Introducción
Clara no está. Busqué su pista en un diccionario enciclopédico intentando precisar un dato biográfico mientras escribía este libro y allí no apareció rastro alguno. Ni en sus veinticuatro tomos ni en sus dos apéndices había una sola línea escrita sobre ella. La obra es de una prestigiosa editorial; ése no es el problema. Y fue publicada hace quince años, un dato despreciable, teniendo en cuenta que esta mujer encontró un hueco en la Historia hace más de setenta. Si en una enciclopedia española no figura Clara Campoamor, posiblemente la mujer más importante del último siglo y una de las más importantes de toda la historia de nuestro país, es que algo no funciona.
En mi casa, cerca de la estantería donde duermen estos volúmenes en los que no cabe Clara Campoamor, conservo un viejo papel amarillento que el párroco de Venta de Baños, don Eutiquio Zamora de los Ríos, le envío a un colega de Palencia, el 26 de junio de 1941, certificando la moralidad de mi madre mientras estuvo en el pueblo, del que salió siendo una adolescente. Aquel documento era pasaporte imprescindible para que mi madre pudiera casarse. Por entonces se hacían esas cosas. Se trata de un informe preciso en el que, sin embargo, el sacerdote no arriesga lo más mínimo a favor de la niña que conoció: describe a mi madre como una buena chica y supone que lo seguiría siendo en Palencia, aunque recuerda que salió del pueblo «en el paso de edad, el más peligroso, y en aquellos tiempos que se respiraba irreligión y frescura, sobre todo en las niñas de alguna edad». Es decir, en tiempos de la República.
La ignorancia enciclopédica de Clara Campoamor y el pormenorizado informe sobre la moralidad de una cría reflejan de manera elocuente los límites en los que se han desenvuelto las mujeres españolas en su historia: entre la invisibilidad pública y el férreo escrutinio privado. Y eso hasta hace bien poco tiempo.
Yo nací muchísimos años después de que el párroco expidiera aquel informe, producto de una carambola del destino. Aquél no era todavía este país que conocemos —para hacernos una idea aproximada, nací en una residencia que se llamaba 18 de Julio y ahora es Casa del Pueblo—, pero tampoco era aquel país cochambroso en el que una chica joven necesitaba un certificado de moralidad del párroco del pueblo en el que pasó su infancia para poder casarse siendo adulta. El franquismo sólo rozó levemente mi vida, por fortuna; tengo la conciencia de haber crecido en un ambiente de razonable libertad y, sobre todo, en igualdad de condiciones con las mujeres de mi generación. Eso nos ha hecho a todos mejores.
No todos los hombres españoles pueden decir lo mismo: unos, por razones de edad; otros, sencillamente, porque no perciben con el mismo entusiasmo la realidad de una sociedad igualitaria. Tampoco todas las mujeres. Es evidente que el machismo enraizó con fuerza en nuestro país y, a pesar de los intentos de erradicarlo, no deja de echar nuevos brotes.
Pienso con frecuencia en el destino mutilado de las mujeres y de los hombres que nos precedieron. Cómo no, en el de mis padres. Y de manera muy especial en el de mi madre. Ella fue una mujer inteligente, valiente, con una fortaleza que superaba con mucho la de la suma de los doce hijos que trajo al mundo y sacó adelante: «Los que Dios quiera», se decía en su época. Muchas veces me he preguntado qué hubiera sido de su vida en una sociedad libre y cómo habría evolucionado esa sociedad si hubiese incorporado a esa mitad de ciudadanos a los que ignoró durante siglos. Tantos millones de mujeres a lo largo de la historia... Este libro es un homenaje a todas ellas, a las que el tiempo situó en un mundo que las anuló, las enmudeció y les robó sus derechos convirtiéndolas en ciudadanas de segunda.
Arranca este libro con la aventura de las primeras mujeres que un día, hace más de un siglo, reivindicaron la educación, pelearon por entrar en la Universidad superando actitudes hostiles y, después, tuvieron la extravagante idea de reclamar su derecho a ejercer la profesión para la que se habían formado. Aquello fue un auténtico terremoto que dejó a los hombres sumidos en el desconcierto. La historia que así comienza termina en nuestros días, tan distantes y tan distintos, tan contradictorios, tiempos en los que la noticia de una mujer que ingresa por primera vez en la Academia de Ingenieros se compagina en los periódicos, ya en pleno siglo XXI, con una sentencia del Tribunal Constitucional que considera probado que un político mandó a la calle a su secretaria por el mero hecho de quedarse embarazada sin estar casada; tiempos en los que se hacen guerras para preservar la seguridad mundial, pero en los que aún somos incapaces de evitar que una mujer muera asesinada a martillazos por su marido, aunque previamente lo haya denunciado 54 veces en quince juzgados distintos.
Este paréntesis temporal encierra un período histórico apasionante, convulso, movido por impulsos contradictorios, cargado de esperanzas y frustraciones, de avances y retrocesos que han producido finalmente la mayor revolución que se ha vivido en la historia: la de la igualdad. Una revolución silenciosa y de consecuencias extraordinarias. Una revolución que han promovido, casi en exclusiva y muchas veces en soledad, las mujeres. No están en el libro todas las que han sido, aunque he procurado cuidar con mimo que sí que fueran todas las que están. A quienes fueron y no están sólo me queda pedirles disculpas. Y un favor: que sean ellas las que rematen la historia. Con su propia historia.
Hace algunos meses, en el Hoy por hoy de la Cadena SER, el programa de radio en el que trabajo, pedimos a los oyentes que nos descubriesen a mujeres pioneras con motivo del 8 de marzo. Fueron muchas las llamadas telefónicas y los correos que nos llegaron por internet. Tampoco allí apareció Clara Campoamor, aunque, en este caso, por razones bien distintas. Gracias a aquellos testimonios pudimos conocer un puñado de historias sencillas de mujeres extraordinarias. Muchas mujeres nos contaron con orgullo que habían sido las primeras universitarias de su familia; Ángeles nos habló de su tía Yayo, la primera mujer que llevó pantalones en su familia: para lo que tenía que salir de casa a escondidas de su padre; Silvia nos dijo que era soldadora, una profesión rara entre las mujeres; Miguel Ángel nos contó la historia de su madre, pareja de un hombre separado, del que tuvo tres hijos ilegítimos a los que sacó adelante en soledad, ante el vacío y el desprecio de su familia; María nos dijo que fue la primera periodista dep