Prólogo
En su afán de limpiar la memoria de la Iglesia, el papa Juan Pablo II ha pedido perdón por diversos pecados cometidos en sus casi dos mil años de historia, y ha hecho denodados esfuerzos por explicar actuaciones discutibles del pasado. El Pontífice se ha cuidado mucho de responsabilizar de aquéllos y éstas a sus antecesores, pues una regla no escrita obliga al ocupante del Vaticano a aceptar la labor de su antecesor sin fisuras ni críticas.
Existe, sin embargo, una llamativa excepción a esta norma: el papa Borgia, condenado sin paliativos ni eximentes por la propia institución desde el mismo momento de su muerte hasta el día de hoy. Su mismo sucesor —y enemigo acérrimo—, Julio II, sancionó con la autoridad que le confería la tiara papal la leyenda difamatoria contra los Borgia orquestada por sus enemigos. Luego, con los años, han sido los propios historiadores católicos los que más severamente han juzgado a este papa, dando alas a los artífices del mito novelesco de los Borgia, convertidos en sinónimo de todas las perversiones.
¿Por qué este ensañamiento? Sin duda hay pecados y pecados, y los del sexto mandamiento resultan de especial peso para la Iglesia. Alejandro VI, hábil político y extraordinario negociador que aseguró la supervivencia del Vaticano en momentos dificilísimos fortaleciendo su poder temporal, ha sido presentado —sin suficientes pruebas— como un hombre de desmesurado apetito carnal, engendrador de hijos ilegítimos, algunos de ellos tan famosos como Lucrecia o César Borgia. Sin embargo, ello no bastaría para explicar su ejemplar condena, pues otros papas antes y después de Rodrigo Borgia se saltaron sin mayores problemas las normas del celibato sacerdotal, especialmente en el Renacimiento.
Habría que pensar que en el papa español confluyeron una serie de circunstancias que le convirtieron en el chivo expiatorio ideal de todos los males de ese largo y complejo periodo. Para decirlo en pocas palabras, Alejandro VI ha sufrido profusión de detractores y ausencia de valedores. Hoy, a quinientos años de distancia, la figura de Alejandro VI emerge de nuevo, con luces y sombras, aciertos y errores, pero libre de la leyenda monstruosa y del ensañamiento injustificable con el que la Iglesia le ha pagado.
Ésta es la historia de una figura de primera magnitud, un papa excepcional al que la Iglesia católica debe mucho, pero que por abandono de propios y envidia de extraños, por azares del destino y caprichos de la historia, fue convertido en personificación del mal, y cuya memoria, obra y dimensión histórica han estado sometidas a cinco siglos de leyenda negra, esencialmente injusta.
Es la historia de un español avant la lettre de aquellos tiempos memorables en que España se forjaba. Fue un valenciano, ciudadano de la Corona de Aragón, que asimiló sin problemas la italianidad necesaria para ascender al trono de Pedro en tiempos de máxima confusión entre los poderes temporal y espiritual. Rodrigo Borgia, como todos los papas del último Medievo, del periodo renacentista y posrenacentista, fue un monarca absoluto al frente de una Monarquía similar en todo a las de las naciones europeas, salvo en un aspecto clave: la herencia. La soledad suprema de los papas, rodeados de extraños, a menudo enemigos, y en su caso de vasallos traidores, convertía a la propia familia en el único soporte fiable para el pontífice. La de Alejandro VI contribuyó extraordinariamente a la empresa de unificación y fortalecimiento del poder de la Iglesia, pero el papa español no consiguió dar continuidad a su obra y su empresa finalmente naufragó repentina y estrepitosamente.
Si Alejandro VI y su familia hubieran conseguido apuntalar su poder en el Vaticano y el control de la Curia arrebatado a las familias romanas e italianas que lo habían usufructuado hasta entonces, páginas históricas muy distintas se habrían escrito en los siglos posteriores.
Nuestro interés por el personaje nació en el año 2000, con la presentación en Roma del Año Borgia que iniciaba de forma increíblemente tardía una tímida reivindicación de su memoria. Poco a poco, la ciudad nos fue mostrando la huella de este pontífice denostado en calles y monumentos, desde el escudo con el buey de los Borgia en una esquina de Campo dei Fiori al enorme blasón pétreo presidiendo el castillo de Sant’Angelo.
El impulso para acometer la tarea de escribir este libro llegó con la exposición I Borgia, l’arte del potere, celebrada en 2002. Al iniciar la visita, la mirada aún titubeante del visitante se encontraba de frente con cuatro pequeños retratos. Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, ocupaban el centro, escoltados a su derecha por el almirante Cristóbal Colón y a su izquierda por el papa Rodrigo Borgia. Sin quizá pretenderlo, los organizadores de la exposición parangonaban el Descubrimiento de América, obra de un genovés al servicio de la Corona de España, con otro descubrimiento también notable, el de Roma y el cetro de la Cristiandad, obra de un valenciano no menos audaz y osado, al servicio de una Iglesia a la que había sido destinado desde los siete años. De los dos «descubrimientos», el uno, América, era todo un Continente; el otro, San Pedro de Roma, era la dirección política y espiritual de la Cristiandad, otro «continente» no menos vasto y complejo.
Este libro es un intento de acercarse al verdadero Rodrigo Borja, el papa Borgia, una figura oscurecida por la calumnia. Es un reportaje histórico, la crónica de un viaje en el tiempo, que no aspira a parangonarse con los libros de historia, sino a despertar en el lector las mismas perplejidades sobre la veleidosa fama que afloraron en los autores cuando, embarcados en busca de un personaje legendario, encontraron otro mucho más interesante, una persona de carne y hueso, un Papa en cuerpo y alma.
CAPÍTULO I
Un seminarista huérfano, de Valencia a Roma
No se conoce con exactitud la fecha de nacimiento del que sería uno de los pontífices más famosos en la larga historia de la Iglesia católica. Rodrigo Borja, que reinaría con el nombre de Alejandro VI, nació el 1 de enero de 1431 según Ludwig von Pastor, que ha sentado cátedra en la materia con su Historia de los Papas. Pero otros historiadores sitúan el nacimiento en julio del mismo año basándose en documentos municipales. No hay dudas respecto al lugar, la ciudad de Xátiva, en Valencia. Cuando fue nombrado Papa, sesenta y un años después, el Consistorio municipal tomó la decisión de que trece testigos, bajo juramento, consignaran que Rodrigo era hijo de los nobles Yofré (Jofré) de Borja e Isabel de Borja, y que «nació durante el mes de julio, a media noche», en la casa y zaguán que está en la plaza después llamada de los Borja. Estos testigos además dijeron, para indicar el grado de nobleza de Yofré de Borja, que tenía cuatro caballos y que su hijo Rodrigo, a los 8 años, iba por la ciudad «caballero en una haquilla». También juraron y así quedó escrito que, tras la muerte de Yofré, toda la familia se trasladó a Valencia.
Xátiva era entonces una pequeña ciudad amurallada perteneciente al Reino de Aragón, desde la que se dominaban las opulentas plantaciones de la huerta valenciana. Un vergel cercado por sierras ásperas, en el que florecían naranjos y limoneros, y un sinfín de árboles frutales, en un paisaje salpicado de palmeras. El Tribunal de las Aguas ya controlaba —como hoy— el perfecto orden de los regadíos que hacían de la vega de Xátiva un terreno próspero y rentable. La familia Borja pertenecía a un linaje campesino no demasiado elevado, emparentado entre sí desde tiempo atrás. Según Miquel Batllori, los abuelos maternos del futuro papa Alejandro fueron Domingo y Francina de Borja, labradores propietarios de tierras no sometidos a ningún señor feudal, padres de un solo hijo varón, Alfonso, tío y mentor de Rodrigo y futuro papa Calixto III, y de cuatro hijas: Isabel, Juana, Catalina y Francisca. Isabel fue la madre de Rodrigo, nacido de la unión con Jofré, hijo de Rodrigo de Borja y de Fenollet y de Sibilia Escrivà y de Procida, los abuelos paternos de Rodrigo.
El padre, siguiendo la tradición asentada en las familias de su clase, le destinó desde su nacimiento a la vida eclesiástica, por no ser el primer varón de su descendencia. Jofré Borja murió en 1437, cuando Rodrigo apenas había cumplido los 6 años de edad. Isabel le había dado dos hijos varones, Pedro Luis y Rodrigo, y tres hijas, según Batllori; según otros historiadores, fueron cuatro: en la vida de Rodrigo Borja los datos fidedignos son escasos y las fechas, como otros aspectos de su biografía, bailan la danza infernal de la inexactitud y las suposiciones. Las hermanas del futuro pontífice se llamaban Juana, Beatriz, Damiana y Tecla.
Así que Rodrigo era doblemente Borja, un linaje que se pretendió incluso hacer descender de Julio César, cuando éste fuera cuestor en la Hispania romana. Lo único que parece confirmado es que los Borja (tanto el tronco paterno como el materno de los que procede Rodrigo) descendían del conde Pedro de Atarés, a quien el rey Alfonso el Batallador había hecho entrega en 1121 de la pequeña población de Borja, en Zaragoza, Aragón, ganada a los musulmanes. En 1238, ocho miembros de la familia Borja, a las órdenes de Jaime I de Aragón, desempeñaron un papel importante en la reconquista de Valencia y obtuvieron como premio la fortaleza de Xátiva y un amplio territorio circundante. Adoptaron como blasón un buey paciendo, que luego sustituyeron por un toro aureolado con ocho gavillas. Según Batllori, «en el siglo XV, Valencia y Xátiva eran las ciudades españolas donde más abundaba el apellido Borja».
DESTINADO A LA CARRERA ECLESIÁSTICA
En todo caso y como es lógico, habiendo transcurrido más de quinientos años, escasean las fuentes sobre la infancia y adolescencia de Rodrigo. Además, con frecuencia son poco fiables y adolecen de numerosas lagunas. Pero, realmente, tampoco importa demasiado: Rodrigo es un segundón de la pequeña nobleza, que tras la muerte de su padre se traslada con su madre y sus hermanos a la ciudad de Valencia; fueron acogidos por un pariente, tío y cardenal, que será fundamental en la vida de su sobrino, del que se hizo cargo desde entonces.
Se trataba de una familia con más ínfulas que posición, que destinó al segundogénito Rodrigo a la Iglesia apenas cumplió los 7 años, límite mínimo de edad impuesto por los cánones para iniciarse en la carrera eclesiástica.
En 1447, con 15 años de edad, Rodrigo recibe autorización por una bula papal para desempeñar altos oficios administrativos y dignidades eclesiásticas. El papa Nicolás V atribuye textualmente esta concesión a su «vitae ac morum honestas aliaque laudabilia probitatis et virtutum». Honestidad y virtudes que no eran otra cosa que una fórmula puramente retórica para justificar éste y posteriores beneficios y prebendas, entre ellas, la entrada en el cabildo de Valencia, gracias a la influencia en la corte papal de su tío, el cardenal Alfonso.
Incluso puede que ya hubiera recibido otros beneficios del papa Eugenio IV antes de esa edad. Según el historiador italiano Roberto Gervaso, «la asignación de cargos eclesiásticos a menores entraba en los hábitos, o vicios, de la Iglesia, la cual comerciaba con ellos de la manera más descarada».
En 1449, por bula de 17 de febrero, Nicolás V autoriza al canónigo de Valencia Rodrigo Borja a residir «fuera de los lugares en los cuales radicaban los beneficios obtenidos». Se cree que ese mismo año su tío reclama a su lado en Roma a los hijos de su hermana viuda Isabel: el mayor, Pedro Luis, y el segundo, Rodrigo.
Para entonces, el apellido Borja se ha italianizado ya, convirtiéndose en el famoso Borgia que adoptará toda la rama de la familia establecida en Italia y que pasará a la Historia marcado por los tintes siniestros de una leyenda secular y poderosa, aunque con poco fundamento.
Es difícil imaginar un futuro tan radiante como el que esperaba al joven Rodrigo en Roma sin tener en cuenta el poder conquistado antes en la corte pontificia por su tío. Alfonso Borja había nacido en Xátiva en 1378. En 1429 fue nombrado obispo de Valencia, tras haber destacado como consejero del rey de Aragón, Alfonso V el Magnánimo, y haber conseguido acabar con el cisma de Occidente, propiciando la abdicación del último antipapa, Gil Sánchez Muñoz, que con el nombre de Clemente VIII, había sustituido al aragonés Benedicto XIII —el famoso Papa Luna—, refugiado en Peñíscola. Con su talante moderado y sus cualidades de óptimo negociador, Alfonso convenció a Clemente de que cediera la tiara, lo que le valió como recompensa el obispado de Valencia en 1429. La historia oficial vaticana no parece haber valorado con justeza esta intervención, trascendental para la supervivencia de la Iglesia católica. La posición eclesiástica de Alfonso Borja se consolida definitivamente en 1444, cuando se le nombra cardenal después de otra exitosa intervención diplomática, esta vez, en el Reino de Nápoles.
LLEGA UN ATRACTIVO ADOLESCENTE
Asentado en la corte pontificia como uno de los príncipes de la Iglesia, con todo el poder y las prebendas que ello conllevaba, Alfonso hace venir a sus dos sobrinos, Pedro Luis y Rodrigo, a la Ciudad Eterna. Rodrigo llega a Roma cuando ronda los 18 años y su aparición no pasó desapercibida: algunos historiadores aseguran que «impresiona a todos». «En Rodrigo llamaban también la atención los modales finos, la experiencia de mundo, la ironía escéptica, el orgullo comedido, la prudencia, la perspicacia, la elegancia, la decisión, el autocontrol y el sex appeal», dice Gervaso. No es poco para un jovenzuelo. «Un hombre», lo define el historiador contemporáneo Jacopo de Volterra, «cuyo espíritu es capaz de todo y de gran inteligencia; habla hábilmente y sabe modular a la perfección sus discursos, aunque sus conocimientos literarios sean mediocres; es diestro por naturaleza y tiene un arte maravilloso para hacer negocios».
En aquella época, tan excepcional personaje, nacido en lo que sería hoy la clase media-alta, no tenía muchas oportunidades de medrar, dado que el gobierno le estaba vedado por sangre: su carrera era la eclesiástica, la más democrática al fin y al cabo. Y en ella llegaría al máximo. Fue un excepcional político de su época que alcanzó la cúspide del poder multinacional de entonces. «Encarnaba espléndidamente los egoísmos y antojos de aquel Renacimiento cínico y pasional, sin reglas ni ideales, cuyo modelo insuperado e insuperable estaría constituido por El Príncipe de Maquiavelo», dice uno de sus múltiples biógrafos modernos que intentan un ejercicio de equidistancia frente a la abrumadora leyenda negra que pesa sobre el personaje.
Las crónicas de la época presentan al futuro Alejandro VI como un joven enormemente atractivo, de figura imponente, hábil en el arte de la convivencia cortesana, consumado diplomático, sensual y amante de la belleza. Un hombre profundamente humano que no disimulaba sus emociones y sus sentimientos, una actitud poco acorde con la conducta que se esperaba de un clérigo, aunque la historia de la Iglesia renacentista está repleta de personajes cuya conducta escandalizaría a los creyentes actuales. El perfil de Rodrigo Borja comparte elementos comunes con muchos otros príncipes y soberanos de aquella Iglesia contaminada por todas las pasiones humanas, preocupada sobre todo por afirmar su poder terrenal.
Muchos de los que lo acogieron con curiosidad y complacencia se convertirían en encarnizados enemigos a medida que el ambicioso valenciano fuera tomando las riendas del poder vaticano, que en aquellos años era, sobre todo, un poder temporal adornado con la aureola entre fanática y oscurantista que le otorgaba la representación del poder divino en la tierra.
La envidia persiguió a Rodrigo Borja desde joven y fue elemento fundamental en la maraña de infundios con que la Historia ha ocultado sus dotes y aciertos, que fueron tantos y más que las sombras de su carácter y su figura.
ENTRE HUMANISTAS Y TABERNAS
En Roma estudió con provecho bajo la guía del gramático Gaspar de Verona, uno de los humanistas más doctos de la urbe, a cuyas lecciones asistía la flor y nata de la juventud capitolina. Frecuentó también a pintores, músicos, poetas y filósofos. Y también las tabernas y los burdeles, en opinión de algunos historiadores. Gaspar de Verona diría de él: «No necesita ni mirar a una mujer hermosa para inflamarla de amor de la manera más extraña: atrae a las mujeres como el imán al hierro».
Vive en las dependencias familiares de su tío, en el convento-fortaleza de los Cuatro Santos Coronados, que se alza todavía hoy, sobre las ruinas del Coliseo y el Foro Romano, dominando también la vaguada que va desde San Pedro del Vaticano hasta San Juan de Letrán, eje vital de la ciudad de los papas.
Roma era una ciudad de mediana importancia: perdido el esplendor del imperio, todavía convaleciente del hundimiento producido por el cisma de Occidente, que se saldó con el traslado de la sede papal a Aviñón durante casi ochenta años, durante el reinado de los papas franceses. Han transcurrido relativamente pocos años del regreso oficial a la sede romana. De la antigua potencia quedan sólo jirones y, en la Ciudad Eterna, el papa de turno reina en perpetua zozobra, acosado por un puñado de familias feudales que imponen su ley, luchan entre sí y se alían o batallan contra el pontífice, según las conveniencias del momento. Una situación de precariedad a la que Alejandro VI se empeñaría en poner fin.
EN LA UNIVERSIDAD DE BOLONIA
En 1453 encontramos a Rodrigo Borgia en la Universidad de Bolonia, la mejor de la época, convertido en un estudiante más de Derecho canónico, siguiendo los pasos de su tío, eminente especialista en la materia. Es el año de la caída de Constantinopla en poder de los turcos, una noticia que conmociona el orbe cristiano. Mientras estudia en la hermosa ciudad de la Emilia, se produce un hecho trascendental en su vida: su tío, el cardenal Alfonso Borgia, es elegido papa tras la muerte de Nicolás V. La decisión del cónclave se produce el 8 de abril de 1455, y Alfonso adopta el nombre de Calixto III. Después de una ardua lucha entre varios candidatos, los purpurados optaron por una figura de transición, el viejo cardenal Alfonso Borgia, de 76 años de edad, para darse un respiro en la batalla por el poder.
Coronado el día 20 de abril, el 10 de mayo siguiente Calixto nombra a Rodrigo protonotario apostólico, y al mes siguiente le confía el decanato de Xátiva. Alfonso, ahora papa Calixto III, tiene 77 años, una salud pésima, un pasado sin tacha, grandes conocimientos jurídicos, pocos amigos y también pocos enemigos. La elección de un papa «extranjero» —aunque esta vez español y no francés— había provocado inquietud en Roma, todavía no recuperada del trauma de Aviñón. Pero Calixto III se mantuvo por encima de tentaciones nacionalistas y defendió a la Iglesia de Roma mejor que los mismos romanos. Aun así, los historiadores hacen mucho hincapié en subrayar la invasión de «catalanes» que se produjo en la ciudad apenas Calixto se ciñó la tiara. Cientos de paisanos del nuevo pontífice coparon los puestos de cierta importancia, provocando una inevitable ola de impopularidad. Sin embargo, no puede considerarse anómala la conducta de Calixto III, que favoreció a sus parientes, empezando por los sobrinos, como era costumbre en la época —costumbre no desterrada hasta bien entrado el siglo XIX—. Por otro lado, no pueden considerarse aceptables las críticas de algunos historiadores a esta «invasión» de extranjeros, puesto que el Gobierno de la Iglesia Universal no debería considerarse patrimonio de los italianos, como ha ocurrido durante tantos siglos. Considerar extranjeros a los papas Borgia demuestra únicamente el excesivo grado de «italianitis» imperante entonces y hoy en la Iglesia de Roma, y el escaso valor «espiritual» de esta institución en aquellos atormentados años de finales de la Edad Media e inicios del Renacimiento.
Los sobrinos de Calixto —Pedro Luis y Rodrigo— pasaron de inmediato a ocupar puestos de responsabilidad en la corte pontificia. Pero el nepotismo de que hizo gala Alfonso de Borja era casi una norma de supervivencia para el pontífice de turno, rodeado por camarillas de enemigos y falsos amigos, y necesitado imperiosamente del apoyo de personas de total confianza que no podían ser otras que sus parientes directos. Muchos autores han analizado a fondo la «utilidad» del nepotismo, sin el cual no habrían sobrevivido los papas, ya que la monarquía vaticana, al no ser hereditaria, coloca al pontífice en una extraña situación de aislamiento. Así las cosas, Pedro Luis fue convertido sin tardanza en prefecto de Roma y Gran Gonfalonero de la Iglesia, portaestandarte de Cristo, con mando sobre las plazas de Spoleto, Terni y Orvieto, además de otros cargos y dignidades con prebendas diversas.
Para Rodrigo se abría un futuro brillante que habría de depararle la tiara pontificia muchos años después.
CARDENAL Y DOCTOR
Todo ocurrió con celeridad. Menos de un año después de la elección de Calixto III, Rodrigo Borgia recibía el capelo cardenalicio con la titularidad de la basílica romana de San Nicolás in Carcere, y su primo, Luis Juan de Milà —hijo de Catalina, otra hermana del papa Calixto—, obtiene el mismo título, «heredando» la basílica de los Cuatro Santos Coronados.
Calixto III había decidido hacer cardena