Índice
Cubierta
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Cita
Capítulo 1
Partida
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Mazappa
Cubierta C
Una australiana
Cassius
Cuaderno para exámenes: conversaciones oídas
La cala
La sala de turbinas
Capítulo 8
Capítulo 9
El maleficio
Tardes
La señorita Lasqueti
La chica
Capítulo 10
Robos
Capítulo 11
Capítulo 12
Tierra a la vista
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Perreras
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
El corazón de Ramadhin
Capítulo 21
Capítulo 22
Port Said
Dos Violet
Dos corazones
Capítulo 23
Capítulo 24
Cuaderno para exámenes: conversaciones oídas
Capítulo 25
Asuntha
El Mediterráneo
El señor Giggs
Perera, el ciego
¿Cuántos años tienes? ¿Cómo te llamas?
El sastre
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Cuaderno para exámenes: anotación n.º 30
La señorita Lasqueti: segundo retrato
Capítulo 29
Lo escuchado
Capítulo 30
Astillero de desguaces
La llave en la boca
Carta a Cassius
Llegada
Nota del autor
Reconocimientos
Nota de agradecimiento
Notas
Sobre el autor
Créditos
Grupo Santillana
Para Quintin, Griffin, Kristin y Esta
Para Anthony y para Constance
Y así es como veo el Oriente: siempre desde una pequeña embarcación; ni una luz, ni un movimiento, ningún sonido. Hablábamos en susurros, como temerosos de despertar a la tierra... Todo se concentra en ese momento, el momento en que abrí los ojos, en plena juventud, para verlo. Llegaba allí después de pelearme con el mar.
JOSEPH CONRAD, Juventud
No decía nada. Miraba todo el tiempo por la ventanilla del automóvil. En los asientos delanteros, dos adultos hablaban en voz baja y sin apenas separar los labios. Podría haber escuchado si hubiese querido, pero no se molestaba. Durante un rato, en el trozo de carretera que estaba siempre inundado, oyó el ruido del agua al salir despedida por las ruedas. Entraron en el Fuerte y el coche dejó atrás en silencio el edificio de correos y la torre del reloj. A aquella hora de la noche apenas había tráfico en Colombo. Siguieron por Reclamation Road, pasaron la iglesia de Saint Anthony, y después vio el último de los puestos de comida, todos sin más iluminación que una sola bombilla. Luego entraron en la vasta oscuridad que era el puerto, con una solitaria hilera de luces en la distancia a lo largo del embarcadero. Después se apeó, sin apartarse del calor que despedía el coche.
Oyó ladrar en la oscuridad a los perros sin amo que vivían en los muelles. Casi todo lo que tenía alrededor resultaba invisible, con la excepción de lo que se podía reconocer bajo el resplandor de algunas lámparas de queroseno: estibadores que tiraban de una hilera de carros con equipajes, algunas familias apiñadas. Todo el mundo se encaminaba ya hacia el barco.
Tenía once años aquella noche cuando, todavía completamente in albis acerca del mundo, subió a bordo del primer y único buque de su vida. La impresión era como si a la costa se le hubiera añadido una ciudad, y una ciudad mejor iluminada que cualquier pueblo o aldea. Avanzó por la plancha mirando sólo dónde ponía los pies —no existía nada más allá— y siguió hasta que tuvo delante el puerto a oscuras y el mar. A lo lejos se distinguían las siluetas de otros barcos que comenzaban a encender sus luces. Se quedó allí solo, oliéndolo todo, y luego regresó para abrirse camino entre el ruido y la multitud por el lado del barco que daba a tierra. Un resplandor amarillo sobre la ciudad. Sintió ya que se levantaba una barrera entre él y lo que allí sucedía. Los camareros empezaron a distribuir alimentos y bebidas. Comió varios sándwiches y a continuación bajó a su camarote, se desnudó y se acostó en la estrecha litera. No había dormido nunca bajo una manta, excepto en una ocasión en Nuwara Eliya. Estaba absolutamente despierto. El camarote, situado por debajo del nivel del agua, no tenía ojo de buey. Encontró un interruptor junto a la cama y al apretarlo su cabeza y la almohada quedaron de repente iluminadas por un cono de luz.
No subió a cubierta para una última mirada, ni para despedirse de los parientes que lo habían traído al puerto. Oyó que se cantaba y se imaginó los adioses familiares —primero lentos y después emocionados— que se estaban produciendo en el aire nocturno estremecido. No sé, sigo sin saberlo, por qué eligió la soledad. ¿Acaso se había marchado ya quienquiera que lo había llevado al Oronsay? En las películas, las familias se separan llorando, y el barco se aleja de tierra firme mientras los que se marchan no apartan los ojos de los rostros de los que se quedan hasta que dejan de verse.
Trato ahora de imaginarme quién era aquel chico que había subido al barco. Quizás ni siquiera existía una conciencia del yo en la inmovilidad nerviosa de aquel saltamontes joven o grillo pequeño en la estrecha litera, como si le hubieran introducido de contrabando en el futuro, sin comerlo ni beberlo.
Se despertó de repente, al oír el ruido de pasajeros que corrían por el pasillo. De manera que volvió a vestirse y salió del camarote. Algo estaba sucediendo. Gritos de borracho que los oficiales del barco trataban de acallar llenaban el aire nocturno. En mitad de la cubierta B, unos marineros intentaban sujetar al práctico del puerto. Después de guiar meticulosamente al Oronsay hasta sacarlo a mar abierto (había muchas trayectorias que era preciso evitar debido a los invisibles restos de naufragios y a un antiguo rompeolas), el práctico se dedicó a beber más de la cuenta para celebrar su éxito. Ahora, al parecer, no se quería marchar. Todavía no. Quedarse, quizás, una o dos horas más a bordo. Pero el Oronsay estaba deseoso de hacerse a la mar a medianoche y el piloto del remolcador esperaba junto al costado del buque. La tripulación había estado forcejeando con el práctico para obligarlo a bajar por la escala de cuerda, pero como se corría el peligro de que se cayera y se matase, lo estaban capturando con una red estilo pez, y de esa manera terminaron por bajarlo sano y salvo hasta el remolcador. No pareció que aquel sistema lo avergonzara lo más mínimo, aunque el episodio molestó mucho a los oficiales de la Orient Line, que estaban en el puente de mando, todos uniformados de blanco, absolutamente furiosos. Los pasajeros vitorearon al remolcador cuando se separó del transatlántico. Luego se oyó el sonido del motor de dos tiempos y los monótonos cánticos del práctico mientras su barquito desaparecía en la noche.
Partida
¿Qué hubo en mi vida antes de aquel barco? ¿Una piragua en un viaje fluvial? ¿Una motora en el puerto de Trincomalee? Siempre aparecían pesqueros en nuestro horizonte. Pero nunca me hubiera imaginado la magnificencia de aquel castillo flotante que se disponía a cruzar el mar. Mis trayectos más largos habían sido viajes en automóvil a Nuwara Eliya y a Horton Plains, o hasta Jaffna en el tren que tomábamos a las siete de la mañana y del que nos apeábamos a última hora de la tarde. Hacíamos el viaje con nuestros sándwiches de huevo, algunos thalagulies, una baraja y una novela de aventuras.
Sin embargo ahora se había dispuesto que fuese a Inglaterra en barco, y que hiciera el viaje solo. No se mencionó que aquello podría ser una experiencia fuera de lo corriente, emocionante o peligrosa, de manera que no lo abordé ni con alegría ni con miedo. Nadie me avisó de que el barco tenía siete niveles, ni de que llevaría más de seiscientas personas a bordo, lo que incluía un capitán, nueve cocineros y un veterinario, y que albergaría una celda para un preso y piscinas tratadas con cloro que nos acompañarían mientras navegábamos por dos océanos. Mi tía había marcado la fecha de salida en el calendario sin darle demasiada importancia y había informado a mi colegio de que me marcharía al final del trimestre. El hecho de que fuese a estar embarcado durante veintiún días tampoco parecía destacable, así que que me sorprendió que mis familiares se molestaran en acompañarme hasta el puerto. Había dado por sentado que tomaría el autobús por mi cuenta y haría trasbordo en Borella Junction.
Se había hecho un único intento de prepararme para el viaje. Al saberse que una dama de nombre Flavia Prins, cuyo marido conocía a mi tío, iba a emprender viaje en el mismo buque, se la invitó una tarde a tomar el té para que nos conociéramos. Flavia Prins viajaría en primera clase pero prometió no perderme de vista. Le estreché la mano con mucho cuidado, porque la llevaba llena de sortijas y brazaletes, y a continuación se dio la vuelta para continuar la conversación que yo había interrumpido. Me pasé la mayor parte de una hora escuchando a unos cuantos tíos míos y contando los canapés que se comían.
En mi último día en Colombo encontré un cuaderno para exámenes sin estrenar, un lápiz, un sacapuntas, un mapamundi bastante detallado y lo puse todo en mi maleta, más bien pequeña. Luego salí fuera, me despedí del generador de la luz y desenterré las piezas de la radio que había desmontado en una ocasión y que, al ser incapaz de volver a montarla, había escondido en el jardín. También dije adiós a Narayan y a Gunepala.
Al montarme en el coche se me explicó que, después de haber cruzado el océano Índico, el mar de Omán y el Mar Rojo, y de pasar al Mediterráneo por el canal de Suez, llegaría una mañana a un pequeño muelle en Inglaterra donde mi madre me estaría esperando. No era la magia ni la longitud del viaje lo que me preocupaba, sino el detalle de cómo mi madre podría saber con exactitud cuándo llegaba yo a aquel otro país.
Y si estaría allí.
Oí que alguien deslizaba una nota por debajo de la puerta del camarote. Era para decirme que se me había asignado la mesa 76 para todas las comidas. En la otra litera no había dormido nadie. Me vestí y salí. No estaba acostumbrado a utilizar escaleras y las subí con recelo.
En el comedor había nueve personas en la mesa 76, lo que incluía otros dos chicos aproximadamente de mi edad.
—Parece que nos ha tocado la mesa del gato —dijo una señorita apellidada Lasqueti—. Estamos en el peor sitio.
No cabía duda de que nos encontrábamos muy lejos de la del capitán, al extremo opuesto del comedor. Uno de los chicos de nuestra mesa se llamaba Ramadhin y el otro Cassius. El primero era callado, el segundo parecía desdeñoso, y procedimos a ignorarnos mutuamente, aunque reconocí a Cassius: habíamos ido al mismo colegio y, aunque tenía un año más que yo, sabía muchas cosas de él. Se le consideraba todo un personaje e incluso lo habían expulsado durante un trimestre. Yo estaba seguro de que tendría que pasar mucho tiempo antes de que empezáramos a hablar. Pero lo bueno de nuestra mesa era que, al parecer, contábamos con varios adultos interesantes. Entre ellos un botánico y un sastre propietario de una tienda en Kandy. Lo más emocionante era contar con un pianista que reconocía, alegremente, haber «iniciado ya el declive».
Se trataba del señor Mazappa. Por las noches tocaba con la orquesta del barco y por las tardes daba clases de piano. Como compensación le habían hecho un descuento en el precio del pasaje. Después del primer almuerzo nos obsequió a Ramadhin, a Cassius y a mí con historias de su vida. En compañía del señor Mazappa, mientras nos divertía con las letras confusas y a menudo obscenas de canciones de su repertorio, llegamos a aceptarnos nosotros tres. Porque éramos tímidos y torpes. Ninguno había hecho ni siquiera un gesto de saludo a los otros dos hasta que Mazappa nos apadrinó y nos aconsejó que tuviéramos los ojos y los oídos bien abiertos, porque en aquel viaje toda una educación nos estaba esperando. De manera que para el final de nuestro primer día descubrimos ya que los tres podíamos compartir nuestra curiosidad.
Otra persona de interés en nuestra mesa era el señor Nevil, un desguazador de barcos jubilado que regresaba a Inglaterra después de pasar algunos años en Oriente. Buscábamos a menudo a aquel amable hombrón, porque poseía un conocimiento muy detallado de la estructura de los barcos. Había desguazado muchos navíos famosos. A diferencia de Mazappa, Nevil era un hombre modesto y sólo contaba episodios de su pasado si se sabía cómo hacerle hablar. De no haber sido tan modesto a la hora de responder a nuestro aluvión de preguntas, ni le habríamos creído, ni nos habría cautivado tanto.
Disfrutaba, por añadidura, del privilegio de poder recorrer el transatlántico de cabo a rabo, porque hacía investigaciones sobre seguridad para la Orient Line. Nos presentó a sus colaboradores en la sala de máquinas y en la de calderas, y pudimos ver las actividades que se desarrollaban allí abajo. Comparada con la primera clase, la sala de máquinas —en las profundidades del infierno— se agitaba con un ruido y un calor insoportables. Un recorrido de un par de horas por el Oronsay con el señor Nevil nos aclaró todos los peligros reales e imaginarios con que nos enfrentábamos. Nos explicó que los botes salvavidas que se balanceaban en el aire a media altura sólo parecían peligrosos, y, en consecuencia, Cassius, Ramadhin y yo trepábamos con frecuencia a uno de ellos para tener una posición ventajosa desde donde espiar a los pasajeros. Fue la observación de la señorita Lasqueti al calificar nuestra ubicación como «el peor sitio del comedor», sin la menor importancia social, lo que nos persuadió de que resultábamos invisibles para oficiales como el sobrecargo, el jefe de camareros y el capitán.
Inesperadamente descubrí que Emily de Saram, prima segunda mía, estaba a bordo. Por desgracia no la habían incluido en nuestra mesa. Durante años Emily había sido el enlace que me permitía saber lo que los adultos pensaban de mí. Le contaba mis aventuras y luego escuchaba lo que tenía que decirme. Era sincera sobre lo que le gustaba y no le gustaba y, como era mayor que yo, me guiaba por sus juicios.
Sin hermanos ni hermanas, mis familiares más cercanos habían sido hasta entonces adultos. Disponía de un surtido de tíos solteros y de tías nunca apresuradas que iban al unísono en cuestión de habladurías y de posición social. Contábamos con un pariente rico que ponía gran cuidado en mantenerse distante. No le caía bien a nadie de la familia pero todos lo respetaban y hablaban de él sin parar. Mis otros parientes analizaban las felicitaciones de Navidad, muy correctas, que enviaba todos los años, debatiendo los cambios, en la fotografía familiar, de las facciones de sus hijos y el tamaño de la casa que se veía en segundo término y que era como un alarde silencioso. Me crié acompañado por aquel tipo de juicios familiares y, en consecuencia, hasta que dejé de vivir con ellos, determinaron mis cautelas.
De todos modos, siempre me quedaba Emily, mi machang, que vivió casi en la puerta de al lado durante bastantes años. Nuestra infancia había sido parecida; nuestros padres o estaban en otro sitio o no se podía contar con ellos. Si bien su vida familiar, por lo que sospecho, era peor que la mía: los negocios de su padre no tenían nada de seguros y su familia vivía constantemente sometida a la amenaza de su mal genio. La madre de Emily se inclinaba ante las reglas que imponía su marido. De lo poco que mi prima me contaba, supe que a su padre le gustaba castigar. Ni siquiera los huéspedes adultos se sentían seguros con él. Sólo disfrutábamos con los altibajos de su comportamiento los niños que pasábamos unas horas en su casa por una fiesta de cumpleaños. Podía presentarse de pronto para contarnos algo divertido y a continuación proceder a tirarnos a la piscina. Emily no se quitaba de encima el nerviosismo cuando estaba con él, incluso aunque la estrechara en un abrazo amoroso y la hiciese bailar con él, los pies descalzos de mi prima en equilibrio sobre los zapatos de su padre.
La mayor parte del tiempo, mi tío estaba ausente por razones de trabajo o, sencillamente, desaparecía. No existía ningún reglamento seguro por el que Emily pudiera guiarse, por lo que supongo que acabó inventándose. Tenía una gran libertad de espíritu, una indisciplina que a mí me gustaba mucho, aunque se arriesgó más de la cuenta en varias aventuras. Al final, por suerte, su abuela pagó para mandarla a un internado en India meridional, de manera que se libró de la presencia de su padre. Yo la echaba de menos. Y cuando regresó para las vacaciones de verano no la vi mucho, porque había conseguido un trabajo con la compañía telefónica de Ceilán. Un automóvil de la empresa la recogía todas las mañanas y el señor Wijebahu, su jefe, la devolvía a casa al acabar el día. A oídos de Emily, según la confidencia que me hizo, había llegado la información de que el señor Wijebahu tenía tres testículos.
Lo que nos unió más que ninguna otra cosa fue la colección de discos de Emily, con todas aquellas vidas y tantos deseos rimados y destilados en los dos o tres minutos de una canción. Héroes de las minas, chicas tuberculosas que vivían encima de una casa de empeño, buscadores de oro, jugadores famosos de críquet e incluso el hecho de que se les hubieran acabado los plátanos[1]. A Emily le parecía que yo era más bien un soñador, y me enseñó a bailar, a sostenerla por la cintura mientras ella se balanceaba con los brazos alzados y a subirnos al sofá de un salto y sentarnos encima del respaldo, de manera que el mueble se inclinara y cayese hacia atrás con nuestro peso. Luego desapareció de nuevo, para volver al internado, en la India, sin que yo supiera nada de ella, excepto unas pocas cartas a su madre, en las que suplicaba que se le enviaran más pastas por mediación del consulado belga, cartas que su padre insistía en leer, lleno de orgullo, a todos sus vecinos.
Cuando Emily se embarcó en el Oronsay llevaba ya dos años sin verla. Fue toda una sorpresa reconocerla como diferente, de facciones más definidas, y descubrirle una elegancia de la que antes no me daba cuenta. Había cumplido diecisiete años y el internado le había quitado parte de su indisciplina, aunque seguía arrastrando un poco las palabras al hablar, que era una cosa que a mí me gustaba. El hecho de que me sujetara por el hombro cuando pasaba corriendo a su lado en la cubierta de paseo y me obligara a hablar con ella me dio cierto ascendiente con mis dos nuevos amigos. Pero la mayor parte de las veces dejaba claro que no quería que la siguiera por el barco. Tenía sus planes propios para el viaje... Unas breves semanas de libertad antes de llegar a Inglaterra para sus dos últimos años de formación académica.
Mi amistad con el tranquilo Ramadhin y el incontenible Cassius creció deprisa, aunque era mucho lo que nos reservábamos. Al menos, así era en mi caso. Lo que yo tenía en la mano derecha nunca llegó a saberlo la izquierda. Y es que ya había recibido un entrenamiento en cautela. En los internados a los que íbamos en Ceilán, el miedo al castigo creaba una gran habilidad para mentir y allí aprendí a no revelar pequeñas verdades pertinentes. A algunos de nosotros, hay que reconocerlo, los castigos nunca nos educaron ni nos humillaron hasta conseguir una honradez total. Se nos azotaba de continuo por las malas notas o por diversos vicios (holgazanear en la enfermería durante tres días fingiendo tener paperas, manchar irremediablemente una de las bañeras del colegio al disolver en ella pastillas con las que fabricábamos tinta para las clases de los mayores). Nuestro peor verdugo era el padre Barnabus, maestro de escuela primaria, que todavía pervive en mi memoria con su arma preferida: una larga vara de bambú astillada. Nunca recurría ni a las palabras ni a los razonamientos. Tan sólo se movía peligrosamente entre nosotros.
En el Oronsay, sin embargo, existía la posibilidad de escapar a todo orden. Y yo me reinventé en aquel mundo en apariencia imaginario, con sus desguazadores de barcos, sus sastres y sus pasajeros adultos que, durante las celebraciones nocturnas, se tambaleaban de aquí para allá con gigantescas cabezas de animales, mientras algunas de las mujeres bailaban con faldas casi inexistentes, y la orquesta del barco tocaba en el estrado, con todos sus componentes, incluido el señor Mazappa, uniformados exactamente del mismo color ciruela.
A última hora de la noche —después de que los pasajeros de primera clase especialmente invitados hubieran abandonado ya la mesa del capitán, de que hubiese terminado el baile, de que las parejas, retiradas las máscaras, prolongaran abrazos casi inmóviles; después de que los camareros se hubieran llevado las copas abandonadas y los ceniceros y utilizaran los grandes cepillos de más de un metro de ancho para barrer las serpentinas de colores— sacaban a pasear al preso.
Sucedía de ordinario antes de las doce. La cubierta brillaba porque no había nubes que ocultaran la luna. Aparecía acompañado por sus carceleros, uno esposado con él, mientras el otro los seguía con una cachiporra. No sabíamos qué delito había cometido. Dábamos por sentado que sólo podía tratarse de un asesinato. El concepto de algo más complicado, como un crimen pasional o una traición política, no existía por entonces para nosotros. Parecía un hombre fuerte, reservado; e iba descalzo.
Cassius había descubierto el horario nocturno de aquel paseo, de manera que los tres estábamos con frecuencia allí a esa hora. No descartábamos la posibilidad de que pudiera saltar la barandilla, arrastrando al carcelero con el que estaba esposado, para caer en la oscuridad del mar. Nos lo imaginábamos corriendo y saltando y encontrando así la muerte. Lo pensábamos, imagino, porque éramos jóvenes, porque la idea misma de las esposas, de la privación de libertad, era como una asfixia. A nuestra edad no soportábamos la idea. Se nos hacía muy cuesta arriba llevar sandalias a las horas de las comidas, y todas las noches, mientras cenábamos en nuestra mesa del comedor, nos imaginábamos al preso alimentado con sobras en una escudilla de metal, descalzo en su celda.
Se me había pedido que me vistiera con propiedad para entrar en el salón alfombrado de primera clase y hacer una visita a Flavia Prins. Aunque había prometido vigilarme durante el viaje, a decir verdad nos vimos muy pocas veces. En aquella ocasión se me había invitado a tomar el té con ella, y en la nota que me mandó sugería que llevara una camisa limpia y planchada, además de ponerme calcetines con los zapatos. Subí puntualmente al bar de la galería a las cuatro de la tarde.
Me avistó como si yo estuviera al otro extremo de un telescopio, por completo ignorante de que podía leer el significado de sus gestos. Estaba sentada en una mesa pequeña. Lo que siguió fue un arduo intento por su parte de mantener una conversación, a la que mis nerviosos monosílabos contribuyeron más bien poco. ¿Estaba disfrutando del viaje? ¿Había hecho algún amigo?
Había hecho dos, dije. Un chico llamado Cassius y otro llamado Ramadhin.
—Ramadhin... ¿Es el muchacho musulmán, de la familia de jugadores de críquet?
Dije que no lo sabía pero que se lo preguntaría. Mi Ramadhin parecía incapaz de realizar ninguna proeza deportiva. Le apasionaban los dulces y la leche condensada. Pensando en eso, me guardé unas cuantas galletas mientras la señora Prins trataba de llamar la atención del camarero.
—Tu padre era muy joven cuando lo conocí... —dijo ella, y luego se cortó. Yo asentí con un movimiento de cabeza, pero no dijo nada más sobre él.
—Tía... —empecé, sintiéndome ya seguro sobre el tratamiento que tenía que darle—. ¿Estás enterada de que hay un preso a bordo?
Resultó que estaba tan deseosa como yo de prescindir de conversaciones triviales, y optó por que mi visita se prolongara un poco más de lo que planeaba.
—Toma más té —murmuró, y así lo hice, aunque no me gustaba el sabor. Había oído hablar del preso, me confesó, aunque se suponía que era un secreto—. Lo vigilan muy estrechamente. Pero no debes preocuparte. En el barco hay incluso un oficial del ejército británico de muy alta graduación.
No esperé más para inclinarme hacia delante y acercarme a ella.
—Lo he visto —dije, refocilándome—. Lo he visto cuando pasea, ya tarde por la noche. Muy vigilado.
—¿En serio?... —dijo ella, arrastrando las palabras, sorprendida por el as que me había sacado de la manga tan pronto y con tanta facilidad.
—Dicen que ha hecho una cosa terrible —continué.
—Sí. Dicen que mató a un juez.
Aquello era mucho más que un as. Me quedé con la boca abierta.
—Un juez inglés. Probablemente no debería decir nada más —añadió.
Mi tío, hermano de mi madre, mi tutor en Colombo, era juez, aunque ceilandés y no inglés. A un juez inglés no se le hubiera permitido presidir un tribunal en Ceilán, por lo que debía de tratarse de un visitante, o de alguien cuya colaboración se hubiera pedido como asesor o consultor... Parte de aquello me lo dijo Flavia Prins, y parte lo deduje más adelante con ayuda de Ramadhin, que tenía una cabeza muy serena y lógica.
El preso había matado al juez para evitar que ayudara al fiscal, quizá. Me hubiera gustado hablar con mi tío de Colombo en aquel mismo instante. De hecho me preocupó la idea de que su vida corriera peligro. ¡Dicen que mató a un juez! La frase resonaba en mi cerebro. Mi tío era un hombre grande, simpático. Había vivido con él y con su mujer en Boralesgamuwa desde que mi madre se marchó a Inglaterra algunos años antes, y si bien nunca habíamos tenido una larga conversación íntima (tampoco breve), y aunque siempre estaba muy ocupado en su papel de figura pública, era un hombre cariñoso, y siempre me sentía a gusto con él. Cuando volvía a casa y se servía una ginebra, me dejaba que le removiera en el vaso las gotas de angostura. Sólo tuve un tropiezo con él. Había estado presidiendo el juicio sobre un asesinato muy sonado que tenía que ver con un jugador de críquet, y yo anuncié a mis amigos que el sospechoso de los muelles era inocente, y cuando me preguntaron que cómo lo sabía, respondí que lo había dicho mi tío. No se trataba tanto de una mentira como de mi deseo de seguir creyendo en aquel héroe del críquet. Mi tío, al oírlo, se había limitado a reír sin darle importancia, pero sugirió con firmeza que no volviera a hacerlo.
Diez minutos después de regresar con mis amigos de la cubierta D ya estaba obsequiando a Cassius y a Ramadhin con la historia del delito del preso. También hablé de ello en la piscina Lido y en torno a la mesa de ping-pong. Pero más avanzada la tarde, la señorita Lasqueti, a quien habían llegado las ondas de mi relato, me acorraló e hizo que estuviera menos seguro de la versión que daba Flavia Prins del delito del preso.
—Puede que haya hecho una cosa así y puede que no —dijo—. No te creas nunca lo que quizá no pase de ser un rumor.
De esa manera me hizo pensar que Flavia Prins había hecho más espectacular el delito, que había subido el listón para compensar que yo hubiera visto al malhechor en carne y hueso, por lo que escogió un crimen con el que yo pudiera identificarme: el asesinato de un juez. El muerto habría sido boticario si el hermano de mi madre también lo hubiera sido.
Aquella noche hice mi primera anotación en el cuaderno del colegio. Se había producido una situación un tanto caótica en el salón Delilah cuando un pasajero atacó a su mujer durante una partida de bridge. Las burlas de su media naranja habían ido demasiado lejos mientras se jugaban corazones. Se había producido un intento de estrangulación y luego el oído de la señora había sido perforado con un tenedor. Logré seguir al sobrecargo mientras guiaba a la esposa por un estrecho corredor hacia el hospital, con una servilleta conteniendo la hemorragia, mientras el marido se refugiaba, furioso, en su camarote.
A pesar del toque de queda impuesto, Ramadhin, Cassius y yo nos escapamos de nuestros camarotes aquella noche, recorrimos las escaleras iluminadas a medias y poco seguras y esperamos a que apareciera el preso. Era casi medianoche, y los tres fumábamos trozos de mimbre (arrancados de una silla de bambú) que prendíamos y cuyo humo aspirábamos. Debido a su asma a Ramadhin no le entusiasmaba aquello, pero Cassius estaba decidido a que nos fumásemos la silla entera antes de terminar el viaje. Al cabo de una hora quedó claro que el paseo nocturno del preso se había suspendido. Sólo había oscuridad a nuestro alrededor, pero sabíamos cómo encontrar el camino. Nos deslizamos en silencio hasta la piscina, volvimos a encender trozos de bambú y flotamos boca arriba. Silenciosos como cadáveres con