Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Agradecimientos
Prólogo
Introducción
Zapatero, el más inútil de los inútiles
El malvado Rubalcaba
La crisis, terrible; los sindicatos, peor
Vendidos a ETA
España se rompe
La santa madre Iglesia y nunca jamás abortar
Si no les gusta esta historia, tenemos otra
Los cómplices (socialistas) del desastre
15-M, la chinche revolucionaria
De «tiorras» y «gays»
11-M, que nos digan la verdad
Silva de varia lección
Apéndice
Sobre el autor
Créditos
Grupo Santillana
A los miles de periodistas que ejercen
su profesión con rigor y honestidad.
Agradecimientos
Este libro —su autor, por decirlo con mayor precisión— le debe mucho a Juan Carlos Blanco, jefe de Documentación de El País. Su colaboración, desde un primer momento, ha sido fundamental para poder acabar con bien este proyecto. Sus conocimientos y su trabajo me han acompañado estos meses con notable y cálida generosidad.
Vaya también mi sincero agradecimiento para la muy esforzada y eficiente labor realizada por Marian Montes de Oca y Ulises Ramos.
Y, finalmente, mi reconocimiento hacia la profesionalidad y dedicación del equipo editorial de Aguilar, que supo corregir al final del proceso los múltiples traspiés cometidos por el autor, que a pesar de tanta ayuda, siempre será el culpable de todos los defectos que puedan encontrar en las siguientes páginas.
Prólogo
Por razones nunca suficientemente aclaradas —entre las que no puede descartarse el masoquismo— José María Izquierdo inició hace un par de años la detección y catalogación de material tóxico en el periodismo español de la derecha extrema. Y no contento con detectarlo y catalogarlo procedió a difundirlo en la edición digital del diario El País. ¿Debe considerarse imprudencia temeraria la propagación de semejante material? Izquierdo, periodista de brillante currículo en medios de primerísimo nivel, ha sido ya atrapado por el escepticismo rigurosamente obligatorio en los tiempos que corren, pero conserva la vieja fe profesional en el valor terapéutico de la denuncia. Mucho cabría discutir en torno a ese principio fundamental del periodismo clásico, que apenas se tiene de pie en la actual sociedad narcotizada, pero ni este es el lugar para hacerlo ni es cosa de quitarle la ilusión al antólogo.
El cual, tras la entrega diaria —en dosis homeopática diríamos—, nos presentó un lote de mayor envergadura, el libro Los cornetas del Apocalipsis. Y ahora, un cargamento de gran tonelaje, estas mil ferocidades, una masa suficiente para ver con claridad el fenómeno tal como Izquierdo lo considera: un asunto peligroso. Los pájaros de Hitchcock solo inspiraban terror a partir de un cierto número, en nubarrón.
Una vez advertidos los lectores de la conveniencia de acercarse al texto con precaución y mantenerlo lejos del alcance de los niños, debe señalarse que ni las mil frases son de similar categoría ni lo son sus autores. Les une una fraternidad doctrinal común, en el rincón extremo de la derecha, y eso que Izquierdo define como ferocidad. Pero hay gradaciones. No hay escombrera en la que no podamos hallar objetos de valor. Algunas de las mil frases, sin la fiereza de su envoltura, serían reconocidas como puntos de vista radicales, incluso brillantes, aunque no los compartamos. Junto a ellas se amontonan los argumentos basura, la caspa y el patrioterismo, la gracia tocinera y el desdén, que desde tiempo inmemorial abarrotan nuestras cavernas. Por lo que a la forma se refiere, pura dinamita, ¿tenía razón el poeta madrileño Jorge Riechmann cuando decía que «la ferocidad siente nostalgia de la ferocidad»? ¿Tanta brutalidad expresiva está echando de menos algo? Miedo da. Y da miedo porque está demasiado cerca del odio, compañero del alma, compañero, de la historia de España.
Los autores seleccionados tampoco son equiparables. Los hay cultos y los hay mendrugos; los hay que ya llegaron y los hay que quieren hacer méritos para llegar; los hay con cerebros bien pertrechados y los hay con casco militar atornillado al cráneo e implante de correaje en el tórax... Los hay que hacen pensar, los hay que asustan, los hay que dan pena y los hay que dan risa. Algunos habitan en esa región de la geografía política desde siempre, otros llegaron hace no mucho, después de un viaje que pasa por ser muy largo y es el más corto del mundo: de la extrema izquierda a la extrema derecha, de un absoluto a otro, de una receta a otra, sin que quepa la menor duda. Alguno hay que se encuentra en esa región sin que aún sepa cómo ha sido, y algún otro ha hecho de la ferocidad su marca registrada y ya se le empieza a notar prisionero de ella. Le costará salir, cuando necesite hacerlo, como le cuesta retener el éxito al niño cantor cuando le cambia la voz.
Esta antología sugiere muchas preguntas pertinentes y muchísimas impertinentes. Olvidemos estas últimas, que ya hay suficiente fuego en el bosque, y detengámonos en la más importante de las pertinentes: qué peso tiene el pensamiento recogido en este libro en el Partido Popular, qué opinan de ese pensamiento y de sus autores los militantes y los dirigentes del Partido Popular. Es una incógnita añeja en la política española, muchas veces despejada pero nunca despejada del todo. Esta extrema derecha habita en los pliegues del PP, no en otro sitio. Fue el embrión del partido y ahora parece su herejía, pero continúa en el seno de su iglesia. Ningún concilio la ha condenado ni ninguno de sus seguidores ha sido expulsado. Sus profetas más incendiarios son aclamados por grandes sectores de la militancia. La cúpula directiva, incluido Rajoy, al que maltrataron y contra el que conspiraron, no los puede soportar pero durante las horas valle de cada legislatura los reconoce como parte de los suyos, se mimetiza en ellos y los utiliza como dinamiteros. Luego, en las horas punta preelectorales, como las actuales, cuando hay que sonar como una viola de gamba y un oboe d’amore, les niegan tres y muchas más veces antes de que el gallo cantare.
Por eso, por esa relación cargada de contradicciones, el Partido Popular no debe considerar impertinente nuestra pregunta pertinente. Aún conservan galones y reciben honores rodilla genuflexa, tras haber sido elevados a los altares, personajes a los que no les hubiera importado nada que el franquismo hubiera durado otros cuarenta años. Y en el periodo 1996-2004, al que se nos remite sin descanso como prueba suprema del algodón, el PP fue uno cuando no tuvo más remedio y otro muy distinto cuando pudo ser lo que quiso. Nuestra pregunta hubiera sido impertinente en la primera legislatura pero muy pertinente en la segunda. Hoy, a las puertas de unas elecciones que, si se cumplen los pronósticos, van a suponer una gran victoria de los populares, lo que culminaría su espectacular éxito en las municipales y autonómicas del 22 de mayo, otorgándoles un poder sin precedentes, se nos abren las carnes al recordar que los feroces de este libro forman parte de la familia. De la galería de héroes de la familia.
Dos notas para terminar. Primera: Este libro lo ha hecho José María Izquierdo, un hombre de izquierdas. Hubiera debido hacerlo el PP, que habría de ser el máximo interesado en pasar la escoba por sus telarañas. Les parecerá una ingenuidad pero la política se ha suicidado precisamente por no actuar así. Suicidio en defensa propia, el último grito en materia de estupidez humana. Si el PP se hubiera lanzado a esclarecer y depurar el caso Gürtel, si hubiera sido el PSOE quien abriera en canal los casos GAL o Filesa, si lo lógico, en fin, no fuera inverosímil, tal vez la política no estaría de cuerpo presente en nuestra sociedad.
Segunda: No sabemos si sería posible otra antología de ferocidades de signo ideológico contrario. Pero aunque así fuera, no quedaría neutralizada la carga explosiva que se recoge en este libro. Tendríamos dos. O sea, España.
IÑAKI GABILONDO
Introducción
Hay una cierta pose aristocrática en despreciar o, por lo menos, minimizar la importancia, grosor y tallaje del vociferante conjunto de medios de comunicación de la extrema derecha en nuestro país. Casi tanto como la escasa atención que se presta a la extrema derecha política. Son poca cosa, dicen con elegante distanciamiento. Piensan que estos bizarros representantes mediáticos de la grosería y el insulto son una minoría que apenas si exigiría la curiosidad de los microbiólogos. Como sus equivalentes en el escenario del juego político. Pero quienes así discurren olvidan o no prestan la debida atención a algunas características universales y a otras específicamente españolas.
Entre los primeros se cuentan quienes desconocen que la hormiga de fuego apenas si supera los seis milímetros, pero su venenosa piperidina puede causar hasta la muerte. La perversidad o la vileza no necesitan de grandes contenedores para ejercer su influjo maléfico. Ya sabemos del engaño de los números y las equivocaciones que produce no atender a las minorías como se merecen. Y ante la minoría inmigrante habrá que dotarse de instrumentos para asimilarla, pero frente a cualquier minoría agresora deberemos echar mano de todas las defensas que nos brinda el Estado democrático.
Toda esta barahúnda, este ovillo tan difícil de desenredar, parte, a mi juicio, de la madre de todas estas dificultades de clasificación, que no es otra que la confusión —buscada, forzada, inducida— que existe en nuestro país entre la derecha y la extrema derecha. Si desde el estudio de los medios abrimos un poco el objetivo y analizamos el panorama político, es fácil, o eso creo, advertir lo que está sucediendo. No hay ninguna formación en el arco parlamentario español que se autodefina como extrema derecha. ¿No hay, entonces, ciudadanos de extrema derecha? ¿O es que acaso esos posibles electores no acuden a votar?
No son ciertas ni una cosa ni otra, claro. Existen, como se ve en las multitudinarias manifestaciones que de vez en cuando organizan, bien bendecidos por la Iglesia que tanto los quiere y tan fuerte les empuja. Allí les vemos, en directo, en la televisión o en los periódicos, ejerciendo su derecho de mostrar esas pancartas que todos hemos leído, o les oímos gritar sus consignas. ¿Alguien con un mínimo de sentido de la política o de la ideología dudaría de su filiación de extrema derecha en cualquier país europeo? Y votan, naturalmente que votan. Y mayoritariamente lo hacen por el Partido Popular. Como es evidente y no podía ser de otra forma. ¿Hay alguna otra formación más cercana a sus intereses, a esos eslóganes, a esos gritos, a esas pancartas?
Este efecto es conocido. Ignoro por qué —quizá algún politólogo con más luces que quien esto escribe sea capaz de ofrecer alguna explicación razonable— el electorado español se comporta en este aspecto mucho más próximo al mundo anglosajón, de Estados Unidos o Gran Bretaña —tan vigorosamente bipartidistas— que al europeo continental. Quizá la brutalidad del franquismo todavía atenaza muchas conciencias y aún deberá pasar algún tiempo para que surja esa formación que se declare de extrema derecha sin tapujos y recoja todo ese voto que todos sabemos que existe. Ya hay —y aquí lo van a ver— unos cuantos medios de prosa fascista, enmascarada bajo esa fórmula de «sin complejos» que tanto les gusta. Así que si se insulta «sin complejos», también en un futuro se podrá votar «sin complejos» a esa formación ultraderechista que está por nacer, y cuyos votantes buscan hoy amparo en el Partido Popular o en opciones minoritarias.
Porque no hay más que echar un vistazo al resto de Europa y ver los resultados de los partidos representantes de la extrema derecha. Austria: el FPÖ, Partido de la Libertad, obtuvo un porcentaje del 27 por ciento en las elecciones de 2010; Finlandia: el Partido de los Verdaderos finlandeses (sic) obtuvo más del 19 por ciento de los votos en las últimas elecciones; Dinamarca: el Partido del Pueblo danés, tercera fuerza del Parlamento, tiene 25 diputados; Hungría: Jobbik, el Movimiento para una Hungría Mejor, cuenta con 47 diputados; Holanda: el Partido de la Libertad (PVV) de Geert Wilders es la tercera fuerza política, con 24 escaños. En Francia los sondeos dan a Marine Le Pen, Frente Nacional, alrededor del 18 por ciento de intención de voto. En Italia la Liga Norte cuenta con 59 diputados. Está aliada con Silvio Berlusconi. Para no hacer interminable la lista acabemos, y la razón evidente de por qué lo hacemos así es Anders Behring Breivik y sus más de 70 víctimas en Noruega, donde el Partido del Progreso obtuvo el 22,9 por ciento de los votos y 41 escaños en el Parlamento.
Valgan estas cifras no para ningún análisis político ni electoral, que no es este lugar para ello, sino para mostrar el origen del amasijo derechista en el que conviven piedra y arena. Ya he señalado en alguna ocasión que quizá nos equivocamos quienes en tiempos de la Transición estábamos orgullosos de que en España no hubiera ningún partido de extrema derecha. Quizá ahora, si los electores tuvieran esa posibilidad de voto, el panorama general estaría más oxigenado y el Partido Popular, por razones evidentes, habría tenido que afinar principios y propuestas. Hoy atiende a demasiadas voces, tanto de esos electores de extrema derecha como de los apoyos mediáticos que tan suciamente los jalean y encrespan. De existir esa otra opción, habría entonces, y a ello íbamos, unos medios de comunicación claramente de derechas y otros de extrema derecha. Cuánto mejor que al requeté se le vea la boina roja.
Porque aquí estamos, ahora, en este sinvivir. Que a esos pigmeos, sea Intereconomía TV y los maullidos de su esmirriado gato o las chirriantes parrafadas de esRadio, les acompañan los gigantes. No es usual en otros países el paisaje del que aquí gozamos (¿?). Al menos los tres grandes periódicos de la derecha, El Mundo, Abc y La Razón, con una importante tirada si se suman los tres, pretenden ser periódicos de referencia, equiparables a los diarios europeos de la misma tendencia, sea Le Figaro, The Times o Corriere. Separo profilácticamente La Gaceta, que ni en los sueños más húmedos de sus responsables podrían creerse un periódico —y tal calificación ya es fantasear— de referencia. Y no lo son porque se asemejan más, en muchas ocasiones, a esos periódicos amarillos que aquí no tenemos y que de alguna forma hemos sustituido por la telebasura. La ferocidad de algunos de los columnistas de esas cabeceras, alguna centenaria, los insultos que se repiten un día tras otro, las mentiras y tergiversaciones de algunos de ellos son incompatibles con el rigor profesional que se exige a un medio de comunicación para pasar el listón de la decencia. Con ellos la discusión es imposible. No debaten, insultan. No argumentan, intimidan.
Pero estas características patrias tienen reminiscencias de nuestra propia historia del siglo xx, esa que nuestros selectos articulistas, gimnásticos seudohistoriadores, pirueta circense tras pirueta circense tratan de ocultar primero para deformarla después. Pero tanta trompetería y tanta mentira no debe engañarnos y hacernos creer que estamos solos en el universo. Políticamente hay muchas conexiones con otros fenómenos, como las hay con los medios de comunicación de esos mismos países. Merece la pena que nos detengamos, por ejemplo, en la combinación del Tea Party estadounidense con la cadena Fox News, el buque insignia —junto con el Wall Street Journal— de Rupert Murdoch, ese gran magnate de la prensa que tantas pruebas de la ética de sus medios nos ha dado últimamente, y que tan acertadas deben parecerle a su consejero José María Aznar, de quien no hemos sabido que haya renunciado a su contrato con el emporio que paga igual de espléndidamente a sus consejeros como a los detectives privados que manipulan los teléfonos móviles de niñas secuestradas.
Es de suponer que coincidiremos todos en que los calificativos de extremista, fanático e intransigente se adaptan como un guante al movimiento Tea Party. Muy recientemente, en los últimos días de julio, todos hemos tenido la oportunidad de ver cómo los 40 congresistas republicanos pertenecientes a ese grupo desafiaban a la dirección republicana y a los 200 diputados restantes. El partido de Abraham Lincoln sufrió entonces en sus carnes —como el resto de los ciudadanos del mundo, que veían cómo Estados Unidos se quedaba a un centímetro del abismo— la broma de haber sumado a sus filas en las últimas elecciones, para intentar ganar a los demócratas, a la extrema derecha de su extrema derecha, tan pintoresca por reaccionaria como aventurera por ignorante y sectaria. Y el Tea Party se hinchó como las pop corn.
Junto con esta minoría los republicanos compraron algo más que venía en el mismo lote: el apoyo de la cadena Fox, la Brigada Acorazada de los sectores más retrógrados de aquel país. Una Brigada, todo sea dicho, de gran efectividad por todo lo que mata, que no por su imponente presencia. Son más un cuerpo de élite expedicionario de asalto, como los famosos SEALS que acabaron con Bin Laden, que los pesados tanques que embarrancaron en los desiertos iraquíes. Limitados, pero de gatillo fácil. Emisora de cable, sus audiencias se quedan a muchos millones de los informativos de las cadenas generalistas: menos de dos millones sus estrellas más rutilantes, mientras los noticieros diarios de NBC (8 millones), ABC (7.250.000) y CBS (5.500.000) suman más de 20 millones. Pero no son ni de lejos tan virulentos, radicales e ideologizados como la programación de la Fox, esa bazofia periodística que asustó hasta a Walter Cronkite.
Por eso decíamos antes que las cifras engañan y que los pequeños, a veces, son más peligrosos que los grandes. Lo es el Tea Party en algunas cosas, lo es Fox News en las mismas, las dos cabezas de un mismo dinosaurio. Y ambas, por generar la droga dura que se inyectan en vena los yonquis de la intolerancia y la más ciega de las intransigencias. Las homilías de la cadena Fox son el alimento adictivo que procuran vociferantes sacamuelas a los ávidos espectadores de emociones fuertes y banderas de otros siglos. Un estudio de Emelly Ellins para la Universidad de California señalaba que entre un 70 y un 85 por ciento de los dirigentes y miembros del Tea Party eran espectadores habituales de la Fox. Son pocos, pero prietas las filas. Así que presentadores y oyentes de la implacable maquinaria de Murdoch disfrutan sobremanera —adrenalina a tope— con sus cosas.
Sean Hannity, por ejemplo, puede decir que «Obama es un extremista», un «socialista» y que lleva al país «al socialismo». Glenn Beck, que el presidente norteamericano es un «racista» que siente un «profundo odio por los blancos», o que los televidentes abandonen sus iglesias si hablan de «justicia social» porque es «una contraseña para la ideología comunista y fascista». Para Carl Thomas la reforma sanitaria de Obama era «el triunfo de la filosofía humanista atea». «Llega la eutanasia» o «puedes llamarlos tribunales de la muerte», dijeron. C