Vengo sin cita

Fernando Fabiani
Fernando Fabiani

Fragmento

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CON UN POCO DE AZÚCAR

PRÓLOGO by Manu Sánchez

 

 

Yo me había quedado literalmente mudo en mitad de una función, la temporada estaba siendo dura entre tele, radio y teatro, la voz llevaba semanas fallando y uno a esas cosas no les hace caso cuando está entre joven y niñato, que eso de los médicos es cosa de tu abuelo y cuando uno está nuevo, el cuerpo lo aguanta todo. Aquel día todo aquello cambió, no me salía ni una palabra, sin embargo las lágrimas se me escapaban solas, y aquel teatro enmudeció conmigo, hubo que suspender la gira, la radio y la temporada; y allí me encontraba yo esperando el diagnóstico del doctor que acaba de meterme una camarita por la nariz para mirarme la garganta, algo que aunque no veía lógico, me callé, vaya a ser que por hablar procedieran por colonoscopia.

 

Aquel doctor dijo un montón de cosas que no olvidaré en la vida, el desastre fue antológico y la primera corná fue sin anestesia:

 

—No hay por qué preocuparse, no tiene por qué ser cancerígeno.

 

A lo que yo le contesté que esas dos cosas juntas iban a ser imposible, que «o no tenía que preocuparme» o no tenía que haber dicho eso de «no tiene por qué ser cancerígeno», pero que las dos cosas a la vez no nos iban a salir, ni a mí ni a mi madre. Quien, por supuesto, venía conmigo, porque al médico no se va solo si tu madre puede evitarlo; ella está convencida de que le explica al médico mucho mejor lo que a ti te pasa y localiza mucho mejor que tú el dolor o la molestia que tú sientes. Y en el fondo la señora puede que lleve hasta razón. Que si tú lo pasas mal cuando estás enfermo, imagínate tu madre, que tiene un hijo malo. Y es que, efectivamente, no eran más que unos nódulos, pero no me digan ustedes que la forma de explicarlo no acojonaba un poquito. Es como si yo al entrar en la consulta con mi santa progenitora, le hubiese dicho al doctor:

 

—Es mi madre, no se preocupe que no apuñala.

 

Y es que aquel doctor dijo un montón de cosas que no olvidaré en la vida, el desastre fue antológico y la segunda corná… fue de jugarme la vida:

 

—Lo que sí habrá es que operarlo, aunque igual no queda bien. Pero vamos, que lo más que puede pasar es que le afecte al habla, pero quitando eso, usted podrá seguir haciendo su vida normal. —Y se quedó tan tranquilo.

 

Y a ver cómo le explicaba yo que, aunque él no lo entendiese en la vida, la tontería esa de hablar es lo único que yo sabía hacer en la mía y que como me dejase mudo, además de parado me dejaba condenado a darme de alta en un gimnasio del tirón, porque yo sin poder piar carecía de poderes, y me dejaba indefenso ante cualquier damisela por culpa de la talega. El drama era completo, la situación desastrosa, el médico pura empatía y la cara de mi madre, un desencaje digno de libro de anatomía. Pero tengo que reconocer que toda aquella situación me llegó a cambiar la vida. Descubrí que el cuerpo es un templo y hay que cuidarlo, que la juventud un tesoro que se agota, que la salud es un regalo que nunca hay que dejar de agradecer, que estar bien es mucho mejor que estar mal, que a mi madre le duele más cuando algo me duele a mí que cuando le duele a ella, que la línea más corta en el cuerpo para acceder de un punto a otro con la de agujeros que hay no es la línea recta y que muchos médicos saben de medicina pero qué importante es dar con uno que sepa de darte vida. Aquel día aquel doctor mitad otorrino, mitad psicólogo sin querer me regaló dos lecciones fundamentales: la primera, que si me quedaba mudo era una gran idea ponerme a escribir, y la segunda, que yo aquel sitio no lo pisaba más en la vida.

 

Y aquí me encuentro desde entonces, además de hablando como siempre (porque después encontré al doctor Soldado, que me solucionó la vida y los nódulos), escribiendo como nunca, ya que soy «juntaletras» por empujón facultativo. Un mal médico me empujó a ello en su día y al de hoy, varios años y escritos después, un gran doctor me invita a hacerlo para los suyos. El cambio es considerable y la diferencia, un mundo. De la cara menos sensible del doctor que trata a sus pacientes como si fuéramos números a esta joya no de la medicina, que también, sino de la sensibilidad, del sentido del humor, de la empatía, de la psicología, de la observación, de la verdadera humanidad y, ya que estoy calentito, lo diré: hasta de la literatura.

 

Que ya lo dijo Mary Poppins, gran filósofa del siglo XX, denostada por esa inquisición con guasa y mala baba de la heterodoxia más universitaria, perseguida por los coñazos más académicos y oficiales: «Con un poco de azúcar esa píldora que os dan, la píldora que os dan, la píldora que os dan entrará mucho mejor… y satisfechos quedareis».

 

Y es que no hay mejor azúcar que el humor para que la píldora pase, no hay mejor forma de contar todo lo que se cuenta en este libro y no hay mejor herramienta para no olvidarlo nunca que recordar cada página entre sonrisas, y es que nuestro doctor y Mary Poppins sencillamente son dos genios que nos hacen el mundo mejor. Con la diferencia de que nuestro doctor es y será reconocido siempre como un gran médico y un respetado escritor y a la pobre de Mary nadie la toma en serio porque después de su gran frase empezaba con el «chinchimelín» y las pamplinas y lo que ganaba por un lado lo perdía por otro, la joia torpe.

 

Este libro te hará volver a creer en los médicos, en la medicina, en las personas, en George Clooney, en House, en Chechu de Médico de Familia, en el actor de Hospital Central —que salía cada diez capítulos haciendo de un enfermo diferente—, en los pacientes, en que la vida es mejor con risas, en la genialidad de la gente, en lo hermoso del error, en lo mágico del acierto, en lo insuperable de lo sencillo, en lo sublime de lo inesperado, en la destemplanza, en el hueso cuqui, en el orgullo de nuestros médicos, en los fonendos fríos que piden un golpetazo de microondas, en el inexplicable Espidifen para las resacas con sabor a anís, en esa gente a la que le da namás que una mijita de cogestión y una poquita de depresión, sabrás que no hay nada más duro que la dieta blanda y, sobre todo, te divertirás y aprenderás descubriendo que no hay nada más paciente que un médico.

 

Y es que este libro no es un medicamento; léalo detenidamente, sin instrucciones, disfrute su uso y, en caso de risa, recomiéndelo, sin duda…, a sus amigos, sus pacientes, a su médico, sus especialistas, su cuñado, su vecina y hasta a su farmacéutico. Este libro no es un medicamento,

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