PRIMERA PARTE
Praga
1
Los mariachis barajan las canciones de amor
Fuimos a Praga a romper nuestra amistad. Estábamos tan seguros de que aquel viaje era un error que el día antes de salir, los dos tuvimos el teléfono en la mano para llamar al otro y decirle: «Mira, mejor lo dejamos, ¿vale? No es el momento adecuado, no va a funcionar y voy a decepcionarte». Pero en esa ocasión hicimos más caso de mi epitafio que del suyo, y nos subimos a aquel avión que iba a la capital de la República Checa y quién sabe a qué más. Lo de los epitafios viene de lejos, como casi todo entre dos personas que se conocen hace casi treinta años y han hecho juntas cosas tan divertidas que la mitad de ellas no se puede contar. El caso es que una noche, cuando todo el mundo se había ido y nosotros nos habíamos quedado tomando la última copa solos, como tantas otras veces, discutíamos, vayan ustedes a saber por qué, cuál sería, en nuestra opinión, el epitafio de un hombre honrado. El mío no estaba nada mal: «Aquí yace Benjamín Prado: no tener nada que decir nunca le obligó a callarse». Pero el suyo nos pareció a los dos el mejor: «Aquí yace Joaquín Sabina: jamás dio la cara». ¿Por qué a la hora de embarcarnos en la aventura de la que salió Vinagre y rosas confiamos más en el mío, lo cual ya era, en sí mismo, una temeridad, porque si de lo que se trata es de escribir, esas tres palabras, nada que decir, no parecen un atajo a ninguna parte? Eso no lo sabemos, pero sí que las cosas que tienen explicación suelen ser las más aburridas de todas. Y me apuesto algo a que cuando acaben este libro la palabra aburrimiento va a ser la última que se les venga a la cabeza.
En cualquier caso, si lo pensábamos dos veces, ¿de verdad no teníamos nada que decir? ¿No sería, más bien, que no queríamos decirlo? ¿O que no confiábamos, cada uno por sus propias razones, en tener la fuerza que hacía falta para hacer ese trabajo que, conociéndonos como nos conocemos, sabíamos que nos iba a convertir en una mezcla de picapedreros y buscadores de oro? Me doy cuenta de que habrá que explicar lo que acabo de escribir y dar algún que otro dato que preferiría callarme, para que los lectores no tengan la sensación de haber llegado a este libro cuando la historia ya estaba empezada. Qué le vamos a hacer.
En el otoño de 2008 yo no me encontraba muy bien. Acababa de salir de una relación infernal con una chica a la que, desde entonces, Joaquín, yo y todos los que nos rodean, llamamos, simplemente, Virgen de la Amargura; y aunque, en realidad, a esas alturas no estaba deprimido por perderla a ella, sino por la cantidad de cosas que había tenido que perder hasta entonces para conservarla, el resultado de la ruptura era que me sentía tan estúpido como todo aquel que apuesta por el mismo número equivocado... durante tres años. Una de esas cosas que había perdido era la más importante de todas: mi capacidad para escribir. Puede que suene algo melodramático, pero lo cierto es que llevaba dos años dándole vueltas a tres poemas que nunca avanzaban, al principio porque estaba pasándomelo demasiado bien como para ocuparme de otras cosas y al final porque ya no tenía ninguna duda de que no decían la verdad y, por lo tanto, nunca iban a ver la luz: yo no publico mentiras. Aparte, también tenía por ahí una ex mujer que había conseguido que de cada diez palabras que yo pronunciaba dos fuesen abogado y embargo; una novela parada que sentía como un cuchillo clavado en la espalda, y cuya hoja se oxidaba día a día, y un par de chicas que me volvían loco pero que, sinceramente y por razones que no son de este libro, lo único que conseguían era hacer más grande mi sensación de estar perdiendo el tiempo. El caso es que entre una cosa y otra me encontraba regular tirando a muerto, y empecé a darme cuenta de ello al ver la cara con la que me miraban los amigos, que llegaron a hacerme hasta una fiesta sorpresa, ideada por el poeta Luis García Montero, de la que lo único que puedo decir es que si no los maté entonces, ya no los mato nunca. Joaquín me regaló dos primeras ediciones de Pablo Neruda, pero amenazándome con que tendría que devolvérselas en cuanto dejara de estar deprimido. Como suele decirse, un verdadero amigo siempre te apuñala de frente.

Fiesta sorpresa organizada a Benjamín Prado por amigos.
Una noche en la que, como tantas veces, habíamos acabado en Los Diablos Azules, el bar que tienen Jimena Coronado y su amiga Lena de Marini en la calle Apodaca, en Madrid, Joaquín se tomó un par de copas para envalentonarse, me llevó a un rincón y me dijo: «Mira, Benja, te voy a proponer algo. Yo vivo en una felicidad doméstica de la que es imposible sacar un verso; pero tú estás hecho polvo, y eso es una mina. Te propongo aprovecharme de tus desgracias y que nos vayamos por ahí a escribir canciones contra tu ex novia. Donde tú quieras: La Habana, Lisboa, Nueva York, Praga... ¿Qué me dices?». Dije que sí, convencido de que era una de esas promesas que se hacen en los bares a partir de las tres de la mañana, pero también recordando que ese plan, a fin de cuentas, era muy antiguo, porque fantaseábamos desde hacía años con perdernos por ahí, a escribir y divertirnos, en plan Dylan y Sam Shephard, una comparación que a los dos nos gustaba, a él porque le hacía verse componiendo «Like a Rolling Stone» y a mí porque me hacía imaginarme siendo el marido de Jessica Lange. ¿Se acuerdan de ella, por ejemplo, en la película Frances?
Es verdad que ya habíamos firmado a dúo otras canciones, a lo largo de los años, «Cuando aprieta el frío», «Esta noche contigo» y «Números rojos», pero no había sido igual, porque se trataba de letras hechas por los dos pero no juntos. Sin embargo, lo que sí creo que fue el principio de Vinagre y rosas, aunque por entonces ninguno de los dos lo sospecháramos, fue la canción «Parte meteorológico», que escribimos una madrugada en casa de Joaquín, sin esperárnoslo en absoluto y de una manera que a los dos nos dejó perplejos. Estábamos allí, solos, tomándonos supuestamente la copa del adiós, cuando se nos ocurrió que estaría muy bien una canción en la que se contara una pelea entre dos amantes igual que se dan las noticias del tiempo; y lo que había empezado en broma, como uno más de tantos cadáveres exquisitos que hemos escrito entre nosotros y con otros amigos como Ángel González, el propio Luis García Montero o Felipe Benítez Reyes, es decir, los socios fundadores de lo que Joaquín llama el club de los poetas líricos, de los que suele afirmar que somos aún mucho más golfos que los músicos, se transformó de repente en un trabajo serio. Escribimos toda la noche, cada vez más metidos en lo que hacíamos y tan coordinados que cuando acabamos, ya bien metidos en el día siguiente, no sólo es que la canción estuviese hecha, sino que ninguno de los dos sabía qué se le había ocurrido a él y qué al otro. Se había producido una especie de combustión, que es la palabra con la que yo suelo explicar ese tipo de fenómenos. Y, sobre todo, lo habíamos pasado muy bien forcejeando con la canción para conseguir organizar una estrofa o solucionar una rima, deambulando por la habitación, como dos leones enjaulados, cuando no dábamos con la palabra que rastreábamos, y pegando saltos de goleador cada vez que dábamos en el clavo. ¿Dos tipos pueden ser tan felices por llegar al verso hacia el que corrían o porque se les ocurra una metáfora brillante? Créanme, si esos dos tipos somos Joaquín y yo, la respuesta es: sí. De hecho, ésa es la segunda cosa que más nos gusta del mundo.

Lectura en Rota. De izquierda a derecha: Felipe Benítez Reyes, Almudena Grandes, Joaquín Sabina y Benjamín Prado.
Pero claro, tener un arrebato y dejar vista para sentencia una canción que te ha atacado por la espalda y contra la que has sacado el bolígrafo en defensa propia no es lo mismo que marcharte diez días con alguien a un hotel para escribir... ¿Qué? ¿Cómo? Y, sobre todo, ¿cuánto? Porque ¿de qué hablábamos? ¿De un par de canciones? ¿De tres...? ¿Cuáles eran las expectativas? Yo no me describiría, por lo general, como un escritor lento, ni a él tampoco, porque somos demasiado obsesivos como para tomarnos las cosas con calma; pero ¿podía salir algo de ese proyecto, teniendo en cuenta que en aquellos precisos instantes él, según decía, estaba desganado y con la inspiración a medio gas y yo de lo único que realmente tenía ganas era de tirarme a una piscina llena de vodka y bebérmela? Demasiadas preguntas y ninguna certeza: mala cosa. Y, por añadidura, a mí me preocupaba que Joaquín hubiera pensado en eso sólo por mí, para intentar sacarme de la mezcla de nube negra y números rojos en la que estaba. Van a ver que es capaz de eso, y de mucho más. Pero ¿y qué? Hacer un disco con alguien que ha escrito, en mi opinión, muchas de las mejores canciones de nuestro idioma era un desafío extraordinario; y a mí me gustan tanto los retos que mis cuatro palabras favoritas siempre han sido: a ver qué pasa. Fijamos la salida hacia Praga, que es el lugar que mejor nos había sonado, para dos semanas más tarde.
Pero en quince días cabe mucho miedo, y mientras se acercaba la fecha, que hubo que ajustar un par de veces porque tanto él como yo teníamos otros compromisos, las dudas se iban haciendo mayores. Eso sí, a la sombra de las dudas también crecía la ilusión de hacer algo importante, y cuando hablábamos, nos infundíamos ánimos como si fuésemos boxeadores a punto de saltar al cuadrilátero: «Vamos a hacer unas canciones ¡que se van a morir!», gritaba Joaquín. «Y sin tirar de oficio una sola vez, ni en una sola palabra», añadía yo, con una mezcla de convicción y pesimismo nada fácil de explicar. Sin embargo, el azar es parte de la realidad y, en lo que a mí respecta, un par de casualidades hicieron que todo cambiara de un día para otro y la marcha fúnebre se transformase en una rumba. ¿Se acuerdan de lo que decíamos en el estribillo de «Números rojos»?: «Héroes sin tumba, / cal en los ojos, / hambre con rumba: / números rojos». Pues eso.
Antes de que llegase el día de irnos llegó el cumpleaños de Joaquín, y Jimena decidió montarle una fiesta sorpresa en la que hubo muchos amigos, muchos regalos y, a los postres, una banda de mariachis, de los que él se aprovechó para ponerme en los carriles que quería, que eran los de José Alfredo Jiménez. Me había hablado muchas veces de sus letras y yo, metido en mi papel de moderno, siempre le decía: «¿Rancheritas a mí? Tío, eso sí que no me lo cuelas ni a tiros, a mí sólo me interesa el rocanrol». Él me respondía cantándome esa joya de «cuántas cosas quedaron prendidas / hasta dentro del fondo de mi alma; / cuántas luces dejaste encendidas: / yo no sé cómo voy a apagarlas», y me hacía admitir que no estaba nada mal... Aquella noche, en cuanto aparecieron los mexicanos con sus trompetas y sus guitarrones, me agarró del cuello, les pidió que fueran cantando lo que a él le apetecía que oyese y me fue echando en el oído el veneno de «El último trago», y otros parecidos: «Tómate esta botella conmigo / y en el último trago nos vamos. / Quiero ver a qué sabe tu olvido / sin poner en mis ojos tus manos. / Esta noche no voy a rogarte, / esta noche te vas de deveras. / Qué difícil tener que dejarte / sin que sienta que ya no me quieras. / Nada me han enseñado los años, / siempre caigo en los mismos errores: / otra vez a brindar con extraños / y a llorar por los mismos dolores...».
—¿Comprendes, Benja? —decía Joaquín, eufórico, yendo y viniendo de entre los mariachis a la mesa—. Por ahí es por donde quiero que empecemos, con una canción que tenga esa chulería del derrotado, un tipo que te mira de lado y dice: «Te vas porque yo quiero que te vayas; / a la hora que yo quiera te detengo. / Yo sé que mi cariño te hace falta, / porque quieras o no, yo soy tu dueño». Sabes perfectamente de qué estoy hablando, ¿no?
—Supongo... En realidad, estuve pensando hasta hace poco escribir un poema que se llamase «Agua pasada» y que, más o menos, iba a estar en esa onda de «El último trago». Lo dejé porque él quería que lo escribiese, pero yo no.
—¿Agua pasada? Me gusta. No lo olvides. Igual tiramos por ahí, de entrada.
—Genial.
Dentro de algunas páginas, el lector habrá visto cuántas vueltas puede llegar a dar una letra en nuestras manos y, en este c