La corresponsal

Fragmento

Indice

Índice

Portadilla

Índice

1. Una familia en la que nadie sonríe

2. Una niña experta en frío y miedo

3. Una casa llena de libros

4. Una niña en la redacción

5. La pluma de Oriana

6. El descubrimiento de América

7. Primer amor

8. La vuelta al mundo

9. La venganza de Penélope

10. La conquista de la Luna

11. Miss Root Beer

12. Saigón y así sea

13. Mochila y casco

14. Un hombre parco en palabras

15. Entrevistas con la historia

16. Un héroe

17. Los niños que nunca nacieron

18. El desierto de Arabia

19. El regreso

20. Inshallah

21. El arcón de Ildebranda

22. El gran silencio

23. La rabia y el orgullo

Álbum de fotografías

Fuentes y agradecimientos

Libros de Oriana Fallaci

Libros sobre Oriana Fallaci

Índice onomástico

Notas de la traducción

Sobre la autora

Créditos

Lacorresponsal-2.xhtml

 

No tendrás mucho tiempo para comprender y hacer las cosas. El tiempo que nos dan, esa cosa que llaman vida, dura demasiado poco. De manera que es necesario que todo suceda muy deprisa.

 

El avión sobrevuela el océano sumergido en la oscuridad. De repente, las ventanillas se llenan de luz. «Mira, Oriana, la aurora boreal», susurra su sobrino. Ella no responde. Está adormecida, aturdida por la debilidad. Sentada en uno de los sillones reclinables, tapada con su abrigo de piel. Tiene frío, pese a que el verano aún no ha concluido. Es el 4 de septiembre de 2006 y Oriana Fallaci está regresando a Florencia.

El tumor se encuentra ya en fase terminal. En los vuelos de línea que salen de Nueva York no han querido aceptarla en esas condiciones, de forma que han tenido que recurrir a un avión privado. Hace semanas que solo se alimenta con agua y azúcar, apenas pesa ya treinta kilos. Aunque, a decir verdad, nunca ha pesado mucho más. Cuarenta y dos kilos en un metro y cincuenta y seis de estatura. De hecho, bromeaba con frecuencia sobre ello: «Cuando me conoce, la gente se sorprende de que sea tan menuda. Y yo les digo abriendo los brazos: “¡Esto es todo!”».

Ha sido ella la que ha querido viajar a casa. Pese a que vive en Nueva York desde hace más de cincuenta años, desea que todo termine donde se inició. La cabina está en penumbra, para que sus ojos enfermos no padezcan. A su lado hay dos doctoras, listas para intervenir en caso de emergencia. En realidad, no se mueve de su asiento durante todo el viaje, permanece hecha un ovillo, inmersa en sus recuerdos. Florencia sale a su encuentro poco a poco para devolverle el pasado.

Lacorresponsal-3.xhtml

1
Una familia en la que nadie sonríe

«No sé cómo se conocieron mis padres. El único indicio que me ayuda a descifrar el misterio de mi nacimiento es una frase de mi madre: “Todo por culpa de ese sombrero lleno de cerezas”». Este era el detalle que más le gustaba de las numerosas leyendas familiares que había escuchado cuando era niña: un sombrero de color rojo intenso, llevado como una bandera, que años más tarde, pasando de la cabeza de su madre a la de una antepasada, dio título a su novela póstuma, Un sombrero lleno de cerezas. Eso es todo lo que sabemos. Solo nos queda intentar imaginar lo que ocurrió.

 

Debió de suceder un día, a finales del verano de 1928, en una calle de Florencia, uno de esos días de sol, aún calurosos, que invitaban a salir a la calle. Edoardo Fallaci tenía veinticuatro años y poco dinero en el bolsillo. Trabajaba como artesano tallador y vivía con sus padres. Soñaba con emigrar a Argentina para buscar fortuna. No era muy alto, pero tenía una bonita cara cuadrada y unos ojos azules e impertinentes. Tosca Cantini contaba veintidós años. Hija de un escultor anarquista y huérfana de madre, había empezado a trabajar cuando aún era una niña con dos modistas que se encariñaron con ella y la criaron como a una señorita. Incluso le encontraron una clienta que quería llevarla consigo a París como dama de compañía. Pero ese día de septiembre Tosca decidió ponerse un llamativo sombrero adornado con frutos rojos que resaltaba su cara armoniosa, de pómulos pronunciados. «¡Qué bonitas cerezas!», dijo el galante Edoardo. Oriana fue concebida poco tiempo después, durante una excursión al monte Morello.

 

«Mi madre contaba siempre que, cuando estaba embarazada de mí, no me quería. Y dado que por aquel entonces bebían sal inglesa para abortar, ella la tomó todas las noches hasta el cuarto mes de embarazo. Pero una noche, mientras se llevaba el vaso a la boca, me revolví en su vientre. Como si quisiera decirle: “¡Quiero nacer!”. Y entonces, ¡zas!, echó la sal inglesa en el jarrón de flores. “Y así fue como naciste”, decía». En realidad, Tosca soñaba con otra vida. Quería ver mundo, frecuentar artistas. Tenía muchos amigos en la bohemia de Florencia, empezando por el pintor Ottone Rosai, que la cortejaba: «Decía que era un “hombretón muy guapo”. A diferencia de mi padre, que era pequeño y delgado».

Cuando quedó claro que era imposible evitar el embarazo, Edoardo llevó a Tosca a su casa y se la presentó a sus padres. La madre, Giacoma, célebre por su mal carácter, la recibió de mala gana e hizo de todo para maltratarla. Al padre, Antonio, en cambio, le gustó, y eso no hizo sino empeorar las cosas. Tosca no tardó en convertirse en una suerte de Cenicienta: «Uno de los primeros recuerdos de mi vida es el de mi madre llorando mientras lava ropa en una palangana». Esta madre tan inteligente, obligada a ser la sierva de todos en la familia, marcará de manera profunda su existencia. Muchas veces, en las entrevistas, recordó que fue ella la primera que la estimuló para que tuviera ambiciones: «Mi madre me decía, quizá llorando: “¡No hagas como yo! ¡No te conviertas en esclava de tu marido y de tus hijos! ¡Estudia, viaja, estudia!”. Yo no quería imitar a mi madre, quería vengarla». En 1977, cuando fue nombrada doctora honoris causa en el Columbia College de Chicago, dijo en el discurso de aceptación: «Dedico este honor a mi madre, Tosca Fallaci, que no pudo ir a la universidad porque era mujer y pobre en una época en la que a las mujeres y a los pobres no se les permitía estudiar».

 

Fue bautizada al nacer, el 29 de junio de 1929, con el nombre de Oriana. Era un nombre insólito para la época. Sus padres, que, pese a ser pobres, eran apasionados de la lectura, lo eligieron pensando en la duquesa de Guermantes, el personaje de Proust. «“No estabas roja ni arrugada, como los demás recién nacidos”, decía siempre mi madre. Eras blanca, lisa y preciosa. Y nunca llorabas. Todos los niños lloran. Tú nunca lo hacías. Estabas siempre callada. Mirabas, escrutabas las cosas y a nosotros, sin decir una palabra. De hecho, al octavo día me asusté. Creía que habías nacido sin cuerdas vocales, de forma que te llevé al médico, quien dijo: “No, no. Las tiene”. Luego te pellizcó en la planta de los pies y tú soltaste una gran risotada».

En la casa de la calle del Piaggione, donde vino al mundo, vivía toda la familia: los padres, los abuelos y las hermanas solteras del padre. Una vez adulta, Oriana la recordaba con todo detalle, e incluso se la fue llevando pieza a pieza: un mueble pintado a Nueva York, la cama de sus padres y la librería acristalada a Florencia, la mesa de la sala a la casa de campo. Desde las ventanas se veía toda la ciudad, en primer plano la cúpula de Brunelleschi y el campanario de Giotto, y luego, en el horizonte, los tejados y los puentes de Florencia. En una habitación se encontraba la mesa de zapatero de su abuelo, que arreglaba los zapatos de toda la familia. Oriana lo observaba fascinada durante horas y lo ayudaba encantada. Había aprendido a mantenerse alejada de la abuela Giacoma, que siempre estaba enfadada y tenía las manos largas, y consideraba la pequeña habitación de su abuelo Antonio una especie de refugio: «Mi abuelo era muy afectuoso. Me protegía siempre y, en una familia en la que nadie sonreía jamás, él sonreía siempre».

Después de ella nacieron dos hijas más: Neera, en 1932, y Paola, en 1938. Más tarde, en 1964, cuando eran ya adultas, sus padres adoptaron a una huérfana, Elisabetta. Así pues, la familia no tenía un hijo varón. Edoardo atribuyó enseguida a Oriana este papel. «Mi padre se desesperó cuando nací yo, al enterarse de que no era un niño. Así que me llevó de caza». Le enseñó a disparar y la llevaba siempre con él. En la temporada de los tordos, cuando estos pasaban en bandadas por el campo, se apostaba con ella al alba en la cabaña de los cazadores. Años más tarde Oriana recordó todo esto con detalle. El frío cortante de la mañana, los ojos clavados en el cielo, los susurros. «“Si viene por la izquierda, es mío. Si viene por la derecha, es tuyo. Si vienen en bandada, disparamos a la vez. Uno, dos y al tercero tiramos”. “¡De acuerdo, papá!”».

 

Edoardo Fallaci era un hombre parco en palabras, exigente consigo mismo y con los demás. Educó a su primogénita como a un soldado. Uno de los recuerdos más vívidos de la infancia de Oriana tiene que ver con esta dureza. Tenía quince años y estaba paseando con su padre por una calle de Florencia cuando los sorprendió la alarma antiaérea. Se refugiaron en el interior de un edificio. El ruido de los aviones era cada vez más ensordecedor. Oriana no se atrevía a abrazar a su padre, así que se quedó acurrucada en un rincón. Cuando empezaron a caer las primeras bombas, haciendo temblar el suelo y las paredes, se echó a llorar. La bofetada de su padre la pilló por sorpresa y la dejó sin respiración. «Las chicas no lloran», susurró él. Oriana contaba con frecuencia este episodio, asegurando que desde entonces siempre había evitado en la medida de lo posible llorar en público. Con todo, a menudo tuvo ocasión de hacerlo y lo hizo. «Llorar es bueno, ayuda a vomitar el dolor», decía, pero pocas veces lo hacía delante de los demás.

 

Otro hombre de la familia que desempeñó un papel fundamental en su vida fue Bruno Fallaci, el hermano mayor de su padre, a quien todos en casa llamaban Sietecerebros. Bruno era el intelectual de la familia, pertenecía a un mundo completamente ajeno al de sus padres, el mundo de las personas que escribían. Se había casado con la escritora Gianna Manzini y era un periodista de éxito: responsable de la página cultural del diario florentino La Nazione y luego director de Epoca. Fue el primer maestro de Oriana, puede que el único, y ella citó siempre sus consejos: «Cuando enumeraba las reglas del periodismo rugía: “¡Lo primero de todo es no aburrir al lector!”».

Tosca solía ir a casa de sus cuñados a limpiar, acompañada de Oriana. Gianna Manzini leía sentada en el sofá, fumando cigarrillos aromatizados con una larga boquilla negra. De vez en cuando, sin dejar de leer, alargaba su bonita mano cubierta de anillos hacia una bombonera de cristal, llena de gianduiotti, los famosos bombones piamonteses. «¡Ni se te ocurra pedirle uno!», le advertía cada vez Tosca antes de entrar. Oriana recordó en uno de sus libros la humillación que sentía al ver a su tía rica desenvolviendo lánguidamente los bombones sin siquiera dignarse a mirarla, como si ella no existiese. Treinta años más tarde aún sentía en la boca el acre sabor de esa injusticia. Pese a ello, su tía le parecía guapísima. La observaba mientras se vestía para salir y se ponía el sombrero y el cuello de piel. Gianna Manzini era muy alta y elegante, tenía una cara fina y unos ojos grandes, que se pintaba siempre con esmero.

En la familia nadie la quería. Oriana recordaba a su abuela Giacoma tirando de mala manera a la mesa un ramo de flores que le había regalado su nuera y mascullando: «¡Qué flores ni qué ocho cuartos! ¡Lo que deberías hacer es coser los botones de la camisa de mi hijo!». Un día, mientras paseaba con Oriana y el abuelo Antonio, Gianna Manzini se sentó a horcajadas sobre el parapeto del Ponte Vecchio y dijo amenazadora: «Mire, papá, me tiro. ¡Me tiro!». El anciano golpeó el adoquinado con el bastón, impaciente: «Tírate, tírate. Pero deprisa, porque tengo que llevar a la niña a casa». Gianna Manzini se separó de Bruno en 1933 y se trasladó a Roma, desapareciendo de esta forma del paisaje infantil de Oriana. De ella solo quedó su elegantísima caligrafía, con unas vocales grandes y redondas, que Oriana trataba de imitar copiándola durante horas en sus cuadernos escolares. Su firma —que un día llegó a ser más que famosa e inconfundible— nació de esta manera.

 

Sus recuerdos infantiles eran, sobre todo, recuerdos de pobreza. No había comida para todos y su madre fingía siempre que no tenía hambre para poder dar su ración a sus hijas. Cuando la enviaban a comprar a las tiendas, Oriana se avergonzaba de tener que hacer pedidos míseros a los tenderos, que tenían que inclinarse por encima del mostrador para poder verla: cincuenta gramos de queso y cincuenta gramos de mermelada. «Éramos pobres, pero muy dignos. Los que nos veían por la calle, por ejemplo, no podían imaginarse que éramos pobres. Íbamos siempre limpios y bien vestidos. Mi madre sabía “dar la vuelta a la ropa”, es decir, sacar un vestido nuevo del revés de uno viejo». Edoardo era un buen artesano, trabajaba la madera con pasión y llenaba la casa con los muebles que fabricaba con sus manos. Pero no tenía olfato para los negocios, de forma que la situación económica de la familia era siempre precaria. «Nunca olvidéis que vuestro padre es un artista», repetía Tosca a sus hijas.

 

Desde que era niña le gustaba en especial un mueble de la casa, un objeto misterioso que había sobrevivido al paso del tiempo. Se trataba de un arcón antiguo para guardar el ajuar, tallado, con los pies en forma de pata de león y las asas de hierro. En casa todos lo llamaban el arcón de Ildebranda, en recuerdo de una antepasada que, según se decía, había sido quemada en la hoguera por hereje. Oriana se sentaba a observarlo durante horas, fantaseando. Apenas se presentaba la ocasión, lo abría para curiosear. Contenía las reliquias familiares, en un desorden misterioso. Un abecedario y un ábaco, un tratado de medicina francés, un laúd sin cuerdas, una pipa de arcilla, un par de quevedos, un pasaporte catalán, una moneda antigua, una bandera tricolor remendada y la última carta de un soldado napoleónico que había muerto de frío en Rusia. Cada objeto suscitaba en ella un sinfín de preguntas. Cuando sus abuelos tenían ganas de contar cosas, lograba aferrar unos episodios cargados de sorpresas: Montserrat tocaba el laúd incluso en el manicomio... Caterina curaba todo con el tratado del doctor Barbette... Giobatta volvió de la guerra con la cara desfigurada por un cañonazo.

El arcón fue destruido, con el resto de la casa, una noche de 1944, en el curso de un bombardeo. Oriana lamentó siempre su pérdida. Ya adulta, pidió a su padre que le hiciese una copia exacta del mismo, que luego se llevó a su piso de Nueva York. Algunas cartas —escritas a Curtatone y Montanara por un antepasado que había combatido como voluntario en la primera guerra de independencia— se salvaron porque Oriana las había copiado en uno de sus cuadernos escolares. Ya entonces sabía que todo habla y se puede convertir en una historia: basta saber escuchar.

 

Cuando en 1934 Edoardo Fallaci enfermó de pleuritis, el dinero se redujo sustancialmente. La familia se trasladó durante un año a un semisótano de la plaza del Carmine. Oriana se divertía observando los pies de los transeúntes desde las ventanas enrejadas. Su padre, debilitado por la enfermedad, guardaba cama la mayor parte del tiempo. Los amigos que lo visitaban trataban de convencerlo de que aceptara el carné fascista para encontrar un empleo, pero él se negaba en redondo. «Veo a mi padre en esa cama, con fiebre, tosiendo y diciendo: “Jamás, jamás”». En la casa todos eran antifascistas. Un día arrestaron también al viejo Antonio Fallaci: «El abuelo tenía setenta y ocho años, en la calle discutía siempre con los fascistas y ese día había gritado: ¡A Mussolini le huele mal la nariz!”. Así que lo cogieron, lo llevaron a su sede y lo encerraron en un cuarto con intención de procesarlo. La abuela fue a disculparse y poco faltó para que la encerraran también a ella».

La rebeldía contra el poder era una tradición familiar. Oriana hablaba siempre con admiración de su abuelo materno, Augusto Cantini, que había muerto sin un céntimo en el hospital de los pobres, un anarquista que, cuando era joven, había desertado para no ir a la guerra, que en su opinión era una lucha inútil entre imperialistas. «El resto de los niños crecía en el culto a la Primera Guerra Mundial, con el lavado de cerebro que nos hicieron a todos sobre ella; yo, en cambio, oía contar a mi abuelo cómo había desertado. Mi madre decía orgullosa: “Mi padre fue desertor en la Primera Guerra Mundial”. Igual que otra habría dicho: “Mi padre fue un héroe en la Primera Guerra Mundial”». Cuando era pequeña lo escuchaba fascinada mientras cantaba los himnos revolucionarios de su juventud: “¡Mientras seamos rebaño es justo que / una camarilla de dueños dicte las leyes! / Y si no resplandece el sol de la anarquía / os dejaréis matar en cualquier lugar».

Edoardo Fallaci se había afiliado al Partido Socialista cuando tenía diecisiete años y en 1923 fue herido en un enfrentamiento con los escuadrones fascistas. A partir de 1929 colaboró en la impresión clandestina de Giustizia e Libertà y estuvo en contacto con los antifascistas de la ciudad. Tosca compartía sus ideas, pese a que no asistía a los mítines: «Mi madre pensaba que la política era un lujo masculino. Estaba tan ocupada con nuestra supervivencia, preparándonos la comida, protegiéndonos del frío, obligándonos a estudiar, que no tenía tiempo material para explicarnos por qué era malo Mussolini. Para ella era malo y ya está». Edoardo y Tosca fueron los primeros héroes de Oriana, quien atribuyó siempre una gran importancia al valor. «Tuve la suerte de ser educada por unos padres muy valientes. Tanto física como moralmente. Mi padre era un héroe de la Resistencia y mi madre no se quedó a la zaga».

 

Cuando era niña pasaba largas temporadas con su tía Lina, una de las hermanas de su padre, que se había casado con un hombre rico y no tenía hijos. Con ella Oriana descubrió otro mundo: las vacaciones en Forte dei Marmi, la camarera que la llamaba señorita y el té con galletas de la pastelería Robiglio. En mayo la tía la llevaba a los conciertos que se celebraban en Florencia, con el vestido largo de terciopelo negro que antes había hecho confeccionar a una modista. Su tío, en cambio, era violento y no le gustaba. Además, era fascista: «En el dormitorio tenía un bastón y yo no sabía para qué le servía. Lo comprendí el día que lo llevó a Incisa Valdarno y luego volvió con él manchado de sangre. “¿Sabes de quién es esta sangre?”, me dijo. “Es del farmacéutico. Le hemos dado una pequeña lección. Tarde o temprano damos una pequeña lección a todos los radicales”. Corrí llorando al cuarto de baño: a mi padre también lo llamaba así. “¡Ese radical que cree en la democracia, en Francia, en Inglaterra!”. Mi padre nunca lo supo: estaba convencido de que, pese a todo, era un buen hombre».

En 1938 Oriana fue con su tía a ver a Hitler y a Mussolini, que desfilaron a bordo de un gran coche descapotable por las calles de Florencia, adornadas con banderas con los lirios rojos y las esvásticas negras. Unas nubes cada vez más amenazadoras se estaban condensando sobre Europa. La Segunda Guerra Mundial estaba a punto de estallar. La infancia de Oriana había tocado a su fin.

Lacorresponsal-4.xhtml

2
Una niña experta en frío y miedo

El 10 de junio de 1940 fue un día que quedó profundamente grabado en la memoria de Oriana. Mientras estaba jugando con sus hermanas en la terraza su padre regresó a casa antes de lo habitual. Estaba desencajado. Tiró al suelo la chaqueta y se dejó caer en una silla gritando: «¡Ese loco ha declarado la guerra!». Tosca siguió preparando la comida en la cocina, pero empezó a golpear con más fuerza las ollas, a la vez que decía, con la voz quebrada por la rabia: «¡Canallas, miserables, asesinos!».

La guerra fue el acontecimiento fundamental de la vida de Oriana: «Yo crecí en la guerra. Desde que era niña solo he visto la guerra, no he oído hablar más que de la guerra». Entre sus recuerdos más dramáticos estaban los bombardeos, que fueron especialmente violentos en Florencia. El zumbido de los aviones que invadía el aire como el sonido de un animal monstruoso, las estelas de las bengalas que iluminaban la noche, el refugio abarrotado de gente llorando y rezando, mientras su madre le decía que no tuviera miedo. «No me perdí un bombardeo: por una broma del destino me encontraba siempre en el lugar que en ese momento era blanco. Pero nunca me sucedió nada. En el peligro siempre he tenido una suerte extraña, mejor dicho, extraordinaria». Oriana recordaba a un viejo, un vecino de su casa, que cayó mientras todos corrían hacia el refugio y al que nadie ayudó. Recordaba a un sacerdote asesinado por los fascistas. Recordaba los meses que tuvo que pasar con sus abuelos en el campo, en Mercatale Val di Pesa. «Era una niña experta en hambre, frío y miedo», dijo un día al hablar de ese periodo en un discurso que pronunció en Alemania.

Pero fue sobre todo un año, de septiembre de 1943 —después de la caída del régimen de Mussolini— a agosto de 1944 —cuando Florencia fue liberada por los Aliados—, el que marcó para siempre su vida, debido al contacto con los partisanos. «Todo lo que soy, todo lo que he comprendido políticamente, se lo debo a la Resistencia. Cayó sobre mí como Pentecostés sobre la cabeza de los apóstoles». Su padre capitaneó una revuelta antifascista en las Officine Galileo, donde había encontrado un puesto de obrero. Luego entró en la clandestinidad para combatir con las bandas ciudadanas de la Resistencia. Como de costumbre, iba siempre en compañía de Oriana, pese a las protestas de Tosca: «Ni siquiera el odio que sentía hacia el fascismo la ayudaba a superar el miedo a que pudiera sucederme algo. “¡También utiliza a la niña!”, decía en tono de reproche». Para evitar que su mujer se angustiase demasiado, Edoardo no le comentaba nada cuando mandaba a su hija en misión. Los dos formaban parte del núcleo ciudadano de Justicia y Libertad, vinculado al Partido de Acción.

En la Resistencia el nombre de batalla de Oriana era Emilia: se lo había elegido Margherita Fasolo, que había sido su profesora de Filosofía en el colegio y que por aquel entonces combatía con los partisanos. La niña era ingeniosa, llena de inventiva, y la utilizaban sobre todo como correo, para llevar manifiestos, periódicos, mensajes, en ocasiones incluso armas. Si tenía que transportar una bomba de mano, la escondía en una lechuga grande, después de haberla vaciado y colocado en la cesta de la bicicleta. Si había de entregar algún mensaje, doblaba las hojas hasta hacerlas minúsculas y se las metía en las trenzas. Un día, mientras transportaba un paquete de periódicos clandestinos, se cayó de la bicicleta y volcó el precioso contenido al suelo. Lo recogió a toda prisa, mirando alrededor, aunque nadie parecía estar prestándole la menor atención. Era muy pequeña y aparentaba menos de catorce años, de manera que pasaba inadvertida.

Algunos de los miembros de la Resistencia que combatieron con su padre entraron luego a formar parte de la historia de Italia: Enzo Enriques Agnoletti, Tristano Codignola, Carlo Furno, Maria Luigia Guaita, Nello Traquandi, Paolo Barile, Leo Valiani, Ugo La Malfa, Emilio Lussu. Oriana los veía a menudo y los observaba con atención, con frecuencia en situaciones muy tensas. Recordaba, por ejemplo, a Carlo Levi escondido en un piso, delante del palacio Pitti. Un día su padre la envió a entregarle una pistola y provisiones. Carlo Levi le abrió con cautela, entornando la puerta de una habitación abarrotada de libros, sin invitarla a entrar. Abrió el hatillo que ella le estaba tendiendo desde el umbral y arrugó la nariz. «El revólver es de mujer, no lo quiero —dijo—. Y vaya cosas me has traído para comer... ¿Eso es todo?». Oriana no se amilanó. Lo miró con aire desafiante y le contestó que en su casa se quitaban la comida de la boca para dar de comer a gente como él, que vivía en la clandestinidad.

 

Una noche de noviembre de 1943 Edoardo Fallaci llevó a casa a dos desconocidos, que iban disfrazados de ferroviarios. Se llamaban Nigel Eatwell y Gordon Buchanan y eran dos soldados del ejército británico. Venían del campo de Laterina, próximo a Arezzo. Mientras viajaban al norte de Italia en compañía de otros prisioneros, en un convoy dirigido a un campo de concentración en Alemania, se habían tirado del tren en un túnel que se encontraba a las puertas de Florencia. Nigel era un hombre maduro y con aire de estar seguro de sí mismo. Gordon era mucho más joven y parecía asustado, como un niño que hubiera crecido demasiado deprisa. La expresión de su cara delataba que no había comido en mucho tiempo. Se alojaron en la habitación de Oriana, que tuvo que dormir en el pasillo. Por la noche el reloj de péndulo marcaba ruidosamente las horas y no la dejaba descansar. La luz de la luna dibujaba en la pared figuras amenazadoras. Echaba de menos su cuarto, la colcha de encaje blanco y los libros del colegio bien ordenados en la estantería.

Los soldados estuvieron encerrados en la casa un mes. Nunca salían y tenían los postigos de la ventana cerrados en todo momento para que los vecinos no sospechasen nada. Oriana pasaba mucho tiempo con ellos y les preguntaba cosas en su rudimentario inglés, fascinada por los dos hombres, que procedían de unos países donde reinaba la libertad, como los que le describía su padre. Cuando era ya adulta, presentó en la novela Penélope en la guerra a uno de los dos soldados como el primer amor de la heroína adolescente, un amor que se perdió para siempre en la tragedia bélica. Es la niña que entra en el dormitorio para hablar con él, que se sienta en la cama a su lado, que pasa tardes enteras escuchándolo. Él le acaricia la cara y le dice que es guapísima. Luego, un día, se produce el desastre. El otro soldado los sorprende abrazados en la cama y se enfurece con su compañero. Ella escapa de la habitación. Detrás de la puerta se oyen gritos de pelea. Su madre se tapa la boca con una mano: «¿Qué has hecho?».

Cuando la Resistencia autorizó la salida de los dos soldados de Florencia, Oriana los acompañó con su padre a Acone, en la zona de Pontassieve, donde los confiaron a los partisanos de la zona, que debían ayudarlos a cruzar la línea del frente. El viaje de Florencia a Acone era largo y peligroso. Cuarenta kilómetros en bicicleta con el riesgo de ser interceptados por los alemanes, que castigaban con el fusilamiento a los que prestaban su ayuda a los soldados enemigos. Uno de los dos se cayó de la bicicleta cerca de un puesto de control. «¡Tío! ¡Levántate, tío!», dijo Oriana, rezando en voz baja para que los alemanes no notaran su presencia. En la novela contó la despedida del soldado más joven. Se limitó a decir: «Si la guerra termina, vuelve». Él le respondió: «La guerra terminará y yo volveré». Una lágrima resbaló lentamente por su cara: «¿Te acuerdas, papá? Tú también estabas allí, papá. Cuando la lágrima le llegó al cuello se dio media vuelta y echó a andar. Vi cómo se alejaba, rubio, enjuto, indefenso, un niño, casi como yo, y mi infancia concluyó de golpe, concluyeron mis catorce años, mi capacidad de perdonar».

No tuvieron noticias de ellos durante meses. Un día, un compañero de su padre se enteró de que uno de los dos se encontraba sano y salvo al otro lado de las líneas, en tanto que el otro había muerto. No supo decirles cuál de los dos era. Oriana no pudo saber nada más hasta 1993, año en el que fue conocedora de la suerte que habían corrido gracias a un historiador británico. Nigel y Gordon no habían cruzado enseguida las líneas enemigas. Se habían quedado en Toscana y habían formado una banda partisana de quince hombres. El 4 de mayo de 1944 Nigel había sido capturado y fusilado por los alemanes cerca de Norcia. El 14 de junio Gordon había sido sorprendido mientras se disponía a sabotear uno de los puentes que utilizaban los alemanes en su retirada. Se había salvado de milagro. Tres días más tarde los partisanos habían liberado la zona. Oriana trató durante mucho tiempo de tener noticias de ellos, escribió a Inglaterra y Australia, pero todo fue en vano. El único rastro que quedaba en los archivos de su unidad militar, el segundo regimiento Transvaal Scottish, era la medalla que el Gobierno británico había concedido a Gordon y la póstuma a Nigel.

Oriana conservó toda su vida la carta que había recibido después de su partida. Era un folio arrugado, escrito en inglés, con fecha de 14 de diciembre de 1943.

 

Querida Oriana

Como sabrás nos hemos marchado. Te escribo esta carta porque sé que tu padre tiene pensado venir otra vez a Acone antes de Navidad. Durante el viaje no podremos enviar mensajes ni tarjetas postales al sacerdote para decirle cómo van l

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos