Dioses sin hombres

Fragmento

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Dedicatoria

Citas

En los tiempos en los que los animales eran hombres

1947

2008

1778

2008

1958

2008

1969

2008

1920

2008

1970

2008

1871

2008

1920

2008

1971

2008

1942

2009

2008

2009

1775

Agradecimientos

Notas a la edición

Sobre el autor

Créditos

Grupo Santillana

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Para Katie

 

 

 

 

 

 

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Dans le désert, voyez-vous, il y a tout, et il n’y a rien... c’est Dieu sans les hommes.

 

BALZAC, Une passion dans le désert (1830)

 

 

De Indio y Negra, nace Lobo, de Indio y Mestiza, nace Coyote...

 

ANDRÉS DE ISLAS, Las Castas (1774)

 

 

My God! It’s full of stars!

 

ARTHUR C. CLARKE, 2001: A Space Odyssey (1968)

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En los tiempos en los que los animales eran hombres

 

En los tiempos en los que los animales eran hombres, Coyote vivía en cierto lugar. «¡Haikya! Estoy tan cansado de vivir aquí-aikya. Me voy a ir al desierto a cocinar.» Y sin más, Coyote se hizo con una autocaravana, condujo hasta mitad del desierto e instaló un laboratorio. Se llevó diez paquetes de pan de molde Wonder y otros cincuenta de tallarines japoneses. También whisky y suficiente hachís como para ir tirando. Buscó durante mucho tiempo y al final encontró un sitio bueno: «¡Aquí es donde me voy a instalar-aikya! ¡Qué de espacio hay! ¡Y nadie que me moleste!».

Coyote se puso manos a la obra. «¡Qué bien-aikya!», dijo. «¡Tengo un montón de pastillas de pseudoefedrina! ¡Lo que me ha costado conseguirlas! ¡He estado dando vueltas con el coche de farmacia en farmacia durante un montón de tiempo-aikya!» Machacó la pseudo hasta que quedó convertida en un polvillo fino. Llenó un vaso de precipitados con alcohol metílico y removió los polvos. Coló la mezcla con un filtro de papel para separar la masilla. Y luego la colocó sobre un calentador para que se evaporara. Pero a Coyote se le olvidó comprobar el termómetro y la temperatura empezó a subir. Cada vez estaba más y más caliente. «¡Haikya!», dijo, «¡necesito un cigarrito-aikya! ¡He trabajado muchísimo-aikya!».

Encendió un cigarro. Se produjo una explosión. Murió.

Conejo de Florida pasó por allí y le tocó la cabeza con su cayado. Coyote se sentó y se frotó los ojos. «¡Honorable Coyote!», dijo Conejo de Florida. «Cierra la puerta de la caravana. Mantenla cerrada. Y sal fuera para fumar.»

Coyote empezó a lloriquear. «¡Ay-aikya! ¿Dónde están mis manos-aikya? ¡Se me han volado las manos!» Lloriqueó y volvió a tumbarse y siguió triste un buen rato. Luego se levantó y se hizo unas manos nuevas con cactus cholla.

Empezó otra vez. Molió la pseudo. La mezcló con el disolvente. Filtró y evaporó y filtró y evaporó, hasta estar bien seguro de que no quedaba masilla. Entonces se sentó y se puso a raspar cajas de cerillas para extraer fósforo rojo. Mezcló la pseudo con lo que había sacado de las cajas de cerillas y con iodina y con bastante agua. De repente el matraz empezó a hervir. El gas empezó a saturar el aire. Se le metió en los ojos, entre el pelaje. Aulló y se arañó la cara con las uñas.

Se ahogó con el gas venenoso y murió.

Monstruo de Gila pasó por allí y le salpicó con un poco de agua. Coyote se sentó y se frotó los ojos. «¡Honorable Coyote!», dijo Monstruo de Gila. «Utiliza una manguera. Deja el matraz, llena un cubo con arena para gatos y mete dentro la manguera para que absorba el gas. Luego atrápalo y observa cómo hierve y burbujea dentro del matraz. E intenta no respirar en ningún momento.»

Coyote empezó a lloriquear. «¡Ay-aikya! ¿Dónde está mi cara-aikya? ¡Me he arrancado la cara!» Corrió hasta el río y se hizo una cara nueva con barro y se la pegó en la parte frontal de la cabeza. Y empezó otra vez. Molió la pseudo y la evaporó. Rascó las cajas de cerillas e hizo que el gas absorbido por la arena de gato burbujeara dentro del matraz. Mezcló las sustancias químicas y coció la mixtura y la filtró y añadió un poco de lejía Red Devil. Vigiló el termómetro. Tuvo cuidado de no respirar. Enfrió la mezcla y añadió un poco de camping gas y la removió y cuando vio la costra de cristal flotando en el líquido empezó a saltar de júbilo. Puso el disolvente a evaporarse pero estaba tan emocionado que se le olvidó vigilar que no se le metiera la cola dentro del fuego. Entonces bailó alrededor del laboratorio, incendiándolo todo con el fuego de la cola.

El laboratorio se quemó. Él murió.

Zorro del Sudeste pasó por allí y le dio un toquecito en el pecho con la punta de su arco. «¡Honorable Coyote!», dijo. «¡No metas la cola dentro! Si no, no podrás cocerlo.»

«¡Ay-aikya!», lloriqueó Coyote. «Mis ojos, ¿dónde están mis ojos-aikya?» Se hizo unos ojos nuevos con dos dólares de plata y empezó otra vez. Molió la pseudo. La filtró y la evaporó, la mezcló y la evaporó e hizo bullir el gas. Filtró y evaporó aún más, y luego bailó arriba y abajo. «¡Qué listo soy-aikya!», dijo Coyote. «¡Soy el más listo de todos-aikya!» Tenía entre las manos cien gramos de cristal puro.

Y Coyote abandonó aquel lugar.

Eso es todo, así acaba la historia.

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1947

 

En cuanto Schmidt vio los Pináculos, supo que aquél era el sitio. Las tres columnas de roca brotaban disparadas hacia lo alto como los tentáculos de alguna criatura antiquísima. Eran apéndices desgastados por la erosión que sondaban el cielo. Hizo un par de pruebas, primero con la varita de zahorí y luego con el medidor de tierra. La aguja se salió de la escala. No cabía duda, allí había poder, un poder que recorría la línea de falla y ascendía por las rocas: una antena natural. Cerró el trato rápidamente. Ochocientos billetes verdes para la vieja propietaria de la parcela, unos papeles firmados en un notario de Victorville y el terreno fue suyo. Alquilado por veinte años, visto y no visto. No podía creerse la suerte que había tenido.

Compró una caravana Airstream de segunda mano en un comercio de Barstow, la remolcó hasta el solar y se pasó toda la tarde sentado en una silla de jardín, admirando el modo en que el vehículo de aluminio reflejaba la luz. Le recordaba al Pacífico y a los Superforts aparcados en el aeródromo de North Field. El modo en que los bombarderos brillaban al sol. Aquel resplandor encerraba una lección. Servía para recordar que había mundos a los que los seres humanos no soportaban mirar de manera directa.

La primera noche no durmió nada. Acostado en el suelo bajo una manta, boca arriba, mantuvo los ojos abiertos hasta que la negrura se volvió violeta, luego gris, y la lana amaneció escarchada por pequeñas gotas de condensación que parecían diamantes minúsculos. El olor a creosota y salvia del desierto, la cúpula de estrellas. Ocurrían más cosas en lo alto del cielo que abajo en la tierra, pero había que hacer el esfuerzo de salir de la ciudad para darse cuenta. Todas esas malditas verticales no hacían más que entorpecer la vista, esas tuberías de acero y esos cables y todas esas cosas que corrían por debajo de los pies saturaban a los seres humanos e interrumpían cualquier flujo. Pero nadie iba a enredar al desierto. Aquella tierra te permitía estar a solas.

Creía que tenía bastantes posibilidades. Aún era suficientemente joven para llevar a cabo el trabajo físico, y no cargaba con una mujer ni con una familia. Y tenía fe. Sin la fe se habría rendido hacía ya largo tiempo, en la época en la que no era más que un crío que se entretenía leyendo catálogos de compra por correo durante la pausa del almuerzo, mientras tomaba sus primeras notas titubeantes sobre los misterios. Ahora no quería distracciones. No le preocupaba la opinión que tuvieran de él los vecinos del pueblo. Se comportaba de manera educada cuando iba a la tienda a recoger los suministros, pero no se esforzaba más. La mayor parte de los hombres eran unos necios; lo había descubierto en Guam. Unos hijos de puta que no le dejaban tranquilo, le ponían motes y hacían chistes infantiles a sus expensas. Había tenido que utilizar toda su fuerza de voluntad para no hacer nada de lo que se le pasaba por la cabeza, pero después de lo de Lizzie ya no tenía derecho, así que había atemperado su ira y se había dedicado a luchar en la guerra. Aquella panda de simples había volado en incontables misiones, pero a pesar de todas esas horas acumuladas, de todas esas oportunidades de ver, seguían pensando que el mundo real estaba allí abajo, en el suelo, en la cola de la cantina, entre las piernas de las pin-ups de los pósters que pegaban sobre sus catres rancios. La única persona con un ápice de sentido común que había conocido había sido aquel piloto artillero irlandés, cómo se llamaba, Mulligan o Flanagan, un apellido irlandés de ésos, que le había hablado de las luces que había avistado cuando volaban hacia Nagoya para soltar una carga, unos puntos verdes que se movían demasiado deprisa para ser Zeros. Le había pedido prestado un libro. Schmidt se lo había dejado y no había vuelto a verlo. Al chico y al resto de su tripulación los habían derribado una semana más tarde y habían terminado en el mar.

Poco a poco el lugar fue empezando a tener otra apariencia. En la caravana hacía un calor infernal y estaba tratando de encontrar alguna forma de aprovechar la sombra que proporcionaban las rocas cuando descubrió la madriguera del buscador de plata. No sabía lo que era hasta que preguntó en el bar del pueblo. La habían cubierto con hormigón hacía unos pocos años, después de expulsar de allí al viejo cabrón, porque pensaban que era un espía alemán o algo así. Quizás estuviera más loco que una cabra, y lo más probable era que fuese un muerto de hambre porque en sus dominios, por llamarlos de alguna manera, no había ni una onza de plata ni nada parecido, pero sabía excavar. Había una estancia de ciento veinte metros cuadrados debajo de las mismas rocas. Fresca en verano, protegida de las frías noches de invierno. Un búnker en toda regla.

A partir de ahí, fue cosa de coser y cantar. Niveló el suelo para hacer una pista de aterrizaje, enterró un barril de combustible en la arena, levantó un cobijo de bloques de cemento y pintó un BIENVENIDOS en letras enormes sobre el tejado de hojalata. Ya tenía un negocio. No era que aquel café fuera a generar grandes ganancias, pero tampoco hacía falta que fuera General Motors. No le hubiera molestado algo de compañía, pero los ahorros no le daban para mucho. Tenía otro año, dos quizá, antes de que se le agotara el dinero, más o menos el tiempo que necesitaba una empresa como aquélla para salir adelante.

No pasaban muchos aviones. Una vez a la semana, más o menos, aterrizaba alguien. Él servía café, freía huevos. Cuando le preguntaban qué hacía allí instalado les decía que estaba esperando, y cuando le preguntaban a qué, contestaba que aún no lo sabía pero que aquello era mejor que estar metido en un atasco de tráfico, y normalmente eso les bastaba. Nunca llevaba a ningún visitante al búnker. Al cabo de unos meses empezó a tener más clientela. Los pilotos que iban o venían de la costa se fueron enterando de que había un sitio para repostar en aquel punto del desierto. Compró unas cuantas sillas y mesas de formica, se hizo con una provisión de cerveza.

Tuvo algún que otro problema, claro. Se le estropeó el generador. Tuvo un enfrentamiento con unos indios a los que cazó trepando por las rocas y a los que hubo de amenazar con el revólver. Cuando se marcharon descubrió que había varias rocas pintadas con huellas de manos y dibujos de serpientes y muflones. Otro día, una tormenta de arena obligó a aterrizar a un avión. El viento de costado soplaba a ochenta kilómetros por hora y el piloto tuvo suerte sólo con conseguir aterrizar, porque cuando se aproximaba daba la impresión de que el ala derecha iba a levantarse y el aeroplano se iba a dar la vuelta sobre sí mismo. Schmidt corrió a su encuentro cubriéndose la boca con una bandana. Sin pararse a pensar, le llevó hasta el subterráneo, el sitio más lógico donde guarecerse.

El piloto era un joven potro de veintiún años o así, con una cabeza llena de pelo oscuro y un bigotito elegante. Un niño rico. Se quitó la chaqueta y las gafas, y mirando a su alrededor con asombro, preguntó dónde diablos estaba.

Por aquel entonces el proyecto estaba bastante avanzado. Schmidt había construido un condensador de vórtex para almacenar y concentrar las energías parafísicas que fluían de las rocas. En el punto más alto había instalado un cardán con un cristal orientado hacia Venus. Tenía a medio desarrollar un sistema piezoeléctrico paralelo basado en su estudio de Tesla, pero de momento enviaba las señales utilizando una antigua clave Morse, con un convertidor etérico que transformaba los clics físicos en modulaciones de la onda transportadora parafísica. Le explicó todo aquello al piloto, que escuchó con suma atención, sin dejar de observar la maquinaria, los montones de libros y las notas. Parecía impresionado.

—¿Y cuál es el mensaje que envía?

Buena pregunta. El mensaje de Schmidt era el amor. Amor y hermandad entre todos los seres de la galaxia. Dos horas consagradas a la redención que empezaban todas las noches en cuanto el planeta se hacía visible en el horizonte. Dos horas durante las que no paraba de repetir su invitación: BIENVENIDOS. Pero no quería hablar de ello, no con un extraño, así que hizo una broma cualquiera sobre los poderes superiores y las cosas que no eran visibles a los ojos.

El piloto sonrió:

—Espero que sepa lo que está haciendo.

—Ya veremos, me imagino.

A partir de entonces, el joven cachorro empezó a aterrizar en los Pináculos con su Cub cada par de semanas. Su padre era un granjero latifundista del Imperial Valley pero Davis, que era como se llamaba el chico, quería más de la vida que huertos de naranjos y emigrantes ilegales trabajando de recolectores. Sin que Schmidt le pidiera nada, le entregó dinero para que comprara libros y equipamiento. Clark Davis fue el primer discípulo, el primero que entendió la naturaleza de la misión de Schmidt.

Una noche cruzaron en avión la frontera de Nevada y aterrizaron en un rancho situado cerca de Pahrump, un local con neones de marcas de cerveza en las ventanas y una fila de camiones aparcados enfrente. Davis se había empeñado en que fuera con él a pasar un buen rato. Decía que no era normal que estuviera tanto tiempo solo. En contra de lo que le indicaba la prudencia (ya era bastante imprudente haber aceptado la invitación a salir) Schmidt se encontró sentado, con una cerveza en la mano, frente a una hilera de chicas vestidas con prendas minúsculas y sedosas que le hacían morritos o sacaban el culo. Davis escogió a una tetona de pelo engominado y le guiñó el ojo antes de seguirla fuera de la sala con actitud de hombre de mundo, como si Schmidt fuera un adolescente nervioso a punto de mojar por primera vez. Eso le hizo reaccionar. Apuró el brandy y pidió otro. No había vuelto a tocar el alcohol desde la última noche que había pasado con Lizzie y enseguida recordó por qué; aunque la rubita que escogió era mona y muy cariñosa, sólo sentía ira hacia ella y hacia sí mismo y la chica debió de asustarse y pulsar un botón o algo, porque antes de darse cuenta estaba en la calle con los pantalones en las manos y buscando una bota por el aparcamiento.

Intentó explicarle todo a Davis. Que había sido un adolescente rebelde, una carga imposible para su agotada madre. Que no le interesaban ni los estudios ni aprender un oficio, que lo único que quería era un lienzo en blanco sobre el que desplegar los trazos de su joven vida y un aire que no supiera a sulfuro, así que se había embarcado en un carguero, sin ni siquiera volver la vista atrás para despedirse de las negras chimeneas de Erie, Pensilvania. A los diecisiete estaba trabajando en una cadena de enlatado de salmón en Bristol Bay, gastándose la paga en los bares y metiéndose en todo tipo de jaleos. Así era como había llegado hasta Lizzie, que no tenía más que catorce años, era una india mestiza y estaba aún más loca que él. Se lo hizo con la boca en la puerta de un almacén del muelle y fue como si una orquesta empezara a tocar dentro de su cráneo. No tardó mucho en quedarse embarazada y entonces sí que se pusieron las cosas jodidas, porque tenía hermanos, y su padre era una especie de pez gordo del lugar, así que prácticamente los arrastraron hasta la iglesia para salvar como fuera la reputación familiar. El viejo odiaba a Schmidt hasta las entrañas por razones obvias, pero lo cierto era que había intentado portarse bien, les había puesto una casita e incluso les había dado dinero para el niño. El fallo era que a Schmidt no le gustaba la caridad y menos aún sentirse atrapado. Y entre que los berridos del niño le atacaban los nervios y que había ido dejando de sentirse atraído por Lizzie, empezó a pegarla. Los hombres de la familia le dieron un aviso y cada vez que ocurría acababa llorando en el regazo de la chica y jurando que no volvería a hacerlo, pero las peleas le dejaban siempre dolorido y con la sensación de estar acorralado, y una noche que había bebido más de lo habitual y ella le había replicado, acabó atándole una cuerda alrededor del cuello, sin saber cómo, y arrastrándola durante casi dos kilómetros, atada a su camioneta, hasta que se dio cuenta de lo que estaba haciendo y pisó el freno.

Lizzie sobrevivió, aunque ya nunca volvió a tener el mismo aspecto. Cuando estaba encerrado una pandilla se tiró encima de él, le inmovilizó y le hizo de todo. Schmidt pensó que era el padre de Lizzie quien les había pagado y que le iban a matar, pero cuando terminaron le soltaron y él se subió los pantalones y se quedó tumbado en un rincón de su celda, y allí seguía acurrucado cuando llegó el ruso y le pagó la fianza. El ruso estaba en deuda con él desde la noche en la que Schmidt había evitado que arrojase a un tipo por la ventana del tercer piso durante la partida de cartas de los viernes. Piensa en los años que te va a costar, había dicho, y el ruso, aunque estaba hasta arriba de whisky, le había hecho caso. Tenía al fullero llorón agarrado por los tobillos y colgando por la ventana y estaba lo bastante borracho como para soltarlo, pero en vez de hacerlo volvió a subirlo, le propinó un par de puñetazos en la mandíbula y no volvió a hablarse del asunto. A la mañana siguiente, cuando se le pasó la borrachera, le dio las gracias, y le dijo que si alguna vez se metía en problemas, él estaría allí.

Los doscientos billetes del ruso fueron su primer golpe de suerte. El segundo fue cuando el jefe de policía apareció en la puerta de su casa y le dijo que si abandonaba la jurisdicción aquella misma tarde, el padre de Lizzie no presentaría cargos. Una vez más, cuestión de reputación. Al parecer eso era más importante para él que su hija mestiza.

Así que Schmidt se había dirigido hacia el sur, y aunque había intentado hacerse el duro y a los hombres con los que vivía o trabajaba les contaba la historia como si fuera una especie de broma, la culpa fue creciendo en su interior hasta que llegó a empañar toda felicidad posible y él comprendió que si no hacía algo para compensar el mal que había hecho, acabaría matándose. No soy más que escoria, le decía a quien quisiera escucharle. No puedo evitarlo, siempre ha sido así. Y pensaba que siempre lo sería, que era imposible cambiar, hasta que descubrió que imposible es una palabra que sólo aparece en el diccionario de los necios. Una cita, la primera. La segunda fue si contemplas el abismo durante mucho tiempo, el abismo también te contempla a ti. Un dicho que encontró en una vieja copia de la Reader’s Digest, y que le proporcionó la noción, extraña para él hasta entonces, de que en la palabra escrita podía encontrarse la verdad. A partir de ese momento, buscar y anotar ese tipo de verdades escritas, primero en trozos de papel y luego en cuadernos, se convirtió en un hábito. Hasta que se dio cuenta de que estaba empezando a construir un sistema de comprensión del mundo que muy pocos poseían. Leía tanto como podía, devoraba libros cada minuto libre del día, y no había vuelto a tocar el licor hasta esa noche en que Davis le había convencido para hacerlo, y aun así sólo por un deseo momentáneo de sentirse como el resto de la gente, un derecho que en lo más profundo de su ser sabía que había perdido para siempre.

Davis escuchó la historia sin decir ni una palabra. Tardó varias semanas en volver a visitarle.

Schmidt se mantuvo ocupado enviando señales, observando el cielo, y agrandando el surco que habían abierto, tiempo atrás, esas pocas citas dispersas. Su búsqueda le había llevado en primer lugar hasta la Biblia, y luego a otros libros. Siempre había sospechado que cualquier verdad valiosa estaría escondida, que para hallar cualquier cosa de valor, había que excavar en profundidad. Después de un par de años había terminado en Seattle, fregando el interior de un hangar de aviones. Junto a él, los ingenieros trabajaban en unos aparatos cuyo tamaño y complejidad le parecían un milagro. Contemplando las grandes máquinas despegar y aterrizar, la manera en que la tierra renunciaba a ellas y luego las acogía de vuelta suavemente, se dio cuenta de que estaba ante la manifestación de un milagro. Decidió convertirse en piloto pero cuando se hizo la prueba de la vista le dijeron que tenía astigmatismo. Aquel camino estaba cerrado.

Se presentó en la oficina y preguntó qué tenía que hacer para trabajar de mecánico de aviones. Debía pasar por la escuela técnica, le dijo el director, y en nada de tiempo Schmidt empezó a asistir a clases durante el día mientras trabajaba de guardia de seguridad por las noches. Para cuando empezó la guerra en Europa ya tenía un empleo estable en Boeing Field y un bungalow lleno de libros con los márgenes emborronados con su escritura de trazos finos e inseguros. Su proyecto iba tomando una forma cada vez más clara: lo que él quería era conectar los misterios de la tecnología con los del espíritu. Era consciente de que los aviones en los que trabajaba —con sus madejas de cables enredados, sus sistemas hidráulicos, sus indicadores cuidadosamente calibrados para controlar los niveles de combustible y la propulsión del motor— eran sólo la mitad de la historia. Existían fuerzas más grandes y más intangibles que las de empuje, torsión y elevación. Y a él le correspondía unificarlas. Quizás así, cuando llegara su hora de presentarse ante el Creador, no sería juzgado como un monstruo, sino como alguien que había traído al mundo la iluminación, un hombre bueno.

Después de Pearl Harbor le enviaron al proyecto XB-29, encargado de fabricar lo más rápidamente posible un nuevo bombardero de largo alcance para utilizarlo contra los japoneses. El horario de trabajo era extenuante. El aeroplano sufría todo tipo de problemas: los motores se recalentaban o surgían misteriosos fallos eléctricos que tardaban días en rastrear. Un día, un piloto de pruebas perdió el control del prototipo y se estrelló contra una planta de embalaje cercana, llevándose por delante el tendido eléctrico. El personal de tierra saltó a los coches y a los camiones y se dirigió hacia el edificio en llamas, intentando acercarse lo suficiente a los restos para ver si podían salvar a alguien. Murieron treinta personas.

No conseguían solucionar los problemas del motor y, una vez que el bombardero entró en producción, casi todos los componentes fabricados a toda velocidad por las máquinas resultaban defectuosos. Los generales necesitaban los aviones para iniciar las operaciones en China, pero en la fecha que tenían asignada para partir, no había ni uno solo listo. A Schmidt le destinaron a Wichita y estuvo trabajando dobles turnos bajo las tormentas de nieve, supervisando al equipo encargado de realizar las últimas modificaciones del sistema de navegación. Tenían que relevarse cada veinte minutos porque eso era lo máximo que nadie podía permanecer en el exterior sin que se le congelase algún miembro. Al final, los aviones empezaron a volar hacia el este, pero al llegar a Egipto se negaron a seguir en el aire: los motores habían funcionado más o menos a temperaturas bajo cero, pero a casi cincuenta grados de calor, empezaron a dar problemas. Schmidt viajó hasta allí para instalar nuevos deflectores y un sistema de refrigeración diseñado prácticamente sobre la marcha por un equipo que trabajaba en un hangar del aeropuerto de El Cairo.

Los B-29 despegaron a trancas y barrancas; y Schmidt partió con ellos. La temperatura de la cabina del piloto llegó a rozar los ochenta grados para caer luego a treinta bajo cero cuando sobrevolaron el Himalaya. Las violentas corrientes descendentes amenazaban con destruir la estructura mecánica y los vientos laterales sacudían los gigantescos aviones de un lado a otro como si estuvieran hechos de cañas. Atisbando entre las nubes cazó algún que otro vistazo de los valles, las gargantas, los ríos, las aldeas y muy de vez en cuando el inquietante resplandor de unas ruinas de metal sobre las negras laderas de las montañas. Pero alguna fuerza superior debía protegerle porque una semana después de sobrevolar aquella enorme joroba se encontró sobre la pista de aterrizaje de Hsinching. Cuando los noventa bombarderos de la división 58 despegaron, rumbo a las acerías Showa de Anshan, los campesinos levantaron los espinazos que tenían doblados sobre los campos de arroz que crecían junto al aeródromo, protegiéndose los ojos del sol, para verlos marchar. Él casi sufría alucinaciones de puro cansancio. Se había pasado las cuarenta y ocho horas previas implementando cambios improvisados en los enormes motores Wright Cyclone, intentando detener la cascada de horrores que se desataba cuando había problemas en pleno vuelo: válvulas que salían volando y se comían los cilindros, minúsculas pérdidas de fluido hidráulico capaces de impedir que el piloto pudiera hacer funcionar un mando atascado, y que se le resistiera tanto que lo arrancara, o peor aún, que afectara a todo el motor y éste acabara torcido y asomando por encima de un ala. Los aviones tenían la apariencia de gigantescos pájaros blancos, de ángeles. Schmidt experimentaba una euforia que le revolvía el estómago. Estaba reparando los daños causados; estaba ayudando a ganar la guerra.

A principios del 45 las operaciones se trasladaron a las Islas Marianas. En Guam, Schmidt se pasaba los ratos de descanso sentado en una silla plegable, junto a la sala común de los soldados de North Field, leyendo Isis Revelada en una edición que había comprado en una librería teosófica de Calcuta. Más allá del perímetro, fuera, en la jungla, había animales salvajes y japoneses medio asilvestrados que se habían quedado allí abandonados tras la evacuación del Ejército Imperial. Él, sin embargo, se encontraba a cielo abierto, en plena claridad. Por primera vez en años se dio permiso para sentirse feliz. Oía a las tripulaciones de los aviones hablar de incursiones incendiarias pero por algún motivo no le afectaban. Entonces le trasladaron a Tinian. Los miembros de la escuadrilla 509 se comportaban igual que si su presencia fuera algo así como la segunda venida de Cristo. Se pavoneaban por aquí y por allá como si fueran los amos de todo el Pacífico y el resto de la humanidad tuviera que pagarles algo por el privilegio de utilizarlo. Corrían rumores de que estaban probando una nueva superarma; cuando el Enola Gay despegó rumbo a Hiroshima, Schmidt sabía que el avión no llevaba la carga habitual, pero eso era todo. Se enteró por medio de las fotos, como el resto del mundo: los niños quemados, los relojes detenidos a las 8.15. Sus hermosos y resplandecientes aeroplanos, los heraldos de la luz, habían sido utilizados para desencadenar oscuridad. Le habían traicionado.

En el otoño del 46 se encontró de vuelta en Seattle, pero no conseguía adaptarse a la rutina del trabajo civil. Tenía la sensación de que el mundo se estaba deslizando hacia un mal nuevo y terrible. La promesa espiritual de la energía había sido pervertida: en lugar de abolir la pobreza y el hambre, el poder atómico iba a convertir al planeta en un yermo arrasado. Se sentía incapaz de salir al exterior y empezó a descuidar su trabajo. El bungalow estaba frío y húmedo. Se pasaba las noches sentado frente al fuego, tiritando, helado, hasta que se dormía, imaginándose que las altas coníferas que crecían al otro lado de la ventana, le iban rodeando poco a poco hasta ocultar el cielo.

Dejó el trabajo antes de que le despidieran, sacó los ahorros que tenía en el banco, empaquetó su biblioteca y sus papeles en su camioneta Ford del 38 y puso rumbo al desierto. En su mente se veía a sí mismo como uno de los profetas de antaño, como un ascético sentado en una cueva con las piernas cruzadas. Pensaba en mortificar su cuerpo y purificar su mente. El mundo se había dividido en dos a ambos lados del Telón de Acero. Él se encargaría de restañar la herida. Estaba decidido a invocar la única fuerza con el suficiente poder como para trascender el comunismo y el capitalismo y detener la cascada de energías destructivas. Se habían producido contactos con inteligencias extraterrestres desde el alba de los tiempos. La rueda dentro de otra rueda de Ezequiel, los pilotos espaciales mayas, el armamento cósmico de la India védica. Los visitantes poseían una tecnología espiritual mucho más avanzada que los crudos mecanismos ideados por la ciencia terráquea. Era hora de que se manifestaran e intervinieran en la vida de los hombres.

Así fue como empezó a enviar su invitación. Dos horas cada noche. Dos horas dedicadas a expiar su culpa por lo de Lizzie, por los bombardeos, por toda la aflicción que suponía la vida sobre la Tierra. Mientras escudriñaba los cielos, vio muchas cosas: lluvias de meteoros, luces brillantes que se desplazaban en formación sobre las montañas Tehachapi. En ocasiones volaban sobre él reactores militares que rasgaban el cielo con sus rastros de vapor.

Una calurosa noche, estaba sentado a la intemperie, dormitando después de tomar su cena habitual a base de salchichas y judías enlatadas. A lo lejos aulló un coyote y el sonido penetró hasta su sueño. Abrió los ojos y se estiró, planteándose bajar al búnker a buscar un cigarrillo. Fue entonces cuando lo vio: un punto de luz brillante que colgaba a poca altura sobre el horizonte. El cielo estaba brumoso, cargado con todo el polvo que habían removido un par de días de vientos fuertes, y tardó un poco en estar seguro de lo que estaba viendo. Mientras lo contemplaba, con la boca abierta, el objeto se fue haciendo más grande y acercándose a una velocidad increíble. No se escuchaba ningún rugir de motores, ni ningún otro sonido. A medida que se aproximaba, pudo ver que tenía forma de disco y que no tenía nada distintivo, a excepción de un anillo de luces iridiscentes que rodeaba el borde, como piedras preciosas u ojos felinos. Sintió una descarga eléctrica que le provocó un cosquilleo que le recorrió el cuerpo, y el vello de sus brazos desnudos se le puso de punta. El gigantesco óvalo se cernía sobre él, suspendido sobre las rocas como si estuviera vigilando el suelo. Entonces inició el descenso, majestuoso e imperial, y aterrizó frente a él sin levantar ni un minúsculo remolino de arena de la superficie del desierto. Aquello era, pensó, lo más hermoso que había visto nunca.

Una vez en tierra, la nave comenzó a palpitar —no se le ocurría otra forma de describirlo—, envuelta en un resplandor verde pálido, que se iba tiñendo de morado y de rosa, una pulsión suave como los latidos del corazón. No pudo evitar un jadeo cuando se abrió una puerta en la cubierta y como si fuera el zarcillo de una planta tropical una rampa comenzó a desplegarse. En el umbral había dos figuras con forma humana, una era un hombre, y la otra una voluptuosa mujer. Los rubios cabellos de ambos flotaban en algún tipo de brisa etérea, aunque aquella noche el aire estaba quieto y tranquilo. Tenían la piel tan pálida que parecían traslúcidos y cada uno de aquellos nobles rostros lucía un par de extraordinarios ojos grises, animados con una inteligencia y una compasión profundas. Ambos iban vestidos con sencillas túnicas blancas, recogidas en la cintura con brillantes cadenas metálicas. Le sonrieron y se sintió bañado en una sensación de benevolencia que lo abarcaba todo. Ven, dijo una voz, no en alto, sino en silencio, en las profundidades de su mente. Era rica y vibrante. Y resonaba en su interior como una oración. Ven dentro. Queremos enseñarte algo. Por fin, pensó. Con una sonrisa en los labios, avanzó hacia la luz.

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2008

 

Oh, nena preciosa, oh, lo que tú quieras, bajé al cruce de caminos y mi gato negro de la mala suerte y bla bla bla. A Nicky le parecía que el rollo ese de la América profunda se estaba pasando ya de castaño oscuro. Observó a los chavales tirados sobre los grandes sofás de cuero del estudio. A Lol con su gorra de camionero. A Jimmy intentando hacer un slide con su nueva y reluciente guitarra National y emitiendo sonidos ásperos con la garganta como si fuera un viejo cantante de blues en lugar del hijo flacucho y enganchado al caballo de un electricista de Essex. Vaya panda de gilipollas, les dijo. Uh huh unh unh, hizo Jimmy. Ned estaba hablando por teléfono con su contable. Ninguno levantó la cabeza. A tomar por culo, pensó. A tomar por culo todo esto y a tomar por culo ellos.

Fuera, en el aparcamiento, el sol del aburrido cielo azul de Los Ángeles pegaba con fuerza. Nicky se fumó un pitillo mientras contemplaba a los mexicanos que paraban en la esquina, los mismos de todos los días. El ingeniero les había contado que iban allí a esperar a que pasara alguien con un camión y les diera trabajo para el día. Arreglando un jardín. Cargando material en una obra. Menuda vida. Piénsalo, le había dicho a Lol. Si los dados hubieran caído de otro lado nos podría haber tocado a uno de nosotros, ¿sabes lo que quiero decir? A mí no, había contestado Lol. Soy demasiado alto para ser mexicano.

¿Qué había ocurrido? Hacía sólo tres años los cuatro andaban dando vueltas por Candem, colándose en las actuaciones y metiéndose un speed de mierda en los servicios del Good Mixer. Sin la más mínima preocupación.

Y ahora estaban como estaban.

Sí, claro, la mayoría de la gente habría vendido a sus abuelas por formar parte de un grupo de música como el suyo. Si consigues que te den el empujón definitivo, te hartas de vender discos, sales en la tele y tal y luego te pones a lamentarte porque las cosas no son lo que suponías, lo normal es que la gente piense que estás como una regadera. Estás viviendo un sueño, ¿no? Pues cállate. Nicky había aprendido rápido a no hablar de ciertas cosas. A sonreír y a soltarles el rollo a los periodistas. No les digas que te pasas las noches despierto preguntándote por qué no eres más feliz. Klonopin, Ambien, Percocet, Xanax. Quién era él para acusar a Jimmy de nada. Su cuarto de baño parecía una farmacia.

Estaba apoyado en el coche de Noah, un precioso modelo antiguo de Mercedes descapotable con la carrocería pintada con espirales hippies multicolores. Era fácil adivinar dónde estaba el estudio sólo mirando los coches. Todos los edificios del bloque tenían la misma pinta: enormes búnkers de color gris con puertas metálicas. Pero sólo uno tenía semejante colección de vehículos en la puerta. Ahí estaba el Camaro naranja que había alquilado nada más llegar, cuando aún estaba emocionado con el rollo de Estados Unidos; el Porsche de Jimmy, atravesado entre dos plazas, con el pedazo de arañazo que le había hecho contra un pilar de un garaje. Jimmy conducía fatal, incluso cuando no iba puesto. Nicky ni siquiera estaba seguro del todo de que siguiera teniendo carné.

Bueno, ¿y ahora qué? ¿Regresaba dentro y era un buen chico e intentaba escribir canciones con esa panda de gilipollas que antes eran sus colegas? No podía hacerse a la idea, no conseguía encontrar una motivación. Bueno, motivaciones las había a millones, unos dos millones y medio de motivaciones sólo para él, si contaba la pasta que les habían dado de adelanto, antes de meterse con toda esa aritmética retorcida de las compañías de discos y de que todo se desvaneciera. En teoría habían venido a Los Ángeles para hacer un disco con aroma a la Costa Oeste, un trabajo salpicado con el polvo de hadas de las buenas vibraciones de Sunset Strip y Laurel Canyon. Pero en tres meses no habían hecho más que pelearse y comprar cosas y ponerse ciegos en bares llenos de gente con pinta de que acabaran de sacarlos del paquete de regalo, brillantes y caros como un equipo de audio. Una gente que seguro que venía envuelta entre gomaespuma protectora, bolsas de polietileno y precintos de plástico.

Tres putos meses. ¿Quemar América? Estaba siendo más bien al revés, tío. Al principio Jimmy y él habían pensado que todo lo que había que hacer era conducir de acá para allá y absorber la atmósfera y que de pronto les poseerían los Byrds o alguien así y empezarían a hacer buena música. De modo que condujeron de acá para allá. Y escribieron porquerías. Peor aún, porquerías que ni siquiera sonaban a ellos. Habrían estado mucho mejor en Londres, por mucha mierda que les rodeara allí, aunque el camello de Jimmy no parara de rondar, a pesar de Anouk y de los tabloides. En Los Ángeles, Nicky se sentía como un turista. ¿Qué era lo que esperaban de él, que escribiera canciones sobre palmeras? ¿Sobre aspersores de jardín? ¿Sobre Bikram yoga? Le había dicho a Jim que echaba de menos Inglaterra, pero Jimmy no había querido saber nada. Le había recordado las noches de tiempo atrás cuando tocaban en Dalston y se colocaban, y tocaban música de Gram Parsons y se daban la tabarra el uno al otro hablando de música americana de proporciones cósmicas. Estaba empezando a adaptarse al ambiente, le dijo. Aún quería follarse a unas cuantas actrices y acudir a fiestas en casas con paredes de cristal desde las que se vieran las luces del valle. Nicky no quería nada más que un kebab.

A veces se emborrachaba y acababa en la cama con alguien. No era que estuviera orgulloso, pero al fin y al cabo la culpa era toda de Anouk. Si ella estuviera allí no lo haría. Le había dicho que viniera, pero a ella le había salido un trabajo en Moscú. Luego otra cosa, un anuncio de televisión en la isla de Phuket. Y la semana de la moda en París. Siempre era la puta semana de la moda.

Deja de lloriquear, le había dicho ella. No soportaba que lloriquease.

Nicky tenía una regla: nunca había que ponerse sentimental con las pibas. Al fin y al cabo, constituían la mitad de la humanidad. Pero Anouk era diferente. Su pose no le impresionaba. A su manera, lánguida y burlona, le había calado hasta el fondo. Odiaba tener que colgarle el teléfono pero había que seguir las reglas hasta el final. No había que dejarles nunca el control.

Después de la conversación de la semana de la moda, había hecho lo que le daba por hacer últimamente siempre que tenía un problema: se había lanzado al minibar. Primero los vodkas, luego las ginebras, los whiskies y después, lo que quedara. Estuvo viendo unos programas malísimos de televisión y navegó un rato por YouTube. Sentía cómo iba cayendo en una espiral que le llevaba a algún lugar oscuro. La voz de Anouk sonaba tan indiferente. ¿Con quién estaría en París? La mayor parte de los tíos que estaban metidos en la moda eran gais, una bendición a la hora de salir con una modelo, pero había un buen puñado de heteros husmeando entre ellos. Los fotógrafos, para empezar. Unos cabrones libidinosos todos. Y esos viejales de cincuenta y tantos que sólo se veían en las fiestas de moda, con sus bronceados de color naranja, persiguiendo adolescentes. La verdad, era una industria asquerosa.

No fue una buena noche. Y no se sintió muy orgulloso a la mañana siguiente. Terry le echó la charla, le dijo que los del hotel estaban enfadados y le preguntó si se daba cuenta de lo que había costado que no llamaran a la policía. Nicky le dijo que era culpa suya por meterle en esa mierda de habitación. Le tendrían que haber dado una con un balcón más grande. Recordaba la expresión del rostro de Terry. Un par de días después hizo las paces con Anouk, pero era obvio que se las iba a tener que apañar sin ella una temporada. Le envió flores, le escribió unas estrofas, pensó en mandarle las estrofas, las rompió.

Los Ángeles era una pesadilla. El ambiente era más que estirado. Te miraban mal por todo. Perdone, señor, pero ésta es una zona de no fumadores. Perdone, señor, pero no les permitimos a los ingleses que hablen demasiado alto ni que se echen unas risas con sus colegas en nuestro restaurantito cursi y pintado de blanco. Le apetecía dar un paseo hasta la tienda de la esquina. Quería coger un autobús. ¿Aparcacoches? ¿Estaban de coña o qué? ¿Cómo esperaban que volvieras a casa cuando estuvieras borracho en una ciudad en la que no había ni un taxi? Ni siquiera entendían su acento. Un sándwich de atún, por favor. ¿Achán? Lo siento, señor, ¿qué es el achán? Un día intentó que le sirvieran un vaso de agua. Agua, dijo. Agua. Lo que sale del grifo. La camarera empezó a sulfurarse. No le entiendo, siseó entre dientes, ¿qué es lo que me pide? Tuvo que intervenir Noah. Agua, dijo. A-hua. Estuvieron un rato repitiéndolo todos los que estaban sentados en la mesa. A-hua, no A-gua.

Marcó el número de Anouk.

—Déjalo todo. Le digo a Terry que te busque un hueco en el primer avión y ya está.

—No puedo. No puedo dejarlo «todo» sin más.

—Te necesito, niña. Hablo en serio. No te estoy comiendo el coco.

—Tengo trabajo.

—Coño, Nookie, no trabajas en una oficina. Rechaza algo por una vez, anda.

—Nicky, fuiste tú el que decidió marcharse fuera. Tú me has dejado a mí, no yo a ti. Es lo que tú has escogido.

—Yo no te he dejado.

—Podías haber elegido un estudio que estuviera en cualquier otro sitio. No es más que una habitación llena de estúpidas cajas negras. Ni siquiera tienen ventanas. ¿Qué más da dónde esté?

—No entiendes de lo que hablas.

—No, claro que no. Porque soy idiota. Sólo soy una idiota a la que te gusta follarte y pasear del brazo para que te hagan fotos.

—Eso no es lo que quería decir.

—Eres un puto egoísta, ¿sabes? Un crío mimado.

—¿Ah, sí, soy un crío? ¿Y quién es el hombre, Nookie? ¿Quién es el verdadero hombre de tu vida?

—¿Qué?

—Te conozco. Estás con alguien. ¿Quién es? Dime la verdad, Anouk.

—No seas ridículo. No pienso seguir hablando contigo si te pones así.

Click.

Se quedó pensando en Anouk, plantado en mitad del aparcamiento, intentando decidir si el malestar que sentía en la barriga significaba que estaba enamorado de ella. Se dedicaba a escribir canciones de amor, o lo que en teoría eran canciones de amor. Pero ¿qué sentía realmente por ella? Lo que le ocurría era que cuando quería algo, no soportaba no poder tenerlo, eso era todo. Intentó encontrar alguna razón para regresar al estudio. Una camioneta descubierta se detuvo en la esquina de los mexicanos. El conductor hizo un gesto y unos cuantos de ellos subieron a la parte trasera. Nicky se preguntó qué pasaría si se subía él también. Adónde iría. Qué tipo de vida llevaría.

A lo mejor si conducía un rato. Se inclinó sobre el coche de Noah y pulsó el cierre de la guantera. No estaba cerrada. La abrió. Las llaves no estaban dentro pero había una bolsa de plástico llena de disquitos marrones que parecían monedas arrugadas. Sabía lo que eran aunque nunca los había probado. Uno de los trucos favoritos de Noah consistía en penetrar en la grieta que separaba los dos mundos y decirte cuál era tu animal tótem. Detrás de la bolsa de drogas había algo más, envuelto en una tela. Metió la mano y lo sacó. Un revólver. Un arma grande y compacta, chapada en oro, con las palabras INDUSTRIA MILITAR ISRAELÍ grabadas en un costado. Un regalo de navidad ideal para un dictador militar africano.

Nicky había tardado un tiempo en darse cuenta de que Noah era un psicópata. Era más famoso que ellos, al menos allí, en Estados Unidos. Estaba cerca de los treinta, así que también era un poco mayor, y hacía discos de freak-folk que vendía a montones entre los chavales con rollo alternativo deseosos de saborear un poquito de libertad (contemplar la luz que se filtra entre las secuoyas, o bañarse en un jacuzzi bajo las estrellas). Todas esas cosas con las que los londinenses como Nicky fantaseaban en sus bajos húmedos. Noah había sabido canalizar esos anhelos con una voz entrecortada y unas cuerdas de guitarra chirriantes, había metido un sonido de grillos de fondo y luego lo había enjuagado todo con unos extraños zumbidos electrónicos que recordaban al sitar y daban la sensación de que sus canciones estaban siendo transmitidas desde Marte. Habían pensado que podía ser el productor ideal para su disco.

La primera vez que se vieron fue en su casa de las colinas. Era tal y como Nicky se la imaginaba: una especie de cabaña de lujo momificada con telas étnicas y llena de chicas con aspecto de pieles rojas de diseño que holgazaneaban de acá para allá adornadas con abalorios y diademas, fumando marihuana. Noah había tomado algo que le hacía tropezarse al hablar y hacer gestos irritados y convulsivos. Los británicos no tenéis ni puta idea, les decía. Los británicos os pensáis que estamos, yo qué sé, en el siglo XIX, y aún sois los amos. A Nicky todo aquello le traía al fresco. Al fin y al cabo, para eso era para lo que le habían contratado, para que los americanizara. Pero Ned se puso nervioso y empezó a discutir. Nicky le dio con el codo y le dijo que ni se molestara; que Noah ni siquiera le estaba escuchando. Con una mano se sujetaba el pareo que llevaba a la cintura y con la otra sostenía un porro que apuntaba en dirección al grupo mientras les echaba un discurso incomprensible sobre el destino y la frontera y Jim Morrison. ¿Queréis ver una cosa?, les dijo de pronto. ¿Queréis ver de verdad, tíos? Les llevó hasta el cuarto de baño y con la misma actitud que si estuviera presentando un espectáculo empezó a abrir candados y pestillos y a encender luces. Las paredes estaban revestidas de armarios llenos de armas. Tenía pistolas, fusiles, escopetas y armas antiguas con disparador de pedernal como las de las películas de piratas. Había hasta un AK-47 cromado que le había comprado a un tío de las fuerzas especiales en un bar.

Salieron a disparar al porche trasero. Noah puso a sus indias a alinear botellas sobre un banco de madera, como si fueran azafatas de un concurso de la tele. ¿No lo entendéis?, gritaba. «¡Vivir en libertad, joder, vivir en libertad!» Nicky no acababa de comprender qué tenía que ver vivir en libertad con hacer saltar por los aires Coronitas vacías, pero era muy divertido. Hasta que apareció la policía, unas luces azules y rojas lanzando destellos en la calle. Earl tuvo que salir a solucionarlo. Earl era el Terry de Noah.

Después de aquella noche Jimmy y Nicky decidieron que les molaba Noah. Lol también. Lol siempre estaba de acuerdo con lo que Jimmy y Nicky hacían. A Ned no le gustaba, pero bueno, si a Jimmy no le conocieran desde el colegio y Ned no hubiera sido el único batería de todo Billericay, aún estaría trabajando en Phones4U, así que su opinión no contaba. Noah se convirtió en su guía, en su gurú. Fueron a comprar ropa e instrumentos a los sitios que él les recomendó. Fumaban marihuana en pipa de agua todas las mañanas porque les dijo que necesitaban relajarse. Jimmy probó incluso con la meditación. En el estudio se pasaban el tiempo enredando con los cuencos tibetanos y los palos de lluvia y las harpas judías, entonando cánticos en habitaciones en penumbra, o sentados en el suelo escribiendo pamplinas en trocitos de papel y recortándolos para hacer asociaciones de palabras. Burroughs lo hacía, les dijo Noah. Era un pionero de la conciencia. «¿Quién es Burroughs?», susurró Lol, derramando pegamento en la alfombra, «¿un subnormal de algún programa infantil?».

Noah era impresionante, pero no era lo que necesitaba el grupo. Nicky pensaba que la música pop tenía que ser instintiva, que componer consistía en agachar la cabeza, emitir un sonido, y pegarle una letra a lo que saliera. Y ahora andaban consultando el I-Ching para encontrar algo que rime con «nena». Todo lo que surgía sonaba pretencioso. Se había vuelto incapaz de tocar una melodía sin analizar lo que estaba haciendo. Y a Jimmy le pasaba lo mismo. Estuvieran en la situación en la que estuvieran, los dos habían sido siempre capaces de escribir canciones juntos sin problemas. Ahora, como no tenían canciones, habían empezado a discutir. Se habían dicho cosas que no debían. Nicky se había marchado de la casa en la que estaba alojado el grupo y se había mudado a uno de los hoteles de Sunset. Él trabajaba en su habitación y Jimmy en el estudio. Durante un tiempo se habían comunicado sólo por fax, pero ninguno tenía ganas de escribir ni una estrofa así que tuvieron que rendirse y empezar a hablarse otra vez.

Si por lo menos Anouk estuviera allí.

Un día a Nicky se le ocurrió una estrofa:

 

Oh, duérmete ya

eres demasiado

cuando estás despierta

 

Le pareció que podía ser el principio de algo. Noah estaba agachado delante de una grabadora en una esquina de la sala de ensayo, mascándose la barba. Cuando Nicky le preguntó qué pensaba sólo hizo hmm.

—¿Qué quieres decir con hmm?

—Nada. Es sólo que... Bueno, no sé, que le falta gancho.

Nicky siempre había intentado fingir que llevaba bien las críticas. La estrofa hacía referencia a una ocasión en la que Anouk y él habían pasado dos días sin dormir, tomando speed y alimentándose gracias al servicio de habitaciones de un hotel de Berlín. Nookie estaba tan acelerada que le había tenido que pedir a Terry que les llevara Valium. A pesar de que sonaba raro, para él era un recuerdo feliz.

Se hizo un silencio incómodo.

—Vale —dijo Noah al final—, te voy a enseñar lo que quiero decir. Creo que necesita ser más, um, sorprendente.

Se acercó al micrófono y cantó:

 

Duérmete ya

ranita

eres demasiado

cuando nos tocamos

 

—No es una ranita. Yo no me la imagino como una rana.

—Vale, tío. Da igual. Que sea, yo qué sé, una ardilla.

—O una sanguijuela —dijo Lol con mala leche.

Nicky se había largado de allí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Se mantuvo lejos del estudio un par de días, bebiendo en compañía de unos chavales que tenían un taller dedicado a tunear coches en Venice. Estaba convencido de que le había pillado el truco a Noah. El pavo era un aristócrata hippy de tercera generación. Sus abuelos regentaban un centro curativo hindú en el norte de California, algo parecido al sitio en el que habían estado los Beatles. Su padre había sido un cantautor que había muerto de sobredosis después de sacar un solo álbum. Según Noah, vivía en una especie de bóveda en mitad del desierto, improvisando sesiones de música con su banda y buscando ovnis. Una vez les puso el disco, que tenía un dibujo de una pirámide en la cubierta y se titulaba El guía habla. Era una porquería. Todo aquello que a Nicky le había parecido tan extraordinario en Noah era simplemente heredado. Su viejo le había proporcionado a Nicky una formación sólida sobre el Spurs Fútbol Club, y sobre aislamiento de muros. Si hubiera crecido practicando caligrafía zen, dando paseos a caballo y escuchando música de Leonard Cohen, las cosas seguramente habrían sido distintas.

Tenía que haberle dado carpetazo a todo la noche del jacuzzi, haberse subido a un avión y largarse de allí. Estaban en casa de Noah y a pesar de los pesares Nicky se sentía a gusto. Estaba con una chiquita que se llamaba Willow y estaban metidos los dos en el jacuzzi, rodeados de burbujas, y por fin iba consiguiendo sacarse a Anouk de la cabeza cuando Noah apareció de repente, en pelota picada y empuñando una pistola. Willow hizo un ruidito con la garganta, gateó fuera de la bañera y salió corriendo a buscar su ropa.

—Mira lo que has conseguido.

—Que le den, tío. Tú y yo tenemos que hablar.

Noah bajó la pistola. La tenía sujeta con dos manos como si estuviera en un polígono de tiro.

—Es curioso cómo hace que se te centre la mente. ¿Tú también lo sientes, verdad? ¿Una especie de picor en la frente? Piensa: ¿qué sentirías si me disparasen? Toda la papilla saliéndoseme a chorros. Todo el cerebro.

—No quiero ponerme chulo, colega, pero si no sueltas esa cosa voy a hacer que te tragues los dientes.

—Yo tampoco quiero ponerme chulo, colega. Hablo en serio. ¿Ves qué seria tengo la cara? No estoy nada contento, amiguito. Creo que tú y tu banda estáis malgastando mi tiempo. Que estáis malgastando mi puta vida. ¿De verdad queréis hacer un disco o sólo pretendéis fumar hierba y tiraros tías en mi jacuzzi?

—Se te ha ido la olla.

—Hora de responder, Nicky. El reloj no se detiene. Me da la impresión de que no tienes ideas. De que no tienes ni gota de creatividad.

Willow debía de haber avisado a los otros porque en aquel momento Earl apareció corriendo y tiró al suelo a Noah, que no paraba de gritar, furioso, que estaba lleno de vibrante energía cósmica y que Nicky se la estaba absorbiendo. Al final Earl consiguió quitarle la pistola y le convenció para que entrara en la casa a tumbarse un rato. Terry se ofreció a llevar a Nicky a casa, pero él no quería hablar con nadie. Regresó en su propio coche, tan aterrorizado y tan ciego que apenas era capaz de ver la línea central de la carretera.

Llamó a Anouk. Saltó directamente el buzón de voz.

Después de aquello, tenía que haber puesto el punto final y haber regresado a Dalston, y ahora estaría tan feliz con un kebab en la mano, un paquete de Marlboro Lights y seis cervezas Stella por un billete de cinco libras, y Los Ángeles ya no sería más que un mal sueño que se iría difuminando en el espejo retrovisor. Pero los muy cabrones no pensaban dejarle marchar tan fácilmente. Al día siguiente Terry y Earl, la compañía de discos, la oficina de Londres y un promotor de conciertos de Nueva York que no habría tenido por qué saber nada de la situación le llamaron para calmarle. Luego llegó un mensajero con una gran caja de cartón. En teoría venía de parte de Noah, aunque en realidad la había mandado Earl. Dentro había un sombrero vaquero envuelto en papel de seda y una nota que decía que Neil Young lo llevaba puesto cuando grabó The Needle and the Damage Done y Nicky debería quedárselo puesto que era el auténtico heredero de su espíritu y bla bla bla. A Nicky no le gustaba que le hicieran la pelota. En doce horas de avión podía estar tomándose una pinta en el George, en Commercial Road, con la lluvia cayendo a cántaros en la calle y un gilipollas calentándole la oreja con que Ronaldo no valía lo que habían pagado por él. La felicidad absoluta.

Le dijo a Terry que estaba harto y Terry hizo algo que hacía muy raramente: sentarle y decirle que no. Nicky le recordó que su trabajo no era decir que no, sino decir que sí. Terry le dijo que lo sabía, pero que a veces Nicky pensaba que quería algo que no era lo que de verdad quería. La discográfica esperaba un disco y si no conseguían uno en Los Ángeles considerarían que el grupo había roto el contrato. Que les den, dijo Nicky. Rompe el contrato. Nos iremos a otra discográfica. Terry suspiró. Las cosas no funcionaban así. Habían tirado un montón de dinero a la alcantarilla. Le dijo a Nicky que se imaginara a unos hombres sentados en pequeños cubículos y haciendo sumas. Hombres vestidos con traje. Nicky se los imaginó. No veía adónde quería llegar Terry. Terry se lo explicó de otra manera. Si no hacían el disco, la discográfica se quedaría con todo su dinero. Se quedarían en la ruina. Nicky le preguntó si tenía elección. La verdad es que no, dijo Terry. Una de las cosas que más odiaba Nicky en la vida era no tener elección.

Nicky acabó el cigarro y lo arrojó sobre el cemento caliente del aparcamiento del estudio. Hacer el disco o irse a la ruina. O robar el arma y las drogas de Noah, dejar la ciudad y rezar porque cuando los otros le encontraran ya estuviera todo arreglado. Siempre había elección si sabías dónde buscar. Se subió al coche.

Conducir era casi lo único que resultaba natural en Estados Unidos. Era algo tradicional. Algo patriótico. Cuando acelerabas te daba la impresión de que oías al público aclamándote. El Camaro gastaba algo así como cincuenta litros cada cien metros y sonaba como una invasión de tanques. Estaba fabricado en los setenta, y era una bola de fuego y destrucción ecológica naranja, pero aunque le condenara a pasar una vejez globalmente recalentada remando en una balsa o recorriendo las ruinas de las calles pijas de Billericay comiend

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