Sartoris

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Segunda parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Tercera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Cuarta parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Quinta parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Notas

Sobre el autor

Créditos

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A SHERWOOD ANDERSON

 

Mi primera obra se publicó gracias
a su amabilidad, y le dedico este libro
con la esperanza de que no le dé
motivos para lamentarlo.

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PRIMERA PARTE

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1.

 

 

 

 

Como de costumbre, el viejo Falls había conseguido que John Sartoris estuviera con él en la habitación; una vez más había hecho cinco kilómetros a pie desde el asilo del condado, trayendo consigo, como una fragancia, como el olor a limpio de su mono desteñido, cubierto de polvo, el espíritu del muerto; y en la oficina de su hijo, los dos, el pobre de solemnidad y el banquero, conversaron de nuevo durante media hora, en compañía de aquel que había pasado del otro lado de la muerte y regresado después.

Liberada del tiempo y de la carne, la presencia de John Sartoris resultaba mucho más real que la de los dos ancianos que permanecían sentados, tratando, por turno, de penetrar a gritos la sordera del otro, mientras en la habitación contigua los asuntos del banco seguían su marcha y los clientes de las tiendas vecinas escuchaban el confuso alboroto de voces que les llegaba a través de las paredes. John Sartoris resultaba mucho más palpable que aquellos dos ancianos, unidos por su sordera común a una época ya muerta que se hacía cada vez más tenue con el lento desgaste de los días; aún ahora, cuando el viejo Falls ya se había puesto en camino para recorrer los cinco kilómetros que lo devolverían al asilo que consideraba su hogar, John Sartoris seguía presente en el cuarto, por encima y alrededor de su hijo, con su rostro barbado y su perfil de halcón, de manera que, mientras el viejo Bayard seguía sentado, con la pipa en la mano, apoyando los pies cruzados contra el ángulo de la chimenea apagada, le parecía oír la respiración de su padre, como si su progenitor fuera mucho más palpable que un simple trozo de barro transitoriamente dotado de movimiento, y capaz incluso de penetrar el infranqueable reducto de silencio en que vivía su hijo.

La cazoleta de la pipa estaba profusamente esculpida y chamuscada por el mucho uso y, en la boquilla, se notaban las huellas de los dientes de su padre, que había dejado allí la imagen indeleble de sus huesos, como en piedra perdurable, a semejanza de esas criaturas prehistóricas concebidas y llevadas a cabo de manera demasiado grandiosa tanto para mantenerse vivas mucho tiempo como para desaparecer por completo, una vez muertas, de esta tierra moldeada y acondicionada para criaturas mucho más insignificantes.

—¿Por qué me la das ahora, después de tanto tiempo? —le había preguntado Bayard al viejo Falls, con la pipa en la mano.

—Bueno; creo que al Coronel no le gustaría que siguiera guardándola —contestó el otro—. Un asilo no es sitio para tener cosas suyas. Y yo voy a cumplir los noventa y cuatro.

Más tarde, el viejo Falls recogió sus paquetes y se marchó, pero Bayard siguió sentado durante algún tiempo, con la pipa en la mano, frotando despacio la cazoleta con el pulgar. Al cabo de un rato, también John Sartoris se ausentó, o más bien se retiró a ese lugar donde los muertos contemplan en paz sus idealizadas frustraciones, y el viejo Bayard, poniéndose en pie, se metió la pipa en el bolsillo y tomó un cigarro de la caja colocada sobre la repisa de la chimenea. Mientras encendía el fósforo, se abrió la puerta al otro lado de la habitación y un hombre que llevaba una visera verde entró y se acercó a él.

—Simon está aquí, Coronel —dijo con voz neutra.

—¿Qué? —dijo Bayard, mirándolo por encima de la cerilla.

—Ha llegado Simon.

—Ah. De acuerdo.

El otro se dio la vuelta y salió. Bayard tiró la cerilla al hogar de la chimenea, se guardó el cigarro en el bolsillo del pecho, cerró el escritorio, recogió el sombrero negro de fieltro que estaba encima y abandonó la habitación por la misma puerta que su subordinado. El hombre de la visera y el cajero estaban atareados al otro lado de la ventanilla. El viejo Bayard cruzó el vestíbulo, atravesó la puerta con la persiana verde echada y salió a la calle, donde Simon, con un sobretodo de lino y una chistera antiquísima, mantenía a los caballos, relucientes en la tarde primaveral, pegados a la acera. Había allí un poste para atarlos, que Bayard conservaba con testaruda desconsideración hacia el progreso industrial; pero Simon no lo usaba nunca. Hasta que se abría la puerta y Bayard surgía de detrás de las persianas echadas, con la inscripción «El Banco Está Cerrado» en letras de oro resquebrajadas, Simon permanecía con las riendas en la mano izquierda, la correa del látigo sujeta en el sitio exacto con la derecha y, de ordinario, la misma e invariable —y al parecer incombustible— colilla de puro en ángulo jactancioso contra su rostro oscuro, hablando a la reluciente pareja de caballos en un flujo sin altibajos, de amante a amante. Simon mimaba a los caballos. El viejo cochero admiraba a los Sartoris y sentía por ellos una ternura cálida y protectora, pero los caballos eran su debilidad: entre sus manos hasta la bestia más desmedrada florecía, se llenaba de donaire como una mujer acariciada, y de temperamento como una diva de ópera.

Bayard cerró la puerta a sus espaldas y cruzó la acera hasta el coche con la rígida tiesura característica que, como uno de sus conciudadanos hizo notar en cierta ocasión, si el anciano diese un traspié alguna vez, se tropezaría consigo mismo antes de caer al suelo. Uno o dos viandantes y algún que otro tendero desde la puerta de su establecimiento le saludaron con lo que podría calificarse de barroco servilismo.

Tampoco entonces abandonó Simon el pescante. Con la fina sensibilidad de su raza para todo lo que tuviera posibilidades teatrales, se irguió para arreglarse los desvaídos pliegues del sobretodo, comunicando la carga histriónica del momento a los caballos, que procedieron a llenar de estremecimientos sus pieles lustrosas y a agitar sus cabezas enjaezadas; y en el acartonado rostro negro de Simon apareció una indescriptible expresión majestuosa mientras rozaba el ala de su sombrero con la mano que empuñaba el látigo. Bayard se subió al coche, Simon chasqueó la lengua, y los espectadores, detenidos para admirar el drama efímero de la partida, quedaron atrás.

Sin embargo, había algo diferente en el porte de Simon aquel día; algo que se reflejaba en la forma de su espalda y en la inclinación del sombrero: se diría que estaba reventando por decir algo de mucha importancia. Pero consiguió dominarse por el momento y con paso brioso y contenido condujo entre los desvencijados carros que circulaban por la plaza y torció para adentrarse en la amplia calle donde las personas que Bayard calificaba de pobretones iban y venían en sus automóviles. Cuando la ciudad quedó tras ellos y trotaban ya atravesando campos florecientes, todavía atestados de consumidores de gasolina (aunque allí la distancia entre unos y otros fuera mayor que en la ciudad), Simon siguió sin hablar. Pero en cuanto su amo se dejó dominar por la pacífica somnolencia que el rítmico paso de los caballos y la familiar monotonía del paisaje le producían siempre, Simon redujo la marcha y volvió la cabeza.

Aunque la voz de Simon no era en especial recia ni sonora, conseguía hablar con Bayard sin dificultad. Otros tenían que gritar para horadar el muro de sordera que rodeaba la vida del anciano; Simon, en cambio, podía mantener y de hecho, sobre todo cuando iban en el coche, cuya vibración mejoraba un tanto la capacidad auditiva de Bayard, mantenía con él largas conversaciones llenas de digresiones sin salirse de un monótono sonsonete bastante agudo.

—El señorito Bayard ha vuelto —hizo notar Simon como de pasada.

Bayard regresó de sus somnolientas abstracciones y permaneció en perfecta y furiosa inmovilidad, mientras los latidos de su corazón se debilitaban y se hacían demasiado rápidos, maldiciendo a su nieto durante un larguísimo instante; tan inmóvil, que su criado al mirar para atrás lo encontró contemplando, tranquilo, el horizonte. Simon alzó un poco la voz.

—Se bajó del tren de las dos —continuó—. Por el lado que no da al andén y desapareció corriendo entre los árboles. Lo vio uno de los empleados. Pero todavía no había llegado a casa cuando yo salí. Se me ocurrió que quizá estuviera con usted.

El polvo se arremolinaba bajo los cascos de los caballos para convertirse detrás en una nube perezosa. Contra los setos que se espesaban, las sombras corrían subiendo y bajando, entre radios centelleantes y el paso altivo de los caballos, con toda la futilidad de un movimiento sin progreso.

—Ni siquiera se bajó en el apeadero —continuó Simon, con una especie de irritada exasperación—. El apeadero que construyó su propia familia. ¡Saltar del tren por el otro lado de la vía como un vagabundo! Tampoco iba vestido de uniforme.

Su tono era ya de franca desaprobación.

—Llevaba un simple traje, como un viajante de comercio o cualquier cosa parecida. Y cuando me acuerdo de aquellas botas tan brillantes y los pantalones de color amarillo claro y de la guerrera con que vino a casa el año pasado...

Simon se dio la vuelta otra vez y miró con fijeza al anciano.

—Coronel, ¿cree usted que esos extranjeros le habrán hecho algo?

—¿Qué quieres decir? —quiso saber Bayard—. ¿Ha vuelto cojo?

—No, me refiero a colarse de rondón en su propio pueblo. Colarse de rondón en el pueblo que construyó su abuelo, usando el ferrocarril de su familia como cualquier desconocido. Esos malditos extranjeros le han hecho algo o han conseguido que le persiga la policía. Ya le dije yo, cuando se fue la primera vez a esa guerra, que ni a él ni al señor Johnny se les había perdido nada...

—No vayas tan despacio —dijo Bayard con sequedad—. Sigue adelante, negro maldito.

Simon chasqueó la lengua e hizo que los caballos aligeraran el paso. La carretera se prolongaba entre los setos que seguían ofreciéndoles las terribles cabriolas sin sentido de sus propias sombras. Más allá de los árboles de goma, de las encinas y de los viñedos que bordeaban la carretera, se extendían campos recién abiertos o a punto de serlo hacia zonas de bosque de hoja caduca con brotes nuevos, esmaltados de cerezos silvestres y algarrobos locos. Tras los laboriosos arados, viscosos terrones brillaban, húmedos, al sol.

Eran aquéllas tierras altas, que se elevaban en suaves pendientes sucesivas hasta el azul inmaculado de las colinas; pero pronto la carretera empezó a descender en picado hacia un valle de amplios campos de buena tierra, somnolientos bajo el calor igualador de las primeras horas de la tarde. Enseguida empezaron a cruzar las propiedades del mismo Bayard y, de cuando en cuando, algún negro levantaba la mano del arado para saludar. Luego, la carretera se acercó a la vía del ferrocarril y la cruzó, hasta que, por fin, la casa que John Sartoris había construido apareció entre las encinas y los robles. Simon giró para atravesar el portón de hierro y subir por la avenida en curva.

Había un arriate de salvia en el sitio donde una patrulla yanqui se detuviera en un día ya lejano. Simon paró el coche haciendo una última floritura y Bayard se apeó. El cochero chasqueó la lengua para que la pareja se pusiera otra vez en marcha en dirección contraria; luego, colocándose el cigarro en una postura más cómoda, tomó rumbo a la ciudad.

Bayard permaneció por un momento inmóvil delante de la casa, pero su blanca simplicidad sólo le ofrecía un sueño ininterrumpido entre los árboles añosos iluminados por el sol. La glicinia que trepaba por un extremo de la veranda había florecido, marchitándose después, y un débil rastro de pétalos ajados yacía pálidamente entre sus oscuras raíces y las de un rosal que crecía apoyándose en el mismo rodrigón. El rosal, de manera lenta pero inexorable, estaba ahogando a la otra enredadera, cuyos brotes no pasaban ya del tamaño de dedales y daban unas flores tan pequeñas como monedas de plata; abundantísimas, eso sí, pero sin aroma, y que además se deshacían al intentar cortarlas.

La inmovilidad y la serenidad de la casa resultaban, sin embargo, sedantes, por lo que el viejo Bayard subió hasta el porche, vacío y encolumnado, y, después de cruzarlo, entró en el espacioso vestíbulo de altísimo techo, en cuyo centro se detuvo. La casa estaba en silencio, dulcemente huérfana de todo sonido o movimiento.

—¡Bayard!

La escalera, con la barandilla blanca y su alfombra roja, subía en esbelta espiral hasta la penumbra de los pisos altos. Del centro del techo colgaba una lámpara de prismas de cristal y pequeñas pantallas, diseñada en un principio para iluminar con velas, pero conectada más adelante a la red eléctrica; a la derecha de la entrada, junto a unas puertas plegables que daban a una habitación conocida con el nombre de sala de visitas, de la que emanaba una atmósfera de deslucida dignidad muy pocas veces perturbada, se alzaba un espejo tan lleno de oscuridad como un charco inmóvil a la caída de la tarde. Al otro extremo del vestíbulo, la luz del sol, ajedrezada, entraba, oblicua, por la puerta, y en algún lugar más allá de la barrera de la luz, una voz subía y bajaba en tono menor, desgranando una ininterrumpida salmodia que denotaba preocupación. No siempre se podían distinguir las palabras, pero para el viejo Bayard resultaban del todo inaudibles. El anciano alzó la voz de nuevo.

—¡Jenny!

La salmodia cesó, y mientras él se volvía hacia la escalera, una mulata de aventajada estatura apareció en la oblicua mancha de sol más allá de la puerta trasera y entró en el vestíbulo como deslizándose. Llevaba una bata azul descolorida, remangada hasta las rodillas y llena de manchas oscuras de distribución irregular. Por debajo, sus pantorrillas eran rectas y descarnadas como las patas de un pájaro muy alto y sus pies, descalzos, contrastaban como pálidas manchas de café con leche sobre el oscuro suelo encerado.

—¿Llamaba usted a alguien, Coronel? —dijo, alzando la voz.

Bayard se detuvo con la mano en la barandilla de nogal y se volvió hacia el agradable rostro de la mulata.

—¿Ha venido alguien por la tarde? —preguntó.

—No, señor —contestó Elnora—. No hay nadie en la casa, que yo sepa. La señorita Jenny se marchó a la reunión del club de la ciudad.

Bayard permaneció con un pie en el primer escalón, mirándola indignado.

—¿Por qué demonios, negros malditos, siempre tenéis que mentir o no decir nada? —estalló de repente.

—Cielo santo, Coronel, ¿quién podría venir hasta aquí, si no es alguien que manden usted o la señorita Jenny?

Pero él iba ya escaleras arriba, pisando, furioso, los peldaños. La mujer lo siguió con la vista unos instantes y después exclamó:

—¿Necesita a Isom o cualquier otra cosa?

Pero él siguió subiendo sin mirar atrás. Quizá no la había oído, y Elnora se quedó inmóvil viendo cómo se perdía de vista. «Se está haciendo viejo», dijo para sus adentros la mulata con resignación; después dio media vuelta y, deslizándose más que andando, regresó por el fondo del vestíbulo al sitio de donde había venido.

Bayard se detuvo al llegar al primer piso. Las ventanas que daban a poniente estaban cubiertas con persianas, y la luz del sol que se filtraba en pálidas estrías casi disueltas tan sólo contribuía a aumentar la penumbra. En el lado opuesto, la puerta alta que daba a un balcón enrejado muy estrecho ofrecía, hacia el este, el panorama del valle y del semicírculo de colinas que lo protegían. A cada lado de aquella puerta había una ventana estrecha con vidrios emplomados de diferentes colores que, junto con la hermana más joven de John Sartoris, que los trajo desde Carolina el año sesenta y nueve en un cesto lleno de paja, constituían el legado que le hizo a Bayard su madre en el lecho de muerte.

Aquella tía era Virginia Du Pre, que vino a instalarse con ellos recién cumplidos los treinta años, cuando llevaba siete de viudez, después de dos de matrimonio. La señorita Jenny, una mujer esbelta con la misma nariz que todos los Sartoris, aunque más delicada, y con la expresión de indomable y total cansancio que las mujeres del Sur habían aprendido a adoptar, llegó con su guardarropa y un baúl de mimbre lleno de cristales de colores. Fue ella quien contó cómo había muerto Bayard Sartoris antes de la segunda batalla de Manassas. Después volvió a contarlo muchas veces (todavía seguía haciéndolo, ya octogenaria, y de ordinario en las ocasiones más inoportunas) y, a medida que pasaban los años, la historia se iba enriqueciendo, y adquiría el añejo esplendor de un buen vino; hasta que el alarde descabellado de dos muchachos tan temerarios como testarudos, emborrachados de su propia juventud, había llegado a convertirse en un punto culminante —lleno de arrojo y de trágica elegancia—, gracias al cual la historia de la raza había salido de los antiguos pantanos de pereza espiritual, mediante dos ángeles valientes y llenos de encanto que, al caer y perderse, alteraron el curso del acontecer humano, purificando las almas de los hombres.

Aquel Bayard de Carolina había resultado un bocado de difícil digestión hasta para los Sartoris. No tanto por su condición de oveja negra como por ser una molestia tan llena de cualidades positivas como poco previsibles. Tenía unos ojos azules muy alegres y el cabello, que llevaba más bien largo, le caía en rizos leonados sobre las sienes. Su rostro atezado lucía la expresión de sincera y denodada simplicidad con que nos imaginamos a Ricardo I antes de partir para las Cruzadas, y en una ocasión, persiguiendo a un zorro, azuzó a sus perros para que atravesaran una rústica capilla en la que se celebraba una ceremonia metodista de renovación espiritual; treinta minutos más tarde (después de capturar el zorro) volvió solo y se metió, junto con su caballo, en la indignada asamblea que se produjo tras su primera invasión. Todo ello sin otro motivo que divertirse: como sus acciones demostraban sin lugar a duda, creía con demasiada firmeza en la Providencia para tener convicciones religiosas. De manera que cuando Fort Sumter se negó a capitular y los cañones sudistas iniciaron el bombardeo que supuso el comienzo de la guerra de Secesión, los Sartoris no lo lamentaron demasiado, al menos en privado, porque significaba darle una ocupación a Bayard.

En Virginia, como ayudante de campo de Jeb Stuart[1], a Bayard no le faltó quehacer. Habría que decir más bien como el ayudante de campo, porque los otros subalternos de Stuart eran soldados empeñados en ganar una guerra y necesitados de descabezar un sueño de cuando en cuando: Bayard Sartoris era el único dispuesto, e incluso deseoso, de retrasar sueño y seguridad hasta el momento en que la monotonía reinara otra vez en el mundo. Porque mientras tanto estaba de fiesta y no aceptaba restricciones de ninguna clase.

La guerra fue también un regalo celestial para Jeb Stuart, y poco después, recortados contra la turbia y sangrienta mediocridad de las campañas en el norte de Virginia, él a los treinta años y Bayard Sartoris a los veintitrés, se destacaron por poco tiempo como dos estrellas fulgurantes, engalanadas con el laurel de la Fama y el mirto y las rosas de la Muerte, imprevisibles y repentinos como meteoros en el agitado cielo militar del general Pope, arrojando sobre él, como un manto no solicitado, la notoriedad que su talento de soldado nunca le hubiera conseguido. Y siempre por pura diversión: ni Jeb Stuart ni Bayard Sartoris, como sus acciones demostraron con claridad, tenían convicciones políticas de ninguna clase.

La tía Jenny contó la historia por primera vez poco después de su llegada. Estaban en Navidades, reunidos ante un fuego de buena madera en la biblioteca reconstruida: la tía Jenny, de rostro triste y expresión decidida, John Sartoris, barbado y con perfil de halcón, sus tres hijos y un huésped: el ingeniero escocés que John Sartoris había conocido en México el año cuarenta y cinco y que le estaba ayudando a construir el ferrocarril.

El trabajo se había suspendido con motivo de las fiestas y John Sartoris y el ingeniero regresaron aquel día al atardecer desde el sitio en las colinas del norte hasta donde habían llegado con la vía férrea, y estaban sentados junto al fuego después de cenar. El sol se había puesto entre esplendores escarlatas, helando el aire y dejándolo tan quebradizo como un cristal fino, cuando entró Joby en la habitación con una brazada de leña. Puso otro tronco en el fuego, y en el aire seco las llamas crepitaron y los leños crujieron, despidiendo brasas agonizantes por toda la chimenea.

—¡Navidad! —exclamó Joby con la reposada y sencilla satisfacción propia de su raza, mientras, con el cañón de una escopeta yanqui colocado en la esquina de la chimenea, hurgaba entre los troncos incandescentes hasta que las chispas subieron en espiral por el hueco de la chimenea como fantásticos velos dorados.

—¿Habéis oído, niños?

La hija mayor de John Sartoris tenía veintidós años e iba a casarse en junio; Bayard tenía veinte y la hermana más pequeña diecisiete; de manera que la tía Jenny, a pesar de su ya larga viudez, no era más que otra niña para Joby. El negro volvió a dejar el cañón de la escopeta en su sitio y prendió una larga astilla de pino en el hogar para encender las velas. Pero la tía Jenny lo detuvo con un gesto y él se marchó enseguida: una figura sin prestancia, agachada y gris por la edad, con una vieja librea demasiado grande para él; y tía Jenny, hablando siempre de Jeb Stuart como señor Stuart, contó su historia.

Tenía que ver con una tarde de abril y con café. O más bien con su falta. El destacamento de Stuart estaba reunido en la perfumada oscuridad bajo una luna nueva, hablando de mujeres y de placeres muertos y pensando en el hogar. No lejos los caballos se movían en la oscuridad produciendo sonidos intranquilos y los fuegos de acampada quedaban reducidos a puntos incandescentes semejantes a luciérnagas agotadas; en algún sitio que no estaba ni demasiado cerca ni demasiado lejos el ordenanza del General tocaba en la guitarra acordes sueltos que permanecían largo tiempo suspendidos en el aire. Se alimentaban así con la intensidad de la primavera y la tristeza inmemorial de la juventud, olvidados de fatiga y gloria, recordando en cambio otras veladas de Virginia, a la luz de innumerables candelabros, con violines y ritmos graves y frágiles aprendidos entre risas despreocupadas, al tiempo que pensaban ¿Cuándo volverán a existir? ¿Iré yo a alguna? hasta hundirse a fuerza de hablar en un estado de desesperada nostalgia en el que las frases se hacían cada vez más cortas y cada vez menos frecuentes. Entonces el General se animó y los hizo volver a la realidad hablándoles de café o más bien de su falta.

Aquella conversación sobre el café desembocó poco después en una expedición nocturna, primero por carreteras y luego por bosques tan negros como el alquitrán, donde los caballos avanzaban al paso y los jinetes utilizaban un sable o un mosquetón a manera de escudo para evitar que ramas invisibles los arrebataran de la silla; así siguieron hasta que el bosque se aclaró con las primeras sombras del amanecer. Para entonces el grupo de veinte estaba ya muy dentro de las líneas enemigas. Al hacerse realidad la aurora, los jinetes renunciaron a ocultarse y avanzaron al galope —desbaratando asombradas patrullas que regresaban sin prisa a sus campamentos o grupos de fajina que se ponían en marcha con picos, palas y hachas en el dorado amanecer— hasta prorrumpir gritando en la loma donde el general Pope y su estado mayor desayunaban al fresco.

Dos hombres capturaron a un obeso comandante, y otros persiguieron apenas a los oficiales que buscaron refugio en el bosque, pero la mayoría corrió hacia la tienda que servía de almacén al general Pope y reaparecieron enseguida, después de devastarla como si por ella hubiera pasado un ciclón, acarreando provisiones diversas. Stuart y los tres oficiales que lo acompañaban detuvieron sus briosas monturas junto a la mesa, y uno de ellos se agachó para alcanzar una enorme cafetera ennegrecida y ofrecérsela al General. Mientras el enemigo gritaba y disparaba sus mosquetones entre los árboles, ellos brindaban con café hirviendo, sin leche y sin azúcar, como si fuera el más exquisito de los licores.

—A la salud del general Pope —dijo Stuart, haciendo una inclinación desde su silla de montar al oficial capturado.

Después de beber ofreció la cafetera al comandante.

—Beberé, señor —replicó el otro—, agradeciendo a Dios que el General no esté aquí para responder en persona.

—Me pareció que se marchaba con cierta precipitación —dijo Stuart—. ¿Algún compromiso previo, quizá?

—Sí, señor. Con el general Halleck —confirmó el comandante con sequedad—. Siento tenerlo por adversario[2] en lugar de Lee.

—También lo siento yo, caballero —replicó Stuart—. A mí me gusta hacer la guerra contra el general Pope.

Las cornetas chillaban entre los árboles, unas cerca y otras más lejos, transmitiendo la alarma entre las brigadas repartidas por el bosque, mientras los tambores redoblaban, desesperados, y hasta los oídos de los sudistas desde los diseminados puestos de avanzada llegaban descargas de fusilería o disparos aislados como secos chasquidos de un abanico al abrirse, porque el nombre de «Stuart», al correr de destacamento en destacamento, había poblado de fantasmas grises los tranquilos bosques florecidos.

Stuart se dio la vuelta sobre la silla y sus hombres se acercaron, inmovilizando sus caballos con la mirada fija en él, haciendo de sus rostros, enjutos y tensos, espejos que reflejaban la llama inextinguible que consumía a su jefe. Luego, desde la derecha les alcanzó algo que parecía una descarga organizada y que arrancó la cafetera de manos de Bayard Sartoris, además de cercenar hojas y rebotar con fiereza entre las moteadas ramas por encima de sus cabezas.

—Haga el favor de montarse —dijo Stuart al oficial capturado, y aunque el tono era cortés en extremo no había ya el menor asomo de ligereza—. Capitán Wylie, su caballo es el más robusto: ¿tendría usted inconveniente...?

El capitán dejó libre un estribo y ayudó al prisionero a encaramarse tras él.

—¡En marcha! —dijo el General, y giró picando espuelas a su bayo. Con la atronadora coordinación de un único centauro, los veinte jinetes abandonaron el otero y se internaron en el bosque por el sitio de donde había salido la descarga, antes de que los escopeteros tuvieran tiempo para cargar de nuevo sus armas. Formas diminutas vestidas de azul se dispersaron, apresuradas, por delante y por detrás mientras ellos pasaban entre los árboles donde las balas zumbaban como abejas enfurecidas. Stuart llevaba en la mano su sombrero empenachado y sus largos rizos leonados, que se agitaban al ritmo de la marcha, parecían llamas de valor, ardiendo con el esplendor salvaje y autodestructor de su audacia.

Detrás y a un lado los mosquetones seguían apareciendo de manera inesperada para disparar contra los fantasmas que cruzaban el bosque como relámpagos; y de brigada en brigada las cornetas repetían estridentes sus inoportunas alarmas. Stuart torció poco a poco hacia la izquierda, dejando todo el alboroto a sus espaldas. Al clarear el bosque galoparon formando una columna. El prisionero rebotaba, desacompasado, sobre el caballo del capitán Wylie, y el General frenó el suyo para ponerse a la altura del brioso corcel negro que galopaba sin desanimarse bajo su doble carga.

—Siento mucho las molestias que le estoy causando, señor —empezó diciendo con su exquisita cortesía—. Si quisiera usted indicarnos la posición aproximada de la estacada que quede más a mano, con mucho gusto capturaría una montura para usted.

—Gracias, General —replicó el prisionero—, pero a los comandantes se los reemplaza con mucha más facilidad que a los caballos. No le causaré ninguna molestia.

—Como usted prefiera —contestó Stuart fríamente.

El General picó espuelas para situarse otra vez a la cabeza de la columna. Galopaban ya siguiendo el rastro casi perdido de un antiguo camino que serpenteaba entre masas de maleza primaveral, por el que continuaron a buen paso hasta desembocar de repente en un claro. Un escuadrón de caballería yanqui, inmovilizado por el asombro, detuvo sus caballos, pero de inmediato se lanzó contra ellos a mayor velocidad.

Sin disminuir la marcha Stuart dio media vuelta y, junto con sus hombres, volvió a ocultarse en el bosque. Balas de pistola pasaron rozándoles la cabeza y el seco sonido de los disparos por encima del convergente tableteo de los cascos resultaba tan trivial como chasquidos de ramas quebradas. Stuart se salió del camino, lanzándose sin vacilación entre la maleza. Los jinetes federales los siguieron gritando y Stuart hizo describir a su grupo una curva muy cerrada, para detenerse jadeantes al abrigo de un bosquecillo muy denso. Enseguida oyeron cómo sus perseguidores pasaban de largo.

Los hombres de Stuart regresaron al camino y volvieron sobre sus pasos, silenciosos y alertas. A su izquierda el ruido de los perseguidores se fue alejando hasta desaparecer en la distancia. Entonces galoparon de nuevo. Al espesarse el bosque se vieron obligados a avanzar al trote y terminaron por poner sus monturas al paso. Aunque no se oían más disparos, y también habían callado las cornetas, dentro del silencio, por encima del rápido y entrecortado respirar de los caballos y del latido de sus propios corazones retumbando dentro de sus oídos, persistía un algo innominado: una tensión que se extendía como neblina entre los árboles, aunque los pájaros siguieran saltando de rama en rama, indiferentes o ignorantes de su presencia, llenando de un algo portentoso los bosques empapados de rocío matutino.

Al divisar un resplandor blanco entre los árboles fronteros, Stuart alzó la mano y los jinetes detuvieron la marcha, observándolo tranquilos y conteniendo la respiración para escuchar mejor. El General avanzó de nuevo, se internó entre la maleza hasta llegar a otro claro y los demás le siguieron: ante ellos se alzaba la loma con la abandonada mesa del desayuno y el almacén saqueado. Atravesaron el claro al trote y permanecieron inmóviles junto a la mesa mientras el General escribía algo a toda prisa en un trozo de papel. El claro soñaba en silencio, sin sombra alguna de amenaza, bajo un día que se anunciaba soleado; embalsada en él yacía una paz profunda y duradera como un vino dorado; sin embargo, bajo aquella soledad e infiltrándola, seguía acechando un algo portentoso, que esperaba innominado, paciente, cerniéndose siniestro.

—Su espada, comandante —ordenó Stuart.

El prisionero se despojó del arma, el General la recogió y con ella clavó la nota sobre la mesa. El mensaje decía lo siguiente: «Saludos del general Stuart al general Pope, con el pesar de no haber podido verlo. Repetirá la visita mañana».

Stuart tomó otra vez las riendas.

—¡En marcha! —dijo.

Descendieron la loma, cruzaron el claro vacío y con un galope corto volvieron al camino que habían atravesado al amanecer: el camino que les devolvía a sus líneas. Stuart regresó junto a su cautivo y el brioso caballo negro con la doble carga.

—Si nos orienta usted hacia la estacada más próxima le proporcionaré una montura adecuada —ofreció de nuevo.

—¿Pondrá en peligro el general Stuart, jefe de la caballería y mano derecha del general Lee, su seguridad y la de sus hombres, así como su propia causa, para proporcionar una comodidad pasajera a un prisionero de poca importancia? Eso no es valor: es la temeridad de un muchacho despreocupado y testarudo. En un radio de tres kilómetros hay cerca de quince mil hombres; aunque sólo sean yanquis, ni siquiera el general Stuart p

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