Prólogo
LA INSTINTIVA LUCHA POR LA LIBERTAD
No hace mucho, en un congreso de literatura peruana, oí a un escritor indigenista asegurar que si Mario Vargas Llosa hubiera ganado las elecciones a la presidencia del Perú, habría cambiado el escudo nacional por la esvástica. En otras circunstancias he oído decir de él que es un antiperuano, un derechista, un «facha», un ingenuo en materia política. De Vargas Llosa se han dicho y se dicen muchas cosas, excepto que es un liberal, un liberal con el que algunos estarán de acuerdo y otros no, pero al fin y al cabo un liberal. Y tratándose del intelectual que más ha luchado por combatir los estereotipos y desfases que distorsionan los análisis de la realidad latinoamericana, especialmente los que se hacen desde los países desarrollados, resulta paradójico que sobre él recaigan clichés y etiquetas empeñadas en distorsionar su pensamiento.
¿Cuáles son los postulados liberales de Vargas Llosa? ¿Cuál es su posición ante la realidad latinoamericana? ¿Cuáles son los peligros y esperanzas que vislumbra para el continente? ¿Cómo han tomado forma sus ideas y compromisos? La selección de ensayos que compone este volumen pretende aclarar estas cuestiones. En ellos, además de verse reflejado el recorrido intelectual del escritor, se analizan todos los grandes acontecimientos que han marcado la historia reciente de América Latina. No están ordenados cronológicamente sino por temas, ilustrando las batallas que Vargas Llosa ha dado por la libertad, desde su oposición frontal a las dictaduras, su ilusión y posterior desencanto con las revoluciones, sus críticas al nacionalismo, al populismo, al indigenismo y a la corrupción —mayor amenaza para la credibilidad de las democracias—, hasta el descubrimiento de las ideas liberales, su defensa irrestricta del sistema democrático y su pasión por la literatura y el arte latinoamericano. Al igual que los personajes de sus novelas, encarnación de alguna de esas fuerzas ciegas de la naturaleza que llevan al ser humano a realizar grandes hazañas o a causar terribles cataclismos, Vargas Llosa ha sido un instintivo defensor de la libertad, atento siempre a las ideas, sistemas o reformas sociales que intentan reducir el contorno de la autonomía individual. Su criterio para medir el clima de libertad de una sociedad ha sido siempre el mismo: el espacio que se le da al escritor para que exprese libremente sus ideas. En los sesenta, cuando revolucionaba la narrativa latinoamericana y se perfilaba como intelectual comprometido, sus primeras incursiones en debates públicos estuvieron guiadas menos por doctrinas políticas que por intuiciones literarias. Aunque muy influenciado por las posturas ideológicas de Sartre, sus ideas juveniles acerca de lo que debía ser una sociedad libre y justa partieron, en gran medida, de reflexiones en torno al oficio de la escritura y al rol social del escritor.
Vargas Llosa siempre tuvo claro que la libertad, aquel requisito sin el cual el novelista no podía desplegar sus intereses y obsesiones, era vital para que floreciera un mundo cultural rico, capaz de fomentar un debate de ideas que facilitara el tránsito de América Latina hacia la modernidad. Solo con plena libertad para criticar, amar u odiar al gobierno, nación o sistema político que lo acogiera, el escritor podía dar forma a ese producto personal, en gran medida irracional, y siempre fermentado por pasiones, deseos, filias y fobias individuales, que era la novela. Los resultados de plegarse mansamente a poderes externos o a causas políticas solo podían ser loas serviles al tirano de turno o el lastre artificioso del compromiso. En «El papel del intelectual en los movimientos de liberación nacional», artículo publicado en 1966, manifestaba las tensiones que debía soportar un novelista cuyo compromiso consciente lo ligaba a una causa política. Si los demonios personales y las causas públicas coincidían, feliz casualidad para el creador. En caso contrario, el novelista debía asumir el desgarramiento interno y mantenerse fiel a su vocación literaria.
En los años cincuenta, década en la que el flirteo juvenil de Vargas Llosa con la literatura se convertía en un compromiso marital, el símbolo de la opresión del espíritu y del recorte de libertades fue el dictador. Solo en el Perú, a lo largo del siglo XX habían brotado cinco gobiernos dictatoriales, que sumados a los otros seis que ensangrentarían la vida política del país en las siguientes décadas, hasta la fuga intempestiva de Alberto Fujimori, darían un total de casi sesenta años bajo regímenes autoritarios. Esta atmósfera viciada y sórdida, causante de frustraciones, escepticismo y abulia moral, tuvo una presencia desbordante en las tres primeras novelas de Vargas Llosa. La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral, publicadas, respectivamente, en 1963, 1966 y 1969, fueron grandes construcciones ficticias en las que se hacía un minucioso análisis de las sociedades peruanas, revelando las consecuencias del militarismo, del machismo, del dogmatismo religioso o de cualquier otra forma de poder atrabiliario sobre las personas. Bien fuera en academias militares, prostíbulos, misiones, zonas selváticas o ambientes burgueses, los personajes de Vargas Llosa acababan siempre mal, minados espiritualmente, sumidos en la más abyecta mediocridad o convertidos en aquello que no querían ser.
Aunque estas novelas fueron grandes creaciones imaginativas, inspiradas más por ideales formales y literarios que por compromisos ideológicos, en ellas se observa el universo mental y moral con el que Vargas Llosa interpretaba la realidad latinoamericana en los sesenta. Los ensayos que escribió en aquellos años fueron un eco consciente de los anhelos revolucionarios que bullían en sus obras narrativas. Si en «Toma de posición», manifiesto de 1965, expresaba su apoyo a los movimientos de liberación nacional, en sus novelas dejaba entrever que solo el derrumbe del sistema capitalista y de la burguesía corrupta podría romper los círculos viciosos que impedían el avance del Perú hacia la modernidad.
Eso explica la euforia con que recibió la Revolución Cubana, el primer intento por fundar una sociedad bajo el signo socialista. La ilusión, sin embargo, no duró mucho. Cuando el sueño empezó a convertirse en realidad, y Fidel Castro, el gigante incombustible que había impresionado a Vargas Llosa por su receptividad hacia las críticas de los intelectuales (véase «Crónica de Cuba»), adoptó el mismo tipo de censuras que habían sido frecuentes en las dictaduras, la ilusión empezó a resquebrajarse. El hecho crucial que sentenció su ruptura con la revolución ocurrió a principios de los setenta. En 1971, el poeta Heberto Padilla fue acusado de «actividades subversivas» tras la publicación de un poemario, Fuera del juego, en el que las autoridades cubanas entrevieron críticas contrarrevolucionarias. Padilla fue obligado a retractarse y a hacer una autocrítica que revivió las prácticas más obtusas del estalinismo. Aquella farsa no pasó desapercibida. Vargas Llosa, que conocía a Padilla y advirtió que aquel espectáculo había sido orquestado desde las altas esferas de la isla, movilizó a los más prestigiosos intelectuales de izquierda para manifestar, mediante la firma de una carta dirigida a Fidel Castro, su repudio por el trato infligido a Padilla y a otros escritores cubanos (véase «Carta a Fidel Castro» y «Carta a Haydée Santamaría»).
No era la primera vez que Vargas Llosa se manifestaba en contra de las censuras. En 1966, las autoridades de la Unión Soviética habían condenado a dos escritores rusos, Yuli Daniel y Andrei Siniavski, por motivos similares, y el peruano había reaccionado airadamente publicando «Una insurrección permanente», ensayo en el que criticaba sin paliativos los recortes a la libertad de expresión en la Unión Soviética. La gran virtud que Vargas Llosa veía en la Revolución Cubana era, precisamente, la de haber armonizado la justicia con la libertad. Aunque Castro había justificado la invasión soviética de Checoslovaquia, su liderazgo en Cuba parecía «ejemplar en su respeto al ser humano y en su lucha por la liberación». Pero el Caso Padilla quitaba el velo al fantasma y dejaba a la vista el rostro oculto de aquel «modelo dentro del socialismo» que Vargas Llosa vio —o quiso ver— en los viajes previos que había hecho a la isla. La sociedad utópica que proponía Castro se había cobrado su primera víctima, la libertad de expresión, y con ella entraban en cuarentena la literatura, el periodismo y cualquier tipo de actividad intelectual. Después de una década de entusiasmo, las dos máximas con las que Vargas Llosa había organizado su vida, la literatura y el socialismo, se veían enfrentadas. Y ante el dilema de escoger entre su vocación y el compromiso político, Vargas Llosa finalmente optó por la primera.
La evidencia de que Cuba no era la concreción de una utopía, sino una gran trampa para escritores y opositores al régimen, obligó a Vargas Llosa a revisar sus ideas respecto de la revolución y la democracia (véase «Ganar batallas, no la guerra»). Su mundo mental, sin embargo, permaneció igual: su escala de valores siguió inmutable y el diagnóstico de los males del Perú siguió siendo el mismo. No se dio esa transformación política de un Dr. Vargas a un Mr. Llosa con la que ha sido caricaturizado. El escritor siguió pensando que la prioridad para América Latina era transitar el camino de los países occidentales y modernizarse (lo sugirió por primera vez en 1958, luego del viaje a la selva peruana que le mostró un mundo de violencia y atropellos, ajeno a la civilidad occidental, y que inspiraría La casa verde, Pantaleón y las visitadoras y El hablador), corregir sus desigualdades y reparar las injusticias sufridas por las poblaciones minoritarias del Perú. Lo que cambió fueron los métodos, no las metas, y eso se vio reflejado en los ensayos que empezó a publicar en la segunda mitad de los setenta.
En una conferencia ofrecida en Acción Popular, en 1978, afirmaba que el espectáculo de pobreza y explotación reinante en su país seguía horrorizándolo igual que antes, pero hacía hincapié en la desconfianza que ahora le producía el marxismo como método para corregir las desigualdades e injusticias. Más eficaces habían demostrado ser las doctrinas liberales y democráticas, «es decir, aquellas que no sacrifican la libertad en nombre de la justicia», que en países como Suecia e Israel habían logrado equilibrar la libertad individual y los sistemas de justicia social. Este cambio de postura fue el resultado de nuevas exploraciones intelectuales. El desplome de la fe en el socialismo había forzado a Vargas Llosa a dejar a Sartre a un lado y a buscar nuevos referentes con los cuales juzgar los acontecimientos mundiales. Esa búsqueda lo había conducido a revisar las interpretaciones tempranas que había hecho de Camus, y a leer apasionadamente los libros de Jean-François Revel e Isaiah Berlin, dos autores muy distintos entre sí pero con un objetivo común: la defensa del sistema democrático y de la libertad como garantes del pluralismo y de la tolerancia.
Revel, filósofo de formación pero periodista por vocación, fue, junto con Raymond Aron, una de las pocas voces que en Francia se enfrentaron al marxismo y a la estela pro soviética sembrada por Sartre. Más que las teorías, a Revel le importaban los hechos, y por eso no dudó en criticar a los intelectuales que, con tal de defender la ideología, justificaban los desmanes del totalitarismo estalinista. Aquella ceguera ideológica impedía ver que no eran los países socialistas los que habían encabezado las grandes revoluciones sociales, sino las democracias capitalistas, donde la mujer, los jóvenes y las minorías sexuales y culturales se rebelaban para cuestionar la ortodoxia de las instituciones, exigir derechos e imprimir cambios en la vida de las sociedades. Las reformas democráticas demostraban ser el camino más corto y eficaz para mejorar las condiciones de vida, no las revoluciones totales que pretendían reinstaurar piedra por piedra la sociedad. La gran paradoja del siglo XX fue demostrar que, mientras las dictaduras socialistas se anquilosaban, el mecanismo interno del capitalismo demandaba la revolución constante de modas, costumbres, gustos, tendencias, deseos, modos de vida, etcétera, para sobrevivir.
El pensamiento de Isaiah Berlin también fue fundamental. Aunque como escritor e intelectual público Vargas Llosa se acercaba más al polémico Revel que al circunspecto Berlin, las ideas de este último le fueron vitales para entender por qué, mientras en el arte y la literatura la ambición absoluta y el sueño de la perfección humana eran loables, en la realidad solían conducir a hecatombes colectivas. La desgarradora lección de Berlin es que los mundos perfectos no existen. El sueño de la Ilustración, según el cual las sociedades recorrerían la ruta ascendente del progreso guiadas por la ciencia y la razón, partía de una premisa errónea. Ni la ciencia ni la razón ofrecen respuestas únicas y definitivas a las preguntas fundamentales del ser humano. Cómo vivir, cómo valorar o qué desear son interrogantes sin respuestas precisas, o al menos no cotejables con verdades científicas. Aquel que se alza por encima de sus pares y asegura tener un conocimiento superior, haber descubierto la naturaleza humana y, por ende, la verdadera forma de vivir y solucionar todos los problemas, acaba, por lo general, sometiendo a sus congéneres a la tiranía de su razón. Las soluciones integrales que entusiasmaron a los filósofos del siglo XVIII no existen, y todo aquel que diga poseerlas debe ser temido, pues lo que propone es una ficción, un modelo ideal que aviva las fantasías prístinas de un paraíso perdido, pero que en la realidad niega la ambigüedad y las diferencias humanas. Las metas a la luz de las cuales los individuos y las culturas organizan sus existencias no son reducibles a un solo proyecto. La vida se nutre de diversos ideales y valores, y, lamentablemente, es imposible que todos ellos armonicen sin fricciones. Si se quiere evitar la opresión, no hay más remedio que fomentar el pluralismo, la tolerancia y la libertad, o más exactamente lo que Berlin llama «libertad negativa»: una esfera de la vida en la que ningún poder externo pueda bloquear la acción humana.
Las ideas de Isaiah Berlin tuvieron un poderoso efecto en el pensamiento de Vargas Llosa. Si en 1975 aún guardaba esperanzas de que la dictadura socialista de Velasco combatiera el horror y la barbarie del subdesarrollo, en 1976, con el golpe palaciego del general Francisco Morales Bermúdez, sus ilusiones se habían evaporado por completo. De las revoluciones solo había quedado un «ruido de sables», y una vez más, en lugar de igualdad y justicia, el pueblo peruano había recibido nuevos recortes en la libertad de expresión (véase «Carta abierta al general Juan Velasco Alvarado»).
Ni la revolución de izquierdas ni el cuartelazo de derechas; ni la utopía ni la sociedad perfecta: desde 1976, Vargas Llosa va a defender la vía de las urnas como único medio legítimo de acceder al poder. Solo el sistema democrático tolera las verdades contradictorias; por eso es el que menos riesgos entraña para la convivencia, el que tolera la elección entre distintos modos de vida, y el que no solo permite sino que demanda el debate y la libre circulación de ideas (véase «Las metas y los métodos»). Desde este nuevo ángulo, la revolución ya no se observa como remedio para los problemas sino como síntoma de los mismos. Hay un mal más profundo, enquistado en las entrañas de América Latina, que nada tiene que ver con la injusticia o la desigualdad. Revolucionarios de izquierda, militares de derecha, visionarios religiosos, nacionalistas fogosos y racistas de todo pelaje tienen cierta base común: el desprecio por las reglas de juego democráticas, el particularismo y el sectarismo. Las ideas de cada grupo se han plegado sobre sí mismas hasta degenerar en fanatismos fratricidas. Esa también es la historia del continente. Todas las ideologías colectivistas, desde la fe católica al socialismo, pasando por las distintas formas de indigenismo, populismo y nacionalismo, han echado raíces robustas y se han defendido con un arma en la mano y una venda en los ojos.
Vargas Llosa vio con claridad esta problemática no solo gracias a Isaiah Berlin y a Karl Popper, el otro filósofo liberal, crítico de las sociedades cerradas y del determinismo histórico, que leyó juiciosamente a finales de los ochenta, sino a Euclides da Cunha, periodista y sociólogo brasileño que presenció una de las carnicerías latinoamericanas más absurdas y trágicas, la guerra de Canudos. Os Sertões, el libro en el que da Cunha explica cómo la ceguera ideológica distorsionó la realidad y condujo al Ejército brasileño a liquidar un levantamiento de campesinos —detrás del cual se empeñaron en ver al Imperio Británico—, no solo inspiró la obra más ambiciosa de Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo; también le mostró que las grandes tragedias latinoamericanas han nacido de la incomunicación, del desconocimiento mutuo y de las distintas temporalidades que separan y generan desconfianza entre sectores de la población.
Vargas Llosa empezó a escribir La guerra del fin del mundo a finales de los setenta, sin sospechar que a la vuelta de la esquina, el 17 de mayo de 1980, Sendero Luminoso quemaría las urnas de votación en el pueblo ayacuchano de Chuschi y declararía una de las guerras revolucionarias más sangrientas y fundamentalistas de la historia moderna de América Latina. La realidad pareció confundirse con la ficción. Mientras el escritor recreaba episodios de fanáticos religiosos que veían en la naciente república brasileña la obra de Satán, revolucionarios maoístas colgaban perros de los postes de Lima para denunciar la traición del «perro» Deng Xiaoping a la Revolución Cultural China.
Eran los ochenta, el Muro de Berlín se tambaleaba, se urdía esa gran alianza democrática que es la Unión Europea y América Latina aún se debatía entre el fanatismo, el autoritarismo y la revolución. En Chile se mantenía enhiesto el puño opresor de Augusto Pinochet; Argentina había cedido el poder a la Junta Militar de Videla, Massera y Agosti; Brasil seguía bajo gobiernos militares; la misma suerte había sufrido Bolivia entre 1964 y 1982; Paraguay era el feudo de Alfredo Stroessner; Ecuador, después de dos dictaduras militares, se involucraba en 1981 en una disputa territorial con el Perú; Colombia, aunque sin escaramuzas dictatoriales, sostenía una lucha interna con varios movimientos guerrilleros, entre ellos el M-19, el EPL, el ELN y las FARC; Venezuela disfrutaba de las bases democráticas sentadas por Rómulo Betancourt, pero en 1989 se enfrentaba al Caracazo y, en 1992, al golpe militar —frustrado— de Hugo Chávez; en Panamá estaba Noriega; en Nicaragua, la revolución sandinista derrocaba a Somoza; Honduras salía de la dictadura de Paz García; en El Salvador comenzaba una guerra civil entre militares y guerrilleros del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional; Guatemala seguía en medio de un atroz conflicto armado; México permanecía bajo la «dictadura perfecta» del PRI; en Haití estaba Baby Doc; y en Cuba se mantenía inexorable Fidel Castro. El panorama estaba lejos de ser alentador. Entre golpes de Estado y revoluciones, la democracia fue una especie rara que difícilmente pudo adaptarse a un hábitat dominado por caudillos populistas, hombres fuertes, políticos corruptos, revolucionarios fanáticos y tiranos de galones y charreteras estrelladas.
En el Perú, sin embargo, y a pesar de la amenaza que representaban Sendero Luminoso y el MRTA, el sistema democrático parecía volver a consolidarse con el gobierno de Belaunde Terry y el posterior relevo de Alan García. Siete años de estabilidad constitucional devolvían la fe en las instituciones, hasta que el 28 de julio de 1987, en un discurso ante el Congreso, García amenazó con estatizar los bancos, las compañías de seguros y las financieras. Aquella medida pretendía otorgarle al gobierno el control sobre los créditos, dejando al sector industrial, incluyendo a los medios de comunicación, a merced del presidente y del APRA. El poder legítimo que las urnas le habían dado a García se hubiera visto desbordado, y la sombra del autoritarismo hubiera vuelto a rondar la frágil democracia peruana (véase «Hacia el Perú totalitario»).
Si García no logró apoderarse de la banca, fue porque Vargas Llosa y un grupo de empresarios encabezaron protestas y una multitudinaria manifestación en la Plaza San Martín, que, apoyadas por miles de ciudadanos, finalmente hicieron derogar la ley. A raíz de esta movilización surgió el Movimiento Libertad, una organización de ciudadanos que seguiría políticamente activa, y que aliada con Acción Popular y el Partido Popular Cristiano llevaría a Vargas Llosa a disputar las elecciones presidenciales de 1990. Aquello supuso un gran cambio —también una gran aventura— para el escritor. Ya no solo iba a escribir columnas de opinión, debatir ideas y enfrentarse con abstracciones; ahora tendría que medirse ante la tribuna pública, hacer propuestas electorales y lidiar con problemas cotidianos.
Debido a que su salto a la política había estado motivado por la política económica de García, era evidente que su plan de gobierno tendría que diferenciarse del de aquel en los mismos términos. Una postura sólida en materia económica suponía consultar a expertos en el tema, intelectuales cuyas ideas sintonizaran con la noción de sociedad abierta que tanto lo había persuadido, pero cuya argumentación estuviera cifrada en términos especializados. El liberalismo de Berlin y Popper podía dar ideas generales sobre cómo organizar la vida productiva de un país, pero difícilmente se podía traducir en propuestas concretas para aliviar la tasa inflacionaria o reactivar el sector empresarial. En cambio, las ideas del economista Friedrich August von Hayek, el más férreo crítico de las economías centralizadas, resultaban de gran utilidad para contrarrestar los estragos de décadas de estatismo, mercantilismo y adormecimiento burocrático.
Si en los sesenta habían sido Sartre, Camus y Bataille los referentes a la luz de los cuales Vargas Llosa contrastaba sus ideas, para finales de los ochenta y principios de los noventa eran Berlin, Popper y Hayek. Mientras los dos primeros daban serios argumentos para combatir el nacionalismo, el fascismo, el marxismo, el populismo, el indigenismo y todas las ideologías que pretendían encerrar al individuo en un ente mayor, bien fuera la nación, el partido, la raza, la Historia o cualquier forma de redil auspiciado por caudillos, visionarios o revolucionarios, Hayek afirmaba que la planificación estatal de la economía, en auge durante los años en que publicó Camino de servidumbre (1944), concentraba el poder económico en el Estado, reducía los ámbitos de participación ciudadana y, en consecuencia, establecía una relación de dependencia que socavaba la libertad individual. Si en algo se parecían el fascismo y el comunismo era en este punto: ambos sistemas aglutinaban las fuerzas productivas en manos del Estado. Con ello no solo minaban la iniciativa individual y las libertades económicas, sino que expandían los tentáculos del poder estatal hasta llegar al ámbito privado.
Después de leer a Hayek, Vargas Llosa quedó persuadido de que la defensa de la libertad individual pasaba por la defensa de la libre empresa y del mercado. La libertad era una e indivisible. No podían diferenciarse las libertades políticas y las libertades económicas, pues las unas dependían de las otras. El estatismo predicado por Perón en los cuarenta, por Castro y el general Velasco en los sesenta, por Alan García en los ochenta, por Hugo Chávez y Evo Morales en los 2000 y por el PRI mexicano a lo largo de toda su historia, reproducía el sistema mercantilista que otorgaba al gobierno un poder desmedido, ponía sobre la cuerda floja las libertades, abría las puertas al clientelismo y la corrupción, moldeaba una mentalidad rentista, adormilaba la iniciativa y el dinamismo económico, y fomentaba el centralismo, mal endémico de la vida pública latinoamericana.
Durante su campaña presidencial, Vargas Llosa promovió las privatizaciones, el orden fiscal, la inversión extranjera, y logró convencer a gran parte del electorado peruano de que el camino para superar la pobreza a corto plazo pasaba por seguir el ejemplo de países que, como Japón, Taiwán, Corea del Sur, Singapur o España, se habían insertado en los mercados mundiales y habían sacado provecho de la globalización. Pero en la recta final, cuando todo hacía prever su triunfo en las urnas, resurgieron los demonios que Vargas Llosa había tratado de exorcizar de la vida política, y el ingeniero Alberto Fujimori, haciendo suyas las armas del populismo y la demagogia —y luego del racismo—, forzó una segunda vuelta electoral que sentenciaba de antemano la derrota del escritor.
El triunfo de Fujimori no solo significó un tropezón en el empeño personal y colectivo por transformar la realidad del Perú a través de las ideas liberales. Dos años después, en 1992, Fujimori cerraría el Congreso, la Corte Suprema y el Tribunal de Garantías Constitucionales, suspendería la Constitución y empezaría a gobernar mediante decretos leyes, dando un autogolpe de Estado que le otorgaba el control de la justicia, la legislación, la economía y las fuerzas militares (véase «¿Regreso a la barbarie?»). La peste del autoritarismo, en apariencia purgada de la vida pública desde hacía doce años, volvía a corromper el sistema democrático peruano. Además, dejaba un precedente que se impondría en los años siguientes como moda nociva en América Latina: la de copar las ramas del poder desde la legalidad, accediendo al Ejecutivo por medios democráticos para luego traicionar las reglas de juego, reformar Constituciones, infiltrar poderes judiciales, asegurar mayorías parlamentarias e intimidar a opositores y medios de comunicación. Rompiendo la promesa de no volver a opinar sobre el Perú, Vargas Llosa protestó airadamente y reclamó una condena por parte de la comunidad internacional. Los esfuerzos fueron en vano. A los atentados de Sendero Luminoso y del MRTA se sumaba ahora el autoritarismo, y el Perú, una vez más, volvía a debatirse entre la dictadura y la revolución.
A pesar de que el régimen de Fujimori se encargó de ensuciar su imagen y de enemistarlo con las bases populares del país, Vargas Llosa a la larga ganó esta batalla. Los escándalos de corrupción que provocaron los «vladivideos», cintas en las que se veía al hombre fuerte del régimen, el ex capitán Vladimiro Montesinos, repartiendo sobornos a diestra y siniestra, causó gran malestar entre la ciudadanía. En noviembre de 2000, aprovechando un viaje a Japón, Fujimori preparó la madriguera donde hibernaría su resaca dictatorial, y envió una carta al Congreso comunicando su renuncia.
Volvía la democracia al Perú, mas no por ello la estabilidad política. Una nueva ola de populismo revolucionario llevaba varios años, desde el triunfo electoral del ex golpista Hugo Chávez en Venezuela, arrastrando a miles de personas hacia nuevas formas de autoritarismo (véase «“¡Fuera el loco!”»). Reviviendo el mito de Simón Bolívar y de Fidel Castro, de la lucha antiimperialista y de la unidad bolivariana, Chávez había iniciado un proceso de toma y derribo de las instituciones democráticas venezolanas, haciendo suyas las tácticas de Fujimori para controlar el Tribunal Supremo de Justicia, gobernar mediante decretos, apoderarse de las empresas más rentables (el petróleo, sobre todo), formar la Milicia Bolivariana, cerrar medios de comunicación y crear un clima de confrontación social. Esta réplica del guevarismo al interior del sistema democrático no tardó en convertirse en un proyecto de exportación. Chávez intentó arraigar su revolución bolivariana en varios países de América Latina, y entre ellos el Perú, apoyando la candidatura presidencial del ex militar Ollanta Humala.
La dinastía de los Humala, encabezada por el patriarca Isaac Humala, maneja un discurso nacionalista y xenófobo, cuyas propuestas van desde la jerarquización de la sociedad en función de la raza (solo los peruanos de «piel cobriza» tendrían plenos derechos; los blancos serían ciudadanos de segunda) hasta la persecución de los homosexuales y el linchamiento público de los «neoliberales vende patrias». El 1º de enero de 2005, demostrando que no bromeaban, Antauro, hermano de Ollanta y líder del movimiento etnocacerista, tomó por las armas una comisaría de la ciudad andina de Andahuaylas para exigir la renuncia del presidente Alejandro Toledo (véase «Payasada con sangre»). Aunque semejante despropósito debió haberle negado cualquier opción política, Humala ganó la primera vuelta de las elecciones de 2006. Antes de saber quién sería su contendiente en la siguiente ronda —si Alan García o Lourdes Flores—, Vargas Llosa promovió una alianza de demócratas para evitar el triunfo del etnocacerista. Los antecedentes de García no dejaban mucho margen al optimismo, pero permitir el triunfo de Humala hubiera supuesto, además de la injerencia directa de Chávez en el Perú, la consolidación de un régimen de estirpe fascista, animado por las más rancias causas nacionalistas, demagógicas, xenófobas, homófobas y beligerantes. Ante tal posibilidad, Vargas Llosa no lo dudó: dio su voto a García y celebró su triunfo como el mal menor que podía sufrir el Perú.
Aunque el clima actual en América Latina es menos turbulento que en décadas anteriores, los países de la región aún están lejos de alcanzar los consensos sociales y políticos que garantizan la estabilidad de los gobiernos. Aún hay encarnizadas polémicas sobre si América Latina debe seguir el rumbo de Chile y Brasil, países donde una izquierda pragmática y desideologizada ha dado pasos de gigante hacia el desarrollo, o el de Cuba y Venezuela, donde caudillos omnipotentes con ropajes revolucionarios repiten las fórmulas económicas y la retórica demagógica que desde los años cuarenta han demostrado ineficacia. Las cifras económicas y los datos reales hacen evidente la respuesta, pero la tentación utópica sigue siendo un vicio irreprimible de la mentalidad latinoamericana. Los paraísos perdidos —el bíblico, el bolivariano, el indigenista, el peronista, el guevarista, el castrista, el pinochetista— siguen alimentando esperanzas a lo largo y ancho del continente. En política, esa tendencia a vivir en la irrealidad y a construir mundos ficticios donde todo es perfecto ha sido nefasta. En las artes, en cambio, ha inspirado grandes obras literarias y artísticas cuyos excesos imaginativos han deslumbrado por su exuberancia. Esa es la otra cara de América Latina, la de García Márquez, la de Botero, la de Borges, la de Cortázar, la de Frida Kahlo, la de Cabrera Infante, la de Szyszlo, la del propio Vargas Llosa. Los mundos ficticios que han salido de sus manos se han favorecido de ese empeño por negar la realidad. En el arte, el creador puede imponer su criterio a los hechos y hacer que todo encaje, que lo lógico y lo ilógico convivan, como en Macondo, que la realidad se redimensione arbitrariamente, como en los cuadros de Botero, que la ficción se cuele en el mundo y lo transfigure, como en los relatos de Borges. En la realidad, en cambio, aquellos intentos por forzar los hechos a un modelo prefabricado suelen acabar en tragedia. Las batallas por la libertad de Vargas Llosa han buscado que los creadores puedan dar rienda suelta a su fantasía e inventar mundos utópicos, tan imposibles, nefastos, sangrientos o perfectos como su imaginación se los permita, y para que ningún ideólogo meta gato por liebre y encarcele al individuo en un proyecto similar. Mientras los artistas pueden ensayar formas míticas e irracionales, ser deicidas y fantasear con un mundo a su medida, los políticos deben bajar de las nubes, tomar el pulso a la realidad y sentar las bases de ese sistema imperfecto y mundano, tan modesto como eficaz, que es la democracia.
CARLOS GRANÉS
Madrid, noviembre de 2008
La peste del autoritarismo
El país de las mil caras
La ciudad en la que nací, Arequipa, situada en el sur del Perú, en un valle de los Andes, ha sido célebre por su espíritu clerical y revoltoso, por sus juristas y sus volcanes, la limpieza de su cielo, lo sabroso de sus camarones y su regionalismo. También, por «la nevada», una forma de neurosis transitoria que aqueja a sus nativos. Un buen día, el más manso de los arequipeños deja de responder el saludo, se pasa las horas con la cara fruncida, hace y dice los más extravagantes disparates, y, por una simple divergencia de opiniones, trata de acogotar a su mejor amigo. Nadie se extraña ni enoja, pues todos entienden que este hombre está con «la nevada» y que mañana será otra vez el benigno mortal de costumbre. Aunque al año de haber nacido, mi familia me sacó de Arequipa y nunca he vuelto a vivir en esa ciudad, siempre me he sentido muy arequipeño, y yo también creo que las bromas contra nosotros que corren por el Perú —dicen que somos arrogantes, antipáticos y hasta locos— se deben a que nos tienen envidia. ¿No hablamos el castellano más castizo del país? ¿No tenemos ese prodigio arquitectónico, Santa Catalina, un convento de clausura donde llegaron a vivir quinientas mujeres durante la Colonia? ¿No hemos sido el escenario de los más grandilocuentes terremotos y del mayor número de revoluciones en la historia peruana?
De uno a diez años viví en Cochabamba, Bolivia, y de esa ciudad, donde fui inocente y feliz, recuerdo, más que las cosas que hice y las personas que conocí, los libros que leí: Sandokán, Nostradamus, Los tres mosqueteros, Cagliostro, Tom Sawyer, Simbad. Las historias de piratas, exploradores y bandidos, los amores románticos, y, también, los versos que escondía mi madre en el velador (y que yo leía sin entender, solo porque tenían el encanto de lo prohibido) ocupaban lo mejor de mis horas. Como era intolerable que esos libros hechiceros se acabaran, a veces les inventaba nuevos capítulos o les cambiaba el final. Esas continuaciones y enmiendas de historias ajenas fueron las primeras cosas que escribí, los primeros indicios de mi vocación de contador de historias.
Como ocurre siempre a las familias forasteras, vivir en el extranjero acentuó nuestro patriotismo. Hasta los diez años fui un convencido de que la mejor de las suertes era ser peruano. Mi idea del Perú, entonces, tenía que ver más con el país de los incas y de los conquistadores que con el Perú real. A este solo lo conocí en 1946. La familia se trasladó de Cochabamba a Piura, adonde mi abuelo había sido nombrado prefecto. Viajamos por tierra, con una escala en Arequipa. Recuerdo mi emoción al llegar a mi ciudad natal, y los mimos del tío Eduardo, un solterón que era juez y muy beato. Vivía con su sirvienta Inocencia, como un caballero español de provincia, atildado, metódico, envejeciendo en medio de viejísimos muebles, viejos retratos y viejísimos objetos. Recuerdo mi excitación al ver por primera vez el mar, en Camaná. Chillé y fastidié hasta que mis abuelos accedieron a detener el automóvil para que pudiera darme una zambullida en esa playa brava y salvaje. Mi bautizo marino no fue muy exitoso porque me picó un cangrejo. Pero, aun así, mi amor a primera vista con la costa peruana ha continuado. Esos tres mil kilómetros de desiertos, apenas interrumpidos por breves valles surgidos a las márgenes de los ríos que bajan de los Andes y contra los que rompen las aguas del Pacífico, tienen detractores. Los defensores a ultranza de nuestra tradición india y denostadores de lo hispánico, acusan a la costa de extranjerizante y frívola, y aseguran que fue una gran desgracia que el eje de la vida política y económica peruana se desplazara de la sierra a la costa —del Cusco a Lima—, pues esto fue el origen del asfixiante centralismo que ha hecho del Perú una suerte de araña: un país con una enorme cabeza —la capital— y unas extremidades raquíticas. Un historiador llamó a Lima y a la costa «el Anti Perú». Yo, como arequipeño, es decir «serrano», debería tomar partido por los Andes y en contra de los desiertos marinos en esta polémica. Sin embargo, si me pusieran en el dilema de elegir entre este paisaje, o los Andes, o la selva amazónica —las tres regiones que dividen longitudinalmente al Perú—, es probable que me quedara con estas arenas y estas olas.
La costa fue la periferia del imperio de los incas, civilización que irradió desde el Cusco. No fue la única cultura peruana prehispánica, pero sí la más poderosa. Se extendió por Perú, Bolivia, Ecuador y parte de Chile, Colombia y Argentina. En su corta existencia de poco más de un siglo, los incas conquistaron decenas de pueblos, construyeron caminos, regadíos, fortalezas, ciudadelas, y establecieron un sistema administrativo que les permitió producir lo suficiente para que todos los peruanos comieran, algo que ningún otro régimen ha conseguido después. A pesar de que los monumentos que dejaron, como Machu Picchu o Sacsayhuamán, me deslumbran, siempre he pensado que la tristeza peruana —rasgo saltante de nuestro carácter— acaso nació con el Incario: una sociedad regimentada y burocrática, de hombres-hormigas, en los que un rodillo compresor omnipotente anuló toda personalidad individual.
Para mantener sometidos a los pueblos que sojuzgaron, los incas se valieron de refinadas astucias, como apropiarse de sus dioses y elevar a su aristocracia a los curacas vasallos. También, de los mitimaes, o trasplantes de poblaciones, a las que arrancaban de su hábitat e injertaban en otro, muy alejado. Los más antiguos poemas quechuas que han llegado hasta nosotros son elegías de estos hombres aturdidos en tierras extrañas que cantan a su patria perdida. Cinco siglos antes que la Gran Enciclopedia soviética y que la novela 1984, de George Orwell, los incas practicaron la manipulación del pasado en función de las necesidades políticas del presente. Cada emperador cusqueño subía al trono con una corte de amautas o sabios encargados de rectificar la historia para demostrar que esta alcanzaba su apogeo con el inca reinante, al que se atribuían desde entonces todas las conquistas y hazañas de sus predecesores. El resultado es que es imposible reconstruir esta historia tan borgeanamente tergiversada. Los incas tuvieron un elaborado sistema nemotécnico para registrar cantidades —los quipus—, pero no conocieron la escritura y a mí siempre me ha parecido persuasiva la tesis de que no quisieron conocerla, ya que constituía un peligro para su tipo de sociedad. El arte de los incas es austero y frío, sin la fantasía y la destreza que se advierten en otras culturas preíncas, como las de Nazca y Paracas, de donde proceden esos mantos de plumas de increíble delicadeza y esos tejidos de enigmáticas figuras que han conservado hasta hoy sus colores y su hechizo.
Después del Incario, el hombre peruano debió soportar otro rodillo compresor: el dominio español. Los conquistadores trajeron al Perú el idioma y la religión que hoy hablamos y profesamos la mayoría de los peruanos. Pero la glorificación indiscriminada de la Colonia es tan falaz como la idealización de los incas. Porque la Colonia, aunque hizo del Perú la cabeza de un virreinato que abarcó, también, territorios que son hoy los de varias repúblicas, y, de Lima, una capital donde refulgían una suntuosa corte y una importante vida académica y ceremonial, significó el oscurantismo religioso, la Inquisición, una censura que llegó a prohibir un género literario —la novela— y la persecución del impío y el hereje, lo que quería decir en muchos casos, simplemente, la del hombre que se atrevía a pensar. La Colonia significó la explotación del indio y del negro y el establecimiento de castas económicas que han pervivido, haciendo del Perú un país de inmensas desigualdades. La Independencia fue un fenómeno político, que alteró apenas esta sociedad escindida entre una minoría, que disfruta de los privilegios de la vida moderna, y una masa que vive en la ignorancia y la pobreza. Los fastos del Incario, la Colonia y la República no han podido hacerme olvidar que todos los regímenes bajo los cuales hemos vivido, han sido incapaces de reducir a proporciones tolerables las diferencias que separan a los peruanos, y este estigma no puede ser compensado por monumentos arquitectónicos ni hazañas guerreras o brillos cortesanos.
Nada de esto se me pasaba por la cabeza, desde luego, al volver de Bolivia. Mi familia tenía costumbres bíblicas: se trasladaba entera —tíos y tías, primos y primas— detrás de los abuelos, el tronco familiar. Así llegamos a Piura. Esta ciudad, rodeada de arenales, fue mi primera experiencia peruana. En el Colegio Salesiano, mis compañeros se burlaban de mí porque hablaba como «serrano» —haciendo sonar las erres y las eses— y porque creía que a los bebes los traían las cigüeñas de París. Ellos me explicaron que las cosas sucedían de manera menos aérea.
Mi memoria está llena de imágenes de los dos años que pasé en esa tierra. Los piuranos son extrovertidos, superficiales, bromistas, cálidos. En la Piura de entonces se tomaba muy buena chicha y se bailaba con gracia el baile regional —el tondero— y las relaciones entre «cholos» y «blancos» eran menos estiradas que en otros lugares: la informalidad y el espíritu jaranista de los piuranos acortaban las distancias sociales. Los enamorados daban serenatas al pie del balcón a las muchachas, y los novios que encontraban oposición se robaban a la novia: se la llevaban a una hacienda por un par de días para luego —final feliz, familias reconciliadas— realizar el matrimonio religioso a todo bombo, en la catedral. Los raptos eran anunciados y festejados, como la llegada del río, que, por unos meses al año, traía la vida a las haciendas algodoneras.
El gran pueblo que era Piura estaba lleno de sucesos que encendían la imaginación. Había la Mangachería, de cabañas de barro y caña brava, donde estaban las mejores chicherías, y la Gallinacera, entre el río y el camal. Ambos barrios se odiaban y surgían a veces batallas campales entre «mangaches» y «gallinazos». Y había también la «casa verde», el prostíbulo de la ciudad levantado en pleno desierto, del que en la noche salían luces, ruidos y siluetas inquietantes. Ese sitio, contra el que tronaban los padres del Salesiano, me asustaba y fascinaba, y me pasaba las horas hablando de él, espiándolo y fantaseando sobre lo que ocurriría en su interior. Esa precaria armazón de madera, donde tocaba una orquesta de la Mangachería y adonde los piuranos iban a comer, oír música, hablar de negocios tanto como a hacer el amor —las parejas lo hacían al aire libre, bajo las estrellas, en la tibia arena— es uno de mis más sugestivos recuerdos de infancia. De él nació La casa verde, una novela en la que, a través de los trastornos que en la vida y en la fantasía de los piuranos causa la instalación del prostíbulo, y de las hazañas e infortunios de un grupo de aventureros de la Amazonía, traté de unir, en una ficción, a dos regiones del Perú —el desierto y la jungla— tan distantes como distintas. A recuerdos de Piura debo también el impulso que me llevó a escribir varias historias de mi primer libro: Los jefes. Cuando esta colección de relatos apareció, algunos críticos vieron en ella una radiografía del «machismo» latinoamericano. No sé si es verdad: pero sí sé que los peruanos de mi edad crecimos en medio de esa tierna violencia —o ternura violenta— que intenté recrear en mis primeros cuentos.
Conocí Lima cuando empezaba a dejar de ser niño y es una ciudad que odié desde el primer instante, porque fui en ella bastante desdichado. Mis padres habían estado separados y, luego de diez años, volvieron a juntarse. Vivir con mi padre significó separarme de mis abuelos y tíos y someterme a la disciplina de un hombre severísimo que era para mí un desconocido. Mis primeros recuerdos de Lima están asociados a esta experiencia difícil. Vivíamos en Magdalena, un típico distrito de clase media. Pero yo iba a pasar los fines de semana, cuando sacaba buenas notas —era mi premio— donde unos tíos, en Miraflores, barrio más próspero, vecino al mar. Allí conocí a un grupo de muchachos y muchachas de mi edad con los que compartí los ritos de la adolescencia. Eso era lo que se llamaba entonces «tener un barrio»: familia paralela, cuyo hogar era la esquina, y con quienes se jugaba al fútbol, se fumaba a escondidas, se aprendía a bailar el mambo y a declararse a las chicas. Comparados con las generaciones que nos han seguido, éramos arcangélicos. Los jóvenes limeños de hoy hacen el amor al mismo tiempo que la primera comunión y fuman su primer «pito» de marihuana cuando aún están cambiando la voz. Nosotros ni sabíamos que las drogas existían. Nuestras mataperradas no iban más allá de colarnos a las películas prohibidas —que la censura eclesiástica calificaba de «impropias para señoritas»— o tomarnos un «capitán» —venenosa mezcla de vermouth y pisco—, en el almacén de la esquina, antes de entrar a la fiesta de los sábados, en las que nunca se servía bebidas alcohólicas. Recuerdo una discusión muy seria que tuvimos los varones del barrio —seríamos de catorce o quince años— para determinar la manera legítima de besar a la enamorada en la matiné del domingo. Lo que Giacomo Casanova llama chauvinísticamente el «estilo italiano» —o beso lingüístico— fue unánimemente descartado, como pecado mortal.
La Lima de entonces era todavía —fines de los cuarenta— una ciudad pequeña, segura, tranquila y mentirosa. Vivíamos en compartimentos estancos. Los ricos y acomodados en Orrantia y San Isidro; la clase media de más ingresos en Miraflores, y la de menos en Magdalena, San Miguel, Barranco; los pobres, en La Victoria, Lince, Bajo el Puente, El Porvenir. Los muchachos de clases privilegiadas a los pobres casi no los veíamos y ni siquiera nos dábamos cuenta de su existencia: ellos estaban allá, en sus barrios, sitios peligrosos y remotos donde, al parecer, había crímenes. Un muchacho de mi medio, si no salía de Lima, podía pasarse la vida con la ilusión de vivir en un país de hispanohablantes, blancos y mestizos, totalmente ignorante de los millones de indios —un tercio de la población—, quechuahablantes y con unos modos de vida completamente diferentes.
Yo tuve la suerte de romper en algo esa barrera. Ahora me parece una suerte. Pero, entonces —1950— fue un verdadero drama. Mi padre, que había descubierto que yo escribía poemas, tembló por mi futuro —un poeta está condenado a morirse de hambre— y por mi «hombría» (la creencia de que los poetas son todos un poco maricas está aún muy extendida en cierto sector) y, para precaverme contra estos peligros, pensó que el antídoto ideal era el Colegio Militar Leoncio Prado. Permanecí dos años en dicho internado. El Leoncio Prado era un microcosmos de la sociedad peruana. Entraban a él muchachos de clases altas, a quienes sus padres mandaban allí como a un reformatorio, muchachos de clases medias que aspiraban a seguir las carreras militares, y también jóvenes de los sectores humildes, pues el colegio tenía un sistema de becas que abría sus puertas a los hijos de las familias más pobres. Era una de las pocas instituciones del Perú donde convivían ricos, pobres y medianos; blancos, cholos, indios, negros y chinos; limeños y provincianos. El encierro y la disciplina militar fueron para mí insoportables, así como la atmósfera de brutalidad y matonería. Pero creo que en esos dos años aprendí a conocer la verdadera sociedad peruana, esos contrastes, tensiones, prejuicios, abusos y resentimientos que un muchacho miraflorino no llegaba a sospechar que existían. Estoy agradecido al Leoncio Prado también por otra cosa: me dio la experiencia que fue la materia prima de mi primera novela. La ciudad y los perros recrea, con muchas invenciones por supuesto, la vida de ese microcosmos peruano. El libro tuvo un llamativo recibimiento. Mil ejemplares fueron quemados ceremonialmente en el patio del colegio y varios generales lo atacaron con dureza. Uno de ellos dijo que el libro había sido escrito por «una mente degenerada», y otro, más imaginativo, que sin duda era una novela pagada por Ecuador para desprestigiar al Ejército peruano. El libro tuvo éxito, pero yo me quedé siempre con la duda de si era por sus méritos o por el escándalo.
En los últimos veinte años, millones de emigrantes de la sierra han venido a instalarse en Lima, en barriadas —eufemísticamente llamadas pueblos jóvenes— que cercan a los antiguos barrios. A diferencia de nosotros, los muchachos de la clase media limeña descubren hoy la realidad del país con solo abrir las ventanas de su casa. Ahora, los pobres están por todas partes, en forma de vendedores ambulantes, de vagabundos, de mendigos, de asaltantes. Con sus cinco y medio o seis millones de habitantes y sus enormes problemas —las basuras, el deficiente transporte, la falta de viviendas, la delincuencia—, Lima ha perdido muchos encantos como su barrio colonial y sus balcones con celosías, su tranquilidad y sus ruidosos y empapados carnavales. Pero ahora es, verdaderamente, la capital del Perú, porque ahora todas las gentes y los problemas del país están representados en ella.
Dicen que el odio se confunde con el amor y debe ser cierto porque a mí, que me paso la vida hablando pestes de Lima, hay muchas cosas de la ciudad que me emocionan. Por ejemplo, su neblina, esa gasa que la recubre de mayo a noviembre y que impresionó tanto a Melville cuando pasó por aquí (llamó a Lima, en Moby Dick, «la ciudad más triste y extraña que se pueda imaginar», porque «ha tomado el velo blanco» que «acrecienta el horror de la angustia»). Me gusta su garúa, lluviecita invisible que uno siente como patitas de araña en la cara y que hace que todo ande siempre húmedo y que los vecinos de la ciudad nos sintamos en invierno algo batracios. Me gustan sus playas de aguas frías y olas grandes, ideales para el surf. Y me gusta su viejo estadio donde voy a los partidos de fútbol a hacerle barra al Universitario de Deportes. Pero sé que estas son debilidades muy personales y que las cosas más hermosas de mi país no están en ella sino en el interior, en sus desiertos, o en los Andes, o en la selva.
Un surrealista peruano, César Moro, fechó uno de sus poemas, agresivamente, en «Lima, la horrible». Años después, otro escritor, Sebastián Salazar Bondy, retomó la agraviante expresión y escribió, con ese título, un ensayo destinado a demoler el mito de Lima, la idealización de la ciudad en los cuentos y leyendas y en las letras de la música criolla, y a mostrar los contrastes entre esa ciudad supuestamente morisca y andaluza, de celosías de filigrana, detrás de las cuales las «tapadas», de belleza misteriosa y diabólica, tentaban a los caballeros de pelucas empolvadas, y la Lima real, difícil, sucia y enconada. Toda la literatura peruana podría dividirse en dos tendencias: los endiosadores y los detractores de Lima. La verdadera ciudad probablemente no es tan bella como dicen unos ni tan atroz como aseguran los otros.
Aunque, en conjunto, es una ciudad sin personalidad, hay en ella lugares hermosos, como ciertas plazas, conventos e iglesias, y esa joya que es Acho, la plaza de toros. Lima mantiene la afición taurina desde la época colonial y el aficionado limeño es un conocedor tan entendido como el de México o el de Madrid. Soy uno de esos entusiastas que procura no perderse ninguna corrida de la Feria de Octubre. Me inculcó esta afición mi tío Juan, otro de mis infinitos parientes por el lado materno. Su padre había sido amigo de Juan Belmonte, el gran torero, y este le había regalado uno de los trajes de luces con los que toreó en Lima. Ese vestido se guardaba en casa del tío Juan como una reliquia y a los niños de la familia nos lo mostraban en las grandes ocasiones.
Tan limeñas como las corridas de toros son las dictaduras militares. Los peruanos de mi generación han vivido más tiempo bajo gobiernos de fuerza que en democracia. La primera dictadura que sufrí en carne propia fue la del general Manuel Apolinario Odría, de 1948 a 1956, años en que los peruanos de mi edad pasamos de niños a hombres. El general Odría derrocó a un abogado arequipeño, José Luis Bustamante y Rivero, primo de mi abuelo. Yo lo conocía pues, cuando vivíamos en Cochabamba, vino a alojarse a casa de mis abuelos y recordaba lo bien hablado que era —lo escuchábamos boquiabiertos— y las propinas que me deslizaba en las manos antes de partir. Bustamante fue candidato de un Frente Democrático en las elecciones de 1945, una alianza dentro de la cual tenía mayoría el Partido Aprista, de Víctor Raúl Haya de la Torre. Los apristas —de centro izquierda— habían sido duramente reprimidos por las dictaduras. Bustamante, un independiente, fue candidato del APRA porque este partido no podía presentar candidato propio. Apenas elegido —por una gran mayoría— el APRA comenzó a actuar como si Bustamante fuera un títere suyo. Al mismo tiempo, la derecha —cavernícola y troglodita— desató una hostilidad feroz contra quien consideraba un instrumento de su bestia negra: el APRA. Bustamante mantuvo su independencia, resistió las presiones de izquierda y de derecha, y gobernó respetando la libertad de expresión, la vida sindical y los partidos políticos. Solo duró tres años, con agitación callejera, crímenes políticos y levantamientos, hasta el golpe de Odría. La admiración que tuve de niño por ese señor de corbata pajarita, que caminaba como Chaplin, la sigo teniendo, pues de Bustamante se pueden decir cosas que son rarezas en la serie de gobernantes que ha tenido mi país: que salió del poder más pobre de lo que entró, que fue tolerante con sus adversarios y severo con sus partidarios a fin de que nadie pudiera acusarlo de parcial, y que respetó las leyes hasta el extremo de su suicidio político.
Con el general Odría, la barbarie volvió a instalarse en el Perú. Aunque Odría mató, encarceló y deportó a buen número de peruanos, el «ochenio» fue menos sanguinario que otras dictaduras sudamericanas de la época. Pero, compensatoriamente, fue más corrupta. No solo porque los jerarcas del régimen se llenaron los bolsillos, sino cosa aun más grave, porque la mentira, la prebenda, el chantaje, la delación, el abuso, adquirieron carácter de instituciones públicas y contaminaron toda la vida del país.
Yo entré a la Universidad de San Marcos en esa época (1953), a estudiar Derecho y Letras. Mi familia tenía la esperanza de que entrara a la Católica, universidad a la que iban los jóvenes de lo que se conocía entonces como «familias decentes». Pero yo había perdido la fe entre los catorce y los quince y no quería ser un «niño bien». Había descubierto el problema social en el último año del colegio, de esa manera romántica en la que un niño descubre el prejuicio y las desigualdades sociales y quería identificarme con los pobres y hacer una revolución que trajera la justicia al Perú. San Marcos —universidad laica y nacional— tenía una tradición de inconformismo que a mí me atraía tanto como sus posibilidades académicas.
La dictadura había desmantelado la universidad. Había profesores en el exilio, y, el año anterior, 1952, una gran redada había enviado a decenas de estudiantes a la cárcel o al extranjero. Una atmósfera de recelo reinaba en las aulas, donde la dictadura tenía matriculados como alumnos a muchos policías. Los partidos estaban fuera de la ley y los apristas y los comunistas —grandes rivales, entonces— trabajaban en la clandestinidad.
Al poco tiempo de entrar a San Marcos comencé a militar en Cahuide, nombre con el que trataba de resucitar el Partido Comunista, muy golpeado por la dictadura. Nuestra militancia resultó bastante inofensiva. Nos reuníamos secretamente, en pequeñas células, a estudiar marxismo; imprimíamos volantes contra el régimen, peleábamos con los apristas; conspirábamos para que la universidad apoyara las luchas obreras —nuestra hazaña fue conseguir una huelga de San Marcos en solidaridad con los obreros tranviarios— y para que nuestra gente copara los organismos universitarios. Era la época del reinado absoluto del estalinismo, y, en el campo literario, la estética oficial del partido era el realismo socialista. Fue eso, creo, lo que primero me desencantó de Cahuide. Aunque con reticencias, que se debían a la contrainfluencia de Sartre —a quien admiraba mucho—, llegué a resignarme al materialismo dialéctico y al materialismo histórico. Pero nunca pude aceptar los postulados aberrantes del realismo socialista, que eliminaban el misterio y convertían el quehacer literario en una gimnasia propagandística. Nuestras discusiones eran interminables y en uno de esos debates, en el que dije que Así se templó el acero, de Nikolai Ostrovski, era una novela anestésica y defendí Los alimentos terrestres, del decadente André Gide, uno de mis camaradas me apostrofó así: «Eres un subhombre».
Y, en cierta forma, lo era, pues leía con voracidad y admiración crecientes a una serie de escritores considerados por los marxistas de la época «sepultureros de la cultura occidental»: Henry Miller, Joyce, Hemingway, Proust, Malraux, Céline, Borges. Pero, sobre todo, Faulkner. Quizá lo más perdurable de mis años universitarios no fue lo que aprendí en las aulas, sino en las novelas y cuentos que relatan la saga de Yoknapatawpha County. Recuerdo el deslumbramiento que fue leer —lápiz y papel a la mano— Luz de agosto, Las palmeras salvajes, Mientras agonizo, El sonido y la furia, etcétera, y aprender en esas páginas la infinita complejidad de matices y resonancias y la riqueza textual y conceptual que podía tener la novela. También, que contar bien exigía una técnica de prestidigitador. Mis modelos literarios de juventud se han ido empequeñeciendo, como Sartre, a quien ahora no puedo releer. Pero Faulkner sigue siendo un autor de cabecera y cada vez que lo releo me convenzo de que su obra es una summa novelesca comparable a la de los grandes clásicos. En los años cincuenta, los latinoamericanos leíamos sobre todo a europeos y norteamericanos y apenas a nuestros escritores. Esto ha cambiado: los lectores de América Latina descubrieron a sus novelistas al mismo tiempo que lo hacían otras regiones del mundo.
Un hecho capital para mí, en esos años, fue conocer al jefe de seguridad de la dictadura, el hombre más odiado después del propio Odría. Era yo entonces delegado de la Federación Universitaria de San Marcos. Había muchos sanmarquinos en la cárcel y supimos que los tenían durmiendo en el suelo de los calabozos, sin colchones ni mantas. Hicimos una colecta y compramos frazadas. Pero cuando quisimos llevárselas, en la Penitenciaría —la cárcel, que estaba donde se halla hoy el Hotel Sheraton, en algunos de cuyos cuartos, se dice, «penan» las almas de los torturados en la antigua mazmorra—, nos dijeron que solo el director de Gobierno, don Alejandro Esparza Zañartu, podía autorizar la entrega. En la Federación se acordó que cinco delegados le solicitaran la audiencia. Yo fui uno de los cinco.
Tengo muy vívida la impresión que me hizo ver de cerca —en su oficina del Ministerio de Gobierno, en la plaza Italia— al temido personaje. Era un hombre menudo, cincuentón, apergaminado y aburrido, que parecía mirarnos a través del agua y no escucharnos en absoluto. Nos dejó hablar —nosotros temblábamos— y cuando terminamos todavía nos quedó mirando, sin decir nada, como burlándose de nuestra confusión. Luego, abrió un cajón de su escritorio y sacó unos números de Cahuide, un periodiquito a mimeógrafo que publicábamos clandestinamente y en el que, por supuesto, lo atacábamos. «Yo sé quién de ustedes ha escrito cada uno de estos artículos —nos dijo—, dónde se reúnen para imprimirlo y lo que traman en sus células». Y, en efecto, parecía dotado de omnisciencia. Pero, a la vez, daba una impresión deplorable, de lastimosa mediocridad. Se expresaba con faltas gramaticales y su indigencia intelectual era patente. En esa entrevista, viéndolo, tuve por primera vez la idea de una novela que escribiría quince años más tarde: Conversación en La Catedral. En ella quise describir los efectos que en la vida cotidiana de la gente —en sus estudios, trabajo, amores, sueños y ambiciones— tiene una dictadura con las características del «ochenio» odriísta. Me costó tiempo encontrar un hilo conductor para la masa de personajes y episodios: el encuentro casual y la charla que celebran, a lo largo de la historia, un antiguo guardaespaldas y esbirro de la dictadura y un periodista, hijo de un hombre de negocios que prosperó con el régimen. Al salir el libro, el ex director de Gobierno —retirado ya de la política y dedicado a la filantropía— comentó: «Si Vargas Llosa hubiera venido a verme, yo hubiera podido contarle cosas más interesantes».
Así como el Colegio Militar Leoncio Prado me ayudó a conocer a mi país, también me abrió muchas de sus puertas el periodismo, profesión que me llevó a explorar