Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
El aprecio de las cosas
La copa
Jersey
Butaca
Espejos
Bolígrafos
Gafas
Monedas
Ducha
Ropa
Sandalias
Relojes
Nevera
El disco
Goya
Cosas perdidas
El libro
Sillas
Brasero
El periódico
La Torre
La cama
Cuadernos
La mesa
Despertador
El billete
La escoba
Chapuzas
Cajas vacías
La fotografía
Fray Leopoldo
Pensadores
La entrada
Billetes de aviones perdidos
La correspondencia
El recordatorio
Los carnés
Los libros de mis hijos
El televisor
Las cartas
La nieve
Las flores
La corbata de Alberti
La soledad
El vaso azul
Otras cosas que faltan
La postal
Memoria de madera
La rama
Los posavasos
El móvil
El estado de las cosas
Sobre el autor
Créditos
A Mauro, que está aquí,
aunque ahora se nos va de casa.
El aprecio de las cosas
Los banqueros cuentan sus beneficios, los políticos sus votos y los poetas sus cosas. Cuentan y recuentan las cosas en las que se quedó enredada su vida. En los días de meditación y soledad, de vagabundeo doméstico, tomo conciencia de que tengo la casa llena de cosas. No se trata exactamente de que me importe tirar cosas, sino de que tengo inclinación a conservar las cosas que son mi casa. Para no confundir una fiesta con un acto de barbarie, conviene pensar lo que se desecha cuando se tira la casa por la ventana. Las cosas con capacidad de convertirse en un recuerdo suponen el deseo personal de atender a la vida, de vivir con atención, con amor. Pongo tanta atención cuando te beso, escribió el poeta Ángel González. El amor tiene mala fama entre los inquisidores y los tribunales literarios, se le condena al calabozo de la decencia, o al folletín y a la cursilería, porque un enamorado, alguien con capacidad de mirar atentamente al otro, es menos dócil, más peligroso que un conspirador profesional. Los enamorados ponen mucha atención cuando se besan, y los que viven con mucha atención, con mucho amor por la vida, suelen llenar sus habitaciones de cosas.
Las cosas son vigilantes del recuerdo. Limpiarle el polvo a las cosas, a las viejas cosas con vida nueva, implica una lealtad, una lucha contra lo perecedero, una oposición sentimental a las carencias del mundo. Las cosas tienen un precio en los mostradores de las grandes superficies. En los cajones o en las estanterías de las casas, suponen un aprecio, un modo de resistir ante la prisa del pasado irremediable. Se paga por comprar y tirar, sobre todo por tirar las cosas, un poder que nos convence de que el mundo está vacío, de que existir es un ejercicio permanente e insaciable destinado a devorar el vacío. Por nuestros cubos de basura se van las botellas, las latas, los cartones, los plásticos, los restos del banquete. Por esos mismos cubos de basura se van también los días, los paisajes, las ciudades de la infancia, las playas, y los miserables que llegan en patera a nuestras costas, tragados por los grandes contenedores de la historia. Son una cifra humana tan calculada como los beneficios del banquero. Al pasar la banca, me dijo el banquero..., podría decir una nueva canción. El precio de las cosas tiene que ver con el hambre insaciable de un mundo vacío. El aprecio de las cosas habla de un mundo lleno, con dolor y amor propio, donde la vida cuenta, donde la vida cuenta con atención sus cosas.
Las cosas son un relato, un curso abreviado de filosofía, una forma de cuidado. La vida se enreda en su paciencia para dejarse mirar, y la voluntad de convivir provoca un conocimiento íntimo, una posesión amorosa en la que uno acaba siendo la cosa de sus cosas. Manías, ilusiones, antiguas debilidades, fechas y viajes, todo permanece en las cosas, que dan testimonio y guardan memoria amarga o feliz de nosotros. Las cosas son objetos con los que convivimos, nos conocen y sirven para conocernos, forman un currículum íntimo, una versión humana de los antecedentes penales. Las penas y las dichas van por dentro de las cosas. Cuando se les cruzan los cables a los recuerdos y quieren ponerle precio a la vida en venta, conviene tener la ayuda de las cosas, su mirada vigilante. Los años pasan factura, imponen un modo de entender el tiempo que conviene ajustar con la ayuda del aprecio a las cosas, una herencia que somos capaces de dejarnos a nosotros mismos.
El mercado fija, como el tiempo, el precio de las cosas. Nosotros fundamos el aprecio de aquello junto a lo que vivimos y amamos. Tenemos los días contados y las cosas contadas. El banquero cuenta sus beneficios y el político sus votos. En los sábados de reflexión, con esa capacidad de amor que sólo tienen los solitarios, necesito contar y recontar mis cosas. No pierdo el tiempo, me pierdo en el tiempo de mis habitaciones. Me reconozco en lo que soy, sin someterme a los resultados inmediatos de mí mismo. Vagabundeo por la casa y miro la carta infantil, el paquete de tabaco de mi padre, el primer disco, las fotografías de juventud, los carnés, la bufanda tricolor, la Torre Eiffel de mi primer viaje a París, la corbata de Alberti, los libros dedicados, los cuadernos antiguos, las fotografías en las que me siento una cosa más en los brazos del pasado, los dibujos infantiles de mis hijos, mis pegatinas pacifistas del año 86... ¿Se trata de un museo? No, se trata de un paisaje.
La copa
Al despertarse una mañana, tras un sueño intranquilo, Luis García Montero se encontró encima de la mesa del comedor convertido en copa de cristal. Cada uno espera y teme su metamorfosis. Comprobó una vez más que en la prosa de la vida todas las comparaciones son odiosas. Estaba rígido y húmedo como un reloj pasado por agua, firme como un soldado sin voluntad, como un vigilante sin ojos que lo viera todo por la pura fuerza de la costumbre, como un cielo empañado de nubes y de rastros de labios, como un barco fantasma que ha ido a encallar entre los platos sucios, los ceniceros y las servilletas. ¡Basta de comparaciones! La vida rima y las conversaciones convierten la existencia en un asunto redondo. ¿Qué me sucede? Ya has vuelto a beber más de la cuenta, pensó, y quiso salir del sueño, romper el envoltorio frío de la pesadilla.
Pero no estaba durmiendo. Era una copa de cristal, muda, paralizada, inflexible, con la condición impávida de los objetos. Todos los objetos están abrochados sobre sí mismos, tienen una camisa de fuerza en su corazón. Luis García Montero quiso moverse, alargar una pierna, desplazar una mano, respirar, encogerse de hombros, tumbarse, darse la vuelta, apoyarse sobre el costado izquierdo, conseguir una señal de vida, pellizcarse, gritar. Nada, estaba quieto sobre la mesa, era una simple abstracción, una transparencia inmóvil y desorbitada. Sin ojos, lo veía todo a su alrededor; sin oídos, escuchaba los motores de la calle, la carga y descarga del día, la respiración de su mujer al fondo de la casa igual que una lenta agitación en el sueño. La luz de la mañana rozaba su cuerpo cristalino, la confusa transparencia de su piel, pero sin dejar una huella de calor sobre la temperatura innecesaria del vacío. Con la sed de los que ya se lo han bebido todo, con la saciedad insatisfecha de los que participan en un festín interminable, con la agitación de la parálisis, estaba allí, hundido en la quietud de los objetos, incapaz de desear, acosado por las necesidades.
¿Qué copa soy?, se preguntó. Ah, soy la última copa, la única que me queda de la cristalería de mis abuelos. La traje de Granada. ¿Y qué hago así? Se esforzó por recordar los pasos de la noche anterior, la espesura que lo dejó en el umbral de la metamorfosis. Al despedir a sus invitados, buscó un libro, se sentó en la butaca del salón comedor y quiso relajarse, tomarse un whisky, leer un poco mientras llegaba el sueño. Lo había incomodado la conversación, el regreso a un pasado inútil. Necesitaba tranquilidad. Los pasados se pierden, pero no cuando caen en el saco sin fondo del tiempo, sino cuando dejan de pertenecernos o dejamos de pertenecerles. Eso pensó, y rechazó cualquier sentimiento de culpa. No puede uno sentir culpa por los delitos que no ha cometido. Claro que no. La única copa limpia era la de sus abuelos. Y nada más, ya está, a la mañana siguiente se había despertado como una copa entre las copas sucias. Era redondo, frágil, hueco, y un aliento de alcohol inútil rodeaba la conciencia imperturbable de su desorientación. Los otros objetos lo miraban con la cortesía distante que suelen provocar los recién llegados al interrumpir una conversación.
Las servilletas, los ceniceros, las sillas, el jersey del sofá, los cuadros, empezaron a hablar de otra cosa, cambiando educadamente de asunto, para ocultar un secreto, su secreto, con la naturalidad de las buenas palabras volanderas. Las cosas no podían hablar delante de él, porque él era el tema de conversación. Un humano convertido en objeto, en copa. Debería ganarse su confianza. Necesitaba preguntar mucho. El idioma de los objetos tiene un vocabulario de silencios, de miradas, de ausencias, de costumbres. Viven en la sintaxis del tiempo, en la gramática temblorosa de las modas. La vida pasa a su lado como un arroyo, y a veces caen en la corriente, flotan por un momento y desaparecen. Otras veces se quedan como una canción en la memoria, como un estribillo que vuelve a los labios el día menos pensado.
Las cosas pueden querer a sus dueños, o perderles el respeto, mantener con ellos una conversación de borrachos. Luis García Montero se esforzó en canturrear. Estaba a punto de entablar conversación con los objetos, pero se callaron de repente al oír los pasos de su mujer. Llegó torpe, dormida, incapaz de reconocerlo y con una bandeja en la mano. Recogió los platos, los ceniceros y las copas. Que no me rompa, que no se rompa la copa de mis abuelos, pensó mientras caminaban hacia la cocina. Ella puso el lavaplatos. En la cabeza de Luis daba vueltas la intuición de un vocabulario callado.
Jersey
Un jersey es un animal doméstico que veranea dentro de los armarios. Pero sus vacaciones están llenas de ejercicios espirituales, porque los armarios son una cueva familiar en la que se aprenden los secretos de la memoria, las manías y los vicios inconfesables. Junto a la ropa, aunque esté pensada para salir a la calle, respiran mejor que en ningún otro sitio los silencios que componen una intimidad para cada nombre.
Cuando el otoño firma los contratos laborales del frío, el jersey sale del armario tejido por esas sombras volubles que confundimos con nuestros recuerdos. Hay prendas que necesitan una mancha grave, un acontecimiento amoroso o el final de un día para separarse de sus cuerpos. Dependen de un accidente del destino, una inauguración o una clausura. Asuntos importantes. Pero el jersey, desde que existen las calefacciones, sabe que sólo cuenta con un alma de quita y pon. Uno se quita el jersey en medio de una conversación, según aconsejen los humildes cambios climáticos de una cafetería o de una casa. Como un animal doméstico, con más espíritu de perro que de gato, el jersey se deja caer en el brazo de un sofá, en una silla, en cualquier rincón modesto de la vida cotidiana.
Aquello que mejor nos define a primera vista es lo que más cambia, lo que más se mueve. Las definiciones son un pacto con la realidad, una manera de esconder los intereses transitorios. Nos hemos acostumbrado a vivir en una ética cotidianizada. La gente se quita y se pone un jersey con la misma naturalidad con la que asume u olvida una exigencia moral. Y así se va viviendo, entre amores sin sorpresas, adornando el deseo de salvar un escollo, de hacer política o carrera en la oficina. Los recursos de la existencia, del derecho o del revés, por la cara de la humildad