Los muertos no se tocan, nene
A las Pompas Fúnebres, sin cuyo concurso la Muerte no sería una cosa de tanto lucimiento.
I. El óbito
Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.
No podrá con la pena mi persona,
rodeada de penas y de cardos;
¡cuánto penar para morirse uno!
MIGUEL HERNÁNDEZ
1.
Don Fabián Bígaro Perlé estaba convencido de que morirse en primavera era un despropósito: el mundo ofrecía épocas más adecuadas para abandonarlo y sólo a un bohemio o a un anarquista se les podía ocurrir fallecer cuando todo en la tierra empezaba a renacer; de tan asociales sujetos cabía esperar cualquier cosa, incluso que arrastrados por su perversidad fallecieran en señalados días de fiesta, el colmo, pues los días de fiesta estaban en los calendarios para celebrarlos con la misa mayor, el concierto de la banda municipal, el arroz con pollo comido en familia y la corrida de toros, de haberla, y no para enlutarlos con un cadáver.
¡Qué dislate, morirse cuando al otro lado de la ventana la primavera encendía en los hombres de bien el ansia de vivir! El ideal sería apagarse en otoño, y a ser posible el primero de noviembre; de morir en tan señalada fecha incluso un pelafustán puede esperar que en los aniversarios de su óbito el mundanal ruido se acalle un poco, y si el pelafustán es optimista hasta confiar en que alguien, aunque sea por error, deje unas flores y una oración sobre su tumba!
Eso es lo que pensaba el señor Bígaro Perlé. Sin embargo, y muy a su pesar, el caballero se estaba muriendo en pleno mes de abril: sus noventa y nueve años eran otras tantas razones para morir en primavera y hasta en Pascua de Resurrección. En realidad debía haberse muerto hacía ya mes y medio cuando don Fortunio, médico de cabecera de la familia, lo despachó lavándose las manos en una palangana: «Llamad al cura, que aquí la ciencia médica se confiesa impotente», sentenció aquella lumbrera; si don Fabián seguía respirando se debía no tanto al afán de llegar a centenario —bueno, sí, la proeza le tentó los primeros días de su agonía, pero ya había renunciado a tan estúpida vanidad— sino a su convicción de que una persona como él estaba obligada a despedirse de la vida con una frase imperecedera:
El campesinado, el peonaje, el servicio doméstico y el quídam en general se pueden morir sin decir nada o, en el mejor de los casos, soltando una jeremiada cualquiera con el último suspiro, «¡Ay, que me muero!», por ejemplo, pero un Jefe de Administración Municipal, Medalla al Mérito Agrícola, Hermano Mayor de la Cofradía del Santo Madero y Presidente de Honor del Club Taurino como yo, no debe abandonar el mundo así como así.
Cierto que la postración y la debilidad de su estado le impidieron pronunciar las dichosas últimas palabras en las contadas ocasiones en que tuvo a sus deudos al alcance de la voz, pero también era verdad que ellos no demostraban mayor interés en escucharlas, pues los descastados, apenas el R. P. Amelgo le administró los Santos Sacramentos, empezaron a espaciar y acortar sus visitas; aquella misma mañana iban a dar las once y el único ser vivo que había entrado en la alcoba era Abelarda, la criada, y sólo para pasarle el plumero a los muebles.
A don Fabián Bígaro Perlé le dolía horrores reconocer que los miembros de su familia se estaban portando como cocheros, pues para él la Familia —ciertas palabras las pronunciaba siempre con mayúsculas— era sagrada, y vituperarla aunque sólo fuera con el pensamiento se le antojaba tan criminal como renegar de la Religión o de la Patria e incluso de la Fiesta Nacional. Pero ¿qué otra cosa podía pensar, si aquellos desgraciados no tenían perdón de Dios? Mariano, su propio hijo, ya septuagenario, se acercaba a la cama oliendo a alfalfa seca, pues era almacenista de piensos y forrajes, lo miraba de hito en hito durante un par de minutos, y en sus ojos se podían leer perfectamente cosas como: «Desahuciado por la ciencia y a bien con Dios, ¿a qué viene esta resistencia a morir, papá?». Una delicada alusión si se comparaba con la desconsideración de Pablo, el marido de su nieta Luisa, un brigada de la Remonta todo tripa y mantecas, que habituado al trato con los semovientes le gruñía a su mujer: «¡Terco como una mula hasta para morir!». Tortas y pan pintado al lado de la irreverencia de Fabianito, el primogénito de la pareja, quien al volver del colegio voceaba desde el vestíbulo, tomando a chacota la afición del bisabuelo a la Fiesta Nacional: «¿Qué, dobla o no dobla?». Pero las zurrapas de las heces de tan amargo cáliz las bebía el anciano moribundo cada vez que Lolín, hermana menor de Fabianito, se plantaba ante su cama para espetarle, con la inconsciente crueldad de la infancia: «¡Tonto, más que tonto, que pareces tonto! Como no te mueras no voy a poder hacer este año la primera comunión, con el traje tan bonito que me han hecho, que parezco una princesa».
2.
—Nada, seguimos lo mismo —rezongó don Pablo tras tomarle el pulso a su abuelo político. Y siguió—: Y yo me pregunto: ¿por qué no llamamos de una vez al doctor Salamoya?
—Tiene razón Pablo —chirrió la hija del almacenista de piensos y forrajes con aquel chirrido que tenía por voz, un chirrido que a su propio esposo le recordaba el del torno de los dentistas—. El día de la Ascensión está como quien dice a la vuelta de la esquina y si la nena no comulga este año, el vestido se le quedará pequeño para el que viene.
El chirrido sacó de un profundo sopor a don Fabián:
Y ahora, ¿qué quieren? Algo deben de estar tramando, nunca se habían presentado así, en manada. A ver si aprovecho la ocasión, cualquiera sabe cuándo volverán a congregarse aquí estos miserables.
—Pero la nena, ¿no puede hacer la primera comunión otro día? No sé, el del Corpus, sin ir más lejos —objetó tímidamente don Mariano. Y profetizó—: Porque mi padre no llega al Corpus, eso seguro.
Reunidas sus escasísimas fuerzas don Fabián movía el bigote, parpadeaba y torcía la cara, todo con la intención de llamar la atención del trío.
—Es que mi hermano, mi cuñada y mi tío el canónigo ya han sacado los billetes del tren, a ver si me comprende —razonó el brigada, soltando una de sus muletillas exasperantes. Que eran dos: una la citada y otra «a ver si me entiende».
—Imagínate, papá: venirse desde Murcia para nada, con el empeño que tiene el canónigo en ser él quien le dé a Lolín la primera comunión.
—Capaz es de excomulgarla, con el genio que se gasta —acudió en apoyo de Luisa su marido.
Visto que nadie reparaba en sus visajes, don Fabián hizo lo posible por emitir un gemido con el aliento que tenía reservado para legar sus últimas palabras a la Humanidad; en sus oídos el gemido sonó como un pitido lacerante, pero la verdad es que fuera de su cráneo resultó inaudible.
—Además, la niña está ahora muy bien preparada, que hasta dice que quiere ser santa, y sería una pena que perdiera la ilusión; el mismo padre Amelgo nos lo ha advertido.
—Bueno, y el doctor ese que decís, ¿qué va a hacer, si mi padre ya no tiene remedio?
Don Fabián los hubiera ahogado con sus propias manos. ¡Infames! ¡Ah, si los pudiera desheredar!
—El doctor Salamoya es una eminencia —dijo don Pablo, envuelto en el humo del caliqueño que acababa de encender.
—Ya puede —ponderó doña Luisa—. ¡Con lo que cobra!
—Salamoya, Salamoya... —repetía entre dientes don Mariano, a quien con la edad empezaba a fallarle la cabeza—. Pero ¿no es ese a quien llaman especialista en certificados de defunción?
—Habladurías, papá, eso son habladurías —le cortó su hija—. Que venga y que sea lo que Dios quiera.
Hacía ya rato que don Fabián, agotado, había dejado de gemir, o sea, de pitar: Muy bien: que sea lo que Dios quiera y si lo que Dios quiere es que yo no pronuncie mis últimas palabras, que me permita ir cuanto antes a hacerle compañía a mi pobre Rosarito, que lleva tantos años en el panteón familiar —y como el hombre estaba ya más en el otro mundo se permitió el lujo de llamar asesino a su hijo—: ¡Setenta y uno exactamente, los que tiene ese adoquín de Mariano, que la mató al nacer!
3.
Nada recordaba en el doctor Salamoya a esos mediquitos modernos ataviados con trajes de tonos claros, lazo de pajarita, zapatos de suela de crepé y cartera de negocios con cremallera, capaces de entrar en casa de los enfermos tarareando un alegre pasacalles; el fúnebre facultativo vestía de riguroso luto, negro el sombrero, negra la barba, negro el traje, negra la corbata, negro el maletín de fuelles, negro el bastón y negras las botas, y el cavernoso gorgoteo que salía de su garganta sonaba a salmo penitencial:
—El enfermo, rápido, ¿dónde está el enfermo?
Lo preguntó como si temiera encontrarlo ya exánime —en cuyo caso no podría cobrar la visita, claro— y sin prestar atención a las explicaciones que sobre el caso intentaban darle don Mariano, don Pablo y doña Luisa, se internó en la casa husmeando como una hiena hasta localizar la habitación que gracias a su ciencia iba a ser en brevísimo plazo cámara mortuoria.
¡Qué distintas sus maneras de las de don Fortunio, amigo antes que galeno, quien en el trance de visitar a un enfermo, y fuera cual fuera la gravedad del caso, se interesaba primero y en detalle por la salud de los demás miembros de la familia, como si la del encamado no tuviera la menor importancia, y luego, ya cara a cara con el paciente, empezaba por afearle su conducta: «¿Qué haces ahí, podrigorio? —don Fortunio llamaba así a sus clientes, pero con cariño—. ¿No sabes que la cama come más que la enfermedad? ¡Arriba, caballo moro! —y entre tanto le ponía las botas—. Ahora mismo nos vamos tú y yo a Casa Baldomero a comernos un conejo con una botella de vino, que eso entona el cuerpo mejor que ninguna medicina». Todo era una farsa, naturalmente, pero el tratamiento animaba tanto al enfermo que, de no estar en coma irreversible, intentaba alzarse de la cama; se decía que el bondadoso doctor había puesto en pie a clientes con fracturas de ambas piernas, pelvis y base del cráneo, lo que sin duda era una exageración. Pero, en cualquier caso, lo cierto era que una vez tomado el pulso del podrigorio le examinaba el epitelio volviéndole del revés un párpado, le bajaba la lengua con la cuchara aportada por la criada de la casa, y una vez visto el aspecto que presentaban sus amígdalas —las del podrigorio en cuestión, no las de la doméstica, aunque si la pechuga de la chica lo merecía, a la pechuga se le iba la cuchara a don Fortunio, que lo docto no quitaba lo galante— y en menos que se dice un credo prescribía un consomé con la yema de un huevo, una rodajita de merluza cocida y dos dedos de vino —el vino siempre que fuera bueno, precisaba severo—, porque según don Fortunio el organismo de un enfermo sabía más de su mal que el propio médico, quien debía limitarse a no precipitar el deceso con su intervención: «Quien caga duro, pee fuerte y mea claro no ha menester médico ni cirujano», ésa era su divisa. Otra cosa era la cirugía: «Ahí —se rendía— cortar por lo sano y sin duelo».
Absolutamente despreocupado de la admiración que su técnica provocaba en los presentes, el doctor Salamoya, que ya estaba a lo suyo, fue descoyuntando las articulaciones del moribundo con el fin de colocarlo en las posiciones más convenientes para golpearle las rodillas, los codos y el colodrillo con un martillito metálico, y una vez consumados el dislocamiento total y la percusión general de su víctima la abandonó en decúbito supino, y con voz ominosa previno a los presentes:
—Resignación. No le doy más de cuatro minutos.
Dicho esto devolvió el martillito al malet