estanterías atestadas de libros. A media pared circunvalaba la estancia un estrecho pasillo con barandilla al que se accedía mediante una escalerilla de madera y en la parte superior los volúmenes encuadernados estaban encerrados en vitrinas. Juan Pedro no salía de su asombro.

Antonio aclaró, siguiendo su mirada:

—Son los más queridos de la colección de mi padre. Algunos incunables están cerrados con llave, son muy valiosos.

Juan Pedro continuó admirando. En medio de la estancia había una mesa cuadrada cubierta por un tapete verde y, en su centro, un quinqué de petróleo de cuatro brazos; alrededor, cuatro pequeños silloncitos que propiciaban la lectura.

La voz de la muchacha interrumpió sus pensamientos.

—¡Qué suerte ser hijo de Luisa!

—¿Por qué dices eso?

—A mí, cuando era pequeña, me encantaba bajar el día que venía a coser porque me sentaba a su lado en un taburete y, mientras ella le daba al pedal de la Singer, me contaba cuentos: «Las tres rosas», «La princesa del garbanzo», «Juan sin miedo», «La bella durmiente»… Imagino que a ti te habrá contado muchos.

—Llega a casa muy cansada, no está para contar historias. —Luego, sin mediar pausa, indagó—: ¿Tú también vives aquí?

—En el segundo primera.

—Su padre y mi padre son cuñados y socios —aclaró Antonio.

Ella prosiguió con su charla.

—A mí me encantan las historias, lo que ocurre es que no me gusta lo que dice mi madre que me debería gustar.

Juan Pedro preguntó:

—¿Qué te gusta leer?

—Me gusta Julio Verne: De la tierra a la luna, Veinte mil leguas de viaje submarino… Y también Los piratas del mar Rojo y La venus cobriza, de Karl May o Los tres mosqueteros, El collar de la reina y El vizconde de Bragelonne de Dumas.

Juan Pedro miró a la chica de otra manera, con ojos de complicidad.

—¿Has leído a Mark Twain o a Robert Louis Stevenson?

—No, pero me encantaría.

Antonio se notaba excluido del diálogo; sus veintidós años le daban otro nivel.

—Tengo cosas que hacer. Os dejo solos. —Luego se dirigió a su prima—: Enséñale todo lo que quiera ver.

—Descuida, yo me ocupo de él.

Y cuando, tras despedirse, Antonio se retiró, Candela, olvidándose de su primo, continuó su inacabado diálogo.

—Y ¿cómo harás para hacérmelos llegar?

—Se los daré a mi madre para que se los dé a vuestro portero.

—¡Tráelos tú! Ven algún día conmigo. Podremos leer juntos.

—Me parece que no va a poder ser. Vivo bastante lejos, y no creo que a tu padre le guste que yo venga por aquí a verte.

—No entiendo por qué —dijo Candela.

En aquel instante se abrió la puerta de la biblioteca y entraron doña Adelaida y Luisa.

—¿Qué? ¿Te ha gustado la librería?

—¡Mucho! Aquí hay más libros que en Casa Cardona.

Candela intervino.

—Hemos quedado en que puede venir algún día para leer conmigo.

El rostro de doña Adelaida cambió ligeramente.

—Ya veremos, Candela, ya veremos. Habremos de hablar con tu madre.

Una nube enturbió la mirada de Luisa.

—Vámonos, hijo, que es tarde.

cap-5

5

El primogénito

Germán Ripoll se miró con deleite en el gran espejo de tres cuerpos de su habitación y la imagen que le devolvió el azogado cristal lo complació en grado sumo. Veintiocho años; porte distinguido; un metro setenta y nueve centímetros de altura; delgado sin llegar a enjuto; cabellera negra partida en dos por una crencha impecable; largas patillas; bigote de guías dibujando el labio superior, y unos ojos grises que transmitían un brillo acerado que, en ocasiones, atemorizaba a su interlocutor. Vestía pantalón gris oscuro con sutiles rayas negras de excelente paño inglés, y sobre éste camisa de cuello almidonado, chaleco de seda, corbata de plastrón adornada con una aguja de perla y levita de cola corta. Calzaba zapatos de charol.

La vida le sonreía, ofreciéndole todas las ventajas imaginables. Nada le faltaba. Llegado el momento sería muy rico; era joven, hermoso como un dios del Olimpo; difícilmente se le resistía alguna mujer, ya fuera casada, viuda o soltera. Era socio del Círculo del Liceo y del Club de Esgrima, y su vitola de ex campeón de España de florete le abría las puertas de los círculos más cerrados y exclusivos y de los mejores salones, donde su reputación de afamado deportista lo proveía de una aureola envidiada por los hombres y, sin embargo, dotada a la vez de un encanto que atraía a las más bellas de entre las bellas, las cuales caían rendidas como las mariposas a la luz.

Antes de cerrar la espita que suministraba el gas a los tres globos de cristal esmerilado de la lámpara, dio una rápida mirada por aquel entorno que tanto le placía. En la pared del fondo, frente a la puerta, estaba la gran cama de cuatro columnas con adornos de bronce que había pertenecido a su padre antes de casarse. El cabezal y los pies eran de negra caoba cubana, taraceada con adornos de nácar. A ambos lados, sendas mesitas de noche haciendo juego. A la izquierda, el gran armario con los tres cuerpos de espejo. Junto a éste, un galán de noche para colgar la ropa. Al otro lado, un despacho de torneadas patas con dos cajones a los costados y uno central. Sobre él y en el ángulo superior izquierdo, un pequeño globo de gas, de igual línea que la lámpara del techo; un gran vade de cuero; delante, un tintero de cristal tallado con tapón de plata; entre ambos, una bandeja del mismo metal con una pluma de oro imitando la de un ganso con plumín de acero, y al costado, asimismo con puño de plata, el curvo artilugio de cuero que sostenía el papel secante. En las paredes había varios cuadros de Josep Cusachs, Joan Brull y José Benlliure, de firma, que pregonaban su afición al mundo de la hípica y a la belleza femenina. También colgaba en ella un panel de terciopelo rojo oscuro con dos floretes cruzados, recuerdo de los dos campeonatos de Cataluña y de España que lucía en su palmarés, y en el centro el escudo de los Ripoll, que su bisabuelo había encargado a un heraldista para prestigiar su nombre. Sobre la puerta, una colección de trofeos daba fe de su brillante carrera de espadachín. Finalmente, al lado de la doble puerta de cristal que se abría a un patio interior con los postigos plegados a ambos lados, estaban su sillón de cuero favorito y, junto a él, un pequeño mueble bar dotado de los mejores y más caros licores.

Germán Ripoll, sintiéndose el amo de Barcelona, cerró la espita del gas y observó cómo las tres llamas languidecían en la lámpara. Con gesto decidido, salió a la salita del piano. Allí, junto al Bernstein de media cola, divisó en la penumbra el estuche del violín de su hermano Antonio y el trípode que sostenía su propio violonchelo. Atravesó el recibidor y la salita y se dirigió por el largo pasillo hacia la galería del salón comedor, donde un reflejo de luz le advertía a aquella hora la presencia de su madre. La puerta estaba ajustada y antes de penetrar en la estancia observó por el resquicio; prefería no encontrarse en aquel momento con su padre. El origen del resplandor venía dado por el fulgor de las llamas que bailaban en la enorme chimenea de mármol que tantas veces había constituido su gran escondite de niño, así como del pequeño quinqué que alumbraba el libro de versos de Carolina Coronado, poetisa favorita de su madre cuyos poemas frecuentemente recitaba ésta en voz alta.

Doña Adelaida alzó la mirada y dejó el libro abierto sobre el macasar que protegía el brazo del sillón orejero ubicado junto a una de las columnas que separaba la pieza de la galería.

Germán acabó de abrir la hoja de la puerta.

—¡Dichosos los ojos, hijo mío! Qué caro eres de ver.

Germán se adelantó e inclinándose besó a su madre en la frente.

—El trabajo me abruma, madre, y en los pocos ratos libres que me deja, si quiero mantenerme en forma, no puedo abandonar el gimnasio ni la sala de esgrima. El deporte es muy exigente. No olvide que tiene en casa a un campeón de España y de Cataluña de florete.

—Esto último me consta, aunque no entiendo esas aficiones de los muchachos de hoy en día, Germán. Pero en cuanto al trabajo, si he de hacer caso a tu padre, creo que no te agobia en demasía.

Germán, recogiéndose las colas de su levita, se sentó frente a su madre en una banqueta tapizada de oscuro terciopelo granate y, atusándose el bigote, se defendió.

—Ya sabe usted cómo es. A padre le gustaría que yo me ocupara de los negocios como él lo hacía en tiempos de mi abuelo. Pero las cosas han cambiado, madre, y ya no hay que ser el primero en alzar la persiana de la fábrica. Los barcos de la Compañía Trasatlántica van a América impulsados por el vapor, y mi señor padre quiere que yo todavía vaya a vela como los viejos bergantines. A no tardar, ese globo de gas que la ilumina —dijo señalando el quinqué con la mano— desaparecerá. ¿Ya sabe que dentro de nada la luz eléctrica que se ha inaugurado en la Exposición Universal llegará a toda Barcelona? ¡Eso es la modernidad, madre! —Esto último lo dijo alzando las manos al cielo—. ¡Estamos en el siglo de las luces! No es cantidad de tiempo lo que se necesita para llevar los negocios; lo que hace falta es mano dura y visión de futuro que, tal vez, es lo que a mi señor padre le falta en los tiempos que corren.

—¡No hables así de tu padre, Germán! Ya sabes que no me gusta. Él ha llevado los asuntos de casa de un modo impecable, ha acrecentado lo que heredó del abuelo y ha impulsado lo de Cuba, que es la envidia de todos los competidores.

—El tío Orestes tendrá algo que ver en todo ello.

—Mi hermano Orestes es la sombra de tu padre, no lo olvides. Es su perfecto escudero, pero quien planea los negocios es Práxedes.

—Pero la banca prestó sus dineros porque desde el principio el tío Orestes avaló los créditos para la ampliación. ¿O no es así?

—Mi hermano Orestes avaló a tu padre porque tu abuelo Guañabens lo dejó así dispuesto. Además, la fábrica de manufactura de piel ya la llevaba Práxedes de soltero.

—Madre, al lado del negocio de importación y exportación de tabaco y puros habanos, como usted bien sabe, lo otro es un juguete.

—No diría yo tal. ¡Como tu padre no hay otro! Y no se hable más. Ya querría parecerse a él don Claudio López Bru, a quien tanto admiras.

Germán se levantó del taburete, se estiró la levita y suspiró profundamente. Luego, inclinándose, besó a su madre en el cuello.

—Tengo sana envidia. El día que encuentre una mujer como usted renunciaré a mi soltería.

—¡Anda! Y no quieras ganarme con tus lisonjas. ¡Vete ya! Por cierto, por si tu padre me pregunta, ¿adónde vas esta noche?

—Me han invitado los Bonmatí. Dan una fiesta. Pero antes quiero ver el ambiente de la Exposición de noche.

—No te has puesto el esmoquin.

—Es una licencia que me permite mi condición. No olvide que soy un deportista y soy muy original hasta con mi forma de vestir.

—En mi tiempo no te habrían dejado entrar ni en la ópera.

—¿No ha ido usted ya dos veces a nuestro pabellón de la Exposición?

—¿Qué me quieres decir con ello?

—Que el paso de la modernidad es muy grande y que ahora las modas son otras. No se preocupe, madre, ¡yo siempre quedo bien!

Doña Adelaida hizo un gesto con la cabeza como negando y luego añadió:

—¿Dónde viven esos Bonmatí?

—Tienen una torre en San Gervasio.

—Buen barrio. Por cierto, ¿va a ir ese amigo tuyo? ¿Cómo se llama?

—Alfredo, madre, Alfredo Papirer, ¡se lo he dicho un centenar de veces! Y ya sé que no le cae bien.

—Es un advenedizo, lo dije desde el primer día. No es de tu clase, se arrima a ti porque le interesas. No es trigo limpio.

—Es divertido, me alegra la vida y sabe estar en cualquier circunstancia.

—¡Menos mal que no te pone en evidencia porque no es de cuna! Si no recuerdo mal, lo conociste cuando hiciste el servicio militar, en artillería ligera.

—Ahí fue, madre.

—En esos sitios se mezcla todo el mundo y se puede conocer a un cualquiera.

—¡Uy, qué falta de caridad, madre! Se lo voy a contar a mosén Cinto mañana domingo cuando venga a decir misa a nuestra capilla. Eso no es cristiano y no le cuadra a la presidenta de la asociación Laus Perennis de la Virgen de la Misericordia de Reus.

—No me gusta que te mofes de ciertas cosas. Ya no tienes edad para que te castigue sin postre, pero ¡no me provoques! Para mí siempre serás un niño. —Luego cambió de tema—. Llama a Mariano y dile que te lleve, que eso está en las afueras. Por cierto, el tiro de caballos que has comprado para tu padre es precioso.

—Un caballero, que es lo que soy, debe entender de cabalgaduras, más aún cuando han de llevar a misa los domingos a la mujer más distinguida de Barcelona.

—¡Eres incorregible! Anda, diviértete, que la juventud pasa muy deprisa.

—Le prometo que ese consejo sí lo voy a seguir.

—Ahora en serio, Germán, pásatelo bien, pero el lunes, por favor, no llegues tarde a la fábrica.

—¡Se lo juro, madre! El lunes, cuando suene la campana del convento de Santa María de los Ángeles, estaré sentado a la mesa del despacho.

Germán, tras besar la frente de su madre, descendió por la escalera de mármol hacia el portal. Frente al mismo, avisado por Saturnino, lo aguardaba Mariano, el cochero de la casa, en el pescante del Milford, un precioso coche muy indicado para lucir el nuevo tronco de caballos que el propio Germán había escogido. Junto a Mariano se hallaba Silverio, un mestizo de color que su padre había traído de La Habana cuando él era un adolescente; un mozo de cuadra que, a veces, ejercía de lacayo. Ambos, cochero y lacayo, vestían casaca azul con botones plateados, pantalones embutidos en botas negras y sombrero de copa baja con escarapela.

Apenas Mariano divisó a Germán indicó a Silverio con un disimulado codazo que descendiera para atender al señorito. El palafrenero saltó del pescante y, con un rápido gesto, desplegó el estribo y abrió la portezuela en forma de media luna invertida. Germán, antes de encaramarse en el coche, facilitó a Mariano la ruta a seguir.

—Vamos a recoger a don Alfredo en la calle Claris, en la puerta del teatro Lírico. Luego iremos al Liceo, después a la Exposición y más tarde a casa de los Bonmatí. ¿Qué tal el tronco nuevo? ¿Lo tienes ya por la mano?

—Son muy buenos, señorito. Me estoy haciendo con ellos. Es la cuarta vez que salen.

—A ver cómo se comportan de noche en el bullicio, en medio de la luz y del ruido de la gente. Será una prueba de fuego. Si de allí salen airosos, entenderé que ya los has hecho tuyos.

—Será una buena prueba, pero seguro que van a ir bien, don Germán.

Germán se subió en el espléndido carruaje, que se balanceó sobre sus ballestas. El criado cerró la portezuela y, sujetándose la chistera con la diestra, de un ágil brinco trepó al pescante. Germán, recostado en el aterciopelado sofá del coche, oyó el tan conocido chasquido que emitía Mariano con los labios para aguijar a los equinos y el Milford, entre lujosos crujidos de cuero y roces de ejes, emprendió la marcha.

cap-6

6

La Exposición Universal

Caía la noche sobre Barcelona, una Barcelona festiva y orgullosa de su liderazgo industrial, consecuencia del cual, como parturienta primeriza, mostraba al mundo el fruto de sus entrañas: la Exposición Universal de aquel año de gloria de 1888.

Una muchedumbre curiosa y alegre se paseaba, ufana y arrogante, por el real de la feria, que transcurría desde el reformado Parque de la Ciudadela —antiguo acuartelamiento de las tropas que subyugara la ciudad en tiempos no demasiado lejanos, lugar recuperado al oprobio y a la humillación— hasta la explanada coronada por aquel monumento al gran almirante descubridor de las Américas, Cristóbal Colón. La gente aguardaba expectante el esperado momento anunciado por las doce solemnes campanadas dadas desde el reloj instalado en el pabellón central, cuando, como por arte de magia, todas las noches y acompañadas por las exclamaciones de la multitud, se encendían las farolas gracias a aquel milagro que constituía la electricidad, emitiendo una luz blanca y brillantísima que dejaba en un triste pabilo de vela la amarillenta luz de gas. Entonces la multitud, como una enorme bestia, se ponía en marcha. Por la calzada central deambulaban soberbios los landós, las calesas y los tílburis, tirados por los mejores caballos, ostentando los más caros arreos. En ellos iban los retoños de las más conspicuas familias de la ciudad luciendo sus galas. Sedas, brocados y encajes enmarcaban hermosos senos de muchachas, las cuales, gozosas y atrevidas, miraban con descaro sobre el arco de marfil y nácar de sus abanicos a los ocupantes de los coches con los que se cruzaban, riendo y haciendo conjeturas, tras el protector encaje que cubría su boca, sobre el atuendo de los caballeros, el corte de sus levitas, lo osado de sus plastrones y la altura de la copa de sus sombreros. Todos se miraban unos a otros como si aquel logro fuera algo personal reservado únicamente a una clase social: la suya.

Por los laterales, cantidad de familias de clase media y menestrala —algunos de estos últimos todavía con blusón y gorra típica de los obreros de fábrica ellos, y con sayas y mantellina sobre los hombros ellas—, rodeados por una caterva de criaturas y comentando, admirados y mayormente en castellano con acento del sur, la magnificencia de las instalaciones. La muchedumbre observaba aquellas maravillas sin saber cuál de ellas le causaba más asombro, si la fuente iluminada, si el pabellón de la Compañía Trasatlántica obra de Antonio Gaudí recordando su admirada Alhambra, si el puente que atravesaba la vía férrea hasta la Estación de Francia de Gaietà Burgos, si el palacio de Bellas Artes o el de la Industria, si el pabellón de Tabacos de Filipinas, si el Invernáculo de la Ciudadela de Josep Fontserè o si el Gran Hotel Internacional de tres plantas para seiscientos huéspedes levantado milagrosamente por el arquitecto Domènech i Montaner en setenta y tres días junto al monumento a Colón. Todo era un puro asombro.

Dejándose llevar por la inmensa ola humana caminaban dos hombres que curioseaban con afán todo lo que veían sus ojos y comentaban entre ellos lo que les inspiraba aquella ingente multitud. Ambos tenían aspecto menestral y vestían pantalón de sarga ceñido con una faja negra, chaqueta de pana marrón abierta, que dejaba al descubierto una ablusonada camisa que en tiempos había sido blanca, y gorra de cuadros con la visera echada sobre los ojos. El primero, bajo y cetrino, subrayaba sus palabras con el gesto de su mano siniestra, que mostraba sin reparo aunque en ella faltaran tres dedos: el índice, el medio y el anular. El segundo, más alto y delgado, circunspecto y solemne, era el que en aquel momento llevaba la voz cantante.

—Ya ves lo que hay, Máximo: los ricos, por la calzada central y en coches cuyo valor excede en mucho al sueldo del año de cien de nosotros, y aquí, por los laterales, como borregos, una multitud de individuos que muchas semanas a veces no pueden llevar el pan a su casa, pero que están contentos y aplauden porque les han regalado un globo y diez matasuegras.

—Siempre lo he entendido, Paulino: unos nacemos para cargar el mundo sobre nuestras espaldas hasta rompernos el espinazo y otros para gozar del fruto de nuestro esfuerzo y nuestro trabajo.

—¿Y tú te conformas?

—No me conformo, Paulino. Desde que perdí los tres dedos en aquella maldita máquina me bulle en la cabeza un infierno de ideas, pero no veo la manera de salir del círculo.

—Cultura y huevos es lo que hace falta para desasnar al pueblo.

Máximo Bonafont miró al otro con curiosidad.

Paulino, interpretando la mirada como si fuera una pregunta, prosiguió su perorata:

—Todos éstos —dijo, e hizo un amplio gesto con el brazo señalando a la muchedumbre— mañana por la mañana se quedan en la calle. Las obras de la Exposición se han terminado, ya no hay trabajo. Pero ahora les dan el caramelo de un pase familiar para que deambulen con su prole, incluyendo en el boleto un perfumado de coñac, agua azucarada para la mujer y un cucurucho de helado para los hijos. ¡Y mañana à la putain rue! Eso, en el lenguaje de Poincaré,* quiere decir: «¡A la puta calle!» —aclaró—. Y ahora todos tan contentos con las Golondrinas* del puerto y el monumento a Colón; o sea, que el despido va a cogerlos cagando y mirando a la bahía.

Máximo meditó unos instantes.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—Cobrarte el precio de los dedos que dejaste en aquella jodida máquina.

—No te entiendo.

El llamado Paulino miró circunspecto al otro.

—Cultura y huevos, Máximo. ¡Cultura y huevos!

—Si no te explicas mejor…

—Tú tienes labia, Máximo. Tal vez te falte cultura, pero eso se adquiere.

—Dónde y cuándo, porque eso implica tiempo y yo estoy catorce horas descargando bultos, que ya no soy un obrero especializado.

—El que algo quiere algo le cuesta. ¿Sabes quién es Errico Malatesta?

—He oído algo.

—Es un genio. Lo conocí en Rosario, en Argentina, hace años. Tiene visión de futuro; cuando los otros van, él ya está de vuelta. Ayer reuní a un grupo de fieles en la bodega de Santiago Salvador y los convoqué para ir a escuchar el sábado a Malatesta, que va a hablar en el Círculo Socialista de la calle Tallers. Si no somos lerdos y estamos unidos, el final de la Exposición, con la gente sin trabajo y ni un mísero mendrugo que llevarse a la boca, ofrecerá una ocasión única para poner boca abajo el sistema.

La multitud, ruidosa y festiva, reía, hablaba y bebía por todos lados, pero Máximo Bonafont escuchaba a su amigo como el devoto que descubre una nueva religión. Paulino prosiguió:

—Esos cabrones —añadió señalando la calzada por donde discurrían los carruajes— nos están chupando la sangre, y nosotros vamos como carneros al matadero. Sólo van a comprender un lenguaje.

—No te entiendo.

—¡El lenguaje de la sangre, Máximo! Si no ponemos en jaque sus negocios y no les hacemos sentir la angustia de tener que mirar hacia atrás cuando salgan de sus casas y sus fiestas, mereceremos estar condenados a la miseria. —Paulino, con los ojos brillantes de fiebre, prosiguió—: Ellos, uno a uno, pueden más que nosotros, pero si nos unimos, si sabemos estar juntos, entonces seremos indestructibles. Ningún hombre ha nacido de una sangre diferente, nadie puede poner su bota encima de otro. Tu misión, Máximo, no es poner bombas, tu misión es calentar a la gente con la palabra. Ayer hablé de ti al grupo de Santiago Salvador, y quieren conocerte.

En aquel instante, todavía aturdido por el discurso de Paulino, Máximo observó el avance por la calzada central de un Milford tirado por dos esbeltos alazanes. Puestos en pie en la barqueta, dos jóvenes reían y lanzaban serpentinas al coche que iba a su lado.

—Mira, Paulino —dijo dando con el codo a su amigo y señalando con la otra mano—, ése es el cabrón que me quitó de obrero especializado y me puso de camàlic cuando perdí los dedos.

—Entonces ¡ahí tienes el motivo para comenzar a trabajar!

cap-7

7

Antonio

Saturnino asomó la cabeza en la arcada de la galería donde estaban los esposos Ripoll y anunció con voz queda, como tenía ordenado siempre que no hubiera invitados, que la cena estaba servida. Práxedes alzó la mirada del Noticiero Universal que estaba leyendo —prestando atención en todo lo referido a los disturbios habidos en La Habana y a la visita de la reina regente— y, dirigiéndose al mayordomo por encima de los quevedos que cabalgaban sobre su nariz, ordenó:

—Avise a los señoritos y dígales que estamos esperándoles.

Doña Adelaida, apartando la labor que descansaba en su regazo y en tanto se disponía a levantarse, aclaró:

—Avise al señorito Antonio. —Luego se dirigió a su marido—. Germán no cena en casa.

Práxedes, con un gesto de contrariedad, dobló el periódico y lo dejó con brusquedad sobre la mesilla que tenía a su costado.

—¿Es que esta santa familia no podrá cenar junta un sábado por la noche como está mandado?

Saturnino, acostumbrado como estaba a aquellas escenas domésticas, ya se había retirado.

Doña Adelaida defendió a su hijo.

—Tiene muchas obligaciones, ya lo sabes.

—¡Serán compromisos sociales! Porque obligaciones sí tiene, ¡y muchas!, pero no acostumbra a cumplirlas.

—Práxedes, por favor, tengamos la fiesta en paz.

El matrimonio se dirigió al comedor. La mesa estaba puesta para tres comensales. Las hermanas Carmen y Teresa, las camareras, impecablemente compuestas —uniforme negro, delantales y cofia blanca, y guantes—, aguardaban junto al trinchante, donde reposaba la redonda sopera de porcelana, la primera con las manos cruzadas y la segunda con la botella de tapón esmerilado que contenía el vino ya entre sus manos.

La pareja ocupó su lugar: don Práxedes a la cabecera de la mesa y su esposa a su derecha.

—Adelaida, ¿es que también he de esperar a Antonio?

—Ya veo que no tienes el mejor de tus días… Ya viene. Tiene muchos exámenes…

—Siempre defiendes a los hijos. ¿Es que alguna vez no tendré yo razón? No quiero ni pensar si en mis tiempos hubiera hecho esperar a mi padre un minuto. Recuerdo que en una ocasión, y no por mi culpa, llegué a los postres, y mi padre se volvió hacia mí y me soltó, impertérrito: «Práxedes, uvas o queso. Aquí se come el plato al que se llega, no se sirve ninguno con retraso». Con eso ya te lo he dicho todo.

—Ya me lo has contado muchas veces. Nuestros tiempos eran otros tiempos, Práxedes. Las cosas han cambiado, ¿es que no lo ves?

—Han cambiado para mal. Yo a mi padre, antes de irme a dormir, le besaba la mano, y ahora uno de mis hijos no viene a cenar y el otro me hace esperar hasta que se enfría la sopa.

—También me lo has contado.

Los pasos de Antonio sonaban en el pasillo.

Era alto y delgado, de aspecto distinguido y con una elegancia natural que había heredado de su madre. Su talante invitaba siempre a conciliar posiciones, ya que odiaba el enfrentamiento, sobre todo entre los componentes de su familia; en eso era el reverso de la moneda de su hermano. Desde que era pequeño su madre había sido su norte y su guía; su consejo era para él de una importancia capital.

Entró en el comedor seguido de Saturnino. En tanto se agachaba y besaba a su madre en la frente, se excusó con su padre.

—Perdóneme, padre, estaba estudiando. El doctor Durán y Bas ha convocado un examen sorpresa de toda la materia del trimestre para el próximo lunes, y aún no tocaba.

Don Práxedes removía pacientemente la humeante sopa, siguiendo una inveterada costumbre, hasta cien veces.

—Eso no es óbice para que no comencemos a cenar todos juntos, ¡que ya va siendo hora!

Doña Adelaida interrumpió. Por inconvenientes que fueran las circunstancias, nunca perdonaba la plegaria.

—Si me disculpas, no quiero tener que decir a mosén Jacinto que en esta casa no se reza antes de comer.

Antes de que tuviera tiempo de comenzar el rezo, Antonio ya bendecía los alimentos.

Práxedes, que conocía perfectamente los terrenos en los que era imposible enfrentarse a su esposa —sobre todo en lo tocante a contradecir las recomendaciones de su confesor, mosén Cinto Verdaguer—, dejó la cuchara en el plato y se dispuso a aguardar. Había llegado a un pacto tácito con su mujer. Práxedes era masón, pero permitía la oración sin intervenir en la misma por evitarse problemas familiares.

Comenzaron a comer en silencio. La servidumbre iba y venía, cambiando platos y escanciando en las copas vino o agua. Doña Adelaida, por romper el silencio, interrogó a su hijo.

—¿Te va gustando más lo que estudias, Antonio?

—Verá, madre, como usted ya sabe, no es que me apasione. Me habría gustado estudiar filosofía y letras, pero leyes es lo que por lo visto conviene hoy en día.

Don Práxedes se notó interpelado e intervino.

—De eso no se come. Los filósofos y poetas trasnochados no sirven para nada. Un buen abogado conviene a la empresa, y al fin y al cabo son letras, ¿o no?

Antonio miró largamente a su padre a través de la mesa.

—Sé cuál es mi obligación, padre, y estoy haciendo lo que usted me ha mandado. Pero quiero decirle algo: a lo largo de los siglos, hasta las construcciones hechas de la más dura piedra se vienen abajo; únicamente queda lo que los hombres han escrito, pintado o esculpido, y de este siglo quedará José Zorrilla, Gustavo Adolfo Bécquer, Espronceda, Mariano José de Larra y tantos otros que entendieron que lo único que perdura son las obras del espíritu.

—Monsergas, Antonio. Los más murieron pobres, si es que llegaron a morirse, ya que algunos se quitaron la vida.

—Si se refiere usted a Larra, lo hizo por amor. Y creo que si hay que dar la vida, hay que hacerlo por ideales; en primer lugar, por la religión, por la patria o por el amor de una mujer. Larra lo hizo por eso. Lo otro no vale la pena.

La voz de Práxedes se tornó más dura.

—Primero hay que ocuparse de uno mismo y de la familia. Hacerse rico no es fácil. Lo que ocurre es que cuando se tiene todo no se aprecia. Tu misión en la vida es ayudar a tu hermano a mantener lo que yo deje, y si cabe, aumentarlo. Lo demás son pláticas que para nada sirven ¡y punto!

—Antonio únicamente te ha indicado sus preferencias, y además opino que el saber no ocupa lugar.

—¡Otra vez, Adelaida! ¿Es que tengo que soportar que el chico quiera ser poeta? ¿Qué utilidad va a sacar de esa idiotez absurda? Cuando conozca perfectamente la escolástica de Tomás de Aquino, las rimas de Bécquer y la «Canción del pirata» de Espronceda estará capacitado, si te parece, para llevar los negocios de Cuba que heredaste de tu padre, y si no salen las cuentas o todo se va al traste entonces reclama al maestro armero. —Y lanzando violentamente la servilleta sobre la mesa, don Práxedes se levantó tan de repente que a Saturnino no le dio tiempo a retirar la silla y salió del comedor apresuradamente.

Adelaida, que odiaba hacer escenas ante el servicio, calló.

—No haga caso, madre, que ya sabe cómo es.

La mujer lanzó un hondo suspiro y, volviéndose hacia el mayordomo, le ordenó que se retirara.

—Antonio, esto es un sinvivir. Por una parte, nada podría hacerme más feliz; pero por la otra, ni imaginar puedo la que se va a formar en esta casa. ¿Estás decidido? Piénsatelo bien…

El muchacho tomó delicadamente la mano de su madre.

—Completamente, madre. Apenas termine la carrera entraré en el Seminario Conciliar.

—¡Qué duro es esto, hijo! En el fondo, tu padre me da pena. Si tu hermano sentara la cabeza, sería otra cosa. Pero la influencia de ese Papirer, que además es un don nadie, es nefasta.

El joven intentó romper una lanza en su favor.

—Usted sabe, madre, que la culpa no es sólo de Germán.

—No quieras explicarme cómo es tu padre. Si alguien lo conoce bien, ésa soy yo.

Antonio porfió.

—Pero es muy tozudo, madre; todo ha de ser a su modo. Y lo que pretende Germán es modernizar la fábrica e imponer nuevas maneras al comercio con Cuba. Todo se renueva: el telégrafo ha acercado los continentes y los barcos van cada día más rápidos. A padre se le ha parado el reloj a principios de siglo.

—Tu padre es como es. Y si tu hermano acudiera al trabajo todos los días y en vez de oponerse frontalmente a tu padre intentara entenderlo, poco a poco sería posible ir haciendo cambios. La dirección de una empresa como la nuestra no puede variar el rumbo de hoy para mañana.

—Pero por algo hay que empezar. En la universidad se ven las cosas desde otro punto de vista. El tiempo del patrón y los obreros se está acabando; no se puede tratar a la gente como animales ni se puede trabajar catorce horas sin interrupción. Son hombres y mujeres sin estudios que vienen del campo, pero son hijos de Dios, como nosotros, y es preferible que los patronos se den cuenta y que los traten como tales a que llegue de fuera un cabecilla espabilado y se organicen. Lea el periódico, madre. Todos los días pasan cosas… y no precisamente agradables.

Adelaida quería y dolía.

—Tengo el corazón partido, Antonio. De una parte, si un día puedo recibir la sagrada comunión de tus manos, colmaré mi dicha en este mundo. De la otra, solamente imaginar cómo se quedará tu padre al saber que no puede contar contigo para sus proyectos me destroza el alma.

—Voy a sentirlo en la mía, madre. Pero es mi vida, y si Dios me ha llamado no voy a defraudarle. —Luego hizo una pausa—. Me dijo que hablaría con mosén Cinto Verdaguer, ¿cuándo piensa hacerlo?

—Lo haré pronto, te lo prometo. Antes de que acabe el año.

cap-8

8

El Liceo

Atardecía el sábado. Los faroleros, con sus largas pértigas, iban prendiendo los faroles de gas de las Ramblas, cuya luz se reflejaba en el húmedo suelo. Las gentes paseaban ajenas a lo que no fueran sus cosas, y frente al Liceo se arremolinaban los curiosos por ver descender de los carruajes a las bellas, acompañadas por sus caballeros, luciendo sus mejores galas, echarpes y abrigos que apenas cubrían generosos escotes y que dejaban entrever el fulgor de brillantes, esmeraldas y rubíes sobre los tocados y las diademas, y enmarcando los rostros pendientes y ajorcas diseñadas por las más reputadas firmas de joyeros de Barcelona, como Bagués o Masriera y Carreras.

Amelia Méndez se había citado con Consuelito Bassols, su íntima amiga y dependienta como ella de los almacenes El Siglo, donde trabajaban ambas —en distintos departamentos: la primera en la sección de complementos de caballero y su amiga en la de moda femenina—, en el café del hotel Oriente para hacer tiempo antes de acudir al evento. Así podrían observar en detalle las vestimentas de las damas que asistían a la ópera, que aquella noche había colgado el cartel de NO HAY BILLETES debido al inmenso atractivo que ejercía sobre el público el tenor navarro Julián Gayarre, quien iba a cantar La Favorita, su ópera predilecta.

La gente se agolpaba frente al teatro, en la parte central de las Ramblas, e intentar ganar un puesto en las apretadas filas era tarea imposible. Amelia se abría paso a codazos sujetándose con la mano izquierda el breve sombrerito verde y tirando de su amiga con la derecha, siempre con la sonrisa en los labios y un «Usted perdone» a punto, por si alguien se sentía molesto. Cuando ambas jóvenes estuvieron instaladas en la primera fila, justamente detrás de la hilera de guardias, Consuelo se dirigió a su amiga.

—¡Me volverás loca! ¿No me habías dicho que, como cada sábado, iba a recogerte Máximo?

—Me ha mandado un recado a última hora por su hermano Juan Pedro, diciendo que tenía algo que hacer y que lo esperara a partir de las doce en el Edén Concert.

—La que no se conforma es porque no quiere. No sé cómo lo aguantas… Además, qué raro en sábado, ¿no?

—Yo ya no pregunto. Está muy misterioso. Un día es una reunión, otro escuchar una charla de alguien que va a hablar de algo… Pero bueno, a mí me viene bien porque hoy me hacía mucha ilusión poder ver todo esto —dijo señalando con un movimiento de su barbilla la brillante parada, ya que era imposible moverse entre el gentío que se arremolinaba—, y de haber venido a recogerme no habría querido venir aquí. O sea, que ya me está bien.

—Hija, para eso no tengas novio.

—No creas, ya me lo voy pensando.

Súbitamente el murmullo de la gente subió en intensidad e hizo que las muchachas se pusieran sobre las puntas de los pies para intentar ver mejor. El caballo de la derecha de una collera de dos que tiraba de un landó brillante como un zapato de charol había resbalado sobre los húmedos adoquines y había doblado las patas delanteras, provocando un barullo. El cochero del carruaje posterior tiró de riendas, y su caballo se encabritó peligrosamente, pateando en el aire e inclinando de manera violenta el coche. Varias personas se abalanzaron sobre la batahola para tratar de auxiliar; uno de los guardias, ayudado por el lacayo, intentaba levantar al equino caído en tanto el cochero ordenaba desengancharlo de las varas para mejor proceder. Un joven bajó de la acera y, tomando el látigo que el cochero había depositado sobre el asiento, comenzó a golpear al animal caído mientras otro joven intentaba sujetarle el brazo y le gritaba:

—¿Qué haces, Alfredo? ¡Déjalo! ¡Así no es! ¡Va a ser peor!

Amelia no pudo aguantarse.

—¡Bruto, es usted un bruto!

El llamado Alfredo miró hacia ellas y, sonriendo indolente, comentó a su amigo, ya más calmado:

—Qué buena jaca la del sombrerito verde, ¿no te parece, Germán?

Por fin levantaron al equino y las gentes fueron serenándose. El orden regresaba poco a poco.

Consuelo dijo a su amiga:

—Qué bestia, ¿no? Tiene cara de caballo.

—Sí, pero tiene algo.

cap-9

9

La fiesta de los Bonmatí

A las diez de la noche el Milford conducido por Mariano aguardaba turno en el caminal de plátanos que iba desde la reja de la entrada hasta la explanada destinada al estacionamiento de los coches de los invitados. La cola avanzaba lentamente. Hacía una noche espléndida para el mes de noviembre, y la música que salía desde los salones de la casa llegaba nítida hasta donde estaban los dos amigos.

—¡Esto pinta pero que muy bien, Germán! Si la cena está a la altura del ambiente, será espectacular.

Germán se sintió molesto.

—Eres un zafio, Alfredo, siempre piensas en lo mismo. —Señaló en rededor—. ¿No te impresiona el marco?

A un lado y otro del camino, grupos escultóricos iluminados por hachones clavados en la hierba ornaban los inmensos parterres.

—Para ti es muy fácil, estás acostumbrado a todo esto desde que naciste y aprecias la escultura, la pintura y el arte en general, pero para los pobres es diferente. Yo lo que siempre cotizo es la comida, eso sí que marca la diferencia de clases. De no haberte conocido en el cuartel cuando servimos a la patria, por decirlo de alguna manera, yo habría visto esta fiesta en La Ilustración. Que sepas que te estoy muy agradecido.

—No hay por qué. Tú también me has descubierto un mundo tremendamente gratificante que no imaginé que existiera y que tampoco sale en las revistas.

Finalmente el Milford llegó a la explanada. Cuando Silverio saltó del pescante para abrir la portezuela, dos criados de calzón corto que portaban sendos velones ya lo habían hecho.

Germán se dirigió al cochero.

—Apárcalo donde puedas. Dentro de tres horas envía a Silverio a la puerta; si no estamos allí, el portero tendrá un recado. —Y dirigiéndose a su amigo, añadió—: ¿Te parece bien?

—A mí me parece bien todo aquello que te lo parezca a ti.

—Pues vamos allá.

Partieron ambos, precedidos por uno de los criados que iluminaba el camino. Alfredo estaba emocionado y, tomando del brazo a Germán, lo instaba a ir más ligero.

—Venga, Germán, que nos lo estamos perdiendo, ¡vamos a por ellos! ¡La noche es joven y tú eres un rey!

Germán lo miró sonriendo. El sirviente que los había conducido hasta la entrada del templete se hizo a un lado y los dejó situados en el carril de los invitados que entraba en la casa. Por el lado contrario salían las parejas que se dirigían a la pista de tenis, donde se había montado un pabellón a imitación de los envelats que presidían la fiesta mayor de los pueblos donde el maestro Arturo Rodoreda iba a acompañar al piano a un joven tenor y a una joven soprano, alumnos destacados de las mejores escuelas barcelonesas de canto que interpretarían solos y, conjuntamente, piezas de repertorio clásico. Él era César Ventura y ella, Claudia Codinach.

Dentro de la mansión la gente se fue distribuyendo y cesó el agobio. Los dos amigos, antes de dirigirse al salón para saludar a los anfitriones, se pasearon por la planta baja de la casa. La fiebre del modernismo estallaba en todo su esplendor: vitrales policromados, grandes esmaltes, lámparas con cuerpo de mujer que sostenían una pantalla de pequeñas lágrimas, mesitas bajas con delicadas esculturas, y la embocadura de la soberbia y retorcida escalera que subía al piso superior y cuyos balaustres de flores de hierro entrelazado era una auténtica obra de arte.

Cuando iban a saludar al matrimonio Bonmatí, Papirer observó a un corro de muchachas que, tapándose la boca con disimulo, cuchicheaban entre risas, lanzándoles atrevidas miradas.

—Mira, ya te han reconocido. Eres como el candil que atrae a las mariposas de la noche.

—¡No seas tonto! Las niñas en edad de merecer siempre obran igual.

—Pero no me miran a mí, miran al ex campeón de España de florete que, por una cosa u otra, casi cada mes sale en las revistas.

En ésas andaban cuando, casi sin darse cuenta, se abrió el grupo que los rodeaba y se encontraron frente a los Bonmatí. Él, viudo, sesentón y barrigudo, con cabello y barba canosos y embutido en un frac de larga cola que todavía lo hacía más bajo, había contraído matrimonio tras enviudar con la que había sido su amiguita, Dorotea, mucho más joven que él, una belleza pueblerina y ordinaria a la que llevaba recargada como un muestrario de joyería.

Germán, seguido de Alfredo, se adelantó a besar la mano cubierta de anillos que ella tendía obsequiosa. Tras una elegante reverencia y de apenas rozarle con los labios el dorso, y después de una correcta inclinación de cabeza dirigida al marido, se hizo a un lado para presentar a su acompañante.

—Mi amigo Alfredo Papirer, edecán del Colegio de Registradores.

Papirer, todavía asombrado por la presentación que de su persona había improvisado Germán, se inclinó asimismo e imitó el ceremonial de éste.

La voz de ella, aguda y excesiva, demandó:

—Papirer… Papirer… ¡Me suena! ¿Tal vez de los Papirer de Mataró?

Cuando Alfredo iba a contestar, Germán se adelantó:

—Mi amigo está destinado en Barcelona. Su familia es oriunda de Valencia.

—Pues siendo usted amigo de Germán tiene esta casa abierta. Es un lujo recibir a este destacado sportman que pasea por el mundo el nombre de Cataluña en olor de multitud. Pero no se entretengan con nosotros… Disfruten de la fiesta y vayan con la gente joven, que es lo que les corresponde.

La mujer fulminó al marido con la mirada y, tapando con su abanico el rictus de su boca, dedicó a Germán un guiño cargado de intenciones.

Tras una inclinación de cabeza partieron ambos jóvenes, perdiéndose entre los invitados.

—Es como un sortilegio. ¡Ya tienes a otra en el bote!

—Tú, que ves visiones donde no hay más que un guiño amistoso.

—A mí me vas a contar ahora tus andanzas cuando llevo pegado a ti desde nuestra mili.

Luego los amigos se dirigieron al bufet a sugerencia de Papirer y, para su desesperación, casi cada grupo de gente joven los detuvo en el trayecto.

—¿Para cuándo en el Bellas Artes?

—Germán, ¿estuviste con la reina en la inauguración de la Exposición?

—Magnífico pabellón el de su familia, ¡está a la altura del de don Claudio López!

Germán respondía con amabilidad a todo el mundo, en especial a las damas que visiblemente se disputaban su atención. Cuando Alfredo, ya nervioso, le oprimía el codo, insinuando que se deshiciera de los halagos para dirigirse de una vez al comedor, una frase detuvo a Germán. La viuda de Félix Llobatera, famoso constructor y amigo de su padre, mujer que pese a sus años y a su níveo cabello todavía conservaba signos de la gran belleza que había sido mediado el siglo y que tenía fama de decir cuantas cosas se le vinieran a la boca, lo detuvo tomándolo del brazo confianzudamente.

—Querido, ¿ha heredado usted el buen gusto de su padre con respecto al sexo débil?

Germán la observó con detenimiento.

—Eso creo, señora.

—Entonces permítame acompañarlo al recital que se va a celebrar en el entoldado del jardín. Además de tener una voz preciosa, según dicen la joven soprano es de una belleza deslumbrante. Por lo que sé, estudia en la academia de doña Encarna Francolí.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo y con mi padre?

La dama detuvo un instante su camino y miró descaradamente a Germán a los ojos.

—¡No me diga que no lo sabe!

—Perdone, pero no comprendo. ¿Qué es lo que debería saber?

—A lo mejor su señor padre lo guarda en secreto y quiere darle una sorpresa, pero a mi edad una dama puede ser indiscreta. Espero que sabrá perdonar. —Entonces, con un mohín muy estudiado y cubriendo los labios con su abanico plegado, aclaró—: Claudia Codinach es la protegida de don Práxedes. Se dice que el padre de usted le está pagando la carrera, lo cual también haría yo si fuera hombre. La muchacha es una preciosidad. Lo que ignoro es si su voz está a la altura. Claro que en ocasiones eso es lo de menos… Pero ¡si lo sabe todo el mundo!

Alfredo Papirer supuso que por el momento no iba a cenar.

Germán conocía la afición de su padre al bel canto y no ignoraba que de vez en cuando dedicaba su dinero a proteger a artistas noveles. Sus discusiones más frecuentes en el Círculo del Liceo invariablemente versaban sobre la política de ultramar, la última corrida lidiada en El Torín por Lagartijo y Frascuelo o la rivalidad exaltada que separaba a los seguidores de los dos tenores de moda, el navarro Gayarre y el italiano Masini, sin menospreciar a Antonio Aramburo, del que le hacía gracia su endemoniado carácter aragonés que, según se decía, en una ocasión lo había llevado a abandonar la escena e irse a su casa para guisarse unas migas. Sabía también que don Práxedes, hacía un par de años, había protegido a un barítono de La Barceloneta al que inclusive obligó a cambiar el nombre ya que el de César Grau le pareció poco filarmónico y, siguiendo la moda italiana, lo bautizó como César Grodeli, y recordaba que el día de su debut en un papel secundario, con el disgusto de su madre, a la que aquellas cosas horrorizaban, don Práxedes llenó su palco del Liceo con un grupo de amigos a fin de que el barítono estuviera arropado y tuviera asegurado el aplauso. Lo que Germán ignoraba hasta aquella noche era que su padre protegiera a una soprano que, por lo visto, tenía un físico envidiable, cosa que raramente coincidía con la voz, ya que, fuera por el esfuerzo y la necesidad de una gran capacidad aeróbica, todas acostumbraban a tener un seno casi obsceno.

De cualquier manera, Germán no iba a arredrarse ante las insinuaciones de la lengua viperina de la viuda de Félix Llobatera.

—Mi querida señora, conozco perfectamente la afición de mi padre por el bel canto y su gusto por el mecenazgo. Lo que ignoro es el día a día. Los negocios dan mucho trabajo, y tenemos temas más importantes que tratar que futilidades de mujeres desocupadas. Si no le importa, he quedado con unos amigos.

La viuda Llobatera no quiso acusar la indirecta.

—Vaya, vaya… Yo voy más despacio.

—Pues que tenga usted buena noche.

Germán tomó a Alfredo por el brazo y lo obligó a acelerar el paso en dirección al pabellón donde estaba anunciado el recital.

—Pero ¿no íbamos a cenar?

—Luego. Tiempo habrá para que saques la panza del hambre, Pantagruel. Me interesa ver a esa jovencita.

La gente se arremolinaba en la entrada del entoldado, que cuidaban dos porteros. En el interior, cuatro criados iban acomodando a los invitados de más edad en los palcos en tanto la gente joven ocupaba las hileras de sillas forradas instaladas cual si fuera la platea de un teatro. Al fondo, sobre un entarimado cerrado en caja por gruesos tapices a modo de escenario, se veía un piano negro de cuarto de cola y, sobre el mismo, dos candelabros. Circunvalando el estrado, una ristra de candilejas que en aquel instante un joven doméstico iba encendiendo. Al tiempo que Germán y Papirer se colocaban en el extremo de la cuarta fila, el fámulo prendía asimismo las velas de los candelabros y se retiraba, y los cuatro domésticos que habían acomodado a la gente se ocupaban, mediante unos largos bastoncillos acabados en una capucha metálica invertida, de ir apagando los velones que, instalados en ambleos en derredor de los asistentes, habían iluminado la platea.

Al mismo tiempo que la luz se atenuaba, lo iban haciendo las conversaciones, que, poco a poco, se tornaban en murmullos. Tras una larga pausa se abrió la cortina del fondo y apareció el maestro Arturo Rodoreda, quien fue acogido cariñosamente con un aplauso cortés. El maestro se fue al centro del escenario y, tras aguardar a que cesaran las palmas, se dirigió al respetable.

—Damas y caballeros, les doy mi más cordial bienvenida. Nuestros queridos anfitriones, los señores Bonmatí, han tenido la gentileza de confiarme la parte musical de esta velada, y tanto el repertorio como la selección de los intérpretes han sido de mi más absoluta responsabilidad. Y debo decir que no me cabe la menor duda de que ambas cosas serán de su agrado. En primer lugar, porque las piezas elegidas son arias que han triunfado en los más importantes escenarios tanto de Europa como de América y sus autores, Bellini y Verdi, son sobradamente reconocidos y aclamados en todo el orbe. En cuanto a lo segundo, tengo el gusto de presentar a dos de las mejores y más jóvenes voces, escogidas de entre todas las escuelas de canto de Barcelona, que pronto debutarán en nuestro primer teatro. Dentro de un instante podrán ustedes juzgar. Para ellos la gloria que no dudo alcanzarán y para mí cualquier fallo que pudiera haber. Muchas gracias.

En tanto sonaban de nuevo las palmas, el maestro Rodoreda se levantaba elegantemente las colas del frac, se sentaba frente al piano ajustando la banqueta y, a la vez que observaba la partitura, juntaba con delicadeza las manos y hacía crujir sus nudillos.

Por uno de los laterales del escenario apareció César Ventura —pantalón gris, levita verde, camisa con cuello de plastrón, cabello rizado, tórax prominente y una mirada viva que recorrió nerviosa todo el auditorio—, quien, tras saludar primero al público y luego al maestro, se colocó en el centro del entarimado y aguardó a que Rodoreda atacara el solo de tenor del segundo acto de Rigoletto. Ventura tenía la voz potente y modulada, más para ópera italiana que alemana y tal vez un poco falta de color. Tras el aplauso del respetable interpretó dos piezas más de Verdi y de Rossini; a continuación, se retiró.

Alfredo Papirer, que no perdonaba lo de la cena, lanzó un fino dardo.

—Ahora le toca a la protegida de tu padre. Imagino que habrá que aplaudir de cualquier manera.

—Si canta bien aplaudiré. Lo de «protegida» no me consta. ¡No estoy para hacer caso de comentarios de viudas ociosas!

—No me habías dicho que tu padre protegía artistas.

—Ni otras muchas cosas. ¿O crees, tal vez, que debo darte cuenta de mi vida?

Papirer intuyó que había rebasado el límite, cosa que en ocasiones le sucedía, y recogió velas rápidamente.

—¡De ninguna manera! Lo decía en buen son. Ya sabes que entre otras ocupaciones soy jefe de claca en el Liceo, y si hay que apoyar a una artista novel que puede tener algo que ver con tu familia, ¡verás qué bueno soy arrancando el aplauso!

—Lo que más me molesta es que me den jabón. Si crees que debes ganarte la cena, aplaude.

Germán había marcado distancias, cosa que hacía frecuentemente.

El aplauso del público hizo que de nuevo atendiera al escenario, y lo que vio le sorprendió en extremo. La muchacha tendría unos veinte años y desdecía cuanto podía suponerse de la figura de una soprano. Era alta y delgada; morena, con el pelo recogido en bucles; vestía una túnica blanca de corte griego que le caía desmayada a lo largo del cuerpo; tenía unos hermosos ojos de largas pestañas y una boca dibujada y de labios jugosos. Correspondió con una leve inclinación al aplauso del respetable y, volviéndose hacia el maestro, le indicó con el gesto que estaba dispuesta.

Su voz tenía un tono y una calidad muy superior a la de su compañero. Cantó «Casta diva» de la Norma de Bellini y un aria de Madame Butterfly, y, ante el aplauso enfervorizado del público, hizo aparecer a César Ventura, finalizando ambos el concierto interpretando a dos voces «Un bel di vedremo».

El éxito fue notable. La gente salía realmente entusiasmada. Ante el vestidor de ella se formó de inmediato una cola de jóvenes caballeros que querían presentarle sus respetos.

—Ha estado muy bien. ¿Vamos ahora a cenar, Germán?

—Sería una descortesía. Primeramente debo saludar a la protegida de mi padre, ¿no te parece?

Alfredo se dio por aludido y, atendiendo la indirecta, no respondió. Aquélla no era su noche más afortunada.

La cola fue avanzando. Los jóvenes, tras el saludo, iban saliendo del camerino que se había montado en lo que cotidianamente eran los vestuarios del tenis. Cuando llegó su turno e iban a entrar, los dos amigos tropezaron en la estrecha puerta con un militar que salía acompañado de un joven de aspecto inglés.

—No tengan tanta prisa, jóvenes. Antes de entrar hay que dejar salir.

A Germán le molestó el tono.

—Perdón. Tiene usted razón. Comprendo su prisa por ir a Cuba.

El militar captó la indirecta.

—¿Está usted llamándome cobarde?

—No, por Dios. Es únicamente que me sorprende que en un ambiente festivo y de noche alguien tenga alguna urgencia.

El que parecía inglés tiró del militar.

—Déjalo, Emilio, tengamos la noche en paz.

El militar se resistió un poco. Luego musitó:

—No vale la pena perder el tiempo con según quién.

Germán y Alfredo estaban en la puerta del camerino. Y ya cuando se alejaban los otros dos, el último indagó:

—¿Lo conoces?

—Sí, es un imbécil. Creo que se apellida Serrano. Tira sable con el equipo del Casino Militar; alguna vez me he topado con él en el torneo por equipos.

—Déjalo, Germán, y entremos. Estamos parando la cola.

Tras entrar en el lugar Germán cerró la puerta tras de sí. La mujer pareció sorprendida.

—No quiero pecar de descortés, así que voy a presentarme. ¿Le suena el apellido Ripoll?

La muchacha sonrió abiertamente, mostrando una dentadura perfecta.

—¡No me diga que conoce a don Práxedes!

—Lo conozco bastante. Almuerzo con él algunos días… Es mi padre. Y éste —dijo señalando a Fredy— es mi amigo Alfredo Papirer.

—Señorita, debo decirle que tiene una voz preciosa, y yo entiendo de eso bastante, soy asiduo del Liceo. ¿Para cuándo su debut? —preguntó, meloso.

—¡Uy! Va para largo, aún me falta. —Ahora se dirigía directamente a Germán—. ¡No me diga que don Práxedes es su padre!

—Pues sí, sí lo es. —Y añadió, jocoso—: Vamos, que yo sepa.

—Pues a él le deberé todo lo que pueda llegar a ser. De no ser por él, no habría podido asistir a las clases de doña Encarna Francolí.

—¡No se imagina usted cuánto me alegra conocer una de las buenas obras de mi padre! Y ya que él no debe, pues mi madre se enfadaría, ¿podría concederme, en alguna ocasión, el honor de cenar en la compañía de usted en su nombre? ¿O, tal vez, el de acompañarla a su casa esta noche?

—Esta noche es imposible. He venido con mi madre. —Claudia se guardó muy bien de decirle que había sido limpiadora en la fábrica de maletas—. Quizá, y en atención a quien es su padre, y siempre con su permiso, podría acompañarle algún mediodía.

Germán tomó la mano de la muchacha y, sin inclinarse y mirándola a los ojos, se la besó lentamente.

—Yo me ocupo de recabar ese permiso. Usted guárdeme el secreto. Y, dígame, ¿dónde debo buscarla?

—Vivo en la plaza del Ángel n.º 6. Allí tiene usted su casa.

—Mil gracias, no lo olvidaré. —Y volviéndose hacia su amigo añadió—: Vamos, Alfredo.

Papirer se despidió a su vez.

—Ha sido un placer. De cualquier manera, le aconsejaría que cambiara su apellido por uno italiano; en el mundo de la ópera es más comercial y en los carteles luce más importante.

—El maestro Rodoreda ya se lo ha sugerido a mi maestra de composición, Encarna Francolí, y entre los dos han decidido que mi nombre artístico sea Claudia Fadini… Bueno, quiero decir, que lo será en el futuro.

—Entonces hasta muy pronto, Claudia. Espero que este encuentro sea el primero de muchos.

Y dando media vuelta, partió Germán seguido de su amigo.

cap-10

10

La reunión

A la misma hora, por la calle Tallers —por cierto, apenas iluminada—, marchaban tres hombres. Su apariencia era común y corriente: pantalones gastados por el uso y sujetos por tirantes, camisa blanca, americana estrecha, gorra echada sobre los ojos y manos en los bolsillos. A medida que avanzaban, la calle se iba llenando de grupos de hombres de aspecto parecido. También se veían unas cuantas mujeres de aire sencillo: falda raída, blusa abotonada, toquilla sobre los hombros y moño cubierto por un pañuelo, algunas de ellas. Cuando un grupo alcanzaba a otro, apenas un leve gesto llevándose la mano a la gorra denotaba que se conocían y daba a la señal un aire de conjurados.

El más alto de los tres, Santiago Salvador, comentó con cierta ansiedad:

—Paulino, si no nos damos un poco de prisa, no podremos coger un buen sitio. Aligerad el paso.

—No tengas cuidado, Santiago. Gervasio ya está avisado y nos guardará asiento en uno de los palcos. —El espigado Paulino Pallás se dirigió al tercer componente del grupo acicalándose su alambicado bigote—. Tú, Máximo, ¿conoces a Gervasio Gargallo?

—He oído hablar de él. Me han dicho que es muy «echao p’alante» y que tiene lo que hay que tener. Si no me equivoco, trabaja en La Maquinista.

El llamado Santiago Salvador apuntó:

—Es quien maneja todo esto. Si tuviéramos diez como él, las cosas pintarían de otra manera. Es el que ha conseguido que Errico Malatesta hable esta noche.

—¡Y tú ibas a perdértelo por acompañar a tu chica a ver cómo entran en el Liceo ese atajo de zánganos! —apuntó Pallás.

—Trabaja en la moda y le gustan los trapos, eso no es malo. A última hora le he mandado un recado por medio de mi hermano Juan Pedro y me he excusado. Como comprenderéis, me importa mucho más lo de esta noche.

El grupo apretó el paso, y una pausa de silencio se estableció entre los tres.

—¿No iba a ser la reunión en el Círculo Socialista?

—Hay mucho chivato emboscado, Máximo, y la policía está sobre aviso. A última hora se ha cambiado el lugar de reunión. Es donde ensaya la coral del Pueblo Seco, está en la calle Valdonzella junto a Montealegre. Ya llegamos.

La gente se arremolinaba en la entrada. Dos tipos, uno de ellos inmenso, se ocupaban de controlar el acceso. Cuando el trío llegó hasta el más grande, Paulino dijo:

—Éste es Santiago Salvador y éste es Máximo, y yo soy Paulino Pallás. Gervasio me ha dicho que me presente en la puerta.

El tipo inmenso llamó a un adlátere que estaba detrás de él.

—Lleva a estos compañeros al palco de Gervasio.

—Me parece que está ocupado —replicó el otro.

—¡Pues échalos, coño! ¡Haz lo que te digo!

El tipo los llevó hasta una escalerilla que conducía al primer piso y luego avanzó por el pasillo hasta la puerta del palco de proscenio. Tal como había anunciado, en el interior estaban instalados cinco compañeros.

—Tenéis que iros.

Uno de los cinco se rebeló.

—Hemos venido hace una hora y nos han dicho que los sitios eran libres.

—Éste no, que es el palco de Gervasio y sólo él dispone.

—¿Y si no me da la gana?

—Si no te da la gana, te lo explicará Matías Cornejo, que está al cargo de la puerta.

Al oír nombrar al inmenso portero el grupo fue saliendo de mala gana.

—Desde aquí lo vais a ver muy bien. ¡Salud, compañeros!

El hombre se retiró y el trío se acomodó junto a la barandilla, preparándose para pasar lo que prometía ser una noche memorable.

El humo de los cigarros encendidos enturbiaba la atmósfera y la barahúnda de voces producía una cacofonía indescriptible. Máximo estaba enfervorizado. Un individuo se asomó a la corbata del escenario con una larga vela encendida y fue prendiendo las candilejas, que iluminaron una bucólica escena de pastores y ovejas que decoraba el telón. Al cabo de un breve tiempo, éste se abrió y apareció Gervasio por la primera entrecaja aplacando con las manos el barullo que subía de la platea.

—¡Compañeros, compañeros, un poco de silencio, por favor!

El ruido se fue apaciguando.

—Tengo el placer de estar aquí hoy, y no es porque me veáis en este escenario, pues ya me habéis visto en muchas otras ocasiones. Sin embargo, hoy es diferente. He de contaros algo muy importante —remarcó con énfasis—. Todos los que estamos aquí esta noche podremos decir a nuestros hijos: «Yo estuve allí». Ésta puede ser una fecha memorable, compañeros. Al acabar la velada entenderéis el porqué. Y ahora, sin más preámbulos, tengo el honor de presentaros a alguien que ha sabido ordenar y resumir nuestros sueños. Os pido un aplauso para Errico Malatesta, recién llegado de Argentina para darnos su conferencia sobre lo que está pasando en el mundo.

El recibimiento a la salida del personaje por el lateral del escenario fue apoteósico.

Gervasio, poniéndose las cuartillas debajo del brazo, se hizo a un lado batiendo palmas para arrancar el aplauso, y Errico Malatesta se instaló en el centro de la escena en tanto el presentador se retiraba. Máximo se asombró ante el magnetismo que emanaba de aquel hombre cuyo aspecto no inspiraba particularmente una sensación de autoridad: rostro enflaquecido, cabello rizado y canoso levantado por ambos lados, bigote y perilla afilada, magro de cuerpo, vestido de negro con una gastada levita y un raído pantalón, al cuello una desmayada pajarita de lazo. Máximo se preguntó qué era lo que hacía que súbitamente aquella masa de hombres rudos se hubiera callado como cuando de niño su madre lo llevaba a la procesión del Corpus y la gente enmudecía al paso de la custodia. Súbitamente se dio cuenta del porqué. Los ojos, eran los ojos… Bajo aquellas pobladas cejas, penetrantes y duros como dos carbunclos encendidos que se paseaban por la audiencia y que casi obligaban a los presentes a bajar la mirada.

Luego comenzó.

—Queridos hermanos de Barcelona, el honrado soy yo por poder dirigirme a esta asamblea. —El silencio era apabullante, y todavía era más curioso porque el conferenciante no gritaba desaforadamente. Su voz ronca y con aquel extraño acento penetraba como el cuchillo caliente en la manteca—. He dado muchas vueltas por el mundo. Acabo de llegar de Argentina, esa hermosa tierra tan hermanada con la vuestra, y me doy cuenta de que siempre es lo mismo: el hombre sencillo, bueno y trabajador es explotado por una banda de inmisericordes cuervos que, desde sus poltronas y amparados por sus esbirros, se dedican a aprovecharse del trabajo de los demás. No quiero ser augur de malas nuevas, pero hoy he venido aquí porque precisamente aquí se dan ahora todas las circunstancias para que el hambre y la miseria se adueñen de vuestros hogares. Dentro de pocos meses se acabará la Exposición Universal, y entonces, sin otro recurso, os veréis sin empleo, sin un mendrugo de pan que llevaros a la boca ni un cuenco de leche para vuestros hijos, y yo os auguro que no habrá trabajo, ni trabajo ni misericordia para el ingente rebaño de mendigos que poblará las calles. —La masa se revolvía inquieta. El conferenciante prosiguió—: Trabajáis dieciséis horas; no es suficiente. Comenzáis a las cuatro de la madrugada y termináis a las ocho de la noche. Os cruzáis en la puerta de vuestra barraca con vuestra mujer, que comienza su turno cuando vosotros acabáis el vuestro, y todo por una miseria. Y si caéis enfermos o tenéis algún percance os dejan en la calle como si fuerais un perro lisiado. Y yo os digo: ¿es esto vida? ¿Es justo que el hombre explote al hombre? ¿Es que alguien no nace de mujer?

El discurso continuó en esa tesitura. Finalmente, después de una clamorosa ovación, Gervasio demandó si alguno deseaba preguntar algo.

Una voz quiso argumentar que se estaban reuniendo los obreros para formar sindicatos.

—¡Cuidado con eso! —respondió Malatesta—. Los sindicatos presupondrán jerarquías. No os dejéis engañar. Formad grupos y escoged a los más preparados, a aquellos que puedan dar consejos pero no mandar.

Otra voz preguntó qué era lo que había que hacer en caso de guerra.

—No es vuestra guerra. No luchéis por imperios que no os interesan. Mi maestro Bakunin lo tuvo muy claro: ¡nada que ayude al capitalismo! Y si llega el momento, no olvidéis que el único lenguaje que entienden es el del terror.

Los aplausos y las ovaciones duraron quince minutos. Un torbellino de ideas se aglomeraba en la mente de Máximo. La masa se dirigía hacia las puertas.

Súbitamente, cuando ya pisaban la calle, oyeron pitos por Valdonzella, y por Tallers un rumor de cascos de caballos y de voces —«¡Compañeros, la policía! ¡Dispersaos!»—. La gente comenzó a lanzar los adoquines que estaban amontonados al lado de una zanja mientras huía despavorida. Una mujer cayó justo enfrente de Máximo y éste intentó levantarla.

La voz de Paulino sonó a su lado al tiempo que éste lo agarraba por la chaqueta y lo empujaba.

—¡Corre, coño, corre! No le harán nada. ¡Sólo buscan hombres!

Luego Santiago dijo:

—¡Estos hijos de puta no conocen otro lenguaje que las bombas!

Aquella noche Máximo no pudo dormir. A su lado Juan Pedro soñaba, y le pareció que casi sonreía. La madrugada lo pilló en la ventana fumando y mirando su mano mutilada en tanto Barcelona se despertaba y el ruido de las sirenas llamaba a los obreros a las fábricas.

cap-11

11

Papirer

A las seis y media de la mañana Alfredo Papirer llegaba al portal de su casa en la calle Ponent n.º 8. La noche no había resultado grata, lo que prometía tanto había quedado en muy poco. Se abrió el gabán y tiró de la cadena de las llaves. Un contenido «Me cago en todo» le surgió del fondo del alma. Con la premura había rasgado el pantalón heredado de Germán, cosa que tenía difícil arreglo. Abrió media puerta y, con cuidado de no tropezar con el alzapiés, entró en el portal. El conocido olor acre a col y a humedad asaltó su olfato, y se felicitó tras cerrar por la precaución que había tenido desde siempre en no permitir que lo acompañaran hasta su domicilio. Como de costumbre, se había hecho dejar en la acera frente al Gran Teatro del Liceo alegando que su casa estaba en las proximidades y que siempre le gustaba caminar algo para, de esta manera, despejar su cabeza.

Buscó en su bolsillo izquierdo y sus dedos palparon una caja de cerillas. Extrajo una de ellas, rascó el fósforo contra la suela de su zapato y a la débil llama avanzó hacia la escalera. La barandilla no comenzaba hasta el tercer escalón. Se apoyó en ella e inició su ascensión hasta el tercer piso. La temblorosa llama comenzó a vacilar, y cuando sintió el calor en sus dedos de un soplido terminó de apagarla. Continuó a oscuras. Tristemente, conocía a la perfección el camino. A los dos primeros peldaños del segundo rellano les faltaba el reborde de madera que los remataba, y tanteó con el pie derecho antes de proseguir su ascenso. El desgarrador llanto del bebé del segundo piso llegó a sus oídos. Le parecía mentira que la gente se complicara tanto la vida: aquella pareja tenía tres hijos, y la mujer, cuando llegaban los días del final de mes, acostumbraba subir a la hora de comer, al principio para pedir un huevo o un poco de aceite prestado, y finalmente y ya descarándose, preguntando a su madre si le sobraba algo.

Alfredo llegó a la puerta de su piso y procedió de nuevo a encender otra cerilla. Su luz iluminó sobre la enrejada mirilla el desvaído esmalte del Sagrado Corazón del que su madre tan devota era y tantas novenas le había hecho. Esa vez con mucho cuidado, volvió a extraer el manojo de llaves de su bolsillo y buscó en el aro el correspondiente llavín; tras introducirlo en la cerradura, abrió la puerta. Junto a la entrada y en la pared al lado del perchero estaba el globo de cristal esmerilado del viejo quinqué de petróleo. Alfredo manejó el émbolo de baquelita y, cuando apreció la presión suficiente, abrió la espita del gas, acercó la llama al mechero y, al instante, una luz amarillenta se esparció iluminando el pasillo. Cerró la puerta de la escalera y se dirigió al fondo pasando frente a su habitación, a la puerta cerrada del dormitorio de su madre y a la del pequeño cuarto de baño que compartían ambos. A su izquierda quedaba la cocina y un cuchitril donde se amontonaban todos los trastos viejos de la casa.

Llegó a la estancia donde hacían vida y procedió a encender el candelabro de cinco velas que estaba en el centro de la mesa sobre el tapiz de ganchillo que había hecho su madre. Se quitó el gabán, la chaqueta y el chaleco, y dejó las tres prendas sobre el respaldo de un sillón de mimbre. Luego se acercó a la alacena y, abriéndola, tomó un vaso y del armario una botella de vino. Se escanció una generosa ración y retirándola de la mesa se sentó en una de las cuatro sillas que la rodeaban. Se llevó el vaso a la boca, trasegó un sorbo paladeándolo despacio y se dispuso a repasar mentalmente lo acaecido aquella noche que tanto prometía y que había finalizado de un modo tan amargo.

Sin darse cuenta, en una digresión involuntaria, su pensamiento se deslizó hacia el día en que había visto por vez primera la figura de Germán Ripoll, quien tanta importancia acabaría teniendo en su vida. Recordaba aquel hecho tan nítido y presente como si hubiera ocurrido el día anterior. Había sido en el mes de enero de 1881. Su madre, mediante un esfuerzo titánico, vendiendo a su hermano Cosme la pequeña parcela que había recibido en herencia de su padre en San Martín de Provensals e hipotecando la carnicería que poseía en la misma calle Ponent y que le dejara su difunto esposo, había conseguido reunir los trescientos duros que requería el gobierno de la nación para eximir a los mozos quintados aquel año del servicio a la patria en ultramar, cosa que la mujer le recordaba en cualquier ocasión para presionarlo y así obtener de él cuanto quisiera. El sueño de su madre era que trabajara con ella en el negocio y ocupara el lugar de un dependiente para, de esta manera, ahorrarse un sueldo. Pero Alfredo tenía otros planes. Leía cualquier revista que llegara a sus manos y le entusiasmaba aquel flamante ingenio de la fotografía que ofrecía la oportunidad de captar la imagen de cualquier persona o edificio en una placa de cobre impregnada de plata por razón de la luz a través de una lente mediante la acción de los vapores de mercurio. Casi lo obsesionaba. Su madre creía que era una pérdida de tiempo y que aquel quehacer no tenía porvenir, pero él estaba seguro de que pasado el tiempo llegaría a ser tan importante como el oficio de pintor, y él quería ser artista.

Lo destinaron al Regimiento de Artillería Montada de Almansa 35, ubicado en los cuarteles del Parque de la Ciudadela, donde desde el primer día se sintió desplazado. Todos los quintos allí presentes eran hijos de familias acomodadas para las que los trescientos duros que costaba la exención de la milicia eran, si no calderilla, una auténtica nadería a cambio de salvar la vida de sus vástagos, ya fuera en acción de guerra o contrayendo alguna enfermedad como el dengue hemorrágico, el paludismo, la disentería o cualquier extraña fiebre de las que acostumbraba cogerse en aquellas lejanas tierras. La prueba: el aspecto famélico que presentaban a su regreso de Cuba aquellos desgraciados con uniformes de rayadillo, muchos con muletas, otros con muñones, que se esparcían por las ciudades de España, los más pidiendo caridad por las esquinas y despreciados por todos, que no veían otra cosa que a un hatajo de cobardes derrotados. Otro motivo tenía Alfredo para sentirse ajeno a todo aquello. Era demasiado alto y huesudo y, por demás, algo torpe, y su rostro caballuno —no exento, sin embargo, de cierto atractivo para las mujeres— y sus manos inmensas invitaban a las chanzas y a las novatadas propias de los quintos.

Recordaba perfectamente a un tipo al que el sargento trataba con desusada consideración. Lo observó varios días en la cantina, y pudo darse cuenta de que los demás asimismo lo respetaban y acercándose a él pretendían ser sus amigos. Pasado el tiempo lo tuvo claro: aquel muchacho, Germán Ripoll era su nombre, era campeón de Cataluña de florete, diestro en el arte de la esgrima, recomendado del coronel del regimiento a través de la influencia de su poderoso padre al punto de ser requerido en la sala de oficiales para librar algún combate con cualquiera de los que estaban fuera de servicio, bien con su arma predilecta, bien con sable o espada. Alfredo Papirer entendió que aquellos días y en aquellas circunstancias aquel tipo era su hombre. Se hacía respetar, tenía influencias y era rico, tres condiciones que él ambicionaba alcanzar en el mundo. Algún día, empleando los medios que hicieran falta, él hablaría de tú a tú a toda aquella gente. Para ello estaba dispuesto a ser el chico de los recados y, si era preciso, a limpiarle las botas a aquel tipo que, por otra parte, intuía algo déspota y caprichoso.

Aquél había sido el principio de una amistad entreverada de admiración y envidia que Alfredo pretendía alimentar todos los días, costara lo que costase, mientras la considerara necesaria a fin de cumplir sus propósitos.

Su memoria se fue afilando, ordenando los sucesos acaecidos aquella última noche.

Antes de marcharse de la fiesta de los Bonmatí y en tanto la gente de la alta sociedad barcelonesa asediaba a Germán preguntándole sobre el torneo de esgrima del Ecuestre, sobre cuándo llegaría el siguiente cargamento de puros habanos, que escaseaban, si era verdad que el deán de la catedral había encargado el más hermoso y recamado libro de misa a la firma de su padre y si la reina regente María Cristina había visitado junto al pequeño Alfonso el pabellón de los Ripoll en la Exposición Universal, aprovechó para acercarse al bufet de una vez y poner al día su atormentado estómago, ajeno por completo a aquellos selectos manjares que veía en tan raras ocasiones. Finalmente ya ahíto, y antes de descender a la planta baja para rescatar a Germán de sus admiradoras, dio una última mirada a aquella mesa tan ricamente provista y lamentó no poder llevarse parte de todo aquello a su casa, ya que sin duda luego de hartar a la servidumbre iría a parar al carro de los desperdicios, mientras que a él al día siguiente su madre le pondría un plato de potaje condimentado, si había suerte, con sobras de la carnicería.

Recordaba que tras aquel lapso encontró a su amigo y protector ligeramente achispado y discutiendo con dos encopetados caballeros sobre la delicada situación que estaban pasando los propietarios de haciendas dedicadas al cultivo del azúcar o del tabaco en la lejana Cuba. Alfredo se aproximó con discreción y le indicó que Silverio estaba junto a la entrada aguardando órdenes. Germán se disculpó y aprovechó la circunstancia para escabullirse de la fiesta. Tras despedirse de los anfitriones, ambos jóvenes partieron.

Papirer se dio cuenta de que Germán había libado copiosamente y supo que la noche, como de costumbre siempre que tal acaecía, podía complicarse. Luego fue cuando se torcieron las cosas. Imaginaba que Germán querría dar ya por finalizada la velada, y cuál no fue su sorpresa cuando su amigo le espetó:

—La noche es joven, como tú dices, y yo soy un rey. Vamos ahora a uno de esos lugares que he descubierto gracias a ti y que tanto me gustan. —Y poniéndose en pie en el Milford y tocando a Mariano en la espalda le indicó—: Llévanos al Edén Concert, a la calle Conde del Asalto n.º 12.

Recordaba Papirer que el cochero se había vuelto, alarmado.

—Perdón, señor, mala calle para aguardar con este coche.

Germán respondió con voz estropajosa:

—¡Nadie te ha dicho que tengas que esperar! Y acostúmbrate a opinar cuando te pregunte. Después de dejarnos vete a casa, desengancha el coche y limpia los caballos. Acuéstate y procura no hacer ruido, que mi padre tiene el sueño muy ligero.

Tras media hora de camino llegaron a la puerta del Edén Concert.

Germán ya había descendido y Alfredo lo estaba haciendo. La voz del cochero sonó desde el pescante, preocupada.

—Señor, perdone que insista, ya se lo he dicho antes… También es mala calle para andar con esas ropas. En la esquina, aunque es meterme donde nadie me llama, tiene usted el prostíbulo más famoso de Barcelona. ¿Quiere que Silverio les aguarde a la salida?

Germán, aludiendo a la oscura tez del lacayo e intentando hacer una gracia, replicó:

—Está muy oscuro. Si no sonríe y se le ven los dientes, puede atropellarlo cualquier coche. Y además también tiene aquí su palacete el amigo de mi padre, el señor Güell.

Recordaba Papirer haberle reído la pulla, forzada y servilmente.

Mariano arreó a los caballos y el Milford partió.

El Edén Concert estaba de moda. Su ubicación invitaba a que el público fuera desigual y heterogéneo. Las clases altas lo visitaban como un divertimento canalla y esnob, y la chusma del Raval lo consideraba uno de sus lugares predilectos.

La memoria de Alfredo galopaba. El bribón que guardaba la puerta tenía muy claro su cometido y una estaca detrás de la misma, siempre a mano, que era el argumento que manejaba cuando algún paisano se ponía impertinente. En primer lugar se prohibía el paso a todos los borrachos; el que quisiera emborracharse debía hacerlo dentro, no venir de casa ya embriagado. Las mujeres en tanto no fueran mendigas ni zarrapastrosas tenían el paso franco; sin el cebo adecuado no se pescaban peces. Asimismo los pintorescos de baja ralea eran admitidos sin distinción, ya que los tipos achulados y diferentes eran la atracción de los forasteros de la parte alta de la ciudad, y mejor si tenían nombre propio. Fandinga, Patapalo, el Tonet y la Bigardona eran personajes muy conocidos en el Raval; su peripatético paseo entre las mesas formaba el telón de fondo del espectáculo. El dueño conocía su oficio; del Café de la Alegría —uno más de entre los de la zona frecuentado por tipos que dejaban más a deber de lo que pagaban— supo hacer un próspero negocio.

En el pequeño escenario del Edén Concert cabía todo: teatro, cupletistas, variedades, pantomima, prestidigitación, canciones, baile flamenco… Pero el verdadero espectáculo estaba en la platea, en la barra del fondo y en los palcos de la planta baja, ya que los del primer piso permanecían cerrados y cada uno era el reservado donde los muchachos de la clase alta celebraban sus orgías de vino y rosas con camareras de oficio dudoso y generoso escote que, además del conocido choucroute especialidad de la casa, ofrecían con descaro sus blancas carnes, pues, desbordando los apretados escotes, mostraban el canal de entre sus pechos para que los agradecidos los usaran de hucha.

El contraste de temperatura entre la parte alta de la ciudad y el ambiente caldeado del local era notable, y la atmósfera cargada por el humo de los cigarros hacía que todo estuviera envuelto en una neblina a la que había que acostumbrarse. El barullo de la gente era festivo y casi apagaba el sonido de la orquestina que acompañaba a la cupletista, que desde el escenario se desgañitaba para hacerse oír y encontrar una pulga que se había escondido en su cubrecorsé. El jolgorio entre los ocupantes de las primeras mesas era ostensible, y más de uno alargaba la mano por ver si podía agarrar el reborde de la falda de La Bella Camelia, que así se llamaba la artista.

Germán y Papirer fueron abriéndose paso entre la gente, cuidando evitar la porquería que invadía el suelo de cuadradas losas blancas achatadas por las esquinas y unidas por los cantos por pequeños azulejos rojos en forma de rombo. La luz de la sala provenía de unos apliques de tres globos de gas instalados en las columnas que separaban los palcos y de la caja del escenario iluminada por las consabidas candilejas. Finalmente llegaron a su destino, que era uno de los ángulos de la barra, y acodados a la misma pidieron al camarero, quien al distinguirlos se acercó rápidamente, un Anís del Mono y un sifón para Germán y, según recordaba, un agua mineral para él a fin de evitarse la consiguiente resaca. Había avisado a su amigo de que aquello podía sentarle mal, pero obtuvo de éste la desabrida respuesta de que se ocupara de sus cosas, a lo que añadió que quienes sabían ir a tiempo al urinario no se emborrachaban nunca.

Germán lo dejó solo para ir al aseo, y fue en aquel momento cuando Alfredo la vio. Acompañada de un tipo al que le faltaban tres dedos en la mano izquierda, estaba la muchacha del sombrerito verde, la misma que le había afeado su conducta cuando él había intentado levantar al caballo en la puerta del Liceo. Disimuladamente se acercó a la mesa donde se hallaba la pareja y se colocó tras una columna. El diálogo llegaba hasta él diáfano. Hablaba el hombre.

—Entonces, Amelia, el lunes a las siete a la salida del trabajo en la puerta de El Siglo. Y no te entretengas, que siempre sales de las últimas.

—Tú no tienes ni idea. Cuando sale la última clienta hay que ordenar todo el género, que no es poco. Luego he de entregar la libreta de pedidos al encargado de mi sección, y después cambiarme y salir.

—Y más tarde cotillear con Consuelo, que es lo que más te gusta.

Alfredo recordaba que fue en aquel momento cuando comenzó a urdir su plan. Regresó a la barra.

—¿Dónde coño te has metido?

—Mira, en aquella mesa está la muchacha del sombrerito verde, la que hemos visto a la salida del Liceo.

Germán intentó divisar entre el nebuloso ambiente. Al poco en sus ojos se reflejó la sorpresa.

—Paga esto y vámonos, no quiero broncas.

—¿Qué es lo que pasa?

—El tipo que la acompaña trabaja para mi padre, se llama Máximo.

—Pero ¡si acabamos de llegar y aún no nos hemos tomado lo pedido! ¿Por qué no llamamos a dos camareras y subimos a un palco a rematar la noche?

—Me imagino que con mi dinero —le soltó—. Nunca has tenido clase. Yo he venido a ver el ambiente; la carne de gallina vieja no me interesa.

—Aquí hay mujeres que están muy bien.

—Me gustan jovencitas, mucho más jovencitas, y si todavía conservan el precinto de origen ¡mejor aún!

Luego Germán, como si hubiera visto al diablo, se abrió paso precipitadamente hacia la puerta.

Alfredo recordaba que tras beber deprisa y corriendo su agua mineral y decir al camarero que se llevara el anís de Germán, que su amigo no se encontraba bien, pagó la consumición y partió tras él. Ya en la calle llegaron hasta las Ramblas y cogieron un coche. Él se apeó en la puerta del Gran Teatro y, tras pagar la carrera, dijo al cochero que llevara a Germán, que dormitaba tumbado en el asiento, a la calle Valencia n.º 213. Luego, recordaba Alfredo, se subió el cuello del gabán y atravesando las Ramblas se dirigió a la calle Ponent.

cap-12

12

Doña Encarna Francolí

Aquella tarde, Práxedes Ripoll fue al recibidor, tomó del perchero su elegante capa negra con esclavina y se la echó sobre los hombros. Luego se puso el sombrero de fieltro, se miró en el espejo, se atusó el bigote y, conforme con su aspecto, salió al rellano. Cuando iba a cerrar la puerta oyó el taconeo de unos pasos que bajaban, alzó la mirada y al sesgo entrevió la figura de su cuñada Renata. El encuentro no le apetecía, por lo que rápidamente volvió sobre sus pasos y, ajustando desde el interior la puerta de su casa, la cerró en silencio para dirigirse, a través de la cocina, hacia la escalera de servicio, que iba a parar a un distribuidor en el que se abrían dos puertecillas, una a la portería y otra a la fábrica. Llegado allí, aguardó un instante a que el ruido de los pasos de Renata se perdiera en la lejanía. Hacía ya mucho tiempo que ambos procuraban evitarse, guardando únicamente las formas en los eventos familiares. Luego, cuando tuvo la certeza de que ella había partido, tras corresponder al saludo de Jesús, el conserje, aguardó frente al portal de la calle Valencia a que Mariano acudiera con el simón* azul oscuro de capota negra para acompañarlo a la academia de doña Encarna Francolí, ubicada en la calle Graciamat n.º 15, entre la plaza de l’Oli y la riera de San Juan, a quien había encomendado la docencia musical de su protegida, Claudia Codinach. Mariano tardaba. Si poco agradaba a Práxedes que le hicieran esperar, menos aún la dirección adonde había de acudir aquella mañana; ni le gustaba el barrio, ni le gustaban las gentes que por allí trajinaban cada día.

Le sacaba de quicio la defensa a ultranza que ejercía su mujer en todo lo relacionado con Antonio. Su hijo menor era un soñador influido por su madre y aficionado a lecturas que a nada conducían; había sido todo un logro conseguir que comenzara la carrera de leyes. Más de una vez había comentado con su cuñado Orestes que era muy conveniente tener un abogado en la familia, ya que el despacho de Andrés Cornet, ubicado en la calle Caspe n.º 70, que desde los principios se había ocupado de las cosas de su firma, se había tornado en los últimos tiempos demasiado importante, y los asuntos se resolvían, si no mal, por lo menos tarde. Práxedes se extrajo del bolsillo del chaleco el reloj de oro y comprobó que Mariano se demoraba en demasía. En aquel tema daba la razón a su mujer, quien había insistido mucho, cuando estaba haciendo la casa, para que destinara una parte del sótano que él había convertido en almacén, en cochera de carromatos y en cuadra de caballos. Pero no hizo caso a Adelaida y, finalmente, tuvo que alquilar un solar en el que había dos grandes cobertizos, ubicado en la calle Universidad, a dos manzanas de su casa.

Finalmente un agobiado Mariano, encaramado en el pescante del coche, dobló la esquina de la calle Valencia. Al llegar a su altura tiró de las riendas del noble bruto y apenas detenido

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