La dolce vita

Fragmento

doc-4.xhtml



INTRODUCCIÓN

cuadrado.jpg

Una fiesta en el jardín

 

Caminando no hay camino que no sea el caminar.

Vinicio Capossela, Habitación al sur

 

Eran las cuatro de la madrugada, tenía diecisiete años y estaba enamorada: como es de suponer, había pasado las últimas tardes dedicada a cosas mucho más importantes que estudiar para el examen de griego y, como de costumbre, no me quedaba más remedio que recuperar el tiempo perdido pegándome un atracón.

No era la primera vez (ni sería, sin duda, la última) que debía quedarme despierta delante de un libro, ya fuera por placer o para estudiar: al día siguiente me presentaría en el colegio con ojeras, pero con una extraña lucidez, me acercaría a la mesa del profesor con paso firme y sonriendo de oreja a oreja y luego, al volver a casa, pasaría la tarde durmiendo.

Pero esa noche sucedió algo. Debíamos estudiar el Critón, cuyo autor era Platón, y cuando por fin acabé el libro, volví a la primera página casi sin darme cuenta y lo leí por segunda vez:

 

Sócrates: ¿Cómo llegas a estas horas, Critón? ¿No es todavía temprano?

Critón: En efecto, es muy pronto.

Sócrates: ¿Qué hora, aproximadamente?

Critón: La del alba profunda.

 

En la memoria siempre se queda grabado hasta el menor detalle de los momentos que cambian la vida, de manera que puedes recordarlos incluso varias décadas más tarde. De hecho, aún recuerdo perfectamente el cono de luz de la lámpara sobre la mesa, la taza de café al lado del libro y que, cuando alcé los ojos de la página y miré por la ventana, empezaba a clarear. No valía la pena irse a la cama y poner el despertador un par de horas más tarde; era mejor tomárselo con calma. Así pues, sin prisa y sin saber realmente por qué, embobada, releí no sé cuántas veces las cuatro líneas en las que Critón va a la cárcel a ver a su amigo y maestro para tratar de convencerlo de que se salve de la condena a muerte. «¿Cómo llegas a estas horas, Critón?», pregunta Sócrates desde su celda, que no tiene ventanas para ver el cielo.

 

«La del alba profunda», responde Critón.

Σωκράτης: πηνίκα μάλιστα;

Κρίτων: ὅρθρος βαθύς.

 

Órthros bathýs! ¡La del alba profunda! Como si hubiera tenido una revelación, comprendí que el diálogo que tenía ante mis ojos había sido escrito por la mano de un hombre que había vivido en un tiempo tan remoto que resultaba inimaginable y que ahora estaba dialogando conmigo: sus palabras habían franqueado veinticuatro siglos para venir a verme a mi pequeña habitación con toda su potencia dramática.

«¿Qué hora, aproximadamente?», pregunta un condenado a muerte al amanecer del último día de su vida, aquel en que todo puede suceder aún.

«La del alba profunda», le responde su amigo. Le sobra tiempo. Órthros bathýs! ¿Cómo iba a convencerme mi padre de que estudiara Economía o Derecho después de haber visto eso?

En los años siguientes tuve la suerte de volver a experimentar muchas veces esas mismas sensaciones y de poder compartirlas con mis compañeros de viaje más queridos en el transcurso de mis estudios y del trabajo editorial. Se lo debo sobre todo a una curiosidad inagotable, que siempre me ha empujado a nutrirme con voracidad de historias, ya fueran escritas, pintadas, arrancadas a un instrumento musical, garabateadas, fotografiadas o contadas en la parada del tranvía o delante de una copa de vino.

Con este espíritu he pretendido afrontar aquí la lectura de Epicuro, Lucrecio y Horacio. Unos autores muy sencillos y humanos, pero no por ello banales, que se dirigían a todos porque creían que el argumento principal de su escuela, la alegría de vivir, era común a cualquier hombre.

Veinticuatro siglos no han sido suficientes para borrar del corazón humano la ansiedad por el resultado de los esfuerzos, por la incertidumbre del futuro, por los miedos que nos quitan el sueño y que gravan en nuestra vida: por desgracia, el mensaje epicúreo de «decrecimiento feliz», que aspira a que todos encuentren su propio camino a la felicidad y se liberen de la esclavitud de los pensamientos, sigue estando de plena actualidad.

Epicuro vivió en una época de grandes y rápidas transformaciones, con un pasado glorioso a la espalda, un presente más inestable que nunca, además de peligroso, y un futuro casi inimaginable. Cuando se instaló en Atenas en el año 306 a. C., tras haber sido expulsado por el tirano Demetrio Falereo, la ciudad estaba a años luz del esplendor que había conocido en la época de Pericles, hacía apenas un siglo, en la que se había erigido el Partenón y se habían puesto los cimientos de la que hoy en día seguimos llamando democracia. En los años en los que el Jardín de Epicuro acogía a todos los estudiantes que querían profundizar y practicar el arte de la felicidad, en Atenas se produjeron varios golpes de estado y la ciudad estuvo la mayor parte del tiempo bajo el dominio del rey macedonio Demetrio Poliorcete, que, pasando de un extremo a otro, era venerado como un auténtico dios (puede que de forma no del todo espontánea) o acusado de ser un megalómano.

Hoy podemos comprender a la perfección la idea epicúrea de que no es necesario esperar a que las cosas mejoren en el futuro para gozar de las alegrías de la vida; al contrario. Epicuro invitaba a sus alumnos a abrir los ojos a la realidad tal y como era, sin velos ni expectativas: según él, era la única manera de encontrar la auténtica serenidad, fundada en la conciencia y en unas elecciones vitales que conjugaban la ética y la alegría, y de construir nuestro propio rincón de paraíso. Para esto, decía Epicuro, basta no proyectar los deseos en la opinión ajena para no malgastar la vida corriendo tras algo que ni nos pertenece ni puede hacernos felices.

Epicuro pensaba que, unidas por la sencillez, la justicia y la belleza eran una sola cosa. Pero ya sus contemporáneos desvirtuaron su invitación a disfrutar de los placeres esenciales y a no trocar el valioso presente por vanas ambiciones externas y la convirtieron en sinónimo de hedonismo desenfrenado. Su pensamiento libre, alegre y contracorriente fue tan distorsionado que al final resultaba irreconocible y, en buena medida, cayó en el olvido. Lo más gracioso es que hoy conocemos muchos de sus textos gracias, precisamente, a que varios de sus enemigos los citaban continuamente: algunas superestrellas de la época como Plutarco, Cicerón o Séneca se obsesionaron tanto con el pensamiento epicúreo que, sin pretenderlo, acabaron siendo sus embajadores. Luego, tras varios siglos de olvido, la filosofía del Jardín fue de nuevo objeto de interés en el Renacimiento y a principios del siglo XVII. Después de que la Iglesia hubiera tenido prohibidas las ideas de Epicuro durante varios siglos, la ironía de la suerte quiso que un eclesiástico, Gassendi, hablara al mundo de ellas, subrayando que había sido el primero que había reivindicado un amor por Dios puro y desinteresado, que obedecía a la admiración por la infinita virtud divina y no a su posible intercesión.

A pesar de lo sólida que llegó a ser su escuela, Epicuro vivió bastante aislado en su época. Para hacer hincapié en lo novedoso de su pensamiento, se proclamaba autodidacta, y, además, la idea de que todos los seres humanos (incluidos los esclavos y las mujeres) eran iguales ante el conocimiento y la alegría de vivir lo convirtió en un mirlo blanco respecto al pensamiento dominante de autores como Platón y Aristóteles.

Epicuro nació en el 342 a. C., seis años después de la muerte de Platón. Por aquel entonces, Alejandro Magno tenía catorce años y, guiado por Aristóteles, su preceptor, se preparaba para convertirse en el hombre que iba a cambiar la faz del mundo griego. De hecho, su irrefrenable cabalgada no tardó mucho en conquistar las tierras que se extendían de la India a Egipto, generando una globalización que dio origen a unos intercambios culturales y económicos sin precedentes. El choque que se produjo con la muerte repentina de Alejandro a los treinta y tres años fue fragoroso e inesperado.

La edad helenística que, según los historiadores, se inició justo en ese momento, en el año 323 a. C., comenzó con las guerras atroces por el poder entre los lugartenientes más célebres de Alejandro, que se mataron entre ellos despiadadamente arruinando a miles de soldados y civiles. Ninguno de ellos logró descollar. El sueño de dominio de Alejandro tuvo que viajar a Roma y esperar tres siglos hasta que Julio César y luego su sobrino nieto, Octaviano, tomaron el relevo. La inestabilidad que caracterizó a la edad helenística terminó en el año 31 a. C. con el suicidio de Cleopatra y el final de la guerra contra Egipto, la única potencia del Mediterráneo que podía poner en un aprieto a los romanos. En ese momento, pues, existían las bases para la construcción del imperio de Octaviano, que estaba listo para proclamarse Augusto. Horacio tenía treinta y cuatro años y formaba ya parte del círculo del futuro emperador, mientras que Lucrecio había muerto, quizá se había suicidado, hacía unos veinte años, dejando inconcluso el monumental poema en el que versificaba el pensamiento de Epicuro.

Al igual que entonces, también en la actualidad, cuanto más implosiona el futuro ante nuestros ojos, como los edificios de la película Inception, con más fuerza nos llama el presente con su voz delicada para ponernos en guardia contra los que nos proponen cambiar el huevo que tenemos hoy por la gallina que podríamos tener mañana. Contra los gatos y los zorros dispuestos a agarrar al vuelo las monedas de oro de nuestro tiempo, de nuestro talento o de nuestro amor, asegurándonos que no tardaremos en ganar un jackpot que cambiará nuestras vidas. Carpe diem, ordena Horacio a su amiga con amable insistencia: el lujo más precioso, que debe aferrarse con la misma gracia y el mismo sentido de la oportunidad que se pone en el fruto de una rama, es el tiempo, el día presente, este dies irrepetible que estamos viviendo y que no volverá. Aprovecha el momento y no te dejes engañar demasiado por la esperanza del futuro, quam minimum credula postero.

Una de las acusaciones más fuertes que se hicieron a la filosofía epicúrea fue que era incoherente, pero, mirando las cosas desde otro punto de vista, cabe decir también que el núcleo más vital de esta es, precisamente, su capacidad de equilibrar instancias en apariencia opuestas gracias a la justa medida y a la sencillez.

Pensar en la muerte, no para dejarse vencer por el miedo, sino para animarse a vivir con intensidad; cultivar la libertad individual para poder entablar relaciones armoniosas con la sociedad en que vivimos; atribuir la máxima importancia al placer sin dejarse esclavizar por él; dedicarse a la belleza y al cuidado del cuerpo con ironía y sobriedad; vivir cada día como si fuera el último sin perder un gramo de dignidad ni de sentido ético; perseguir la realización personal movidos por el entusiasmo y no por la vanidad; gozar de la paz de la naturaleza, pero apreciar también los estímulos de la vida urbana; tratar de no aferrarse a las ilusiones, pero sin perder jamás la esperanza. ¿Acaso no es lo mismo que queremos nosotros?

El epicureísmo nos habla de una búsqueda de la felicidad fundada en la capacidad de elegir las personas y las situaciones que nos hacen sentir bien: a todo lo demás se puede renunciar con serenidad aligerando nuestra vida de compromisos, relaciones y costumbres que, en muchas ocasiones, arrastramos como un obstáculo. Las palabras de los autores epicúreos son un escudo solidísimo que puede protegernos de las flechas insidiosas del sentimiento de culpa y del miedo escénico que nos envenenan la vida, porque desde esta óptica la responsabilidad se convierte en el principal instrumento para obtener y mantener el placer, en lugar de un instrumento de sufrimiento y renuncia, como suele parecernos. Entre beber hasta sentirse mal y la idea de que es justo ser abstemios, el arte de vivir epicúreo nos invita al placer de beber un vaso de vino en compañía para celebrar un acontecimiento especial o el mero hecho de estar en el mundo. Ni hedonistas ni ascetas, nosotros, los alumnos epicúreos del siglo XXI, somos libres de tomar todo el pan y todas las rosas que podamos necesitar para nutrir nuestro cuerpo y nuestra alma con amor, respeto y moderación, relacionándonos de forma ecológica con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea. Sabemos que nadie podrá trazar por nosotros el camino que conduce a la felicidad más auténtica ni indicárnoslo en un anuncio publicitario.

En muchas ocasiones podremos parecer extraños a ojos de un buen número de personas, pero debemos ser pacientes: nos resignaremos, nos encogeremos de hombros y seguiremos interrogando a todos los maestros que se crucen en nuestro camino, tanto si se trata de uno de los grandes sabios de la Tierra como si se trata de un niño de tres años, de un cantante de rap o de la señora que hace cola detrás de nosotros en la caja del supermercado; de un árbol o de una montaña, que existían ya cuando aún no habíamos venido al mundo y que seguirán existiendo cuando lo abandonemos.

Al cruzar el umbral del Jardín he intentado escuchar los textos con la sencillez de uno de los esclavos que Epicuro admitía en su escuela. El más humano de los filósofos desdeñaba la riqueza y cualquier tipo de prejuicio social: el precio de las lecciones de su escuela era accesible y no se requería ninguna preparación específica para seguirlas; bastaba saber leer y escribir para convertirse en alumno o alumna del maestro que odiaba los artificios de la retórica y amaba la poesía. Epicuro se jactaba de usar palabras genuinas para transmitir a todos su mensaje, centrado en la visión de la realidad tal y como era: en su opinión, solo esto podía liberar a los hombres de la ansiedad y restituirles el derecho a la libertad de pensamiento y a la alegría de vivir.

A medida que avanzaba en mis lecturas, aumentaba el deseo de profundizar en la «franca lengua»[1] de Epicuro, que, con frecuencia, enciende una serie de frases sumamente sencillas con la belleza de un léxico inesperado, donde escasean los términos elevados y abundan los cotidianos, capaces de cobrar vida con una poesía rústica y luminosa, al alcance de todos, como él quería que fueran sus enseñanzas. De esta forma, decidí probar una nueva versión de los textos de Epicuro, Lucrecio y Horacio que se concentrase en la parte más esencial y humana de su mensaje, acompañada de mis traducciones de varios textos contemporáneos que amo de tal forma que no he podido resistir la tentación de meter la mano en ellos.

Las herramientas que adquirí estudiando a los clásicos siempre me han servido para editar las traducciones de autores contemporáneos, pero esta vez he experimentado el camino inverso: abordar los textos antiguos con las herramientas del oficio de la escritura actual. El concepto de diferencia de uso, por ejemplo, me ha resultado muy útil para seguir el «río semántico» de las palabras más significativas. Comprender cuándo el autor usa un término que no es obvio, sino que contiene una imagen sorprendente, y tratar de ofrecer al lector el efecto justo, supone un esfuerzo y un gran riesgo en el caso de una lengua muerta, ya que no es posible entrenar el oído viajando y sumergiéndose por la noche en series de televisión en el idioma original, como hacen los traductores de lenguas vivas. Además, el griego antiguo es como un cubo de Rubik enloquecido, en el que cada concepto se puede expresar con mil palabras y cada palabra puede significar mil cosas: trabajar teniendo siempre en el bolsillo la llave inglesa de la diferencia de uso significa detenerse a cada paso para preguntarse, no solo qué significa una palabra, sino también por qué el autor ha elegido esa y no otra para expresar un concepto, con el fin de atribuir valor tanto al sabor del texto como a su contenido.

A propósito del sabor: Epicuro era conocido porque, cuando describía el camino que conduce a la felicidad en un jardín mediterráneo, recurría de forma casi obsesiva a metáforas relativas a los placeres más esenciales, como dormir y comer. Pero es maravilloso comprobar con cuánta ironía excavó en el significado más vívido de la palabra «placer» ἡδονή (hedoné), de la raíz ἡδύς (hedýs), «dulce», salpicando a menudo sus textos con expresiones que loan la «vida dulce»: ¿qué mejor manera de explicar en dos palabras a sus detractores que la felicidad a la que nos invita no es un hedonismo desenfrenado, sino que se trata más bien de una alegría sencilla y delicada que nos deja un buen sabor de boca?

Muchas veces he tenido la impresión de que nuestro filósofo usaba un término que debía de sonar también curioso al que estaba sentado a su lado en el Jardín. Como cuando, para hablarnos de los deseos que podemos realizar sin pedir ayuda a nadie, usa un verbo que nos convierte en riquísimos productores del espectáculo de nuestra vida, de la que en otras ocasiones, en cambio, nos aconseja que nos pongamos literalmente al timón.

Ese nivel de lectura tan vívido e incisivo estalló con los textos de Horacio, quien, por lo visto, se divertía mucho usando el formidable cincel de su pluma para jugar con las palabras y retomar viejos temas, igual que hacemos nosotros con nuestros mejores amigos en los chats de WhatsApp. Si debe ordenar en broma al abogado de éxito que lleve a la cena que ha organizado un vino caro para compararlo con el campesino que piensa ofrecer él, Horacio usa el verbo arcesse en lugar del más banal fer: entonces me gusta imaginar que quiso decirle «preséntalo en juicio», en lugar de «tráelo». De igual forma, me parece también irresistible comprobar cómo, en una de sus cartas más densas de significado e ironía, valiéndose de un adjetivo ambiguo que podía usarse tanto para aludir al cepillado de una persona en la bañera o al de un animal de granja, curatum, acaba transformándose, una palabra tras otra, en un cerdo:

 

Si quieres reírte un poco, ¡ven a verme!

Te recibiré en forma espléndida,

entrado en carnes y bien almohazado:

un cerdo de la piara de Epicuro.

 

Una buena respuesta para quien había definido a Epicuro como «¡el último de los físicos, el más cerdo y el más perro […], el más ignorante de los vivos!».

Frecuentando la rústica sabiduría de Epicuro, la elegancia de Lucrecio y la gracia irónica de Horacio (quien, dada la complejidad de su pensamiento y de sus decisiones vitales, es el que más se aproxima a nuestra experiencia) me divertí creando unos ejercicios que pueden ayudarnos a transformar los razonamientos filosóficos en una simple práctica cotidiana, como se solía hacer en la época del maestro, siempre y cuando estemos dispuestos a darnos una vigorosa cepillada y convertirnos también en unos espléndidos y mofletudos «cerdos de la piara de Epicuro». Además, me he tomado la libertad de mezclar las sugerencias de los textos epicúreos con pensamientos y autores pertenecientes a épocas y culturas diferentes, relacionadas de forma más o menos directa con nuestro filósofo. Por ejemplo, las numerosas coincidencias existentes entre el epicureísmo y la antigua sabiduría hindú no son casuales, sino fruto de un dato histórico: Epicuro conocía la obra del filósofo Pirrón, que siguió a Alejandro Magno en su viaje a los confines del mundo conocido en aquellos años. En cambio —a pesar de que los estudios de los físicos sobre la idea de que la línea temporal podría ser menos rígida de lo que pensamos abren unas posibilidades fascinantes—, es menos probable que Epicuro conociera las palabras de Beyoncé, de Wim Wenders o de mi abuela (aunque no dudo de que le habrían encantado sus sabias palabras en aquel dialecto siciliano tan cerrado, y aún más sus albóndigas de berenjena).

Si alguien considera estas confianzas una falta de respeto, espero que pueda creer que, en cambio, al releer estos autores los sentí tan próximos que me pareció natural entrar en el Jardín de Epicuro con unas cuantas botellas de vino, varios de sus amigos, como Albert Einstein y Karl Marx, y un puñado de amigos míos, como Pablo Neruda,

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos