—Lo que te digo, Jep, es que si piensas meterte en ese bosque a buscar a ese presidiario has perdido la razón con la que naciste.
El chico que habló era menudo y tenía la cara morena cubierta de pecas. Miraba impaciente a su compañero.
—Escúchame —dijo Jep—. Sé muy bien lo que estoy haciendo, y no necesito ningún consejo de tu sucia boca.
—En verdad creo que estás loco. ¿Qué diría tu madre si se enterara de que estuviste en este bosque espantoso buscando a un presidiario?
—Lemmie, no te estoy pidiendo nada, y menos que me estés encima. Puedes regresar. Pete y yo seguiremos adelante y encontraremos a ese desgraciado, y luego iremos juntos, él y yo solos, y le diremos a toda esa gente que lo está buscando dónde está. ¿No es verdad, Pete? —y palmeó a un perro marrón canela que trotaba a su lado.
Caminaron un poco más sin hablar. El chico llamado Lemmie no se decidía. El bosque estaba oscuro y silencioso. A veces un pájaro aleteaba o cantaba entre los árboles, y cuando se acercaba al río, ellos podían oírlo moviéndose rápidamente entre las rocas y las pequeñas cascadas. Sí, todo estaba realmente silencioso. Lemmie detestaba la idea de volver caminando solo hasta la salida del bosque, pero más detestaba la idea de seguir con Jep.
—Bueno, Jep —dijo por fin—, creo que voy a regresar. No voy a seguir metiéndome en este lugar, no con todos estos árboles y arbustos que ese presidiario puede haber usado para esconderse y saltar sobre nosotros y matarnos.
—De acuerdo, vete, mariquita. Ojalá te agarre cuando estés cruzando el bosque solo.
—Bien, adiós. Supongo que te veré mañana en la escuela.
—Tal vez. Adiós.
Jep pudo oír a Lemmie corriendo por la maleza, los pies furtivos como un conejo asustado. «Eso es lo que es», pensó Jep, «sólo un conejo asustado. Qué pendejo este Lemmie. Nunca debimos traerlo con nosotros, ¿verdad, Pete?».
Lo preguntó en voz alta, y el viejo perro marrón canela, quizás asustado por la interrupción demasiado brusca del silencio, lanzó un ladridito rápido y temeroso.
Siguieron caminando en silencio. Cada tanto Jep se detenía y se quedaba escuchando atentamente el bosque. Pero no oía el menor sonido que indicara la presencia de alguien que no fuera él. A veces llegaban a un claro tapizado de suave musgo verde y sombreado por altos árboles de magnolias cubiertos de grandes flores blancas que olían a muerte.
«Tal vez debí haberle hecho caso a Lemmie. Este lugar realmente da miedo». Contempló las copas de los árboles, entre las que cada tanto aparecían unos parches azules. Estaba tan oscura esa parte del bosque. Casi como si fuera de noche. De pronto oyó un zumbido. Casi en ese mismo instante lo reconoció y se quedó paralizado de miedo; luego, Pete lanzó un aullidito breve y horrendo que rompió el hechizo. Se dio vuelta: una gran serpiente se preparaba para atacar por segunda vez. Jep saltó lo más lejos que pudo, tropezó y cayó boca abajo. ¡Dios, era el fin! Se obligó a mirar a su alrededor, esperando ver a la serpiente girando en el aire hacia él, pero cuando sus ojos pudieron hacer foco no encontraron nada. Luego vio la punta de una cola y un largo cordón de botones musicales reptando entre los matorrales.
Por unos minutos no pudo moverse; estaba aturdido por la conmoción y tenía el cuerpo entumecido por el terror. Se incorporó por fin sobre un codo y buscó a Pete, pero Pete ya no estaba a la vista. Saltó y empezó a buscar el perro frenéticamente. Cuando lo encontró, Pete había rodado hasta una zanja rojiza y yacía muerto en el fondo, tieso e hinchado. Jep no lloró; estaba demasiado asustado para eso.
¿Qué haría ahora? No sabía dónde estaba. Empezó a correr y luego a llorar como loco a través del bosque, pero no pudo encontrar el camino. Oh, ¿qué sentido tenía? Estaba perdido. Luego recordó el río, pero era inútil. Corría a través del pantano, y por momentos era demasiado profundo para vadearlo, y en verano seguro que estaba infestado de serpientes. Se acercaba la oscuridad, y los árboles empezaban a arrojar sombras grotescas sobre él.
«¿Cómo hará ese presidiario para permanecer aquí?», pensó. «Oh, Dios, ¡el presidiario! Me había olvidado de él. Debo salir de este lugar».
Corrió y corrió. Por fin llegó hasta uno de los claros. La luna brillaba justo en el centro. Parecía una catedral.
«Tal vez si me trepo a un árbol», pensó, «podré ver el campo y encontrar la manera de salir de aquí».
Miró a su alrededor buscando el árbol más alto. Había un sicomoro flaco y erguido que casi no tenía ramas en la base. Pero Jep era bueno trepando. Quizá pudiera lograrlo.
Abrazó el tronco del árbol con sus pequeñas, fuertes piernas, y empezó a impulsarse hacia arriba, palmo a palmo. Trepaba dos pies y bajaba uno. Mantuvo la cabeza hacia atrás, buscando la rama más próxima a la que pudiera abrazarse. Cuando la alcanzó, se aferró a ella y dejó que las piernas soltaran el tronco y quedaran colgando. Por un segundo pensó que se desplomaría. Luego balanceó su pierna hacia la rama cercana y se sentó a horcajadas sobre ella, jadeando. Después de un rato siguió subiendo y trepando, rama tras rama. El suelo se alejaba más y más. Cuando llegó a la cima, alzó la cabeza por encima de la copa del árbol y miró en derredor, pero no pudo ver nada que no fueran árboles, árboles por todas partes.
Bajó hasta la rama más ancha y sólida del árbol. Se sentía seguro allí, tan lejos del suelo. Allí arriba nadie podía verlo. Tendría que pasar la noche en el árbol. Si tan sólo pudiera permanecer despierto y no dormirse. Pero estaba tan cansado que le parecía que todo giraba y giraba a su alrededor. Cerró los ojos un segundo y casi perdió el equilibrio. Salió del trance sobresaltado y se abofeteó las mejillas.
El silencio era tal que no oía los grillos ni la serenata nocturna de las ranas. No, todo era silencio y miedo y misterio. ¿Qué era eso? Saltó, asustado; oyó voces que se acercaban; ¡estaban casi debajo de él! Miró hacia abajo, hacia la tierra, y pudo ver dos figuras que se movían entre los matorrales. Se dirigían hacia el claro. ¡Oh, gracias a Dios! Debían de ser dos de los rastreadores.
Pero luego oyó una de las voces que gritaba, débil y asustada: «¡Basta! ¡Oh, por favor, déjeme ir! ¡Quiero ir a casa!».
¿Dónde había oído antes esa voz? Por supuesto, ¡era la voz de Lemmie!
Pero ¿qué hacía Lemmie tan adentro en el bosque? Si se había vuelto a su casa. ¿Quién lo tenía en su poder? Todos esos pensamientos se precipitaron en la mente de Jep; luego, de pronto, se le vino encima el sentido de lo que estaba sucediendo. ¡El presidiario prófugo tenía a Lemmie!
Una voz profunda y amenazante cortó el aire: «¡Cállate, mocoso!».
Podía oír el sollozo asustado de Lemmie. Ahora sus voces eran nítidas; estaban prácticamente debajo del árbol. Jep contuvo el aliento con temor. Podía oír los latidos de su corazón y le dolían los músculos contraídos del estómago.
—¡Siéntate aquí, niño —ordenó el presidiario—, y deja de gritar!
Jep vio que Lemmie caía indefenso al suelo y rodaba por el suave musgo, tratando desesperadamente de sofocar sus sollozos.
El presidiario seguía de pie. Era grande y musculoso. Jep no pudo verle el pelo; lo tenía cubierto con un enorme sombrero de paja, uno de los que llevan los presidiarios cuando trabajan en grupo, encadenados.
—Ahora dime, niño —exigió, sacudiendo a Lemmie—, ¿cuántos me están buscando?
Lemmie no dijo nada.
—¡Contéstame!
—No lo sé —contestó débilmente Lemmie.
—De a