Índice
Portadilla
Índice
Una voz y una mirada
2005
La venganza de Churruca
Picoletos sin Fronteras
El viejo amigo Haddock
El sable de Beresford
El culo de las señoras
Manitas de ministro
El arte de pedir
Esa manteca colorá
El muelle flojo de Umbral
Lobos, corderos y semáforos
El viejo capitán
Herodes y sus muchachos
2006
Noventa y cinco centímetros
El caballo de cartón
Espainia, frankeo ordaindua
Delatores, chivatos y policía lingüística
La Ley del Barco Fondeado
Violencia proporcionada y otras murgas
Por qué van a ganar los malos
La venganza del Coyote
Cartas náuticas y cabezas de moros
Resulta que nos salvaron ellos
La osadía de la ignorancia
El vendedor de libros
Esas malditas corbatas anchas
Librería del Exilio
El juez que durmió tranquilo
El polvete ucraniano
Frailes de armas tomar
Olor de guerra y otras gilipolleces
Aquí nadie sabe nada
Despídanse del fuagrás
Sobre gallegos y diccionarios
Los calamares del niño
Parejas bonaerenses
La boquita del senador
Un héroe de nuestro tiempo
Los torpedos del almirante
Bruselas, tengo un problema
Rescate en la tormenta
Ventanas, vecinos y camiones en llamas
Ahora le toca a Manolete
Día internacional de Scott Fitzgerald
Un cerdo en Fiumicino
Ese capitán Alatriste
La niña y el delfín
Ahora se enteran de las medusas
Milagro en el Panteón
Ejercicio de memoria histórica
Al niño le tiemblan las piernas
Atraco en Cádiz
El misterio de los barcos perdidos
La guerra civil que perdió Bambi
El alguacil alguacilado
Derechos, libertades y guardia de la porra
Ni saben ni quieren saber
La chica del blindado
La cripta, los guías y el pistolero
Marditos radares roedores
Nuestros nuevos amos
Matrimonios de género y otras cosas
Aceituneros y aceituneras
1.000 números, 703 artículos
2007
El pitillo sin filtro
El síndrome Lord Jim
Nadie dijo que fuera fácil
Sobre mezquitas y acueductos
El gudari de Alsasua
Conjeturas sobre un sable
Tiempo de emperadores desnudos
1490: comandos en Granada
Reciclaje, ayuntamientos y ratas de basurero
Esos barcos criminales, etcétera
El «Chaquetas» y compañía
Bandoleros de cuatro patas
La princesa de Clèves y la palabra «patriota»
La venganza de la Petra
Eran los nuestros
Viejos maestros de la vida
Insultando, que es gerundio (I)
Insultando, que es gerundio (II)
El presunto talibán
El vendedor de lotería
Fantasmas de los Balcanes
El taxi maldito
Aquí no se suicida nadie
La hostería del Chorrillo
Aguafiestas de la Historia
El día que cobraron los gabachos
Mujeres como las de antes
El espejismo del mar
La librera del Sena
Sobre borrachos y picoletos
Cortos de razones, largos de espada
Sombras en la noche
Entrámpate, tío
Ava Gardner Nunca Mais
El hispanista de la No Hispania
La compañera de Barbate
Esa alfombra roja y desierta
La sombra del vampiro
Patriotas de cercanías
Iker y el escote de Lola
Inocentes, pero menos
La moneda de plata y el tigre del Norte
Fantasmas entre las páginas
20, 15, 750
La estupidez también fusiló a Torrijos
Abordajes callejeros y otras situaciones
Los presos de la Cárcel Real
Corsés góticos y cascos de walkiria
Permitidme tutearos, imbéciles
Dos chicos y una moto
2008
Una foto en la frontera
Robin Hood no viaja en avión
Siempre hay alguien que se chiva
Dos banderas en Tudela
El turista apático
Haciendo nuevas amigas
«Amo a deharno de protocolo»
La mujer del chándal gris
Subvenciones, maestros y psicopedagilipollas
El hombre que atacó solo
Esos simpáticos muertos vivientes
El cómplice de Rocambole
Vida de este capitán
En legítima venganza
Lo que sé sobre toros y toreros
Hombres como los de antes
Los peces de la amargura
Ocho hombres y un cañón
Los perros de la Brigada Ligera
Vístete de novia, y no corras
Una cerveza con Alejandra
Miembras y carne de miembrillo
Un facha de siete años
Nuestros aliados ingleses
Putimadrid la nuit
El psicólogo de la Mutua
«Hola, Manolo, mucho barato»
Océanos sobre la mesa
Mi propio Manifiesto (I)
Mi propio Manifiesto (y II)
Es simpático, el imbécil
Una foto analgésica
Sobre palos y velas
Al final todo se sabe
Vídeos, libros y piernas largas
Un gudari de Cartagena
Gilisoluciones para una crisis
El Minador Enmascarado
Tres vestidos rojos
La farlopa de Kate Moss
Los fascistas llevan corbata
Nostalgia del AK-47
Sobre mochilas y supervivencia
Lo que debe saber un terrorista
Un combate perdido
Esas madres perversas y crueles
2009
Treinta y seis aguafiestas
Cursis de ahora y de siempre
Megapuertos y pijoyates
Una de panchitos
Amor bajo cero
Daniela en Picassent
Películas de guerra
Esos meteorólogos malditos
Cervantes, esquina a León
Facha el último
Sobre galeones y marmotas
Era pacífico y peligroso
Palabras de honor
900 euros al mes
La nieta gorilera
Ese rojo maricón
Mediterráneo
Cómo buscarse la ruina
Apatrullando el Índico
Marsé, vestido de pingüino
Piénselo dos (o tres) veces
Cuando éramos honrados mercenarios
Universitarios de género y génera
Oportunistas de lo imprescindible
El Príncipe Gitano
Esa gentuza
De nombres y barcos
Con lengua o sin lengua
España cañí
La habitación del hijo
Tontos (y tontas) de pata negra
No me pises, que llevo chanclas
El libro que no tenía polvo
Un estudiado toque de abandono
Las tiendas desaparecidas
Café para todos
La camisa blanca
Sobre el autor
Arturo Pérez-Reverte en digital
Créditos
Una voz y una mirada
Los artículos reunidos en este libro se han publicado durante un tiempo que ha pasado de la euforia económica al derrumbe. El siglo XXI se abrió con el entusiasmo de la expansión financiera, el crecimiento de la Bolsa, la fiebre inversora, las rentabilidades rápidas, los créditos fáciles y muchas recalificaciones urbanísticas. Tanta frivolidad derivaría pronto en una de las crisis más profundas de la historia reciente. En este tiempo, Arturo Pérez-Reverte ha seguido publicando artículos semanales, como ha hecho puntualmente desde hace casi veinte años. En ellos está el latido de las incertidumbres que han dominado la primera década del siglo.
Algunos han resultado premonitorios. El 25 de diciembre de 2005 escribió «Herodes y sus muchachos». Entonces se vivía la expansión urbanística desaforada, la inversión inmobiliaria especulativa y el negocio rápido del ladrillo. En forma de fábula de un pueblo que construye un belén con más casas cada año, comenta: «Para llenar tanta nueva casa, cuento las figuritas del belén y no cuadra la proporción: cuarenta y siete, sin sumar ovejas y gallinas, para unas doscientas cincuenta viviendas, calculo a ojo; y menos figuritas que van a quedar tras la matanza de los inocentes, que está al caer. Así que ya me contarán quién va a ocupar tanto ladrillo». Dos años después estallaría la burbuja inmobiliaria y la crisis haría lamentar a algunos tanta especulación descontrolada.
El año 2008 circuló por la Red uno de sus artículos, «Los amos del mundo», que era reproducido en los blogs, citado en páginas web, comentado en foros, distribuido de correo en correo. En él escribió Pérez-Reverte: «Usted no sabe qué cara tienen, pero son ellos quienes lo van a mandar al paro. [...] Dicen en inglés cosas como long-term capital management, y hablan de fondos de alto riesgo, de acuerdos multilaterales de inversión y de neoliberalismo económico salvaje, como quien comenta el partido del domingo. [...] No crean riqueza, sino que especulan. Lanzan al mundo combinaciones fastuosas de economía financiera que nada tiene que ver con la economía productiva. Alzan castillos de naipes y los garantizan con espejismos y con humo, y los poderosos de la tierra pierden el culo por darles coba y subirse al carro. [...] Y aunque ese espejismo especulador nada tiene que ver con la economía real, con la vida de cada día de la gente en la calle, todo es euforia, y palmaditas en la espalda, y hasta entidades bancarias oficiales comprometen sus reservas en divisas. Y esto, señores, es Jauja. Y de pronto resulta que no. [...] Y entonces todo el tinglado se va a tomar por el saco. [...] Entonces resulta que mientras el beneficio era privado, los errores son colectivos y las pérdidas hay que socializarlas, acudiendo con medidas de emergencia y con fondos de salvación para evitar efectos dominó y chichas de la Bernarda. Y esa solidaridad, imprescindible para salvar la estabilidad mundial, la pagan con su pellejo, con sus ahorros, y a veces con sus puestos de trabajo, Mariano Pérez Sánchez, de profesión empleado de comercio, y los millones de infelices Marianos que a lo largo y ancho del mundo se levantan cada día a las seis de la mañana para ganarse la vida. Eso es lo que viene, me temo».
Y eso es lo que vino.
El artículo lo publicó ¡en 1998!, cuando todo era euforia especulativa y nadie comentaba, ni en voz baja, quién iba a pagar tanto riesgo y tanto desmadre. Diez años después, en plena crisis, las cosas sucedieron exactamente como se advertía en ese escrito.
Hace ya 845 semanas que se publican estos artículos, «domingo a domingo, sin faltar ni uno solo», ha recordado él mismo. Comenzó allá por 1993, cuando trabajaba como reportero. Entonces Pérez-Reverte tenía cuarenta y dos años; hoy ha cumplido cincuenta y ocho. En los dieciséis años transcurridos hay muchas experiencias. Y también algunas pérdidas. De eso trata este libro: de lo vivido; de las polémicas surgidas en ese tiempo; de las oportunidades malgastadas; y de los responsables de esos desaguisados. Antes de finalizar el año 2007 escribió una carta abierta a presidentes del Gobierno, ministros, consejeros de Educación, e incluía a «todos cuantos habéis tenido en vuestras manos infames la enseñanza pública en los últimos veinte o treinta años [...] quienes, por incompetencia y desvergüenza, sois culpables de que España figure entre los países más incultos de Europa». «Permitidme tutearos, imbéciles» se titula ese artículo, que está recogido en estas páginas y que es uno de los que más se han reproducido luego en Internet.
Porque estos textos tienen una difusión que trasciende los más de tres millones trescientos mil lectores de XLSemanal, donde se publican. De forma permanente se distribuyen también con los periódicos La Nación de Buenos Aires y Milenio de México. Se recogen en la prensa italiana y francesa. Se han traducido en varios países; entre otros, en Rusia y Polonia. Y es constante la reproducción de muchos de ellos en blogs, en revistas, en páginas web.
¿Qué es lo que hace que hoy, después de dieciséis años escribiendo semana tras semana, hasta 845, sigan impactando de tal manera estos artículos? ¿A qué se debe su interés en países tan dispares? ¿Por qué suscitan tantas discrepancias y adhesiones como el primer día y llenan de cartas el correo de la revista en la que se publican?
Estos textos son una mirada —disidente, crítica, personal— sobre el mundo. En una sociedad acostumbrada al tópico, a la manipulación, a la atonía de lo políticamente correcto, los artículos de Arturo Pérez-Reverte se atreven a mirar la vida desde un punto de vista personal. Ése es su reto.
Pero estos artículos son, además, una voz: bronca, sin pelos en la lengua, que combina los matices de la indignación, la denuncia, el humor y las emociones personales.
Eso son estos textos que el lector tiene en sus manos: una voz y una mirada.
Leer estos artículos es pasearse por las calles y observar a las gentes y las ciudades de hoy. Entrar en un bar de carretera y sentarse a comer con los trabajadores que están allí reponiendo fuerzas. Con los trabajadores de verdad: «camioneros de manos endurecidas por miles de kilómetros de volante, cuadrillas de agricultores, operarios de maquinaria rural, albañiles de una obra próxima. Gente así» («Manitas de ministro»). Sentarse a ver atracar los barcos en un puerto del Mediterráneo («La venganza de Churruca»). Cruzarse con los mendigos que te asaltan por la calle para pedir una moneda («El arte de pedir»). Comer en un pequeño bar junto al puerto pesquero y observar cómo se comporta un vendedor de lotería («El vendedor de lotería») o tener que soportar la ordinariez de un niño consentido («Los calamares del niño»).
Estos artículos intentan describir, interpretar, entender la realidad. Son un ejercicio de comprensión. He comentado en otras ocasiones que Arturo Pérez-Reverte se inserta en la línea más fecunda del artículo literario español. La que tiene sus raíces en la visión lúcida y desesperada de Larra; la que se alimenta del costumbrismo romántico; la heredera de la intención testimonial de la novela realista del siglo XIX; la que continúa en el pesimismo histórico de los escritores del 98 durante las primeras décadas del siglo XX; la de aquellos que hicieron del realismo su forma de denuncia de la esclerótica sociedad de mediados del siglo pasado. La que bebe de la pluma áspera de Quevedo, del dolor de Machado, de la rabia de Valle-Inclán en los esperpentos.
Estos artículos son una mirada sin celosías sobre la actualidad. Como en las obras de esos autores, encontramos en ellos una mirada penetrante y crítica de la España actual. Todas las polémicas, los debates, los conflictos de la sociedad contemporánea están tratados en estos textos. En ellos escribe sobre la enseñanza, las políticas lingüísticas, la manipulación histórica, el feminismo. El artículo «Mujeres como las de antes» desencadenó un tropel de cartas de protesta. Tantas, que unas semanas después volvió a escribir otro texto, «Ava Gardner Nunca Mais». Un año más tarde publicó «Hombres como los de antes». Los tres artículos están en este libro y el lector podrá ver en ellos las razones de la protesta.
Uno de los temas fundamentales de estos textos es la denuncia de la corrupción. Al autor le exaspera la impunidad ante la indecencia evidente y así lo expresa en artículos como «El “Chaquetas” y compañía», «Aquí no se suicida nadie», «Aquí nadie sabe nada». Pérez-Reverte describe las maneras ilícitas de la política en «Nuestros nuevos amos», «Una foto analgésica», «Miembras y carne de miembrillo» y en uno de los textos que cierran el libro, titulado «Esa gentuza». En él puede ver el lector las razones de tanta indignación y de tanta cólera.
Pero las acusaciones de Arturo Pérez-Reverte no van dirigidas sólo a la clase política. «Esa gentuza —escribe— medra con la complicidad de una sociedad indiferente, acrítica, apoltronada y voluntariamente analfabeta». «A fin de cuentas, un político no es sino reflejo de la sociedad que lo alumbra y tolera» («Librería del Exilio»). La visión que se plasma en este libro no es nada complaciente con la sociedad española. Hay que leer artículos como «El gudari de Alsasua», «Ocho hombres y un cañón», «Siempre hay alguien que se chiva» o «Un facha de siete años» para entender la actitud visceral del autor ante la envidia convertida en hábito nacional, o ante el rencor, el odio, la cobardía y la complicidad social de mirar hacia otra parte ante lo intolerable. Basta recordar «Los calamares del niño», «El síndrome Lord Jim» o «Amo a deharno de protocolo» para comprender el hastío que le produce al autor la falta de educación, la vulgaridad o la grosería. Pérez-Reverte es heredero de la visión desolada de Larra sobre la realidad española, del descontento reformista de los ilustrados, del dolor de los románticos, de la exigencia amarga de revisionismo de los noventayochistas.
Por eso estos textos tienen bastante de compromiso ético. Demandan honestidad, coherencia, lealtad, franqueza, trabajo bien hecho. ¿Cuáles son los iconos del mundo actual?, se pregunta a veces. ¿Dónde están sus mitos? ¿Una top model preparándose unas rayas de coca? («La farlopa de Kate Moss»). ¿El actor de la última serie de televisión? («Gilisoluciones para una crisis»). Pérez-Reverte percibe alrededor un mundo mediocre, sin estética, sin cultura, sin héroes a los que imitar o que alienten la esperanza.
El lector podrá apreciar cómo estos artículos profundizan en la senda iniciada ya en el libro anterior. Éste es el cuarto libro de artículos de Arturo Pérez-Reverte. Patente de corso, Con ánimo de ofender y No me cogeréis vivo son los anteriores. En los primeros escribía desde una actitud crítica, por la que asomaba a veces la esperanza en la capacidad de cambiar la realidad que tienen las palabras. Pero los artículos de este libro están escritos desde la certeza de que no hay remedio. Encontramos aquí a un Pérez-Reverte más escéptico, más decepcionado. Se percibe el tono de cólera irónica de quien sabe que un artículo no cambia nada. La impotencia ante lo irremediable lleva al sarcasmo y a la contundencia que expresa bien la frase del título: «Cuando éramos honrados mercenarios».
En «Fantasmas de los Balcanes» escribe sobre Bosnia, Serbia, Croacia y demás; y se refiere a los recuerdos siniestros de aquella guerra de los Balcanes: «controles bajo la lluvia, cruel brutalidad, fosas comunes, gente degollada en campos de maíz, gentuza con Kalashnikov, psicópatas impunes». Ante tanta vileza y tanta barbarie, muestra su falta de fe en el hombre: «a fin de cuentas, quienes metían las manos en la sangre, hasta los codos, éramos nosotros mismos, sin freno. Era la simple y sucia condición humana».
Hay un fondo de rebeldía desesperada en estos artículos. En ellos se puede apreciar un cambio con respecto a los anteriores, tenue pero significativo. Los primeros artículos, desde Patente de corso, expresaban con enfado la exigencia de que las cosas fueran de otro modo. Pero progresivamente el tono se ha ido oscureciendo en estos textos. ¿Cuándo se produce el salto de la crítica y la denuncia a la cólera? «Justo cuando comprendes —escribe él mismo— que nada de cuanto se diga o se haga podrá cambiar nuestra bellaca e imbécil naturaleza, y a lo más que se puede aspirar es a que al malvado o al idiota —a ti mismo, llegado el caso— les sangre la nariz».
Estos artículos parten del convencimiento de que el mundo es un lugar peligroso y hostil («Inocentes, pero menos», «Un combate perdido»). No hay ambigüedad ni ocultamiento en ninguno de los textos de este libro. Tampoco en este punto, como se puede ver en los artículos titulados «En legítima venganza», «Vístete de novia, y no corras», «Lobos, corderos y semáforos», «Cómo buscarse la ruina», «Piénselo dos (o tres) veces» y «Violencia proporcionada y otras murgas». En ellos la apuesta contra la maldad es contundente. La lectura de esos artículos, y de otros como «Bandoleros de cuatro patas», «Frailes de armas tomar» o «El hombre que atacó solo», nos dan algunas claves de ese pensamiento que defiende la libertad, el individualismo y la valentía de enfrentarse sin titubeos a un mundo adverso. Hay que leer la ironía de «Picoletos sin Fronteras» o el reproche de «Por qué van a ganar los malos» para confirmar la defensa que expone el autor de los derechos y de la fuerza de la ley, sin fisuras ni medias tintas. Cuando esos presupuestos se quiebran, el autor describe un mundo que se tambalea desestabilizado por sus propias contradicciones; y estos artículos son la crónica de ese deterioro.
¿En qué se puede creer aún en estos tiempos?, se pregunta. Pérez-Reverte encuentra muy pocas palabras. Apunta el valor, la honradez, la lealtad. Valora el gesto concienzudo de quienes trabajan con orgullo hasta acabar una obra bien hecha («Océanos sobre la mesa»). Ensalza a la gente que se juega la vida por palabras en las que cree: amor, honor, dignidad. También a quienes cumplen la palabra dada («Los presos de la Cárcel Real»). Aprecia el comportamiento de un intérprete compasivo y de un juez que sentencia con humanidad («El juez que durmió tranquilo»). O el gesto lleno de ternura con el que una mujer ayuda a una persona anciana. Es una inmigrante sudamericana. Y escribe: «Procede, sin duda, de un país de esos donde la miseria y el dolor son tan naturales como la vida y la muerte. Donde el sufrimiento —eso pienso viéndola alejarse— no es algo que los seres humanos consideran extraordinario y lejano, sino que forma parte diaria de la existencia, y como tal se asume y afronta: lugares alejados de la mano de Dios, donde un anciano indefenso es todavía alguien a respetar, pues su imagen cansada contiene, a fin de cuentas, el retrato futuro de uno mismo. Lugares donde la vejez, el dolor, la muerte, no se disimulan, como aquí, maquillados tras los eufemismos y los biombos. Sitios, en suma, donde la vida bulle como siempre lo hizo, la solidaridad entre desgraciados sigue siendo mecanismo de supervivencia, y la gente, curtida en el infortunio, lúcida a la fuerza, se mira a los ojos lo mismo para matarse —la vida es dura y no hay ángeles, sino carne mortal— que para amarse o ayudarse entre sí» («La mujer del chándal gris»). Esa mujer, que «todavía no ha olvidado el sentido de la palabra caridad», representa la existencia aún de algún impulso solidario en la inhóspita sociedad actual.
Pérez-Reverte ya sólo apuesta en este libro por valores que considera seguros: aquellos que son inalterables, como el oro entre tantos metales corroídos. La lluvia, la humedad y la intemperie acaban oxidando muchas creencias. ¿Qué consuelos quedan en un mundo descrito como un paisaje de nieblas y de frío? El autor cita algunos en estas páginas. La memoria. La Historia. La cultura. La lealtad a los propios principios y a las personas que uno aprecia. La compasión hacia los que padecen las consecuencias de tanta estupidez. Y una tríada como madero de salvación en el naufragio: los libros, los amigos y la Historia. Los libros amueblan el mundo y dotan de vida al paisaje. Hay que leer «La hostería del Chorrillo» para percibir cómo el autor hace confluir en la ciudad de Nápoles la memoria de lecturas, sucesos del pasado y personajes históricos, entre sus calles estrechas adornadas con hornacinas antiguas, en las lápidas de sus iglesias, en las esquinas de sus plazas y en sus viejas hospederías. La Historia es una manera de reconocerse, porque el pasado nos dice lo que fuimos y nos enseña lo que somos. Está hecha de gestas heroicas, de gentes que compartieron las mismas costas y que murieron por defender su dignidad: aquello en lo que creían y amaban («Mediterráneo»). La Historia —escribe en «Dos banderas en Tudela»— es el recuerdo de «los que dejaron huellas que orientan nuestra memoria, nuestra lucidez y nuestra vida». Y los amigos. Esos que están siempre en los momentos importantes de la vida. Esos cuya ausencia produce un vacío irreemplazable («Era pacífico y peligroso»). Los amigos: vidas que se enredan con las de uno y ayudan a reconciliarse con los seres humanos.
Estos textos que el lector tiene en sus manos son una mirada y una voz, decía al principio. Una forma de mirar y una manera de decir. En esto radica su carácter literario. En el estilo. Los artículos de Arturo Pérez-Reverte no son sólo opinión; son también literatura. La voz literaria se manifiesta mediante el empleo de distintos registros de lenguaje, la ironía, los recursos de humor, la complicidad formal con el lector. El autor emplea los mecanismos fonéticos, los procedimientos gramaticales y el vocabulario de varias jergas, el lenguaje coloquial, los registros juvenil y carcelario, el vocabulario técnico del mar y de la navegación, las expresiones del hampa. Usa la palabra gruesa en el momento oportuno y el sarcasmo más aplastante. Con frecuencia los artículos están escritos desde una postura irónica, llevando a un extremo hiperbólico la situación narrada, para poner de manifiesto lo absurdo de algunos planteamientos: decisiones judiciales insostenibles («Esas madres perversas y crueles»), imágenes del Ejército o de la Policía como asociaciones piadosas («Picoletos sin Fronteras», «Apatrullando el Índico»), la exigencia de un comportamiento comedido ante delincuentes sin escrúpulos («Violencia proporcionada y otras murgas», «Cómo buscarse la ruina»), ocurrencias frívolas («Universitarios de género y génera»). «Para troncharse, oigan —escribe—. Si no fuera tan triste. Y tan grave».
A través de estos recursos surge el chispazo del humor. «El psicólogo de la Mutua», uno de los artículos más divertidos de este libro, lo explica así: «Lo bueno —divertido, al menos— de vivir, como vivimos, en pleno disparate, es que el esperpento resulta inagotable».
También, a veces, por las grietas de la humanidad de estos textos, se cuela la ternura. No faltan aquí algunas confesiones íntimas que hablan del aprendizaje de la vida. En «El caballo de cartón», por ejemplo, evoca un recuerdo personal: la pérdida del regalo de Reyes, destrozado por la lluvia y la mala fortuna, al día siguiente de recibirlo, cuando tenía cinco años: «Después, con los años —finaliza el artículo—, he tenido unas cosas y he perdido otras. También, sin importar cuánto gane ahora o cuánto pierda, sé que perderé más, de golpe o poco a poco, hasta que un día acabe perdiéndolo todo. No me hago ilusiones: ya sé que son las reglas. Tengo canas en la barba y fantasmas en la memoria, he visto arder ciudades y bibliotecas, desvanecerse innumerables caballos de cartón propios y ajenos; y en cada ocasión me consoló el recuerdo de aquel despojo mojado. Quizá, después de todo, el niño tuvo mucha suerte esa mañana del 7 de enero de 1956, cuando aprendió, demasiado pronto, que vivimos bajo la lluvia y que los caballos de cartón no son eternos».
En otro artículo, «La librera del Sena», recuerda cuando era un joven imberbe con mochila al hombro y en sus viajes a París observaba fascinado entre los buquinistas a una muchacha hermosa, de cabello rojizo, a orillas del Sena. Esa librera estaba siempre allí, en cada viaje. «Pasó el tiempo —escribe—. Entre viaje y viaje la vi crecer, y yo también lo hice. Leí, anduve, adquirí aplomo, conocí otras orillas del Sena». Pasados treinta años, recuerda el día en que volvió a contemplar como otras veces a esa mujer reflejada en el cristal de un anticuario, de nuevo junto al Sena. Era una tarde gris. Pero ahora comenta: «imposible reconocer en ella a la muchacha de cabello rojizo». Y refiriéndose a sí mismo, añade: «Tampoco reconocí al hombre que la miraba desde el cristal». De eso trata este libro, decía al principio de estas páginas: de experiencias vividas y también de alguna pérdida. De los desgarros del tiempo y de la inocencia que se va quedando por el camino.
JOSÉ LUIS MARTÍN NOGALES
2005
La venganza de Churruca
A veces el tiempo termina poniendo las cosas en su sitio, o casi. Estaba el otro día en un puerto mediterráneo, amarrado de proa al pantalán y leyendo en la camareta, cuando escuché el motor de una embarcación. Subí a cubierta mientras otro velero se acercaba por el lado opuesto, disponiéndose a amarrar enfrente. Suelo ayudar en la maniobra; pero como el marinero de guardia estaba allí, me quedé apoyado en el palo, mirando. Era un queche de quince metros, con un hombre al timón y una mujer en la proa. Banderita española en la cruceta de estribor y bandera roja a popa: un inglés. El patrón era cincuentón largo, con barriga cervecera. La mujer, negra, alta y bien dotada. Una señora estupenda, la verdad. Muy aparente.
El marinero del puerto estaba en el punto de atraque, esperando. Era de esos españoletes chupaíllos, flaquísimo y tostado, con pantalón corto, gorra y un pendiente de oro en cada oreja. De los que te cruzas de noche y echas mano a la navaja antes de que la saque él. Aunque esto lo apunto sólo para que se hagan cargo de la pinta del jenares; yo lo conocía de tiempo atrás, y lo sabía buena gente. El caso es que imagínenselo allí, esperando a que la proa del velero inglés llegase al pantalán. En ésas, a un par de metros, la negra de la proa le suelta al marinero una pregunta en absoluto inglés, que para los de aquí suena algo así como: ¿chuldaius maylain oryur? Tal cual. Ni un previo amago de «buenos días», ni «hola», ni nada. Entonces el marinero, impasible, mientras aguanta la proa para que no toque el pantalán, responde, muy serio: «Yene comprampá». La mujer lo mira desconcertada, repite la pregunta, el marinero repite «yene comprampá, señora», y como el barco ya está parado y el viento hace caer la popa a una banda, la pava le da sus amarras al marinero y se va corriendo a popa con la guía para trincar el muerto.
En ésas, el patrón ha parado el motor y se acerca a la proa, mirando preocupado el costado herrumbroso de un viejo barco de hierro que está amarrado junto a él. Tampoco hace el menor esfuerzo introductorio en lengua aborigen. Itis tuniar, dice a palo seco. ¿Haventyu a beterpleis? Y en ese momento pienso yo: tiene huevos aquí, el almirante. Como buena parte de sus compatriotas, no hace el menor esfuerzo por hablar en español, y da por sentado que todo cristo tiene que trajinar el guiri. A buenas horas iba yo a amarrar en Falmouth con la parla de Cervantes. De cualquier modo, el marinero lo mira flemático, asiente con la cabeza y dice «ahá» cuando el otro termina de hablar, luego encoge los hombros, acaba de colocar las amarras en los norays, y mirándolo a los ojos, muy claro y vocalizando, le dice: «No te entiendo, tío. Aquí, espanis langüis».
A todo esto, el viento ha hecho que la popa del barco se vaya a tomar por saco, y la negra las pasa moradas tirando del cabo del muerto para aguantarlo. «¡Aijeiv tumachwind!», grita. El marinero se la señala al inglés y le aconseja: «Vete a ver lo que dice, hombre». El inglés mira a la mujer —a la que con el esfuerzo se le ha salido medio fuera una teta espectacular—, mira alrededor, mira el costado oxidado del barco sobre el que caen y le hace gestos con las manos al marinero, acercando las palmas para indicar que están demasiado cerca. «Tuuniar», repite. «Tuuniar.» El marinero se ha puesto en cuclillas, para mirar más descansado cómo el guiri se la pega. «Aquí es lo que hay», responde ecuánime. «¿Guat?», pregunta el otro. El marinero se rasca la entrepierna, sin prisa. «Si me pasas un esprín —sugiere— igual te lo sujeto». El inglés, antes despectivo y ahora visiblemente angustiado, hace gestos de no entender y luego corre hacia popa a ayudar a la mujer a aguantar el barco, que a estas alturas está atravesado en el amarre que da pena verlo. «Plis», pregunta a gritos desde allí, desesperado y rojo por el esfuerzo de tirar del cabo. «¿Duyunotpikinglis?» Ahora, por fin, el marinero sí comprende lo que le dicen. «No», responde. «¿Y tú?... ¿Espikis espanis, italian, french, german?... ¿Nozing de nozing?» Luego, sin esperar respuesta, mete una mano en el bolsillo del pantalón, saca un paquete de tabaco, enciende con mucha parsimonia un pitillo y se vuelve hacia mí —que estoy dándoles mordiscos a los obenques para no caerme al agua de risa— y a los curiosos: un pescador, un guardia de seguridad y un mecánico de Volvo que se han ido congregando en el pantalán para mirar a la negra. «Pues no lo tiene chungo ni ná», comenta el marinero. «El colega.»
Picoletos sin Fronteras
Naturalmente, rediós. Estoy con quienes, tras la muerte de un joven camerunés durante un asalto nocturno masivo de subsaharianos a la frontera de Melilla, pusieron las cosas en su sitio. A quien más oí ponerlas fue a una tertuliana de radio, que tras explicarnos a los estúpidos radioyentes que la inmigración clandestina no se frena con fronteras, sino desarrollando África —brillante conclusión que nunca se me hubiera ocurrido a mí solo—, instaba al defensor del pueblo a intervenir en el asunto. También algunos políticos periféricos, sensibilizadísimos siempre con Camerún, exigieron que el ministro del Interior compareciese en el Congreso para detallar en qué circunstancias extrañas e incomprensibles pudo recibir un inmigrante clandestino, en el barullo del asalto, un inexplicable y desproporcionado pelotazo de goma, golpe o algo así. Y para completar el paisaje, como el presidente de la autonomía melillense comentó la elemental obviedad de que la Guardia Civil no es un cuerpo de azafatas, ni tiene por qué serlo, otras voces se sumaron al clamor de ortodoxia humanitaria, casi llamándolo totalitario y racista, y exigiendo que los cuerpos y fuerzas actúen siempre de forma eficaz, sí, pero —matiz básico— no violenta. Ojito con eso. Que toda violencia es antidemocrática, y el picoleto que pega un pelotazo de goma o levanta una porra, como el soldado que va a una guerra con escopeta en vez de con biberones de leche Pascual, es un violento, un asesino y un fascista. Pero eso sí: tertulianos, políticos y analistas habituales, todos coincidían en que tampoco es cosa de quitar la verja y barra libre para todos. No. Tampoco es por ahí, hombre. Sería un problema. Hay que aplicar medidas bondadosas pero eficaces, apuntaban, lúcidos. Combinar con destreza la seda y el percal. Elemental, querido Watson.
Así que me sumo. Suscribo el rechazo absoluto a la contundencia, a la violencia, y a la ruda contingencia. Y estimo urgente que, defensor del pueblo aparte, los ministros de Interior y Defensa comparezcan en el Congreso cada vez que se produzcan hechos similares —también cada vez que se hunda una patera; no sé si se le habrá ocurrido a alguien ya—, y que la Guardia Civil abandone su brutal táctica represiva fronteriza de una puta vez. Es preciso establecer finos protocolos operativos que no confundan la prevención firme, pero exquisita, con la represión policial a secas, que en la tele queda fea y le estropea la sonrisa al presidente del Gobierno. Si a España cabe la gloria pionera de haber inventado las fuerzas armadas desarmadas para la paz y la concordia marca Acme Un Hijo Tuyo, a ver por qué no podemos también asombrar al mundo inventando la oenegé Policías sin Fronteras —no sé si captan el astuto juego de palabras—, donde a la contundencia policial, ese residuo franquista, la sustituyan el diálogo entre civilizaciones y el buen rollito macabeo.
Lo de Melilla, por ejemplo, lo veo así: frente a cada asalto masivo de inmigrantes ilegales, y para evitar que el alambre de la verja los lesione salvajemente, efectivos de la Guardia Civil abrirán las puertas. Y cuando quinientos infelices negros desesperados se dispongan a irrumpir por ellas, los picolinos moverán la cabeza reprobadores, pero sin palabras que puedan ser interpretadas como coacción verbal. A los inmigrantes que rebasen este primer escalón táctico, guardios y guardias especialmente adiestrados y adiestradas les afearán la conducta con palabras mesuradas en inglés, francés, árabe y swahili, como por ejemplo: «le ruego a usted que no transgreda el umbral, señor subsahariano de color», o: «hágame el favor de retrotraerse a Marruecos si es usted tan amable, señor magrebí de etnia rifeña». Pese a estas medidas coercitivas, es probable que algunos emigrantes crucen la verja; para qué nos vamos a engañar. En tal caso, las fuerzas del orden pasarían al plan B: agarrarlos por los hombros sin violencia pero con firmeza democrática, besarlos en la boca de modo contundente, y luego indicarles la dirección de los autobuses que los trasladarán a los centros de acogida; o, puestos a ahorrarnos el paripé, al avión o al barco para la Península. Todo, por supuesto, en presencia de una delegación de miembros de la comisión de derechos humanos del Congreso, que abrirá inmediatamente, si ha lugar, la investigación y comparencias ministeriales oportunas.
Ya lo dije alguna vez: somos el pasmo de Europa. Y lo que la vamos a pasmar todavía.
El viejo amigo Haddock
Siempre he dicho que, en un incendio, salvaría a Mordaunt, mi perro, y la colección completa de las aventuras de Tintín: todos los volúmenes en su antiguo formato, con tapa dura y lomos de tela. Alguno de los más viejos aún tiene pegada la etiqueta con su precio original: 60 pesetas. Caían en mis manos dos o tres veces al año —juntaba cien pesetas el día de mi santo y cincuenta cada cumpleaños—, cuando, sonándome las monedas en el bolsillo de los pantalones cortos, me paraba ante el mostrador de madera donde el librero, el señor Escarabajal, me mostraba los ejemplares para que eligiese uno, antes de salir a la calle con él en las manos, aspirando el olor maravilloso a buen papel y a tinta fresca que, desde aquellos primeros años —editorial Juventud, Mateu, Bruguera, Molino—, asocié siempre con el viaje y la aventura. Y viceversa: más tarde, cuando aterrizaba en lugares lejanos o desembarcaba en puertos exóticos, a menudo los vinculé con aquel olor a papel y aquellas páginas. No es extraño, después de todo, que para un reportero tintinófilo contumaz, el primer viaje profesional fuese al País del Oro Negro, y que la primera vez que puse pie en los Balcanes, el pensamiento inicial fuese que había llegado, por fin, a Syldavia.
Aún los hojeo de vez en cuando, sobre todo mi favorito: Stock de coque. Me gusta mucho ese volumen porque lo considero el más equilibrado y perfecto, pero sobre todo porque su protagonista principal es el mar, y porque además de Piotr Pst —ametrallador con babero— y viejos amigos como el general Alcázar, Abdallah, Müller, el malvado Rastapopoulos y el comerciante Oliveira da Figueira, aparece todo el tiempo el capitán Haddock. Y les juro a ustedes que una de las razones por las que me eché una mochila a la espalda y puse un pie delante del otro, fue porque iba en busca de un amigo como ése. Porque quería conocer al Haddock que la vida podía tenerme destinado en alguna parte.
Lo encontré, desde luego. Varias veces tuve ese privilegio. Unos se le parecieron mucho y otros menos. Unos siguen vivos y otros no. Unos le pegaban al Loch Lomond y otros manejaban con soltura los epítetos de sajú, vendedor de alfombras, paranoico e imbécil. Cada cual tuvo su registro. Pero en todos ellos, en cada compañero fiel que la vida me deparó en mi juventud, cada vez que alguien estuvo junto a mí, hombro con hombro, cuando un avión Mosquito del Jemed viraba sobre la popa de un sambuk para ametrallarnos en el mar Rojo —¡cuántas veces no me sentí dentro de esa viñeta inolvidable!—, pude reconocer al marino gruñón y barbudo que acompañó tantas horas felices y tantos sueños de mi infancia, desde el día decisivo y magnífico en que lo conocí a bordo del Karaboudjan, buscando luego el aerolito misterioso en el puente del navío polar Aurora, acompañándolo después —o quizá me acompañó él a mí— tras el rastro del Unicornio al mando del Sirius de su amigo el capitán Chester, esquivando en otra ocasión los torpedos del submarino pirata, marcha adelante y marcha atrás, con el telégrafo de órdenes del Ramona, o repeinado con raya en medio y uniforme de gala en la sala de marina del castillo de Moulinsart, allí donde Bianca Castafiore —el ruiseñor milanés— estuvo a pique de llevárselo al huerto, según reportaje de Paris Flash, con fotos de Walter Rizotto y texto de Jean-Loup de la Batellerie.
El otro día ocurrió algo extraño. Recibí una carta de un joven lector, asegurando que a veces, en algunos de estos artículos, cuando despotrico sobre zuavos, bachibuzuks y coloquintos, le recuerdo al capitán Haddock. Con barba y todo, añadía el amigo. Y me dejó pensando. Después fui a la biblioteca, saqué Stock de coque y lo hojeé un rato. Dios mío, pensé de pronto. El capitán, al que siempre vi como un hombre mayor, viejo y curtido por el mar y la vida, ya es más joven que yo. Él sigue ahí, en los libros de Tintín, sin envejecer nunca, con su barba y su pelo negros, su gorra y su jersey de cuello vuelto con el ancla en el pecho; mientras que la imagen que me devuelve el espejo, la mía, tiene más arrugas, y canas en el pelo y en la barba. Canas que Archibald Haddock, capitán de la marina mercante, no tendrá jamás. Soy yo quien envejece, no él. Ya no soy Tintín, ni volveré a serlo nunca. Soy yo quien ha pasado, con el tiempo, al otro lado de las viñetas que acompañaban mi infancia. Y mientras devuelvo el álbum a su estantería, me sube a la garganta una risa desesperada y melancólica. Mil millones de mil naufragios.
El sable de Beresford
Lo bueno que tienen los bicentenarios es que van en ambas direcciones, como la Historia. Y todos tenemos motivos para descorchar botellas o agachar las orejas. Pensaba en eso con lo de Trafalgar, mientras a los súbditos de Su Graciosa les rebosaba la arrogancia y el chundarata con la espuma de cerveza. No creo, pensé observándolos, que celebren con ese entusiasmo y esa chulería el próximo aniversario que les toca, el año que viene, cuando se cumplan dos siglos desde el comienzo de las fracasadas invasiones inglesas en el Río de la Plata. Con tanto sobarse la gloria de la Invencible a Trafalgar y de ahí a las Malvinas, los futuros súbditos del Orejas siempre pasan de puntillas por encima de las estibas contundentes que, por ejemplo, les dieron Navarro en Tolón, Blas de Lezo en Cartagena de Indias, o los canarios al invicto Nelson —dejándolo manco— en Tenerife. Por eso dudo que monten parada naval o desfiles con fanfarria patriotera dentro de unos meses, cuando se cumplan doscientos años desde el comienzo de su maniobra para arrebatar a España las colonias en América del Sur. Y como sólo tienen memoria para lo que les interesa, conviene refrescársela. Incluyendo, por ejemplo, una cita del propio Times, que en su momento calificó la cosa —una vez fracasada, claro, y tras aplaudirla antes— como «una empresa sucia y sórdida, concebida y ejecutada con un espíritu de avaricia y pillaje sin paralelos».
El asunto empezó cuando, crecida por lo de Trafalgar, Inglaterra invadió Buenos Aires, en junio de 1806, con mil seiscientos soldados bajo el mando del general Beresford. Como de costumbre, el motivo era altruista y filantrópico que te rilas: devolver la libertad a los pueblos oprimidos por la malvada España, y de paso —pequeño detalle sin importancia— conseguir materias primas y consolidar mercados para el comercio inglés donde hasta entonces sólo podía penetrar mediante el contrabando. Para facilitar esa angelical liberación de los oprimidos, lo primero que hicieron los británicos fue proclamar allí la libertad de comercio —sólo con Inglaterra, por supuesto—, enviar a Londres el tesoro local bonaerense —millón y pico de pesos en oro—, y establecerse militarmente en la zona sin hablar ya de independencia para el virreinato. Al contrario: ante el consejo de ministros, el rey Jorge III declaró «conquistada la ciudad de Buenos Aires». Pero el gorrino salió mal capado: bajo el mando de Santiago de Liniers, españoles y criollos recobraron la ciudad, dándoles a los rubios las suyas y las de un bombero. Con ciento cincuenta bajas, hecho polvo, Beresford tuvo que rendir sus tropas y constituirse prisionero —luego se fugó, faltando a su palabra—, y del episodio quedó un bonito cuadro, poco exhibido en Inglaterra, donde se le ve con la cabeza gacha, entregando el sable a los españoles.
El segundo episodio empezó en enero de 1807. Con veinte barcos y 12.000 soldados, los generales Withelocke, Crawford y Gower volvieron a la carga, tomaron Montevideo —en el acto se establecieron allí enjambres de comerciantes británicos dispuestos a liberar a los oprimidos un poco más— y en junio los ingleses atacaron Buenos Aires por segunda vez. Ahora tampoco hablaban ya de dar libertad e independencia a nadie. Y echaron carne dura al asador: 8.000 soldados veteranos avanzaron por las calles de la ciudad; pero los frenó la gente, peleando casa por casa. «Todos eran enemigos —escribiría el coronel inglés Duff—, todos armados, desde el hijo de la vieja España al esclavo negro». El ataque decisivo del 3 de julio se estrelló contra la resistencia urbana organizada por Liniers: las tres columnas inglesas que pretendían alcanzar el centro de Buenos Aires, pese a que avanzaron imperturbables dejando un rastro de muertos y heridos, tuvieron que retroceder y atrincherarse, acribilladas a tiros y pedradas desde las ventanas y azoteas de las casas. Resumiendo: recibieron las del pulpo. Luego los porteños, con ganas de cobrarse las molestias, contraatacaron a la bayoneta hasta que «por los caños corrió la sangre». Con casi tres mil fulanos muertos y heridos, los malos tuvieron que rendirse, evacuar Montevideo y regresar a Inglaterra con el rabo entre las piernas. «Jamás creí —escribiría después el general Gower— que los rioplatenses fueran tan implacablemente hostiles».
Así que ya ven. Este año tocó Trafalgar. Vale. Pero en el 2006 y el 2007 toca Buenos Aires. No se puede ganar siempre.
El culo de las señoras
Vade retro. Cuidado con esas alegrías y esos sobos. También está mal visto tocarles el culo a las señoras, incluida la propia. Hace unos días, las feministas galopantes se subieron por las paredes a causa de un anuncio publicado en la prensa —«La puerta de atrás del cine», decía el texto— donde una foto de espaldas de la pareja formada por un presentador y una actriz, posando frente a los fotógrafos, mostraba la mano de él situada sobre el trasero de ella. Pese a que la imagen —publicada en El País— fue elegida por un equipo de marketing compuesto por ocho mujeres y dos hombres, todos por debajo de los cuarenta años de edad, las furiosas críticas hablaron de atentado contra la dignidad de la mujer, de incitación a la violación, de «dar por supuesto que las mujeres están para satisfacción sexual de los varones», y de publicidad ilícita por utilizar el cuerpo femenino, o parte del mismo, «como mero objeto desvinculado del producto que se pretende promocionar». Tela. Cómo sería la cosa, que incluso la directora general del Instituto de la Mujer tomó cartas en el asunto, asegurando que la imagen de ese anuncio era «vejatoria para las mujeres», y las reducía «a un simple objeto sexual al servicio de los hombres, claramente ofensivo para las lectoras». Por supuesto, el apabullado diario en cuestión, por tecla de su defensor del lector, dio en el acto la razón a las feministas y pidió disculpas. No era nuestra intención. Cielo santo. No volverá a ocurrir, etcétera. Y las niñas de la matraca se apuntaron otra. Así van ellas de crecidas. Que se salen.
A ver si nos aclaramos. Una cosa es que las erizas, cabreadas con motivo y en legítimo ejercicio de autodefensa, marquen con claridad las reglas del juego: intolerancia absoluta frente a machismo y violencia sexual. Eso es lógico y deseable, y ningún varón decente puede oponerse a ello. Por lo menos, yo no puedo. Ni quiero. Pero otra cosa es que, jaleadas por demagogos oportunistas, acatadas sin rechistar sus exigencias por quienes no desean buscarse problemas, una peña de radicales enloquecidas mezclen de continuo las churras con las merinas, empeñadas en someternos a la dictadura de lo socialmente correcto, retorciendo el idioma para adaptarlo a sus atravesados puntos de vista, chantajeándonos con victimismo desaforado, acorralando el sentido común hasta el límite de la más flagrante gilipollez. Y al final conseguirán que retrocedamos en el tiempo, que no se distinga socialmente el acoso sexual del simple ligoteo de toda la vida, que un amante se convierta en violador y deba avergonzarse de sus gestos en público, y que todo cuanto tiene que ver con la belleza de los cuerpos y la deliberada, consentida, gratificante y necesaria relación física entre hombres y mujeres, produzca recelo y se rodee de un ambiente sórdido y clandestino. Esa panda de tontas de la pepitilla va a lograr que todo parezca malo y obsceno otra vez, y que a los críos se los eduque de nuevo en la hipocresía de hace cuarenta años, cuando en los cines se censuraban escotes, faldas cortas y escenas de besos, y los obispos de turno —también diciendo velar por la dignidad de la mujer— le ponían a todo la etiqueta del pecado.
Respecto a los culos de señoras en concreto, qué quieren que les diga. Que me fusilen las talibanes de género y génera, pero he puesto la mano en alguno, como todo el mundo. Y creo recordar que no sólo la mano. La verdad es que nunca se me quejó nadie. Incluso, puestos a echarnos flores, lo que también hicieron algunas señoras fue poner la mano en el mío, con perdón, sin que nadie las obligara. En el mío como en el de cualquier varón normalmente constituido que les apetezca, supongo, y con el que exista la intimidad adecuada para el caso. Porque afortunadamente —y que no decaiga, vive Dios— también ellas se las traen, cuando quieren traérselas. Además, no sé por qué diablos dan por supuesto las integristas de los huevos que todas las mujeres se sienten, como ellas, ofendidas cuando un hombre les pone la mano en el culo. Sobre todo si ese hombre lo hace seguro del terreno que pisa, y con consentimiento expreso o tácito del culo en cuestión. El sexo es una calle de doble sentido, y ahí precisamente radica la maravilla del asunto. En el toma y daca. A ver qué tiene que ver el culo con las témporas. Coño.
Manitas de ministro
Me gustan las ventas de carretera españolas, las de toda la vida, tanto como detesto los autoservicios gigantescos o las vitrinas refrigeradas y el café en vaso de plástico de algunas gasolineras modernas. Ahora, con las autovías, muchas ventas han desaparecido o quedan lejos de las rutas rápidas habituales, pero sigo prefiriendo, cuando puedo, perder media hora para meterme por una carretera secundaria o una vía de servicio y recalar en alguna de las que siguen abiertas, ya saben, camiones aparcados delante, llaveros con el toro de Osborne, perdices disecadas, carteles de fútbol y fotos de toreros, cedés de Bambino y de la Niña de los Peines, botas de vino Las Tres Zetas y cosas así, con la sombra de Trocito y de Manolo Jarales Campos moviéndose por la mesa del rincón. Y también —o quizá sobre todo— me gusta la clientela que frecuenta esos lugares: camioneros despachando el menú del día, trabajadores del campo o la industria cercana, algún putón rutero tomando algo entre dos servicios, y la pareja de picoletos que dice buenas tardes y pide dos cafés con leche. Lo clásico.
Es mediodía y acabo de entrar en uno de esos sitios. Venta murciana común: longanizas y morcillas colgadas del techo, y los currantes de la carretera y de los campos cercanos despachando, en mesas con manteles de papel, el menú del día. Una venta como aquella de la que les hablaba hace tiempo en esta página, cuando oí al dueño comentar con dos parroquianos: «Venga ya, hombre. A mí me va a decir el veterinario si el cochino está bueno o malo». Al cochino me dedico también esta vez, por cierto. Morcón, longaniza frita, dos dedos de vino con gaseosa. Con o sin veterinario, el gorrino está de muerte. Por eso nunca me haré musulmán, me digo. Muchas huríes y mucha murga, pero no hay cerdo en el Paraíso.
El caso es que estoy despachando lo mío, y entre dos bocados miro alrededor. Las mesas y la barra las ocupan trabajadores reponiendo fuerzas. Me refiero a trabajadores de verdad: camioneros de manos endurecidas por miles de kilómetros de volante, cuadrillas de agricultores, operarios de maquinaria rural, albañiles de una obra próxima. Gente así. Llevan la cara sucia, el pelo polvoriento, las botas o las zapatillas gastadas, la ropa ajada. Entre ellos, hombro con hombro en las mesas, algún negro, algún indio, algún moro. Currantes, en una palabra. Comen inclinados sobre los platos, con las ganas de quien lleva muchas horas sin parar más que para echarse un pitillo. Y huelen bien. Como debe ser. Huelen a sudor masculino y honrado, a ropa de faena, a caretos en los que despunta la barba de quien se levantó temprano y lleva muchas horas de tajo. Huelen, en fin, a hombres decentes y hambrientos, embaulando con apetito, concentrados en el plato y la cuchara. De vez en cuando levantan los ojos para mirar el telediario, donde una panda de golfos con corbata, que no han trabajado de verdad en su puñetera vida, hacen declaraciones intentando convencer a toda España de que la realidad no está en la calle, sino en otra España virtual que ellos se inventan: el infame bebedero de patos que les justifica el sueldo y la mangancia. De nación, me parece que hablan hoy, discutiendo graves el asunto. Manda huevos. De nación, a estas alturas. Y yo miro alrededor y pienso: qué tendrá que ver una cosa con la otra. Qué tendrá que ver lo que se trajinan esos charlatanes, esos cantamañanas y esos hijos de la gran puta —las tres categorías más notorias de político nacional— con la realidad que tengo enfrente. Con esta gente que come su guiso antes de volver al tajo. Con sus sueños, sus esperanzas, sus necesidades reales. Con las familias a las que llevarán la paga a fin de mes.
En ésas estoy, como digo, masticando longaniza, cuando escucho la respuesta. Viene de la mesa más próxima, donde el ventero, lápiz y libreta en mano, cuenta a cuatro hombres de aspecto rudo y mono azul lo que hay de segundo plato: filete a la plancha con patatas fritas, conejo al ajillo o manitas de cerdo estofadas. A elegir. Y uno de aquellos hombres mal afeitados, de manos toscas y uñas sucias de grasa, mientras rebaña con pan los restos de un guiso de habas, patatas y pescado, dice sin levantar la cabeza: «A mí ponme las manitas de ministro». Luego sigue comiendo muy serio. Y nadie se ríe.
El arte de pedir
Qué bonito. El otro día un concejal de no sé qué habló de mendigos y mendigas. Ya hasta la miseria real o presunta debe ser socialmente correcta. Y está bien ponerla al día, la verdad, porque últimamente todo cristo pide algo por la calle. Como antes, pero más. Estás parado en una esquina, sentado en la terraza de un bar, caminas por la acera, bajas las escaleras del metro, y siempre hay alguien que te pide una moneda. Los hay que abordan con tacto exquisito —«Si es usted tan amable»—, que lo plantean como un favor puntual —«Présteme para el autobús»—, los que se curran el registro del colegueo —«Dame argo que ando tieso, pa mí y pal perro»— y diversos etcéteras más, incluidas las rumanas de los semáforos, que no te las quitas de encima ni atropellándolas, y esas Rosarios de rompe y rasga que, cuando rechazas la ramita de romero, te llenan de maldiciones y desean que te salga un cáncer en mal sitio, por malaje. También vuelve un tipo de mendigo que parecía extinguido: el que enseña los muñones como en tiempos de Quevedo, sólo que ahora suele tener acento eslavo o de por ahí. Aunque uno al que veo mucho en la puerta del Sol no sé qué acento tiene, porque va por la calle Preciados con los muñones de los dos brazos al aire y un vasito de máquina de café cogido con los dientes para que le pongan las monedas, soltando unos gemidos infrahumanos que hielan la sangre.
De todos ellos, como creo haberles contado alguna vez, los que nunca me sacan un céntimo son los llorones: los que se ponen de rodillas gritando que tienen hambre, o sitúan un Cristo o una Virgen delante, los brazos en cruz y el rostro inclinado entre la supuesta oración y la supuesta vergüenza por tener que pedir para que coman sus hijos; como uno que no me extraña que tenga hambre, porque lleva diez años arrodillado con su estampita junto a un lujoso hotel de Madrid en vez de buscar trabajo en la obra más cercana, que está llena de inmigrantes con casco, ganarse el pan y comer algo. Tampoco me gustan los que piden con malos modos o mala sombra, por la cara. Si me van a sacar viruta, pienso, al menos que se la trajinen. No hace mucho, paseando una noche con Javier Marías, nos abordó un sujeto con malos modos y acento extranjero. Al decirle que no, el jambo se puso delante cortándonos el paso y nos soltó: «Maricones». Cuando me disponía a darle una patada en los huevos, Javier se interpuso, metió la mano en el bolsillo y aflojó un euro. «Por perspicaz», le dijo con mucho humor. Fuese el otro, y no hubo nada. Y es que el rey de Redonda es así: pacífico. Y lleva suelto.
A otros, en cambio, si se lo curran, les das la camisa. Es cuestión de oportunidad y de concepto. De arte. El caso más espléndido me ocurrió hace poco en Cádiz. Salía con mi compadre Óscar Lobato de comer en El Faro, en el barrio de la Viña; y cerca de allí había en la acera, junto a un portal, un fulano sentado en un sillón de cretona con cabezal de ganchillo: un sillón casero de toda la vida, sacado afuera, supongo, para que su propietario tomara el fresco. Y el propietario en cuestión estaba a tono: chándal, zapatillas, treinta y tantos años largos, tatuaje carcelario en la mano, un pitillo en la boca. Imagínense la escena, el tipo sentado en el sillón, la ropa tendida, las marujas de charla en los balcones, las palomas picoteando restos de bollicao en el suelo. «Denme argo, caballeros», dijo el fulano cuando pasamos por delante, sin moverse y con mucha educación. Óscar, que es de la tierra, se detuvo ante él, lo miró con una cara muy seria y la guasa en sus ojos de zorro veterano, y comentó: «¿Hace calor dentro, verdad?». Y el del sillón dijo: «Jorrorozo». Óscar introdujo con parsimonia la mano en el bolsillo. «Tú eres de Cádiz, claro», apuntó. Y el otro, sosteniéndole la mirada imperturbable, respondió: «De Cai, zizeñó. Y a musha jonra». Mi compadre le dio un euro, yo otro, y cuando echamos de nuevo a andar, el pavo se puso en pie, fue caminando un trecho detrás, y al cabo lo vimos cruzar la calle y meterse tranquilamente en un bar, a invertir el capital: uno de esos sitios con barriles de cerveza en la puerta, mucho tío dentro, mostrador de cinc y fotos de equipos de fútbol en la pared. Nos lo quedamos mirando, y al fin Óscar, con un suspiro, murmuró: «Cádiz». Y luego, con una sonrisa: «Cómo no le vas a dar. A la criatura».
Esa manteca colorá
Acabo de calzarme en una tarde Manteca colorá, de Montero Glez, antes Roberto del Sur, de quien tengo el gusto de llamarme amigo aunque hace tiempo que no lo veo, o lo frecuento, porque se arrimó al moro, con su pava, y allí sigue, dándole a la tecla y comiéndose la vida a puñados, y a Madrid sube de uvas a peras. Se trata de una novela corta, obscena y muy salvaje, de interés teóricamente limitado, pues la acción transcurre en Conil de la Frontera, un lugar del Estrecho con viento y mar, allá muy debajo de lo más abajo, entre traficantes y chusma bajuna, y en tono adecuado a las