El oficio de poeta. Miguel Hernández

Fragmento



Índice

Portadilla

Dedicatoria

Cita

Advertencia al lector

Agradecimientos

Introducción

Nacimiento y formación de un poeta (1910-1932)

I. Orihuela

II. Los Visenterres: el mito de la pobreza familiar

III. Escuelas del Ave María y colegio Santo Domingo

IV. La juvenilia autobiográfica

V. Poeta en su tierra

VI. La factura en un memorial en verso

VII. Ramón Sijé

VIII. La proclamación de la República

IX. La primera salida que de su tierra hizo

El ingreso en la literatura (1932-1935)

X. Perito en lunas: una voz y no un eco

XI. El trampolín regional

XII. Un fascismo eucarístico

XIII. El torero más valiente: una tauromaquia «a lo divino»

XIV. 1935: la ruptura

XV. Amores y desamores

XVI. Los hijos de la piedra: su dimensión autobiográfica

El espaldarazo (1936-1939)

XVII. El rayo que no cesa: ¿qué rayo?

XVIII. A la defensa de la República. Frente de Madrid: septiembre de 1936-febrero de 1937

XIX. En la cresta de la ola

XX. La guerra en escena

XXI. Viento del pueblo: poesía para la trinchera

XXII. Miguel Hernández en el cancionero de guerra

XXIII. Un horizonte nublado: El hombre acecha

Persecución y muerte (1939-1942)

XXIV. La desbandada

XXV. Inquisición y franquismo

XXVI. El primer acto de la tragedia

XXVII. Un paréntesis de libertad

XXVIII. La condena

XXIX. El «turismo penitenciario»

XXX. Cancionero y romancero de ausencias

XXXI. Ocaña

XXXII. Entre la cruz y la pared

Conclusión

Apéndice

Edición de la obra de Miguel Hernández

Pablo Neruda calumnia a Carlos Morla Lynch

Notas

Biografía

Créditos

Grupo Santillana

Dedicatoria

A la memoria de Luis Rodríguez Isern y Ramón Pérez Álvarez,

que tanto ayudaron a Miguel Hernández

durante su estancia en la cárcel.

Cita

«Los pueblos que tienen por educadores a sus

sacerdotes no pueden ser libres».

NICOLÁS DE CARITAT, MARQUÉS DE CONDORCET

«En igual forma como se fajan los miembros del niño

desde la cuna, es necesario también, desde la primera

juventud, fajarles también la voluntad

para que conserven en el resto de su vida una feliz

y saludable flexibilidad».

P. CERUTTI S. J.

Advertencia al lector

Advertencia al lector

Ofrecemos al lector el comentario, verso a verso, de un conjunto de poemas que consideramos nodales pero no ofrecemos la transcripción íntegra de los textos respectivos.

En consecuencia, permítanos el lector aconsejarle que se procure por su cuenta las composiciones siguientes, también en la Obra completa:

Título

Libro





Pastoril

Poemas sueltos

Aprendiz de chivo

“ “

[En cuclillas, ordeño]

“ “

Carta completamente abierta

“ “

Sexo en instante (1)

Perito en lunas

Horno y luna

“ “

Toro

“ “

Profecía-sobre el campesino

Varia poesía

Pena-bienhallada

Sonetos

Sonreídme

Poemas sueltos, III

Rosario, dinamitera

Viento del pueblo

Jornaleros

“ “

Las manos

“ “

Canción de la Sexta División

No figura en O. C.

Las puertas de Madrid

Poemas sueltos, IV

La guerra, madre

“ “

[Soneto contra Gil Robles]

“ “

[Fue una alegría…]

Cancionero y romancero de ausencias

Yo-la madre mía (prosa)

Prosas

Agradecimientos

Agradecimientos

A mis amables informantes y generosos colaboradores: Carmen Alemany, Cecilio Alonso, Santiago Álvarez (†), Antonio Armell Lon (†), Manuel Aznar Soler, Francisco Javier Díez de Revenga, Juana Doña (†), Francisco Escudero Galante, Ramón Fernández Palmeral, Fernando Fernández Revuelta, Antonio Luis Galiano Pérez, Jesús Gálvez, Antonio García-Molina (†), Ian Gibson, Vicente Hernández Fabregat, Florentino Hernández Girbal (†), Arturo del Hoyo (†), María Lara, Javier La Beira Strani, Aitor Larrabide, Enrique Líster (†), Francisco Martínez Marín (†), Antonio Martín Oñate, César Moreno Díaz, Francisco Moreno Gómez, José Mula Acosta, Mirta Núñez Díaz-Balart, Mariano de Paco, Gaspar Peral Baeza, Javier Pérez Bazo, Eduardo Pons Prades (†), Alberto Reig Tapia, Jesucristo Riquelme, Melquesidez Rodríguez Chaos, José Rodríguez-Spiteri Palazuelo, José Carlos Rovira, Serge Salaün, Rosario Sánchez Mora (†), Glicerio Sánchez Recio, Agustín Sánchez Vidal, Manuel Solís Ramos y Miguel Ull Laita.

Mención especial merece el profesor Emilio La Parra, quien, siendo director del Instituto de Estudios Juan Gil-Albert de Alicante, puso a mi disposición el rico archivo periodístico y documental que él y su equipo de trabajo habían organizado.

Introducción

Introducción

«Pourquoi lisez-vous, sinon pour essayer de comprendre

ce grand mystère: l'homme, et pour retrouver

vos émotions chez des héros réels ou imaginaires».

ANDRÉ MAUROIS, Dialogues des vivants

Miguel Hernández tenía 31 años cuando le fallecieron en 1942. Nos legó una obra que, en su edición crítica, incluida la correspondencia, abarca tres millares de páginas. Sin embargo, una rara adversidad presidió tan considerable labor. Desde que en 1930, a los 20 años, publicó su primer poema en la prensa local de Orihuela, sólo dispuso de 12 años de vida, la mitad de ellos en la guerra y en la cárcel. Desde los 14 hasta los 20 años tendrá que escribir sus poemas sobre el lomo de una cabra. Es su mesa de trabajo desde que su padre, cabrero, le privó del pupitre de la clase sin dejarle ni siquiera terminar primero de bachillerato. La mesa de su habitación, sobre la que sigue trabajando sus versos cuando llega a casa con el rebaño, no le resulta mucho más estable que una cabra, porque su padre se la derriba de un puntapié en cuanto le sorprende «gastando luz en balde».

A partir de 1930 rehúsa categóricamente el oficio de cabrero que quieren imponerle en casa. Consigue abandonar el cayado por la pluma aunque haya de ser, en un principio, la de pasante de notario. Posteriormente, un hombre de letras, José María de Cossío, le integra en su grupo de colaboradores para la redacción de la más famosa enciclopedia taurina.

Será durante la Guerra Civil cuando logre acceder a un indiscutible estatuto profesional de escritor. El año 1937, concretamente, le deparará la doble ventura de verse colmado afectiva y literariamente: contrae matrimonio, tiene un hijo y ve editado Viento del pueblo.

A partir de 1937 correrá una suerte definitivamente adversa, en la guerra y posguerra, con el colofón de un siniestro asesinato a fuego lento en prisión.

Por tal camino de abrojos ha llegado a ser Miguel Hernández un clásico del siglo XX.

Tampoco al biógrafo de Miguel Hernández se le ofrece una tarea fácil. Antes de comenzar a construir su relato ha de llevar a cabo una labor previa de descombro. Agustín Sánchez Vidal ha señalado los «tres tristes tópicos que han distorsionado la obra de Hernández y siguen dificultando su recepción: el del poeta-pastor, el del poeta-del-pueblo y el del poeta-del-sacrificio». Considera con razón necesario «establecer adecuadamente los límites y contextos [de su condición de] cabrero, rojo y mártir». Y predicando con el ejemplo, el profesor Sánchez Vidal, en el mismo año 1992 en que hacía estas pertinentes declaraciones, publicaba un atinado recorrido sobre la vida y obra del poeta de Orihuela: Miguel Hernández, desamordazado y regresado[1].

Tanto Agustín Sánchez Vidal en la obra citada como José Luis Ferris posteriormente en Miguel Hernández: pasiones, cárcel y muerte de un poeta[2], han reconocido su deuda con Ramón Pérez Álvarez, que les ha aportado nuevos enfoques sugiriéndoles, por ejemplo, la asociación de Miguel Hernández a la denominada Escuela de Vallecas, en compañía del escultor Alberto Sánchez y los pintores Benjamín Palencia y Maruja Mallo. Igualmente les ha propuesto la ampliación del panorama sentimental del poeta, sobrepasando la figura exclusiva de Josefina Manresa.

Todo biógrafo de Miguel Hernández, es obvio, ha de trazar su trayectoria humana y literaria, pero tanto en uno como en otro recorrido ha de salvar difíciles obstáculos que, para empezar, le ha tendido el propio poeta.

Se impone, de entrada, deshacer el tópico primero y más enraizado que le ha sido suministrado por el mismo Hernández, con su machacona insistencia en una acentuada miseria familiar y personal. El apelativo de pastor-poeta o poeta-pastor, tan caracterizador por socorrido, fue una especie de imagen de marca que se inventó él para no pasar desapercibido. Disfrazado de pastor consiguió granjearse la protección de Neruda y Aleixandre, entre otros, y despertar el interés de los contertulios de la refinada tertulia aristocrática e intelectual del diplomático chileno Carlos Morla Lynch. Hasta la Guerra Civil, cuando ya se ha consagrado poeta de la revolución, no deshará el útil malentendido reconociendo que fue pastor, en efecto, pero de las cabras de su padre. Don Miguel gozaba de una situación económica que, sin duda, podía calificarse de acomodada. No dejaba incluso de ejercer sobre sus paisanos una cierta influencia caciquil.

Miguel Hernández ennegrecía, cuando le convenía, una situación ya de por sí deplorable. Sufrió, ¿qué duda cabe?, unas condiciones carcelarias inhumanas. No dudó, sin embargo, en escribir, el 4 de abril de 1941, a su benefactor Carlos Rodríguez Spiteri desde el penal de Ocaña: «Que no me pase lo que me pasó en Palencia. Hube de salir enfermo y con una hemorragia muy grande». A este respecto, hemos tenido la posibilidad de recoger el testimonio de Melquesidez Rodríguez Chaos, que no se separó de Miguel Hernández durante el traslado de la cárcel de Madrid a la de Palencia, donde compartió la misma celda a lo largo de toda su estancia allí. Rodríguez Chaos acompañó incluso a Hernández hasta el rastrillo de salida cuando este último fue trasladado de Palencia a Ocaña. Al referirle el accidente en cuestión, nos manifestó: «Éramos diez en la celda y un accidente así no podía pasar desapercibido. Dada la promiscuidad, alguien lo hubiera presenciado y lo hubiera referido a los demás. En todo caso, yo que lo acompañé hasta el rastrillo puedo asegurar que no salió de la cárcel de Palencia visiblemente enfermo». Es evidente, por otra parte, que la Guardia Civil no se hubiera encargado del traslado de un preso en esas condiciones.

Miguel Hernández no tiene inconveniente en dar una versión de lo que le ocurre, según el interlocutor a quien se dirige: cuando en su traslado de Palencia a Ocaña se encuentra Miguel con Antonio Buero Vallejo en la sección de transeúntes de la prisión madrileña de Yeserías, el futuro dramaturgo lo ve extremadamente enfadado porque «en Palencia —refiere Buero— estaba muy bien: le subían leche todos los días y llegó a disponer de una celda individual»[3].

A Melquesidez Rodríguez no le cabe en la cabeza que Miguel le contara a nadie semejante cuento de hadas[4].

Nuestro poeta no quedaba nunca fácilmente satisfecho. Ni siquiera cuando conoció una época de relativo desahogo económico al servicio de José María de Cossío. En carta a Juan Guerrero Ruiz (junio de 1935) se queja: «Gano muy poco: 40 duros mensuales». Era el sueldo normal y corriente de cualquier empleado. Y además, Cossío no le pagaba 40, sino 50 duros mensuales.

El comportamiento a todas luces ejemplar manifestado durante la Guerra Civil española y el atroz martirio que le acarreó el haber defendido hasta el extremo la causa popular han ocasionado una lógica visión hagiográfica que, desgraciadamente, lo deshumaniza cuando no lo catapulta al limbo de la candidez. Incluso en trabajos académicos de indiscutible consistencia como el de Juan Cano Ballesta, leemos juicios tan caritativamente desplazados como «inocente poeta»[5].

Raros son quienes, como Enrique Délano, calan más hondo o se atreven a considerar al poeta más en consonancia con la realidad: «De campesino era su carácter sencillo, pero no ingenuo, más bien pícaro»[6].

Tratándose de la relación Miguel-Josefina, el tono se eleva, desde la vanguardia biográfica, a zonas más de orden angelical que humano. Para Concha Zardoya se trataba de «un amor purísimo». Y si Miguel cede a los encantos de Maruja Mallo es porque la temperamental pintora «le conquista atraída por su sencillez y pureza»[7].

La correspondencia del protagonista de una biografía es fuente de información fundamental. En el caso de Miguel Hernández hay que servirse de ella con precaución y, en resumidas cuentas, su interés es muy limitado, ya que gira esencialmente en torno a sus apuros económicos. Josefina es la destinataria del grueso del epistolario conservado, y Miguel la mantiene ajena a su quehacer poético. Para remate de fiesta, la escasa dimensión literaria de la correspondencia hernandiana ha sufrido mermas considerables. Solamente conocemos cinco cartas a Carmen Conde y Antonio Oliver Belmás. Sin embargo, Carmen Conde nos dijo personalmente que su marido y el poeta se habían cruzado una nutrida correspondencia. A nuestro requerimiento de darla a conocer, nos contestó, con ánimo desalentado, que no tenía ninguna gana de ponerse a buscarla. Carlos Fenoll, el más íntimo y favorecido confidente de Miguel, era dipsómano, y en una crisis etílica quemó, según testimonio de Ramón Pérez Álvarez, «docenas de cartas de Miguel y poemas que le había entregado en agosto del 36 para la revista Silbo si volvía a salir»[8].

Ramón Sijé fue, sin duda, otro corresponsal que gozó de un trato de favor. Una de las riadas, antes tan frecuentes en Orihuela, destruyó buena parte del epistolario recibido.

Si tras el examen de la documentación autobiográfica, pasamos a la recopilación de testimonios ajenos, veamos lo que ocurre.

Comencemos por la descripción física. ¿Cómo era Miguel Hernández? La identidad de toda persona se condensa e intensifica en la mirada hasta el punto de que, ocultándole a alguien los ojos, se le garantiza el anonimato. ¿De qué color tenía los ojos Miguel Hernández? «Azules», dirán Aleixandre y el pintor Miguel Abad Miró. «Verdes claros», según Josefina. «Oscuros», afirma Octavio Paz. «Pardos», se lee en la hoja del servicio militar y la ficha carcelaria.

El biógrafo tiene, pues, para elegir en una especie de arco iris que va del color oscuro al verde claro, pasando por el azul. ¿Qué hacer? Por un lado, tenemos el testimonio de las personas más allegadas: amigos íntimos, su propia esposa. Los ojos pueden variar de color, pero en simple matiz, no en tal grado. En buena lógica, al biógrafo no le queda más remedio que atenerse al testimonio de profesionales (servicio militar, ficha carcelaria) encargados precisamente de dejar constancia oficial del color de los ojos. Oscuros, pues, en mayor o menor grado, esto es: marrones o pardos. Pero ni verdes ni azules.

El cotejo de dos testimonios sobre un mismo hecho es lo que procede en toda crónica o relato biográfico. En el caso de Miguel Hernández, sobre aconsejable, resulta con frecuencia una necesidad ineludible. Por ejemplo, Ramón Pérez Álvarez testimonia sobre la muerte de Miguel Hernández:

Muerto Miguel, le amortajé, le saqué ante la población reclusa formada en el patio general, dejando una calle en el centro, hasta el recinto exterior. La banda de música de los reclusos interpretó la «Marcha fúnebre» de Chopin. Eran alrededor de las cinco de la tarde[9].

Otro testigo, Bernardo López García, se indigna contra lo que califica de «premeditada falsedad» y afirma:

Yo vi salir el ataúd en el que iba Miguel Hernández, sobre la hora del mediodía, cuando todos los reclusos estábamos encerrados en nuestras celdas y dormitorios respectivos, asomados en los ventanales, y decir que lo sacaron muerto de la cárcel con todos los presos formados en el patio y con una banda de música interpretando la marcha fúnebre de Chopin es la burla más grosera y canallesca que se pueda concebir[10].

Logramos preguntarle a López García si podía indicarnos otra persona que avalara su testimonio en contra de Pérez Álvarez. No lo consiguió. A Pérez Álvarez, por el contrario, le apoyaron otros dos testigos: Miguel Abad Miró y Antonio Ramón Cuenca[11].

No es necesario subrayar la importancia de este acontecimiento, que pone de relieve la indiscutible celebridad de Miguel Hernández tras la Guerra Civil española. Sabíamos que recibió visitas de jerarcas de la Falange como José María Alfaro y Rafael Sánchez Mazas, y que el influyente eclesiástico Luis Almarcha le distinguía con una particular atención, pero ignorábamos que incluso el más célebre dramaturgo de la posguerra, Jacinto Benavente, se hubiera interesado por el preso Miguel Hernández. Antonio Armell Lon, comisario de propaganda de brigada, nos ha referido:

—Creo que no se ha dicho en ninguna parte que, estando yo en la enfermería, en enero o febrero del 42, fue a interesarse por él Jacinto Benavente.

—¿Alguien se lo dijo o fue usted testigo presencial?

—Yo daba clases en la escuela de la cárcel, frente por frente de la enfermería, y lo vi. Duraría la visita una hora, más o menos. Además, el director de la cárcel, Manuel Guerrero Blanco, me lo dijo personalmente: «Ha venido Benavente a interesarse por Miguel Hernández». Yo no llegué a hablar con Benavente pero lo vi[12].

No hay duda: Miguel Hernández había alcanzado, tras la Guerra Civil, una bien merecida reputación nacional que obligaba a sus propios verdugos a obrar en consecuencia a la hora de su muerte. Así fue como no pudieron negarse a rendirle el homenaje de la marcha fúnebre.

Tras la recolección de datos autobiográficos y testimoniales, el biógrafo tiene que enfrentarse con la afirmación de Umberto Eco: «Los datos no significan nada si no se construye una hipótesis»[13].

En la construcción de esta inexcusable hipótesis desempeña un papel determinante el hecho de que una biografía es también biografía de quien la escribe. Basta con iniciar un texto biográfico hernandiano para intuir la personalidad del autor.

El nacimiento de Miguel Hernández ha sido narrado:

— Con prolijidad notarial, por Vicente Ramos: «Miguel Hernández nació en Orihuela el 30 de octubre de 1910, como así consta en el folio 188, número 188, del libro 60, del Registro civil, Sección I de Orihuela»[14].

— Con sobria precisión, por Agustín Sánchez Vidal: «Miguel Hernández nace a las 6 de la mañana del 30 de octubre de 1910 en la localidad alicantina de Orihuela».

— Con exuberante imaginación creadora, por José Luis Ferris: «A las seis de la mañana, en plena amanecida, ante la mirada imperturbable del patriarca, don Miguel, y la agotada emoción de Concheta, viene al mundo el tercer hijo de la saga, un varón de aspecto sano que rompe con su llanto diminuto la paz detenida de Oleza, el silencio secular del aire que la envuelve».

Lo realmente grave ocurre cuando el biógrafo arrima el ascua de la investigación a su sardina ideológica. Dos impedimentos mayores obstaculizan entonces el relato biográfico: la hagiografía izquierdista y la tergiversación derechista. El comunista Elvio Romero describe así los últimos momentos de Miguel Hernández:

La voz puede flaquearle, el fervor no […] se arrastró en medio de la oscuridad y el silencio, resarcido de la flaqueza física —¡oh poder de los enterados de las cosas hondas!— levantó la mano demacrada y dibujó en los muros su tremenda y desgarradora despedida:

¡Adiós, hermanos, camaradas, amigos:

despedidme del sol y de los trigos!

¡Oh, qué modo profundo de fecundar la muerte! Aherrojado por su absoluta miseria, ¡cómo podía poner amor en el epílogo de su hermosa existencia! […] ¡Heroico Miguel![15].

Por increíble que parezca, todavía hay quien reproduce beatamente tamaño dislate: la absurda escena de un moribundo escribiendo versos en la pared de la enfermería de una prisión. ¡Y a cuántos artículos no han servido de broche de oro los dos versos de marras![16].

En el campo ideológico opuesto, el franquista Juan Guerrero Zamora ha construido con todos sus datos biográficos una hipótesis aberrante, machaconamente repetida en todos sus escritos: Miguel Hernández no fue franquista porque no supo lo que Franco era realmente.

Nuestro poeta es probablemente el más atípico de la historia de la literatura española. En pocos autores se produce una tal simbiosis de vida y obra, una tan indisociable conjunción de poesía y trayectoria vital. Ambas facetas se presentan en Miguel Hernández tan indisociables que «es difícil o imposible pensar su poesía sin pensar su vida», como ha escrito José Ángel Valente, quien añade: «Exige o necesita su poesía la noticia del hombre»[17].

Quiéranlo o no los nefelibatas de la exégesis literaria, la escritura se nutre de la experiencia —o inexperiencia— vital. De la biografía, en suma. Y nosotros los lectores, ¿qué buscamos con preferencia sino este ingrediente biográfico, más o menos desleído en la obra literaria, trascendido y potenciado por la imaginación y la técnica creadora?

El ejercicio de la literatura, tanto por parte del lector como del autor, lo preside un «conócete a ti mismo» que ambos esgrimen, el uno frente al otro. Al «muéstrame» y «muéstrate» que pide el lector corresponde el «mírame» y «mírate» del autor. La diferencia entre los grandes escritores y los escritores necesarios puede que estribe en la mayor o menor disociación de sensibilidad (o sentimiento individual) y receptividad colectiva. Por mucho virtuosismo técnico que prodigue el autor, no llegará a calar profundamente en el lector sin la necesaria dosis de humanismo. ¿Qué lector se siente plenamente satisfecho si no se considera de algún modo concernido por lo que lee? ¿No es, en el fondo, una posibilidad de nosotros mismos lo que más nos atrae y cautiva en una obra literaria? No nos resistimos a transcribir la siguiente fábula narrada por el escritor francés Michel Tournier que nos parece ilustrar en grado sumo nuestro propósito:

Un príncipe muy rico y aficionado a las artes se propuso decorar dos paredes opuestas de una de las salas de su palacio. Encargó a un pintor chino y a un japonés la ejecución de cada una de ellas prometiendo al que mejor resultado consiguiera una importante recompensa. Cuando consideró que el tiempo transcurrido habría permitido avanzar considerablemente las obras, se presentó ante los pintores para apreciar el resultado de sus respectivas obras y observó que, mientras que el chino estaba a punto de finalizar su trabajo, el griego estaba ocioso ante su pared cubierta de un paño opaco. A él se dirigió el príncipe: «y tú ¿cuándo lo terminas?». «Cuando lo finalice mi colega», le contestó. El príncipe le comunicó al artista chino: «Cuando termines, me avisas». No tardó este pintor en hacerle llegar la noticia del final de su obra. El príncipe y su corte acudieron a la sala donde la obra del chino despertó una admiración unánime, y un entusiasmo tal que no dudaron en la imposibilidad para el griego de mejorarla. Pero cuando el griego descubrió su pintura el entusiasmo de los visitantes fue aún superior. Y le atribuyeron la palma de la victoria.

Sin embargo, el griego se había limitado a colocar un espejo en la pared que le correspondía. El resultado fue que provocó una mayor adhesión de los espectadores a su obra porque sumó al virtuosismo de su competidor la posibilidad para su público de verse reflejado e inmerso en su obra.

Cerebro desangelado, no. Pero corazón inconsciente, tampoco. El lazo realmente sólido que ata la atención del lector es el que teje el corazón consciente del escritor. Éste es el caso, nos parece, de Miguel Hernández. La masa de su escritura es la experiencia vital que su imaginación y sabiduría técnica hiñe y adoba.

En dos escollos naufraga con harta frecuencia la crítica tradicional hernandiana: la religión y el sexo. Y ello es debido a que la fuente vital de donde manan sus versos exige del lector una disposición de ánimo horro de prejuicios extraliterarios, doctrinales o eróticos. Añadamos la obligada inserción del hombre en su época puesto que —seguimos haciéndonos eco de José Ángel Valente— «la fusión de ambos extremos (las experiencias personales y colectivas) hace ineludible a Miguel Hernández»[18].

Ahora bien, Valente (y no sólo él) juzga la obra hernandiana abortada, sin haber llegado a «ser lo que pudo haber sido: una gran poesía». Pero ¿con qué vara se mide la poesía para saber si es grande o pequeña? Antonio Buero Vallejo replica involuntariamente a Valente cuando afirma: «Para mí es Miguel Hernández un poeta necesario, eso que muy pocos poetas, incluso grandes poetas, logran ser, por la realidad esencial de sus jornaleros, de su cebolla, de su sudor». Cosas son estas —añade— que «por verdaderas más que literarias» ligan a gran masa de lectores con el poeta y su obra[19].

La vitalidad y seducción del género biográfico pone de relieve la fascinación que ejerce sobre los lectores un ser único, aislado entre millones de seres, y enraizado en un tiempo y un país específicos. Y ocurre en nuestro caso que un hijo de cabrero, forzosamente autodidacta, ha llegado a alcanzar una importancia y difusión sólo comparables, en el interior de la Península, a las conseguidas por Federico García Lorca. Jorge Guillén —tan poco propenso a la hipérbole admirativa— no tiene reparo en considerar al oriolano «un poeta verdaderamente genial, el más genial después de Federico. Su vida y su obra conmueven hasta el asombro y el enmudecimiento humilde»[20].

La vida y obra de nuestro poeta han quedado encastradas y definitivamente adscritas al acontecimiento más trascendental de la historia de España del siglo XX: la Guerra Civil. Hernández se erigió en «viento del pueblo» en aquella encarnizada lucha de clases. Pablo Neruda, César Vallejo, Rafael Alberti, entre otros, defendieron la causa republicana con dedicación y entrega ejemplares. Pero Miguel Hernández encarnaba el meollo de la causa republicana: la conquista de la dignidad personal contra la opresión económica de la oligarquía y la ideológica de la Iglesia católica. Así es como su nombre conlleva toda la inmensa carga social y humana, colectiva e individual, visible y oculta de esta aguda encrucijada de la historia. Decimos «Miguel Hernández» y resuena la República española y su asesinato. El asesinato de ambos.

Una obra no puede hacer caso omiso de la vida; ni vida y obra, de la época. Ni la vida, ni la obra, ni la época de Miguel Hernández cobran sentido sin tener en cuenta el papel determinante de la Iglesia católica. Ella le aupó al ejercicio de la literatura y ella le abandonó a su suerte miserable en el infierno de las cárceles franquistas. Fue el precio que le obligó a pagar por pasar, de presunto poeta al servicio de la Iglesia, a poeta efectivo, emblemático, de la revolución.

Habiendo dejado de considerar a su poesía «viento de Dios» para situarla en la categoría de «viento del pueblo», Miguel Hernández, atrapado entre la cruz y la pared, dignificó el oficio de poeta hasta límites heroicos al asumir con el pago de su vida el compromiso contraído consigo mismo y con el pueblo español.

Quizá en este aspecto no ofrezca paralelo alguno la historia de la literatura española.

Nacimiento y formación de un poeta (1910-1932)

NACIMIENTO Y FORMACIÓN DE UN POETA

(1910-1932)

I Orihuela

I


Orihuela

«Creyendo lo que amaron y creyeron mis antepasados

puedo llamarme su sucesor y no ser anillo perdido

y roto de la cadena que ellos formaron

con sus espadas sobre el ara de los altares por

nuestra patria y amor a Dios».

INSCRIPCIÓN EN LA FACHADA DEL PALACIO
DEL MARQUÉS DE RAFAL EN ORIHUELA

«Porque la especie humana me han dado

por herencia
la familia del hijo será la especie humana».

MIGUEL HERNÁNDEZ

Según el censo nacional de 1910 —año del nacimiento de Miguel Hernández—, el Ayuntamiento de Orihuela cuenta con una población de 35.072 habitantes. La prensa local se vanagloria de superar en importancia a ciudades como León, Burgos, Toledo o Salamanca. Pero la comparación es engañosa, porque el núcleo de la población diseminada sobrepasa al de la urbana, y la ciudad de Orihuela no encierra en su recinto más de 17.000 habitantes, mientras que Salamanca cuenta con 24.500 habitantes, y Toledo, con 31.500. Para hablar con propiedad, habría que referir el elevado censo al término municipal de Orihuela, que tiene un diámetro de 70 kilómetros y dentro del cual hay siete distritos con sus Ayuntamientos respectivos[1]. Orihuela está a 50 kilómetros de la capital, Alicante, y a 418 de Madrid. Pero por su proximidad geográfica y de complementariedad geofísica y económica, Orihuela queda más ligada a Murcia que a Alicante. La identidad geofísica se manifiesta en el hecho de que esta zona, junto con Murcia, ocupa el centro de la Vega Baja del Segura. Ambas zonas, oriolana y murciana, integran la Huerta[2] del Segura, que se reparte entre Murcia y Alicante. La campiña de Orihuela es una de las más feraces de España, y por ello la economía oriolana es fundamentalmente agrícola. Incluso en 1950, tres de cada cuatro oriolanos activos vivían de la agricultura, fundamentalmente trigo y agrios. Pero carece de posibilidad conservera y ha de servirse de la potente industria alimentaria murciana. Quizá pudiera hablarse de un polo Orihuela-Murcia no sólo de índole económico-industrial, sino incluso administrativa y académica, con repercusiones, obviamente, en la vida y obra de Miguel Hernández.

No abunda el proletariado agrícola porque la propiedad está bastante repartida. Bastante mal repartida, es cierto, pero lo suficiente como para que Orihuela no se haya visto, como Cartagena, medio despoblada por la emigración: a América antes de la Primera Guerra Mundial y a Francia durante la guerra y la posguerra. La cosecha, abundante y segura, precisamente de trigo, embota, además, el aguijón del hambre. La veracidad del viejo proverbio: «Llueva o no llueva, trigo hay en Orihuela», mantiene eficazmente el sedentarismo oriolano.

La riqueza agrícola llena de orgullo a los paisanos de Miguel Hernández, hasta el punto de no dudar en calificarla de fabulosa. El cronista y erudito Justo García Soriano, en una conferencia pronunciada en el Círculo de Bellas Artes el día 11 de septiembre de 1928, se refiere a su país natal en estos ditirámbicos términos: «Comarca ideal donde vertió Amaltea su cornucopia de frutos y flores. Y esta belleza magnífica es a la vez riqueza fabulosa. Nuestras naranjas, nuestros cáñamos, nuestros pimientos, nuestras frutas y hortalizas son las mejores de España, del mundo tal vez».

Ahora bien, a pesar de la feracidad de la Huerta de Orihuela, servida por un eficaz sistema de acequias y azarbes que ha heredado en buena medida de la dominación musulmana, el campesino oriolano vive con la amenaza constante de riadas e inundaciones devastadoras. El cauce del Segura es estrecho, pero de más de diez metros de profundidad y, sin posibilidad de lecho más amplio ni embalses reguladores, sus crecidas son temibles. La historia de Orihuela está marcada por fechas fatídicas de catástrofes que mantienen al campesino en vilo ante la amenaza de una ruina súbita.

Durante su primera estancia en Madrid Miguel recibe la noticia de una de estas nefastas crecidas, y con fecha 29-XII-1931 escribe el texto «Cosas del Segura» donde proyecta su recuerdo:

Mirad esos bueyes y esas chozas que arrastra en sus vorágines como naves en naufragio… Oíd los llantos de esos labradores que han perdido la fuerza del arado que abre el surco para cosechar pan y el techo que les preservaba de astros vientos…

¡Maldito seas, lobo Segura!

El consecuente estado de ánimo derivado de tal espada de Damocles nutre una ansiedad religiosa que en la estructura social de Orihuela puede encontrar satisfacción amplia y gustosa.

Eclesiástica y señorial, Orihuela es un fósil del Antiguo Régimen. Su mismo paisaje es ya emblemático: la ciudad se abraza, en media luna, a un peñasco coronado por un castillo en ruinas. Entre castillo y pueblo planea, como una amenaza, sobre las cabezas de sus habitantes, la mole apabullante de un gigantesco seminario, filtro eclesiástico entre el poder político y la poblacion civil. Apostado a la entrada de la ciudad, custodia y vigila las entradas y salidas el monumental palacio plateresco de Santo Domingo, antigua universidad y a la sazón colegio regentado por los jesuitas.

Las torres de sus decenas de iglesias y conventos constituyen una especie de palmeral a lo divino. Orihuela, con sus 27 campanarios, es la ciudad de Lhasa del Tíbet español.

Azorín, a principios del pasado siglo, nos la describió así:

Van y vienen por las calles clérigos con la sotana recogida en la espalda, frailes, monjas, mandaderos de conventos con pequeños cajones y cestas, mozos vestidos de negro y afeitados, niños con el traje galoneado de oro, niñas, de dos en dos, con uniformes vestidos azules. Hay una diminuta catedral, una microscópica obispalía, vetustos caserones con la portalada redonda y zaguanes sombríos, conventos de monjas, conventos de frailes. A la entrada de la ciudad, lindando con la Huerta, los jesuitas anidan en un palacio plateresco; arriba, en lo alto del monte, dominando el poblado, el seminario muestra su inmensa mole. El río corre rumoroso, de escalón en escalón, entre dos ringlas de viejas casas; las calles son estrechas, sórdidas; un olor de humedad y cocina se exhala de los porches oscuros; tocan las campanas a las novenas; entran y salen en las iglesias mujeres con mantillas negras, hombres que remueven en el bolsillo los rosarios[3].

Al lector no le habrá pasado desapercibido el doble sentido con que usa Azorín el verbo dominar aplicado al seminario. La bisemia del término transmite tanto el significado topográfico como el poderío avasallador de «la inmensa mole». Y aún es más digno de subrayar el magistral paralelismo de «clérigos y monjas […] que van y vienen por las calles», al comienzo del relato, con los «hombres y mujeres […] que entran y salen en las iglesias» del final. Clero y laicos, así superpuestos, quedan estrechamente relacionados, unidos y encerrados en una estructura circular definitoria que abraza y funde en una misma identidad a religiosos y civiles. En Orihuela, los límites entre clero y laicos, casas e iglesias, no resultan muy precisos cuando se tiene en cuenta que, desde el siglo XV y por especial privilegio papal, los oriolanos pueden oír misa en sus propios domicilios. Tampoco deja de llamar la atención el empleo del verbo anidan, que sustituye a residen y que convierte a los jesuitas en aves del agüero que el lector decida atribuirles[4].

Una situación de Antiguo Régimen no puede mantenerse sin aherrojamiento del pueblo en una sistemática aculturación. Saben leer y escribir 5.526 personas (3.493 varones y 2.033 hembras)[5]. Ni el padre ni la madre de Miguel Hernández se encuentran entre los favorecidos por este 16 por ciento escaso de alfabetización general. Con el tiempo, el padre de Miguel llegará a dibujar la firma, pero ni de eso es capaz el día de su matrimonio. La madre, ni entonces ni nunca[6]. El espacio reservado a los padres en los boletines escolares los llenará don Miguel siguiendo a tinta el texto previamente escrito a lápiz por su hijo.

La responsabilidad de tan elevado índice de analfabetismo recae sobre el Concejo, que paga a los maestros a regañadientes y porque no tiene más remedio. Como hace constar por escrito en 1876 el alcalde al Ministerio: «Sólo por cumplir con las órdenes de la superioridad, ya que —añade— casi la totalidad de los maestros no son en manera alguna acreedores a que se les satisfaga sus haberes por el abandono en que tienen el cumplimiento de su deber». Por suerte, en esta ocasión los maestros cobraron incluso los atrasos. Tarde, pero cobraron. La municipalidad les satisface lo que les debe, aunque a regañadientes y con una mala fe a prueba de bomba. Porque los maestros no sólo cumplen con su deber, sino que merecen una aureola de mártires que no duda en otorgarles el periódico El Oriolano, menos cerril que la mayoría de sus congéneres, cuando alaba «la sin igual abnegación de que están dando pruebas los maestros de Orihuela, pues eso de resistir con constancia y sin interrupción el cumplimiento de sus penosos deberes, sin percibir cantidad alguna por espacio de nueve meses… ¡Bien merecen el epíteto de mártires!»[7]. Pero son mártires que no tienen cabida en el santoral católico. A la jerarquía eclesiástica orcelitana (obispo y cabildo catedralicio) no se le da un bledo, ni siquiera la triste condición del clero rural. En 1917 el Gobierno decide aumentar a 1.000 pesetas la dotación anual del clero rural, pero a expensas de la subvención al alto clero. Al obispo le falta tiempo para tranquilizar a su deán, arcipreste, arcediano, chantre, maestrescuela, lectoral, magistral penitenciario, doctoral, los siete canónigos y los 12 beneficiados, prometiéndoles, en su calidad de senador del reino, «elevar una respetuosa protesta para que tal proyecto no prospere». Y «confía recabar el valioso y eficaz apoyo del diputado a Cortes por el distrito y de los diputados católicos». De la mentalidad clasista del purpurado no se libra el propio cuerpo eclesiástico. Refiriéndose al clero rural, habla de «la angustia que supone a esta clase social, tan respetable, lo mezquino de sus haberes», pero protesta enérgicamente contra el hecho de que para mejorar su condición «se proyecte castigar a las clases superiores»[8].

La lectura no cuenta en Orihuela con muchos adeptos, sobre todo en los medios católicos practicantes. La prensa confesional ha de reconocer incluso que vive, sobre todo, de los lectores antimonárquicos. La Semana, por ejemplo, se queja de que «en Orihuela —¡triste es confesarlo!— únicamente recibe nuestro periódico un sacerdote y dos o tres personas señaladamente católicas. Los demás suscriptores que tenemos, o son republicanos o son liberales»[9].

El periódico emblemático de Orihuela es La Lectura Popular, que se enorgullece en 1894 de tirar «cada quince días, 70.000 ejemplares que se distribuyen en muchas provincias españolas y de los cuales se remite a América una buena parte»[10]. No sabemos a cuántos ejemplares asciende esa «buena parte», ni cuántos se distribuyen en esas «muchas provincias» españolas, pero el mérito del éxito de tirada nadie puede disputárselo a la ciudad de Orihuela.

El fundador y primer director de La Lectura Popular fue Adolfo Clavarana Garriga, a cuya muerte el periódico de la Compañía de Jesús, La Vega del Segura, dedica un número extraordinario[11] calificándole en la portada de «católico fervoroso, incomparable literato, esforzado polemista, martillo del liberalismo e insigne maestro de periodistas». Remigio Vilariño S. J. en persona (Vilariño es sinónimo de catecismo, como Casares o María Moliner de diccionario) le dedica un artículo titulado «El apóstol de la prensa católica», donde le califica de «mensajero, para todo el mundo, de la más sólida doctrina católica». Nadie más cualificado que el autor del catecismo oficial de la enseñanza para otorgar validez indiscutible a tal título. En 1925, veinte años después de su muerte, las Obras completas de Adolfo Clavarana alcanzaban una tercera edición. Ofrecemos a continuación una muestra de la ejemplaridad de su prosa, correa de transmisión de la docrina social de la Iglesia.

En estilo epistolar, para mayor impacto pedagógico, publica Clavarana un relato en el que el tío Matraca se dirige a Perico el de los Palotes, que se queja de su pobreza en estos términos: «Nadie debe creerse desgraciado por tener poco: siendo así que nunca faltan prójimos que tienen menos». Y le refiere, para ilustrar su propósito, el caso de un zapatero que vivía feliz con su familia «porque cuando hay paz y salud, tan buen provecho hacen las migas como las chuletas». Pero todo cambia cuando Perico el de los Palotes recibe la visita de un peluquero que le induce a conversaciones que «olían a azufre, sobre lo inicuo que era que unos tuviesen muchos millones y se diesen la gran vida y otros se matasen a trabajar para malcomer».

Y ocurrió que «un día que tenía la cabeza más caliente que otros con los discursos del barbero, salió su mujer a pedirle cuartos para comprar patatas.

»—¡Patatas, voto a tal! Perdices debíamos comer todos los artistas [subrayado en el texto], pero los pobres no comeremos sino piedras mientras que otros se hartan de pavos trufados. ¡Y luego dicen que Dios es justo!

»La pobre mujer se quedó estupefacta al oír aquella barbaridad.

»—Pero, hijo —contestó—, si nosotros no hemos comido nunca otra cosa y hemos estado siempre muy sanos y muy gordos. Cuando Dios quiere que comamos patatas es porque así conviene para nuestro estómago. A otros tal vez les dará pavos trufados, porque sin duda lo tendrán menos resistente».

El zapatero sale a la calle, furioso y su cólera aumenta cuando presencia una comilona en un restaurante. Le sigue al comensal en la calle hasta su casa, «un magnífico hotel. Aquel hombre era un acaudalado, un dichoso de la tierra, que tras de haber gozado sin duda de los placeres de la mesa, iba a gozar de los de un mullido lecho entre riquísimas sábanas de holanda y plumas de edredón».

Furioso, intenta agredir al rico, pero no puede porque se le cayó desmayado, ya que «era un desgraciado que hacía muchos meses padecía una afección espasmódica del esófago, que sólo le permitía tragar líquidos gota a gota. Aquel día sólo había conseguido empeorar su mal, poniéndose a las puertas de la muerte.

»Celedonio comprendió la lección que le había deparado la Providencia».

Y el relato concluye con el ejemplo de Cristo, «que vivió del trabajo y hasta llegó a pedir limosna»[12].

Se comprende que Remigio Vilariño S. J. se alegre de haber visto «repartir estas hojas como pan bendito entre los pobres» y a los «patronos ponerlas en manos de sus obreros y colonos» porque «el Apóstol de la Buena Prensa no hizo su periódico para que figurase en el álbum de los literatos, sino para que se guardase en el astroso bolsillo del pobre, para que se leyese y se comprendiese en la boardilla del jornalero al olor de una cazuela de patatas».

Adolfo Clavarana (1844-1905) fundó La Lectura Popular el 3-V-1883, y la dirigió hasta su muerte. Abogado, liberal fusionista, se convirtió en furibundo militante católico tras velar el cadáver del poderoso cacique de Orihuela Tomás Capdepón y seguir unos clásicos ejercicios espirituales. Conversión paradigmática, a todas luces. Como buen renegado, pasó a adorar lo que había quemado y a quemar lo que había adorado. «Liberal de abolengo —leemos en su panegírico—, pasó Clavarana su niñez y su juventud amamantado y nutrido con los deletéreos principios de la revolución». Pero tras su conversión —seguimos leyendo—, «su constante manía era el liberalismo (…). Si cuando se muera, en lugar de ponerle un fósforo como es costumbre, le pasamos un Imparcial por las narices, y si no se menea, de fijo que está muerto».

Para los jesuitas que lo arropan, «Clavarana era católico de veras, su piedad era a la antigua usanza. Rezaba todos los días sus doce padrenuestros por pertenecer a la orden tercera de San Francisco, los siete para ganar las indulgencias del escapulario del Carmen, los seis del Azul, sin olvidarse del misterio del apostolado de la oración».

En 1914 se hará cargo de la dirección de La Lectura Popular el canónigo Luis Almarcha, quien redactará la mayoría de los textos firmando con su nombre o la variante A. Hernán (Almarcha Hernández). Almarcha tomará el relevo en la defensa de una ideología, la de la Iglesia católica que, frente a toda tendencia igualitaria, considera a la sociedad estructurada por Dios en ricos y pobres. Únicamente sobre la aceptación de este principio se asentará la paz social. Es en la vida eterna donde el pobre verá recompensada su resignación y compensadas con creces sus privaciones.

A finales del siglo XIX, la doctrina social de la Iglesia no tenía empacho alguno en considerar el trabajo del obrero «un deber religioso». Por consiguiente, carecía de toda legitimidad la reclamación de pago alguno: «Se desean obreros sufridos y que no se insurreccionen ni se entreguen a huelgas. Procúrese que amen e imiten a Jesús, modelo de paciencia y resignación en el taller de su castísimo padre putativo. Se reconoce como necesaria en el obrero la afición y el gusto al trabajo, pues que vea en el trabajo, más que un derecho a retribución forzosa en este mundo, un deber religioso, cuyo exacto cumplimiento le será galardonado con recompensa eterna en el cielo»[13].

La prensa local propaga sin desmayo en Orihuela una visión angélica de la cuestión social:

La huerta empapada de las lluvias nos muestra sus donosas galas y yo aspiro con fruición el perfume embalsamado del ambiente.

Mi habitual descanso es la humilde casuca de unos pobres braceros que, solícitos y entusiasmados, me acogen. Allí, en aquellos rudos trabajadores, aún late el corazón honrado y fraternal; allí no llegan los quejidos y ayes de esa España pobre […]; allí las luchas sordas y titánicas del proletariado no encuentran el eco quejumbroso que en las ciudades. Son casi felices. No experimentan la punzadora tortura. El hambre feroz rara vez acude a sus puertas, y, sin embargo, sienten hambre: en sus mejillas flácidas y cetrinas está impresa la terrible huella. ¡Ah! Es que tienen el estoicismo de los mártires; es que un algo les vela manifestar su miseria. Ese algo es la vergüenza[14].

El canónigo Almarcha es demasiado inteligente para incurrir en tan necias afirmaciones, impresentables ya en su época, pero no dejará de predicar, con mayores o menores variantes, la doctrina sustancial de la Iglesia en lo que a la cuestión social se refiere: la resignación al pobre y la caridad al rico. Pero ya no puede esto predicarse a palo seco. Los tiempos exigen adoptar un camuflaje sindicalista para obtener la atención del medio obrero. Éste será el objetivo del Sindicato de Obreros Católicos que muy eficazmente dirigirá Luis Almarcha en Orihuela.

La economía de Orihuela, esencialmente agrícola, permanece anclada, técnicamente, en la Edad Media: «Las sencillas máquinas de que hoy por hoy disponen nuestros agricultores son las mismas que usó Wamba antes de su elevación al trono; Viriato, antes de ser general, y Adán, después del pecado»[15].

Este atraso técnico no es sino la consecuencia obligada de un radical estancamiento social: «Eso que hemos dado en llamar progreso moral y material del siglo es cosa casi desconocida entre nuestros colonos y obreros rurales que, sin apoyo oficial de las autoridades locales ni ayuda particular de las clases acomodadas, vegetan en el reducido espacio en que nacieron, ganando penosamente el pan de cada día…, y mueren como nacieron y vinieron, sin haber dado un paso fuera de los límites de su esfera de acción, ni haber adelantado una línea más allá del término que sus mayores le señalaron en el recto trazado de la larga vida de su existencia»[16].

La situación del proletariado agrícola es difícilmente imaginable ni siquiera emplazándola en un contexto medieval. Todavía en 1928, para que dos patronos naranjeros (los señores Ruiz y Dólera) acepten que «sus obreras durante la jornada hagan sus necesidades físicas», será necesaria una huelga y la intervención de la comisión inspectora del trabajo[17].

La sociedad oriolana constituye un anacronismo histórico cuyo punto de referencia puede llegar a ser, a finales del siglo XIX, no ya la Edad Media sino la Edad Antigua, cuando la esclavitud tenía vigencia legal. Es la conclusión que se impone tras la lectura de un documento fechado en la ciudad de Orihuela el 7 de febrero de 1877 y firmado ante notario. En él consta que una viuda oriolana, de 36 años, sirvienta, «confiere poder a Josefa Villagrasa y Cayuelas para que eduque a su hija, de 12 años, alimentándola, vistiéndola, asistiéndola en sus enfermedades gratuitamente, corrigiéndola como hija y dándole la educación moral y religiosa correspondiente, obligándose a no pedir jamás cosa alguna por los trabajos y servicios que pueda hacer su hija en obsequio de la Josefa Villagrasa, y la expresada niña Amparo Giménez permanecerá en compañía de la Villagrasa durante el tiempo que se estime por la voluntad de ésta y de la otorgante»[18].

En el drama hernandiano El labrador de más aire, uno de los personajes refiere el siguiente suceso:

Fue éste el caso: le dio a cierta

rapazuela candorosa

por cosechar una rosa

cada día en una huerta.

La huerta pertenecía

al dominio del señor

que advirtió lo de la flor

de la niña cierto día.

Y cuando llegó al siguiente

ella de un modo sencillo

al rosal, salió un cuchillo

colérico y reluciente

al encuentro de su mano;

y con los dedos partidos

quedó, pegando alaridos

y desangrándose en vano.

JUAN

¿Pero es posible? ¡Canalla!

Si fuera el suceso cierto,

merecería estar muerto

hace ya mucho tiempo.

El relato parece fruto deleznable de la imaginación propagandística de un escritorzuelo con ínfulas revolucionarias: un aristócrata, harto de ver que una niña ha cogido la costumbre de cortar una flor de su huerto cada vez que pasa por delante, le rebana los dedos con un cuchillo. Sin embargo, el esperpéntico suceso ocurrió en la ciudad de Orihuela por obra y gracia del ciudadano Antonio de Piniel y Roca de Togores, barón de La Linde, casado con la marquesa de Rubarcábal, y jefe local de Falange. Al estallar la Guerra Civil se le imputó concretamente este cargo y juzgando que, efectivamente, «merecería estar muerto», fue fusilado[19].

El reaccionarismo galopante de Orihuela es tanto más aparatoso cuanto que contrasta con el carácter progresista de la ciudad de Alicante, donde los jesuitas, cuando intentan predicar las Santas Misiones, pinchan en hueso. A finales del siglo XIX, el obispo de Orihuela se queja por escrito al presidente del Consejo de Ministros de la campaña de la prensa alicantina «con una sola excepción» contra la llegada de los seis padres misioneros «para que simultáneamente predicasen en tres de sus iglesias, facilitando así la concurrencia del pueblo». Pero a pesar de «la forma de sus predicaciones, sencilla, fácil y acomodada a la siempre escasa capacidad del pueblo (…) soliviantado el populacho, se dio ocasión al disparo de petardos y cohetes en los templos durante la predicación, e insultos sacrílegos». Dado lo insostenible de la situación, «resolví levantar el campo y venirme con los predicadores a esta pacífica ciudad de Orihuela»[20].

La expresión castrense «levantar el campo» no es anodina. Traduce a la perfección el auténtico asedio que supone para toda ciudad la celebración de misiones religiosas. Pero, además, reivindica el belicismo de una Iglesia, respaldada en sus entusiasmos guerreros por la militarizada Compañía de Jesús.

Con ocasión de la crisis del 98, el obispo oriolano dirige una arenga a sus «amados diocesanos» contra «una nación de ayer, sin precedentes, sin historia ni abolengo, en cuyo improvisado escudo no campean otros timbres que los del vil metal (…) que ha declarado la guerra a la noble y valerosa España. En vista de tamaña iniquidad, un grito de santa indignación se ha escapado de todos los pechos españoles, y la Nación entera se ha levantado como un solo hombre para rechazar la cobarde e inicua agresión de unos mercaderes engreídos con su oro y sus formidables armamentos. España acepta el reto. España no teme ni vacila, porque va a la guerra con armas que ni se improvisan ni se compran. Va a la guerra con el valor heredado de cien generaciones de héroes. (…) Mientras dure la guerra, todos los sacerdotes dirán en la misa rezada, siempre que la rúbrica lo permita, la oración Pro Tempore Belli»[21].

La Iglesia tiende a la cruzada como tira la cabra al monte o vuelve la burra al trigo. Esta arenga sacerdotal bélico-religiosa pudiera fecharse, mutatis mutandis, entre 1936 y 1939. Aún hoy día Oleza vive lamentando la pérdida de un totalitarismo teocrático. Su Ayuntamiento, viudo inconsolable de Francisco Franco, ha sido el único en toda la geografía peninsular que, tras su fallecimiento, manifestó la perennidad de su amor al dictador erigiéndole un monolito en 1978 para compensar los tres años de su definitiva ausencia. Ha presidido la plaza principal de la ciudad, la glorieta de Gabriel Miró, hasta el día 18 de noviembre del año 2004[22].

En paralelo al patriotismo nacionalista del término hispanidad, Orihuela, sin miedo al ridículo de una desorbitada autoestima, reivindica para sí el de oriolanidad. Donde menos se lo espera, le asalta al lector u oyente el dicho: «No soy aragonés ni castellano, / que el hijo de Orihuela es oriolano». Con este pareado como lema, Luis Almarcha, el sacerdote director de la más influyente prensa oriolana, escribió un artículo de hiperbólica oriolanidad, pocos meses después de proclamada la República. Bajo el título «¡Orihuelica de mi vida!», leemos:

En la más hermosa calle de lujosa capital española, se hallaba, poco ha, un oriolano que emigró buscando pan en aquella ciudad, rica y espléndida, donde lo encontró abundante.

Viendo estaba pasar ante sus ojos la vida exuberante de la deslumbrante capital cuando un amigo se acercó y le dijo:

—Eres un hombre feliz.

—¿Feliz?

—¿No te cautiva esta vida?

—No.

—Pues ¿de dónde vienes tú?

—De la gloria.

—¡La gloria es ésta! Y señaló la calle llena de luz, de riquezas, de gente…

El oriolano miró extrañado y, haciendo un gesto de desdén hacia la calle espléndida, volvió su cara al mediodía y abriendo los brazos exclamó con indecible ternura:

—¡¡Orihuelica de mi vida!!

Fuera de Orihuela, amigo mío, me siento extranjero en todas partes[23].

Luis Almarcha va a apadrinar el bautizo de Miguel Hernández como poeta financiándole su primer libro.

Sólo en dos poemas juveniles[24] menciona nuestro poeta el nombre de Orihuela. De su tierra natal le interesó no la ciudad sino la Huerta. La comunión con la universal naturaleza, y no la adhesión a un restringido y cicatero localismo de corto vuelo gallináceo.

El drama profundo de los olecenses en general, y de Miguel Hernández en particular, será el encarnizado combate que se libra, tanto en las calles y plazas de la ciudad como en su propia intimidad, el olor acre del incienso y la fragancia embriagadora para sus reprimidos sentidos del azahar de naranjos y limoneros.

II Los Visenterres: el mito de la pobreza familiar

II


Los Visenterres: el mito de la pobreza familiar

Miguel Hernández Sánchez, el padre del poeta, nació en el pueblo de Redován, a cinco kilómetros escasos de Orihuela, el 24 de octubre de 1878. Era hijo de Vicente Hernández Escudero, jornalero, natural de Redován, y de Vicenta Sánchez Paredes, nacida en Orihuela. Son relativamente mayores para la época (42 y 38 años, respectivamente) y llama la atención en la partida de nacimiento la mención siguiente: «Y no habiendo presentado los padres de este niño la partida de su casamiento canónico, acordó el Sr. Juez extender la presente inscripción con el carácter de provisional».

¿Estaban casados únicamente por lo civil, aprovechando la permisividad laica del republicanismo de 1873? Es posible: se dio con frecuencia en Alicante el matrimonio exclusivamente civil durante el periodo 1868-1874. Pero a partir de la Restauración (1874), la descendencia de los matrimonios civiles era inscrita como «de padres desconocidos», sambenito que, obviamente, se procuraba eludir. También pudo ocurrir que no dispusieran los contrayentes del certificado religioso, porque en esta época no todos los sacerdotes cumplían escrupulosamente con su deber de inscripción en los registros parroquiales, máxime tratándose de parejas de condición humilde[1]. Sin embargo, en ese mismo día 25 de octubre en que se inscribe al padre del poeta en el registro civil, se le bautiza también en la parroquia de San Miguel, del pueblo de Redován, y en el acta de bautismo se le registra como «hijo legítimo por matrimonio católico».

La familia Hernández ha conocido cierto altibajo social. El abuelo de Miguel Hernández Sánchez (bisabuelo del poeta), Francisco Hernández Vilella, era labrador. Vicente Hernández, su hijo (el abuelo de nuestro Miguel), no recupera la condición de labrador pero mejora la de jornalero dedicándose al negocio de las cabras. Él y sus tres hijos (Vicente, el mayor; Francisco o Corro —el Curro andaluz— y Miguel, el padre del escritor) van a formar una especie de dinastía de cabreros conocidos como Los Visenterres. El apelativo está justificado porque el nombre de Vicente designará a los primogénitos de las tres generaciones a que nos estamos refiriendo. E incluso se prolongará a una cuarta, ya que el primogénito de Vicente Hernández Gilabert, el hermano mayor de nuestro poeta, se llama Vicente Hernández Fabregat[2].

A la hora de repartirse la herencia, Vicente, el primogénito, se llevó la mayor parte; Corro, la tajada mediana, y el padre de Miguel Hernández, la menor. Pero los tres se van de Redován. Vicente y Corro, a Barcelona. Vicente se pasa de las cabras a las vacas o simultanea cabras y vacas. Corro se convierte en intermediario entre ganaderos y comerciantes. Miguel se queda en Orihuela, donde, falto de medios para dedicarse a la ganadería, ha de contentarse con el oficio de pastor.

Como pastor figura don Miguel en su certificado de matrimonio, fechado el 10 de diciembre de 1903, cuando se casa, a los 25 años, con María de los Dolores Gil, dos años mayor que él.

El 24 de agosto de 1905 fallece María de los Dolores. Menos de cinco meses más tarde, el 8 de enero de 1906, contrae Miguel Hernández Sánchez nuevo matrimonio con la que será la madre del poeta: Concepción Gilabert Giner, de 26 años, soltera[3].

Los dos son analfabetos, incapaces ni siquiera de estampar su firma en el acta matrimonial. De este matrimonio se lograrán cuatro hijos: Vicente (1906-1979), Elvira (1908-1996), Miguel (1910-1942) y Encarnación (1917-1993). Entre Miguel y Encarnación nacen Concepción (1912), Josefina (1914) y Monserrate (1915), que fallecen temprano.

Nuestro Miguel nace a las seis de la mañana del domingo 30 de octubre de 1910. Su padre, cuyo nombre completo es Miguel Rafael Ramón, le inscribe al día siguiente en el registro civil con el nombre de Miguel, a secas. ¿Acto simbólico de quien no dejará de afirmar en el hogar su estatuto privilegiado de patriarca?

El 3 de noviembre Miguel Hernández Gilabert es bautizado en la catedral de Orihuela, porque era también parroquia del Salvador[4] y a ella pertenecía la familia Hernández.

Don Miguel figura en la inscripción del nacimiento como guarda jurado, pero aparece como pastor en la partida de bautismo, cinco días más tarde. Es posible que simultaneara ambas ocupaciones por no poder prescindir económicamente de ninguna de ellas. Y quizá haya decidido ya dedicarse a la ganadería arrimándose a la sombra de su suegro, tratante de ganado.

Cuando don Miguel decide dedicarse al trato de cabras, tiene que mudarse, por razones de espacio, a la calle de Arriba, ya que necesita sitio adecuado para alojar al ganado.

Con 3 años Miguel, la familia Hernández traslada su domicilio de la calle San Juan, n° 80, a la de Arriba, n° 73. Allí nacerá ya Encarna. El cambio de residencia corresponde a su nueva ocupación: tratante en cabras. Es posible que la familia de su mujer ejerciera un papel determinante para el cambio de actividad. La señora Concheta pertenecía a la familia de los Mancebo (Mansebos, en Orihuela), probablemente de origen gitano[5]. En todo caso, unos vendían, a domicilio y por los mercados ambulantes, telas y camisas; y otros eran tratantes de ganado. Ocupaciones ambas en las que abundaban los gitanos. Todos ellos fueron negociantes avispados. Con el rótulo «La tienda blanca» habían abierto en Orihuela un negocio, Los Mansebos.

El suegro de don Miguel fue tratante de caballos con suficiente crédito y medios económicos como para encargarse de abastecer los caballos para las corridas de toros en la plaza de Orihuela. Actividad esta a la que quedó asociado su yerno.

En la calle de Arriba residían prácticamente todos los cabreros. Pero eran cabreros con un hato de 20-30 cabras que vivían de la producción de leche y la venta de las crías para carne. Don Miguel ocupaba un peldaño superior. Era un tratante que vendía y exportaba su ganado a Cataluña, donde residía su hermano Corro, con el que estaba asociado. Le mandaba cabras por vagones porque en la década de 1920 movía de 500 a 600 animales. Posiblemente fuera el cabrero más importante de la Vega Baja, el de mayor entidad económica. Además de un ganado fijo en los establos de casa (en torno a un centenar de cabras), se cuidaba en fincas de arriendo del engorde de otras 400 o 500 con destino a la venta en Barcelona. Llegado el día de la expedición, se juntaban cuatro o cinco cabreros y fletaban un tren o un barco en Alicante. Conducían a pie las cabras hasta el puerto. Es el hermano mayor de Miguel, Vicente, quien, desde los 17 o los 18 años, se ocupa del traslado del ganado a Barcelona en condiciones, a veces, difícilmente imaginables. A lo que más se temía era a una tormenta en el mar, porque el agua entraba en las bodegas y tenían que ir sacando en brazos centenares de animales, uno a uno.

Al servicio de don Miguel trabajaban entre cuatro y seis personas. En la finca arrendada para el engorde de las cabras había siempre uno o dos empleados a cargo del ganado. Uno o dos más para el reparto de la leche. Y una pareja, padre e hijo (los Lutgardos), con los que Vicente (el hermano mayor de Miguel), a partir de los 5 años, se iba a pasturar las cabras.

Por otra parte, el padre del poeta sacaba de las cabras un partido que pudiéramos calificar de industrial. En Navidad, los niños oriolanos le compraban el cabrito de Reyes, con un lucerico en la frente. Después de convertirlo en asado para el 6 de enero, los clientes llevaban las pieles al zamarrero que don Miguel tenía a su servicio.

Don Miguel era muy respetado en la Huerta, en toda la Vega Baja. Llegó incluso a detentar cierto poder de cacique local. Ocurría en aquella época que una propiedad media de 100 tahúllas de tierra[6] había años en que no daba para vivir. La situación se volvía dramática cuando el huertano era víctima de una de aquellas riadas, tan frecuentes como catastróficas. Fue famosa la riada de Santa Teresa, del 15 de octubre de 1879, que asoló la Vega y anegó la ciudad, hasta el punto de que el nivel del agua llegó a alcanzar 3,80 metros sobre el pavimento de la acera. Un memorial remitido por el Ayuntamiento de Orihuela al jefe económico de la provincia de Alicante cuantificó los daños causados en las 2.801 hectáreas inundadas:

El siniestro del 15 de octubre hizo desaparecer en pocas horas las cosechas que estaban sobre la tierra, y el capital empleado para producirlas, que excedían en muchos millones a la cantidad de la riqueza imponible en el año último […]; no sólo se perdió por la inundación lo que constituía el valor contributivo de 1879 al 80, sino que habiéndose aumentado de una manera considerable los gastos de cultivo en el actual año económico por la extracción de arenas y escombros, y extraordinarias labores y abonos en las tierras, los rendimientos de este año con dificultad bastarán a cubrir aquellos gastos.

A pesar de que las barracas se construían de modo que acusaran lo menos posible el efecto de las inundaciones, 57 de ellas quedaron en la Huerta de Orihuela completamente destruidas, y 493, deterioradas. No se han reparado los daños de esta inundación cuando ocurre una segunda en enero de 1881, y una tercera en octubre de ese mismo año 1881.

En agosto de 1882 se nombra una Junta para establecer la relación de gastos ocasionados por las repetidas catástrofes. La caridad cristiana no se mostró excesivamente generosa, ya que de un total de 1.119.576 pesetas gastadas en reparaciones e indemnizaciones, las «limosnas distribuidas en metálico por las Juntas y autoridades locales de Orihuela y pueblos de la comarca castigada por las tres inundaciones» no sobrepasaron las 14.125 pesetas. Era la tercera parte de la suma adjudicada a la reparación de templos: 42.192 pesetas[7].

En estas circunstancias, don Miguel solía prestar dinero, sin interés, a sus amigos agricultores. Su buena posición y esta ayuda le granjeaban obviamente el aprecio general, y gozaba de una consideración que los caciques de Orihuela, en particular los monárquicos, aprovechaban para que les drenara votos. De este modo se convirtió él mismo en cacique. No es difícil imaginar la gracia que le hizo el que su hijo, tras rehusar la condición de cabrero, se afliara al partido comunista.

Con un sentido muy moderno de la publicidad, Miguel Hernández se fabricó la imagen propagandística de poeta-pastor, mintiendo con apabullante desfachatez sobre su situación material con el objeto de granjearse el apoyo o la ayuda de quien tuviera a su alcance. Ejemplo harto elocuente: el 10 de abril de 1933, buscando un eco para su Perito en lunas, se dirige al ya célebre Federico García Lorca en estos términos: «En mi casa no quieren darme vestidos nuevos, y hasta a los pantalones viejos que tengo no les quieren poner remiendos. [Tengo] padres pobres, con tantos hijos y tan poca casa, que, para que los niños no vean los orígenes de su fabricación, el comienzo de sus hermanos, se salen al callejón a reanudarse las noches más empinadas».

No eran tantos los hermanos de Miguel (tres, como los de García Lorca) y, sobre todo, ninguna necesidad tenían sus padres de salir a la calle para «reanudarse», puesto que, como todo visitante de la casa natal en Orihuela (hoy museo) puede comprobar, las muchachas tenían su habitación, como los chicos la suya (con dos camas) y, obviamente, los padres su alcoba.

En cuanto a su aspecto desastrado por incuria familiar, nada más lejos de la verdad: Miguel llamaba la atención de los moradores de la calle de Arriba por su aspecto relimpio. Su hermana Elvira, una especie de segunda madre, tenía especial empeño en que saliera a la calle hecho un brazo de mar. García Lorca, claro está, no iba a verificar lo bien fundado de tanto miserabilismo.

Otro ejemplo de patetismo desmesurado: en agosto de 1934, reciente la muerte del torero Ignacio Sánchez Mejías, envía Hernández al director del diario Abc el poema «Citación fatal». Quería sin duda auparse al podio literario en compañía de Lorca y de Alberti, autores ambos de sendas elegías en honor del diestro. «No le exijo remuneración por mis versos —escribe en la carta—; sólo que si usted cree que merezco gratificación, y me la envía, no se la desdeñaré, porque sencillamente soy todo lo pobre que se puede imaginar y un poquito más».

La verdad es que no era difícil imaginarse en Orihuela una pobreza superior a la de la familia del poeta. A diferencia de sus vecinos obreros, los Hernández podían, todos los días, «levantar la olla». Su padre lograba satisfacer sin problemas un apetito pantagruélico. No le faltaba el jamón colgado, y una vez por semana se solía matar un pollo. Un pollo a la semana en esa época constituía un lujo realmente asiático.

Pero basta con hojear el álbum familiar de fotos. La existencia misma de tal objeto supone una situación económica verdaderamente burguesa. Fijémonos en el atuendo del adolescente Miguel: cuello duro, corbata de pajarita… Cierto: resulta casi un disfraz que pone al descubierto más a lo que se aspira que lo que se es realmente. Pero ¿cómo no concluir calificando de acomodada la situación de la familia Hernández?[8].

El look de pastor-poeta fue pregonado y exhibido por Miguel Hernández con rara habilidad propagandística para granjearse la atención de cuantos le rodeaban. Tenía garantizado el efecto para desesperación de Lorca, quien, al ver que le arrebataba el vedetismo en las tertulias, llegó a cogerle una tirria feroz.

Miguel Hernández remachó el clavo de la menesterosidad familiar en su poesía. En vísperas de la Guerra Civil, justifica en el poema «Sonreídme» el abandono definitivo de una ideología reaccionaria al servicio del catolicismo, forjándose una falsa autobiografía:

la cólera me nubla todas las cosas dentro del corazón
sintiendo el martillazo del hambre en el ombligo,
viendo a mi hermana helarse mientras lava la ropa,
viendo a mi madre siempre en ayuno forzoso,

Como ya hemos referido, Miguel Hernández terminará deshaciendo el equívoco de pastor-poeta matizando honradamente que las cabras que pastoreaba eran las suyas.

No tenía Miguel con su familia problemas de índole material sino espiritual, en relación con su padre. Contrariamente a lo que le dice a Lorca en la carta, sus hermanos estuvieron siempre a su lado, sobre todo Elvira (Encarna era muy niña). Pero con su padre no se llevó bien jamás. Don Miguel era inflexible. Gozaba de una honradez profesional indiscutible. Su palabra iba a misa. Muy ufano de su prestigio social, no era cuestión para él de sufrir la más mínima merma de su autoridad en la vida hogareña. Sin embargo, Miguel no se dejaba impresionar por el autoritarismo del paterfamilias. Su condición de patriarca don Miguel la hacía sentir sobre todo en la mesa. Él cortaba y repartía el pan, y a él había que solicitarlo. Como lo habitual era llamar al padre pa, el resultado era: «¡Pa, pan!». A Miguel tal aliteración le producía risa. Pero su padre no compartía el efecto cómico.

La tozudez del padre la heredó el hijo. La madre no cesaba de repetirle que era muy cabesonico, pero no podía lograr evitar frecuentes enfrentamientos. Cuando el padre descargaba sobre Miguel su ira, éste salía al patio refunfuñando y pasaba largo tiempo sentado en el suelo con la cara escondida entre las piernas. Las cóleras de don Miguel eran homéricas, sobre todo cuando sorprendía a Miguel leyendo por la noche. Su hermano Vicente, con quien compartía la habitación, le ha referido a Claude Couffon: «Miguel leía sobre todo por la noche, cuando todo el mundo estaba acostado […]. A veces mi padre lo sorprendía y se levantaba para apagar la luz. Entonces se producían escenas terribles, que nos dejaban aterrorizados»[9].

Durante la guerra, el poeta estuvo hospitalizado. Se le diagnosticó «anemia cerebral», y el doctor que lo atendía manifestó que podía ser debido a los golpes en la cabeza que le propinó su padre[10].

Por el contrario, Miguel mostró hacia su madre un amor filial ejemplar. Pero poco podía hacer la señora Concheta para amortiguar el violento autoritarismo de su marido. Era Elvira, enérgica de carácter, quien suavizaba los enfrentamientos de padre e hijo. La madre era una mujer totalmente sometida al marido. No sólo por la educación recibida, sino por ser apocada de naturaleza y muy frágil de salud. Padecía asma crónica con frecuentes ataques de una extrema violencia, hasta el punto de haber recibido varias veces el viático. La humedad de Orihuela, por su proximidad al mar (30 kilómetros), no contribuía a su bienestar. Y menos aún, dada la dimensión psicológica de la enfermedad, la tirantez constante entre padre e hijo menor.

La calle de Arriba gozaba de escasa consideración social. Poblada exclusivamente de obreros, allí habitaban las dos profesiones más despreciadas: cabreros y menaores (niños, en general, que giraban las ruedas de los cordeleros de cáñamo). Los vecinos de la familia Hernández no hacían gala de un lenguaje particularmente refinado[11]. En un texto de juventud, La tragedia de Calisto, el futuro autor de Perito en lunas nos ofrece ejemplos de conversaciones, muy poco gongorinas, oídas «en casa de los vecinos»:

—¡Cabrona!

—¡Cornudo!

—¡Gandulona! ¡Que quisieras tenerme siempre con el rabo entre las piernas, como un perro asustado!

—Tú sí que quieres, gitano puto, estar siempre haciendo el picador sobre mi jaca. ¡Métete tu pica en tu culo, jodido!

—Enfrente del tuyo la meteré cuando me salga de ella, que para eso te tengo en mi cama.

—Bien podrías mirar que están delante tus hijos.

—Aún no sé si son míos o de los carabineros.

—¿Dudarás, cabronazo? ¿He hilado yo acaso con otro huso que no sea el tuyo?

—Aún no lo sé. Porque esos niños no se parecen a mí; porque son más feos que un pedo de otro culo, como dice mi madre, y más estrechos que un silbido. A lo mejor, al llevar mi sangre al destierro de tu vientre ya había otras desterradas de antes.

La casa de Miguel lindaba prácticamente con el colegio Santo Domingo, regentado por los jesuitas y al que acudía la futura élite oriolana. Ello hubiera podido contrarrestar el ambiente y lenguaje escasamente aristocrático de los vecinos del poeta. Pero lo que tenía pegado a su domicilio no era la puerta principal del colegio, sino una trasera por la que se distribuía la sopa boba a los menesterosos. Ello daba lugar a escenas de recio sabor naturalista que no desaprovechó nuestro bisoño escritor, quien, en La tragedia de Calisto, nos ofrece el siguiente testimonio:

… el convento socorría a los mendigos del pueblo a la hora del mediodía con una sopa en dos calderos grandes guisada, y junto a la gran puerta de salida de aquél.

Desparramados sobre los portales de las casas, al sol que descubría tan rebién la mugre y pobreza de sus ropas, aguardaban los mendigos a que las altas hojas clavadas se abrieran. Patas de palo, trenzas sucias y mancas impedidas de liendres, esas niñas de los piojos. Ojos envastados de tuertos. Ciegos que con la sombra del sol en las cuencas mondas parecían ver, y se sabía que eran ciegos por el modo angustioso de avanzar la mandíbula. Tullidos, desbrazados, desorejados… Los pulgares con cenefas de roña se activaban contra los piojos. Las pulgas volatineaban por las losas como chispas de sangre. Había pies que hacían la función de manos; manos que de pies. El sol escarbaba en los andrajos, como un gallo en un estercolero, y arrancaba de ellos un humillo que olía a lo último.

En la propia familia Hernández había un personaje de folclore: la tía Antonia, muy querida por Miguel. Era hermana de su madre, mayor que ella, y escandalizó a toda la ciudad casándose con un limpiabotas, 35 años más joven. Josefina llegó a conocerla ya con más de 70 años, y dice en sus memorias que «su aspecto era el de una auténtica gitana. El pelo lo tenía sin canas, propio, muy negro. Era muy buena y cariñosa, con buen humor y gracia».

Josefina refiere que asiste a una comida entre los dos esposos y ve cómo el marido «al empezar a comer, se encontró un pelo. Lo cogió con los dos dedos y, subiéndolo a más altura que él, le preguntó: “Antonia, ¿es de arriba o de abajo?”».

Ningún miembro de la familia le dirigía la palabra a la tía Antonia, pero Miguel dejó constancia del afecto que le inspiraba en un texto juvenil titulado «Mi tía Relenta»:

¡Relenta! Relenta la llamaron, por lo fría, que era de suyo para el amor… —dice la madre mía—, ¡Relenta! Miraba a los hombres con mirar de relente y de nevada.

Hoy es calina. Tiene sesenta años y novio. ¡Vaya un virgo! para éste.

[…]

Todo lo que gana en su oficio de mandadera de monjas es para el Amado. […] Y el Amado es un saca-resplandores-de-betún; […] y golfo.

[…]

Mi madre está que arde. Los sobrinos también. Le niegan el saludo a la pronto ex-virgen vieja.

Ni en su familia acata Miguel Hernández, sin rechistar, la omnímoda autoridad paterna, ni en la pacata sociedad oriolana admite una rígida moralidad vitalmente frustrante. Esta rebeldía congénita irá acentuándose y determinando en él una heterodoxia familiar y social que vertebrará su condición humana y su labor poética.

III Escuelas del Ave María y colegio Santo Domingo

III


Escuelas del Ave María y colegio Santo Domingo

«Por fin me tocó a mí el probar que no hay oposición

entre lo que dice la Sagrada Escritura y en particular el

Génesis sobre la creación del mundo y lo que afirma la

ciencia, concluyendo que no queda más solución

que admirar la Sabiduría divina “afirmada tan

brillantemente en los senos de la tierra como en los

pétalos de las flores, en la historia de la Naturaleza

como en el Génesis de Moisés”».

JOSÉ GARCÍA

alumno de 6° año en el colegio Santo Domingo

Curso 1923-1924

La Iglesia católica nunca ha ocultado que su misión fundamental es el mantenimiento del orden económico-social por respeto de la voluntad divina que así lo quiso. En consecuencia, su obra educativa va dirigida prioritariamente a la preparación de las clases altas para la función dirigente de la que, por definición, están excluidos los obreros. En colaboración con la aristocracia y alta burguesía, la Iglesia puede dispensar al proletariado una educación moral o ética para inculcarle la conformidad con su estado (e incluso agradecer a Dios que los haya favorecido con sufrimientos en esta vida para mejor merecer el goce del cielo), pero no una instrucción o enseñanza en el sentido académico de la palabra. El acceso a la enseñanza en cualquiera de sus grados (primaria, secundaria o superior), sería «para el pobre hijo del pueblo un arma homicida, más perniciosa para él y la sociedad que si blandiera en sus manos la tea o el puñal»[1].

Hasta que se fundan las escuelas del Ave María no había en Orihuela escuelas para pobres. Podían enseñar a domicilio maestros que por 0,25 pesetas semanales atendían a los niños de la ciudad y de la Huerta. Eran realmente galeotes de la enseñanza. El Ayuntamiento republicano de Orihuela reconoció y recompensó su heroicidad atribuyendo a uno de ellos una pensión vitalicia por haber enseñado a leer, según consta en el acta municipal, a más de dos mil alumnos. Tenía asignado un radio de acción de cinco kilómetros que cubría en bicicleta, por el salario indicado.

El primer maestro de Miguel Hernández pertenecía a este lumpemprofesorado. Antes de cumplir los 5 años, el niño Miguel asiste a las clases de una escuela privada de párvulos, situada en la misma calle de Arriba y regentada por un ex seminarista, Jesús Pellús Rodríguez, que aprovecha el espacioso domicilio de su suegra para enseñar las primeras letras a los niños oriolanos que pueden permitirse el lujo de pagar una cuota mensual de 1,50 pesetas[2].

LAS ESCUELAS DEL AVE MARÍA

El último año de la Primera Guerra Mundial fue particularmente aciago para Orihuela. En 1918 y como consecuencia del bloqueo naval alemán, la exportacion de cítricos (el principal producto agrícola del comercio exterior oriolano, en particular hacia América) quedó en suspenso. A esta esencial privación económica se sumó, en octubre del mismo año, una gripe que asoló la Vega Baja y de la que no se libró ni el propio alcalde de Orihuela. La población pobre resultó obviamente la más perjudicada. Al mismo tiempo, como suele ocurrir en estas situaciones de crisis, la banca vio aumentados sus beneficios. La acentuación del desequilibrio económico ocasionó el paralelo aumento de la tensión social.

Las dos entidades bancarias más poderosas de Orihuela eran la Caja de Ahorros y Socorros y Monte de Piedad de Nuestra Señora de Monserrate (perteneciente a la Compañía de Jesús) y la Caja Rural Central y Caja Cooperativa de Crédito, que dependía del obispado. Estaba esta última bajo la advocación de san Isidro Labrador y la dirección efectiva del canónigo Luis Almarcha.

La Caja de Monserrate, como corrientemente se la denomina, había cobrado una particular importancia desde que en 1906 se constituyó en entidad autónoma al independizarse de la Caja de Crevillente. Precisamente durante la epidemia gripal de octubre de 1918 se sumó a la convocatoria municipal en favor de los pobres financiando la fundación y funcionamiento de las escuelas del Ave María, específicamente destinadas para «alumnos de bolsillo pobre»[3]. Como todas las escuelas denominadas del Ave María, fueron encomendadas a discípulos del padre Manjón.

El sacerdote burgalés Andrés Manjón había fundado en Granada, en 1889, un seminario de maestros encargados de aplicar en sus escuelas una pedagogía muy respetuosa con la condición del niño, vertebrada por una constante actividad lúdica. Se daban las clases al aire libre siempre que no lo impidiera la inclemencia del tiempo, en especial la lluvia. Las escuelas del Ave María se extendieron desde Granada a toda España y tuvieron que enfrentarse a menudo con la reticencia, cuando no clara oposición, de las autoridades municipales. Ya en 1911 el padre Manjón proyecta implantarse en Orihuela, dado «el abandono en que se hallan multitud de muchachos de las clases menesterosas de esta ciudad». No se da la coeducación, ni la enseñanza es la misma para niños y niñas, siguiendo las directrices de la Iglesia católica, empeñada en mantener a la mujer en una cerril ignorancia, garantía de mansedumbre y acatamiento al varón[4].

Las escuelas del Ave María se instalaron en el mismo colegio Santo Domingo, con el que no compartían más que el terreno. Se entraba a las escuelas por una puerta trasera del Santo Domingo, a escasos veinte metros del domicilio de la familia Hernández. No era por ahí, como se ha pretendido, por donde entraban los alumnos pobres del colegio. Las escuelas del Ave María eran de enseñanza primaria. En el colegio Santo Domingo, regentado por jesuitas, se cursaba bachillerato y se preparaba a las futuras élites dirigentes para el ingreso en la Universidad. Ocurría (y quizá de aquí la confusión) que a la puerta de las escuelas del Ave María se distribuían, como ya hemos referido, a los indigentes las sobras de las comidas.

Miguel ingresó en el Ave María a los 9 años y permaneció allí hasta los 12, en que pasó a cursar preparatoria superior en el colegio Santo Domingo.

Como estipulaba el reglamento del padre Manjón, las clases del Ave María tenían lugar al aire libre, incluso durante el invierno, en el Patio de Lourdes, así denominado porque se había reconstruido allí la gruta de Lourdes en el acantilado que amurallaba el fondo del patio. Cuando llovía, las clases se daban en el Patio de la Carpintería, patio cubierto. La lluvia llenaba de agua los ríos ahondados en el mapa en relieve del Patio de Lourdes, donde los niños aprendían geografía española. Había postes eléctricos con cables que cruzaban el patio y que, por no llevar electricidad, servían a los alumnos para exhibir, a la menor ocasión, sus cualidades gimnásticas. Miguel era uno de los que destacaban por su fortaleza física, desdeñando el vacío sobre el que se suspendía con frecuencia.

En el acantilado se descubrieron restos prehistóricos. El jesuita que los halló murió allí despeñado[5].

En La tragedia de Calisto Miguel recuerda así su experiencia escolar:

Ya iba a la escuela. Escuela plantada a espaldas del convento de los Padres Jesuitas. Escuela abierta al aire, a la planta de un monte que la circunda de muros de rocas estriadas, con higueras salvajes en continua inminencia de higos. Escuela con dos maestros andaluces, tan ceceantes, que tomaban las lecciones y las daban a pleno sol siempre; […].

El maestro de Miguel en las escuelas del Ave María —el granadino don Ignacio Gutiérrez Tienda— es laico, y las funciones sacerdotales corren a cargo de los jesuitas del Santo Domingo. En ellas toma parte activa el niño Miguel, que simultanea sus estudios primarios con una actividad de monaguillo. A cambio del desayuno y la merienda, ha de cumplir con su obligación desde las cuatro y media de la madrugada, en que «ya discurría por el templo avivando lamparillas y encendiendo las velas de las primeras misas, de los altares primeros». Por las tardes le toca preparar los altares para el día siguiente. Esta función, aunque ancilar, le procuraba satisfacciones nada despreciables en el despertar apremiante de la sexualidad:

Calisto gozaba ayudando a cinco señoritas a emperejillar el altar de la Virgen. […] A todo acudía Calisto con gran alacridad, por tocar la estrella de unos dedos, rozar un vestido, asomarse a la ribera de un escote (¡oh qué picudas las islas lactarias!), ver un trozo de pierna inédita.

Pero también era objeto de efusiones sentimentales de otro signo, mucho menos placenteras:

El director de la congregación también solía mostrarse agradecido por su ayuda a veces, dándole uno o varios abrazos.

A Calisto los abrazos del padre Esquiva le asqueaban. Olían las mangas del padre Esquiva a rapé, a solterón, a viudo…

Probablemente durante su actividad de monaguillo a Miguel se le sugiere en el confesonario el ingreso en la orden de San Ignacio[6]. La sexualidad impetuosa de Calisto-Miguel se rebela ante una proposición que implica absoluta castidad:

Pero yo no puedo, no, vestirme de viudo riguroso. No puedo sostener, afeitado, un ojo más en mi cabeza. Pasar de incógnito por la vida esto que llevo siempre de puntillas y por desbravar. Siempre en el meridiano.

Eso que tiene «siempre de puntillas y en el meridiano» (lo que más tarde denominará «rayo sujeto a una redoma») le trae al niño Miguel a mal traer. Tanto es así que, ante la estatua de la Virgen del Rosario, que presidía el altar donde le tocaba ayudar a misa, Calisto-Miguel reza in mente la siguiente oración:

Dios te salve, María: os adoro. Pero más a lo demonio que a lo ángel. Sabéis que muchas veces me pregunto: «¿Será el culo de la Virgen como el de las pavas? ¿En qué lugar del cielo tiene la Virgen su retrete?». […] Virgen que excedida eres de gracia. Yo besaría, con besos de yesca encendida guarnecidos de pecados, el zarzal de trenzas azaharadas de tus dedos cruzados; tu boca neta.

El niño Miguel Hernández descolló particularmente en el estudio de las Matemáticas, y quizá por ello plantea al lector la resolución del cálculo propuesto (5 – 2 + 6 = 9). Si además sustituye soles por lunas, podrá obtener el resultado de nueve meses, que es el plazo que el monaguillo Miguel ha previsto para que se desenlace el nudo que desearía formarle en el vientre a la Inmaculada.

La devoción a la Virgen, tan inculcada en los colegios de la Compañía de Jesús, tenía como objetivo encauzar el deseo sexual sublimándolo. Cabe preguntarse cómo hubiera reaccionado el director espiritual del colegio Santo Domingo de haber leído estas líneas tan apasionadas como escasamente ortodoxas en las manifestaciones de devoción mariana[7].

EL COLEGIO SANTO DOMINGO

El colegio Santo Domingo, vecino del domicilio de los Hernández, cierra la calle de Arriba. Se trata de un edificio majestuoso, de fábrica imponente, con una fachada de 110 metros de longitud y tres pórticos. En su interior, tres claustros. Se lo denomina el Escorial del Levante, no sólo por su monumentalidad (es el edificio de mayores proporciones en la Comunidad Valenciana[8]), sino también por su influencia herreriana[9].

Al ingresar en octubre de 1923 para cursar preparatoria superior, el padre del alumno Miguel Hernández ha de rellenar un impreso que cumplimenta del siguiente modo:

* Si ha sido confirmado: Fue confirmado.

* Si ha hecho la Primera Comunión: sí que a echo[10] la primera comunión.

* Si ha de asistir a alguna clase de adorno[11]:

* Si ha sido vacunado y cuándo: si ha sido pero no se sabe cuando.

* A qué clase pertenecerá el alumno: Externo.

* Si correrá a cargo del colegio el lavado de la ropa y la reposición de las prendas deterioradas: No.

Las respuestas, a tinta, han sido previamente trazadas a lápiz sobre el mismo formulario por obra sin duda de Miguel, que ha facilitado al padre la falsilla que necesitaba.

La casilla «A qué clase pertenecerá el alumno» se ha dejado en blanco y ha sido posteriormente rellenada, con una escritura ajena, de burócrata profesional: externo.

Probablemente no supieron, ni padre ni hijo, contestar a esta rúbrica por suponer que la inscripción en una determinada clase o grupo escolar no era de su incumbencia. Pero se trataba de definirse como externo o interno, dos verdaderas categorías dentro de la organización escolar jesuítica. Se trataba realmente en el fondo de clases, en el sentido social o clasista. Los internos gozan de un trato elitista porque proceden de familias que pueden permitirse el lujo del internado.

De hecho, los jesuitas aceptan alumnos externos porque no tienen más remedio, ya que así se lo exige el obispado como condición previa para ejercer allí la enseñanza. Pero a la orden de San Ignacio lo que realmente le interesa es la formación de las élites dirigentes.

En la apertura del curso 1922-1923, el profesor Moisés Vigo S. J. hace caso omiso de los alumnos externos cuando se dirige a sus discípulos en estos términos: «Vosotros sois, en fin, en la banca, en el foro, en la política, en la milicia, en la magistratura, en una palabra, en todo, sois la esperanza de nuestra patria». Pocos alumnos «de bolsillo pobre» se sentirían concernidos en particular por la esperanza de un dirigismo «bancario» que el orador establecía como objetivo prioritario de su actividad educativa.

Por otra parte, los superiores del colegio Santo Domingo se las arreglarán para que estas futuras élites dirigentes no corten nunca el cordón umbilical que las une al colegio. De ello se encargará la Asociación de Antiguos Alumnos, que cuenta, a partir de noviembre de 1923, con un órgano de prensa: El Colegio. Esta Revista de los antiguos y actuales alumnos emite la fuerza centrípeta que transforma a los ex alumnos en antiguos alumnos, abocados a una constante y perpetua coordinación con los «actuales alumnos». Como son los antiguos y los actuales alumnos los que colaboran en esta publicación, resultan ser los clientes mismos quienes se encargan de la publicidad de la empresa. Y no solamente no cobran, sino que pagan. Por doble vía: la suscripción y la publicidad de los comercios locales, que son invitados a anunciarse en sus páginas. Invitación tanto más difícil de rechazar cuanto que sus propietarios son antiguos alumnos. Es lo menos que pueden hacer por los venerados padres, a quienes deben su posición social. Como no todos han medrado u ocupan el mismo nivel económico, la Junta Directiva les permite escoger un espacio a la medida de sus posibilidades: desde tres pesetas el anuncio en «final de página» hasta 25 pesetas por la página final completa[12].

Rafael Alberti, también alumno externo de los jesuitas, ha dejado constancia, en prosa y verso, de la discriminación de que eran víctimas los externos, empezando por la vestimenta.

En prosa:

El uniforme, que en los internos era azul oscuro, galoneados de oro los pantalones y la gorra, consistía para nosotros en nuestro simple traje de paisano[13].

Y en verso:

No sabíamos bien por qué un galón de oro no le daba la vuelta a nuestra gorra

ni por qué causa no descendía directo por nuestros pantalones[14].

La manifestación de la mentalidad aristocratizante del colegio Santo Domingo en el vestuario del alumnado se había previsto aún más impúdica en el reglamento primitivo. El prospecto del colegio Santo Domingo impreso en 1872, año en el que fue inaugurado, especifica:

El equipo de los alumnos consiste en una levita de paño azul turquí, con cuello derecho y al borde galón estrecho de

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