Marca España

Fragmento

Indice

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Portadilla

Índice

Prólogo

Introducción: España limita

Los bares

El inglés

La picaresca

Gastronomía

El fútbol

El ruido

Las corridas de toros

La televisión

La muerte

Fiestas populares

La lotería

El flamenco

Los catalanes

Comemos raro

Los gitanos

La señalística

Gilipollas ibéricos

La lectura

Las romerías

Las chapuzas

Plató España

Deportes milagro

Pasado pesado

Epílogo

Sobre los autores

Créditos

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Dostoievski afirmó en una de sus novelas que era inútil hacer viajes largos para conocer un país. Estaba convencido que en pocas horas uno podía tener una idea muy precisa de un lugar, porque todos los aspectos de una cultura, incluso la arquitectura, estaban impregnados por la fuerte idiosincrasia de cada pueblo.

Y si Dostoievski lo aseguraba con tanta firmeza, quién soy yo para sentirme culpable de juzgar a la gente dejándome llevar por clichés y prejuicios.

La verdad es que por mi condición de eterno extranjero, tengo cuatro nacionalidades y tres lenguas maternas (inglés, francés y italiano), he pasado mi vida comprobando la validez de esta reflexión, topándome continuamente con las idiosincrasias de los países que han jalonado mi existencia.

 

Acostumbrado a este esfuerzo de adaptación, extremadamente enriquecedor (si no mueres de soledad antes de ser enriquecido) me he puesto rápidamente en sintonía con el contenido de este libro, Marca España, escrito al alimón por Jordi Moltó y Juan Herrera.

Saltando de un tópico a otro, a lo largo del libro he encontrado muchos temas que, como guiri vocacional, me habían impactado desde mi llegada a España. Los bares, la comida, la vida en la calle, la teatralización de las relaciones humanas, incluso en la órbita política. Todo adobado con esta dimensión picaresca que nosotros los mediterráneos conocemos tan bien.

 

Este conjunto heterogéneo de elementos me hechizaron desde el primer instante y son la razón fundamental por la que, después de veinte años y con una mujer y un hijo españoles, todavía siga aquí. Quizás he encontrado en este país lo que fue la Italia de mi adolescencia y que hoy ha dejado de ser, debido a la lenta y melancólica decadencia, por obra y gracia de la Troika.

Una vitalidad ingenua que le permite a España ser ella y al mismo tiempo ser una caricatura de sí misma. Esta asombrosa capacidad de criticar lo cutre y a la vez complacerse en la cutrez.

España, como Italia, es una fuente inagotable de estereotipos. Es lo que más y mejor sabemos exportar y sería un error subestimar su importancia. Basta compararlos con la escasa cotización de un Portugal sumergido en su «perpetua dignidad herida» en la Bolsa mundial de los estereotipos.

Parece que al menos en esto Mariano Rajoy ha acertado y puede que su determinación en promover internacionalmente la MARCA ESPAÑA termine por ser uno de los grandes hitos de su mandato...

El único problema de este empeño marianista es que, como Dostoievski dejó astutamente escrito (o puede que otro autor ruso, igual de listo y de barbudo), los estereotipos tienen raíces muy profundas y tienden a permanecer con más tenacidad y resistencia de lo que parece.

Estoy convencido de que, aunque España invirtiera la mitad de su PIB en marketing, resultaría imposible cambiar la percepción que el extranjero tiene del país. Resulta enternecedor el esfuerzo desplegado para transformar la imagen tradicional de España en la de una tierra de innovaciones y proezas tecnológicas. Basta el desprendimiento de una sola baldosa de Calatrava para que en la prensa mundial vuelva a aparecer, para la diversión de todos, la imagen de España como el reino mítico de estafadores alegres y chapuceros. Para remachar este clavo, fijémonos en nuestra propia reacción ante la caída de un puente o el descarrilamiento de un tren en Alemania. Los estereotipos son tan resistentes que, ante semejantes desastres, nunca pensaremos que son el fruto de una chapuza, aunque lo sean. Nuestra primera sensación es que se trata de un incidente totalmente imprevisible y trágico.

Por mi propia experiencia personal, puedo afirmar que hay mucho más chapuzas en Alemania de lo que parece. Entre otras cosas, perdieron dos guerras mundiales por goleada, a pesar de lo cual han sabido forjarse un cliché de eficacia y precisión que no hay Dios que les quite.

Este deseo mariano de luchar contra la percepción que el Universo se hace de España, tiene esta mezcla de heroísmo y patetismo, características que Cervantes ya había plasmado (¡Plasma y Rajoy!) en su alegoría de don Quijote y los molinos.

La MARCA ESPAÑA, en su ingenuidad, es un empeño muy español. Pensar que se pueden cambiar las cosas solo porque uno lo diga parece propio de don Quijote. Nosotros en Italia somos más cínicos y tenemos nuestras razones. Cuando se ha perdido un Imperio que abarcaba todo el mundo conocido durante 500 años, aceptas con naturalidad la decadencia como parte intrínseca de las cosas inevitables, como un dulce reposo o una feliz jubilación.

Hay un último aspecto curioso en esta propuesta pepera de la MARCA ESPAÑA que me parece muy interesante. No deja de ser curioso que un partido conservador y franquista como el PP pretenda cambiar la imagen de su país cuando su ideología está basada precisamente en el mantenimiento de los estereotipos de esta España inmemorial. Con los toros, con su religión, con su orden social y familiar y, por supuesto, con su corrupción y su machismo, los valores conservadores se perciben desde fuera de las fronteras como typical spanish.

 

Los otros, los progresistas, la izquierda española, quizás por ser más individualistas o por su voluntad de ser dueños de su propia existencia, no son tan divertidos. No digo que no existan rasgos típicos de la gente de izquierdas que con su afán por romper con las tradiciones contribuyan a borrar valiosas identidades nacionales. Ya se sabe, cuando el proletariado del mundo se une, jode el turismo.

 

En resumen, a pesar de que Marca España es un libro escrito para hacernos reír, su línea argumental nos lleva inevitablemente a un terreno altamente político que toca la esencia misma del estado: su relato mitológico. Jordi Moltó y Juan Herrera lo hacen con un acierto y una claridad que por desgracia están ausentes en el discurso de los que tenían el deber de hacerlo, los políticos del estado Español.

Al final y más allá de un estudio sociológico, Marca España es una respuesta picaresca e hispánica al precepto socrático de «Conócete a ti mismo».

 

LEO BASSI

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A lo largo de la historia España ha sido muchas cosas. Por ejemplo, el nombre de una plaza de Barcelona, cerquita del Poble Sec. Para los romanos, España fue «tierra de conejos»; después, andando el tiempo, fuimos un imperio donde no se ponía el sol y, a partir de ahí, en América fuimos la madre patria. Para los católicos España es la tierra de María santísima. Para los franquistas «una unidad de destino en lo universal»; pero solo con Manuel Fraga España dio con la clave de su esencia: «España es diferente».

Pero ¿qué quiere decir eso de «diferente»? ¿Que somos diferentes de los conejos o que somos diferentes del resto de la humanidad? Para responder a esta pregunta, la España actual, la posmoderna, la globalizada, ha encontrado una respuesta: somos diferentes del resto de los países, porque el resto son solo países, pero nosotros somos una marca. Es decir, que a partir de Mariano Rajoy ya no somos ni un país, ni una nación, ni un conjunto de autonomías, ni siquiera un reino; España es una marca, como Hemoal o Danonino.

En el año 2012 el Gobierno inició una campaña para exportar esta nueva imagen de España al resto del mundo. Una nueva imagen que mostrara nuestras excelencias en el terreno cultural, social, científico y tecnológico. Fracasó. Tras arduos esfuerzos y no poco dinero, solo hemos conseguido exportar un nivel de corrupción muy por encima de nuestras posibilidades.

Todo indica que, una vez más en la historia, España limita al norte con Francia y con nuestra propia autoestima.

Unamuno decía: «Me duele España». No sabemos en qué parte de su anatomía le tenía corneado a este buen hombre el toro de Osborne.

Pero ese dolor de España no era solo cosa de Unamuno. España le sigue doliendo a muchos españoles. Si escogemos al azar dos declaraciones de escritores españoles de los últimos meses, encontramos dos perlas negras:

—«Somos un país de gilipollas y golfos; por cada golfo, cien mil gilipollas» (Arturo Pérez-Reverte).

—«Reniego del país en el que tuve la desgracia de nacer. No lo soporto. Yo, out of Spain, soy feliz. Sigan mi ejemplo. Lárguense» (Fernando Sánchez Dragó).

Hay que reconocerlo, no nos gustamos. Twitter está lleno de chistes donde sistemáticamente nos ponemos a escurrir. Admitimos, con naturalidad, ser un país de chorizos, fracasados, chapuceros y enchufados. Es rarísimo leer a alguien que de forma regular nos retrate como un país alegre, lleno de creativos e innovadores. Y es lógico, nadie lo creería.

Aquí pasamos de la euforia al derrotismo en la misma frase. Del «¡Somos la hostia!» al «Nos merecemos dos hostias». Nos creemos a pies juntillas la historia lamentable que nos han contado de nosotros mismos y esa es nuestra principal limitación.

Al contrario de lo que se piensa, la historia de los países no es una ciencia. La historia no es casi nunca un riguroso y pormenorizado relato de hechos fidedignos.

Por lo general, la historia no pasa de ser un relato construido a partir de unos cuantos hitos, pero donde lo importante, como en las croquetas, es el relleno.

El que escribe el «relleno» de la historia es el que impone su criterio. Y el relleno de nuestra historia muy pocas veces lo hemos escrito nosotros. ¿Es casual la tradicional existencia de un ingente batallón de hispanistas en Inglaterra y en Francia? ¿Quién nos ha escrito y nos sigue escribiendo las versiones de nuestra historia? ¿Acaso la historia de Francia y de Inglaterra la escribimos los españoles? Mucho nos tememos que no.

¿Acaso en España no ha habido historiadores? La verdad es que más allá de algunas notables individualidades, como Ramón Menéndez Pidal, Américo Castro, Claudio Sánchez-Albornoz o Julio Caro Baroja, nuestra historia nos la han contado y nos la siguen contando un auténtico batallón de hispanistas.

Paul Preston, Gabriel Jackson, Stanley G. Payne, Raymond Carr, Geoffrey Parker, Edward Malefakis... son como de la familia. Hugh Thomas, John Elliott, John Lynch, Henry Kamen, Ian Gibson... son los principales evangelistas anglosajones de nuestro pasado.

Nuestros vecinos franceses también se han apasionado por nuestra historia: Maurice Legendre, Marcel Bataillon, Pierre Vilar, Bartolomé Bennassar, Georges Demerson, Joseph Pérez, Jean Sarrailh...

Ante este impresionante despliegue de talento, esfuerzo y dedicación que nos viene de fuera, cabe hacerse una pregunta: ¿no habrá alguien nacido aquí capaz de aportar una interpretación original y diferente de nuestra historia?

¿No habrá alguien que aporte una interpretación razonable de nuestro pasado que nos saque de la leyenda negra, del folclorismo exótico o de la interminable historia de la corrupción interminable?

No parece sencillo ni inmediato. En cualquier caso, si miramos sin prejuicios a nuestro alrededor, el panorama por comparación nos ofrece algunos signos reconfortantes. Nuestros vecinos tampoco están para dar lecciones magistrales. Cada fin de semana y cada puente, desde Inglaterra y Francia nos llegan grandes contingentes de jóvenes «hispanistas» euforizados que visitan Mallorca, Ibiza y la Costa Brava para instruirnos en el «balconing», el «mamading» y otra serie de «perfomances» de vanguardia.

Nadie puede darnos lecciones de grandeza en estos días. Italia, Grecia y Portugal andan por los subsuelos. Inglaterra, salvada por la campana frente a Escocia. Francia, con Sarkozy procesado y desacreditado, con Hollande de cama en cama y con Le Pen amenazante, aparece endeudada y macilenta. Alemania, mientras tanto, lidera Europa con tozuda decisión y vista corta, encorsetada por el sujetador de hierro de la señora Merkel.

Si el deporte es el arte de la guerra, a los pueblos se los puede conocer por su manera de practicarlo. Seguramente no sería desacertado afirmar eso de: «Dime cómo juegas y te diré cómo eres». Italia juega a la defensiva, no en vano fue la inventora del libero y el catenaccio en el fútbol y del basket control en baloncesto. Los franceses son una mezcla de juego libre y juego planificado. Los alemanes juegan con intensidad constante, máxima organización y juego planificado. Los ingleses, jueguen a lo que jueguen, lo hacen de forma simple y directa, pero con intensidad máxima y espíritu irreductible...

Si admitimos esta idea como hipótesis de trabajo, veremos que las españolas y los españoles, a la hora de jugar, tienden a realizar siempre un juego de ataque con voluntad estética. Mientras los italianos o los alemanes ahorran energía buscando asestar el golpe definitivo en una sola jugada, los equipos españoles, y los públicos que les alientan, buscan una victoria por amplio margen y a ser posible mediante un juego que prime el virtuosismo y la finura técnica. Basta acordarse de la España campeona del mundo de fútbol o del Barça de Guardiola.

Cuando los españoles competimos y jugamos de esta forma, los resultados suelen acompañarnos. Cuando, por el contrario, cedemos a modas o a fórmulas basadas en el juego defensivo y físico, donde prime la estrategia y se contenga la improvisación y el instinto, las derrotas nos vuelven a visitar.

Partiendo de esa base, si el patrón de juego y lucha a la española es el ataque, y siendo la exigencia estética ineludible, se hace imprescindible una visión optimista de la vida. Los españoles, para dar lo mejor de nosotros mismos, precisamos un liderazgo fuerte pero optimista, con objetivos difíciles pero claros. Por contra, toda la visión derrotista y destructiva de nuestra imagen nos conduce inexorablemente a la melancolía, al conformismo y al sálvese quien pueda.

Si realmente fuéramos un país tan desastroso, atrasado y corrupto como creemos y nos hacen creer, al girar los grifos no saldría agua ni habría luz en las bombillas ni médicos y enfermeras en los hospitales.

Es evidente que, a nuestra manera, con los defectos y virtudes de nuestra forma de vivir, España no es ni de lejos un país invivible. Hacer un recorrido optimista por las luces y las sombras de España, este país que ahora es una marca, es el propósito firme de este modesto librito.

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Igual que la paloma busca un hombro sobre el que descargar su intestino, los españoles buscamos la barra de un bar para arreglar el mundo. En España hay un bar por cada 169 habitantes. Solo en Andalucía hay más bares que en Dinamarca, Irlanda, Finlandia y Noruega juntas, y si pusiésemos una detrás de otra todas las barras de los bares de Ma

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