Ni se les ocurra disparar

Fragmento

Indice

Índice

Portadilla

Índice

Nota del editor

La idiotez de no saber por qué

El sublime exagerador

Visitar la prehistoria

El perjudicial prestigio del presente

Películas únicas

Blanquear verdugos

¿Acaso no nos alquilamos todos?

Un sinfín de no sé qué

Los que llevamos la nave

Bachillerato con adultos

Museo del mar fantasma

Como sioux

Elegir lo grotesco

Día de confesiones

Ni se les ocurra disparar

Un madridista enloquecido

Tengo un razonamiento

Por qué casi nadie es de fiar

Lo que uno lleva consigo

Cosas que nunca terminan

El país que se toma la crisis a broma

Caricatura del jefe español (o no tanto)

Infantilizados o ancianizados

La mujer como lacra

Cuando ya no se distinguen

Cuánto dura cada crimen

El modesto caso de la cigüeña cadáver

La gratitud

Pieles finísimas

Los robos remotos

Y los robos presentes

Un infierno ahuyentador

El gubernamental desprecio por la libertad

Paletos homéricos

Que no me entero

Las imbecilidades y sus consecuencias

El folklore de los huesos insignes

Esos saberes irrelevantes

Delitos legalizados

Cuento de Cecil Court

Libres según

Cuento de New Haven

Los exterminadores de toros

Los cien años de una amiga

El tigre y los santos

Los matones protegidos

Todavía parte de este mundo

Un ejercicio de comprensión

La bailarina reacia

«Esa puta mierda»

La breve vida de la posteridad

Escenas de efímera exasperación I

Esa cara me suena

La ley de los susceptibles

Escenas de efímera exasperación II

El país que perdió el humor

¿Hay quien dé más?

La crítica de mi tiempo

Escenas de efímera exasperación III

Hay que convivir con eso

Cuento de Carolina y Mendonça

Las amigas de buen corazón

Que no se acabe la rabia

La opinión del hijo del vecino

Simulacros e impostores

Cuento de la poderosa con bombas

Vejámenes «in the grounds»

Fraude, deudas o prodigios

A quién se le ocurre traerme al mundo

Los Patrulleros

Ráfagas sudafricanas

Contra los malasombras

Para eso somos el Gobierno, idiota

Me estallará la cara

No prometéis nada bueno

Ustedes nos han hartado

No Gubernamentales a ratos

Medrados estamos

Red de pardillos

Alérgicos al arrepentimiento

El triste que lo contamina todo

El acoso del razonamiento

Cosas de la crisis que no entiendo

Viajamos entre las eternidades

Suerte que no votamos mañana

Entusiastas que matan

Puritanismos primitivos

Ventajas de la zafiedad reinante

Machismos involuntarios

Competiciones fúnebres

Ocultar y averiguar

Mirar lo inadvertido

Los años diez

Los nuevos explotadores

Delaten, no se priven

Discusiones ortográficas I

Discusiones ortográficas II

Sobre el autor

Créditos

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Nota del editor

 

El volumen que el lector tiene en sus manos recoge los artículos publicados por Javier Marías en el suplemento dominical El País Semanal entre el 8 de febrero de 2009 y el 6 de febrero de 2011; en suma, 97 piezas que corresponden a dos años de labor columnística.

Como hace casi siempre con las recopilaciones de sus textos periodísticos, Marías ha escogido como título para esta colección el de uno de los artículos que la componen, «Ni se les ocurra disparar», una diatriba inteligente e irónica contra la pusilanimidad de nuestros gobernantes a la hora de hacer frente a los ataques de los piratas en los mares. Aunque centrada en España y en un caso concreto, la pieza va más allá y revela algunas de nuestras contradicciones como sociedad, algo característico en Marías —no quedarse en la superficie de las cosas, además de no callarse nunca ante las tropelías— y que sus lectores aprecian muy especialmente, tanto que con mucha frecuencia han manifestado en las Cartas al Director que al leer sus artículos sienten que su voz los representa. Así, involuntariamente, el Marías escritor de columnas se ha convertido para muchas personas de toda clase y condición en la voz del ciudadano común, y aun —paradójicamente, dados el atrevimiento y la originalidad de sus posturas e ideas— en la del sentido común que tanto parece escasear hoy en nuestro país.

Claro que las cuestiones que abordan las colaboraciones semanales reunidas en este libro no se ciñen al ámbito de lo político o lo social, sino que las piezas se ocupan de asuntos muy variados que interesan o preocupan al autor, a menudo salpicadas de bromas. Por poner algunos ejemplos de dichos asuntos: el arte contemporáneo, libros, películas y series de televisión (los favoritos y los denostados), el deterioro de la lengua, el Mundial de Fútbol de Sudáfrica, los desmanes de la Iglesia católica (su artículo sobre la Semana Santa es ya un clásico), el cumpleaños de una amiga, la crisis económica, su vuelta a Venecia y a New Haven al cabo de muchos años, las nuevas normas de ortografía, su miedo a volar, una bailarina y un señorín...

Al leer seguidos los artículos aquí reunidos, se tiene la impresión de que Javier Marías, con su claridad expositiva y la hondura de sus reflexiones, al tiempo que nos desvela a todos la realidad, también incita y espolea constantemente al lector a pensar más por su cuenta sobre el mundo en que vivimos.

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La idiotez de no saber por qué

 

Hace ya mucho que, cuando visito un museo, mi paso se acelera al llegar a las salas de lo que se suele llamar «arte contemporáneo», es decir, a grandes rasgos, el producido entre 1965 y la actualidad. Rara es la obra de este ya largo periodo que me invita a detenerme ante ella más de un minuto, incluidas las que me agradan, que algunas hay. Pero la mayoría me parecen lisas como el futuro y casi ninguna rugosa como el pasado. Me aburro mirándolas, porque apenas hay nada que desentrañar. A lo sumo son «bonitas», pero de la misma o parecida manera en que resulta bonito un mueble al que se echa un complacido vistazo y nada más. Si aún visito esas salas, es sobre todo por un autoimpuesto sentido del deber y por un afán de respeto hacia quienes han colgado allí esos cuadros o artefactos. «Algo habrán visto los responsables, para otorgarles tan distinguido lugar», pienso, «y que yo difícilmente lo vea no significa que ese algo no esté. Me voy a esforzar». Miro y me suelo quedar como estaba. Debo añadir que eso no me causa complejo ni preocupación. Al contrario, salgo con la conciencia doblemente tranquila: he hecho el intento y, si no he logrado interesarme, considero que no es culpa mía sino de la obra en cuestión. He visto suficiente arte a lo largo de mi vida como para crearme ahora inseguridades.

Por supuesto, no me molesta en modo alguno la exhibición de «arte contemporáneo» en dichas salas. Allá los dueños de cada museo, y nadie me obliga a entrar en ellos. Sí me molestan, en cambio, y mucho, las supuestas obras artísticas que se me fuerza a contemplar: las que instalan las autoridades en las calles y las que pintan los grafiteros en un muro, una fachada, un vagón de metro o donde quiera que se les ocurra. Hoy existe una infinita comprensión hacia estos «artistas espontáneos», cuando no se los alienta directamente desde la prensa y las instituciones, que temen no parecer lo bastante «democráticas». Yo no lo entiendo, ya que los grafiteros no sólo están imponiendo su imaginería particular a los demás, en un espacio común del que no se puede escapar, sino que también están tachando la limpieza o desnudez de un edificio, su mera neutralidad. ¿Se imaginan que entraran en sus casas y les pintaran las paredes para «dar rienda suelta a su creatividad», y ustedes tuvieran que ver sus chorradas a diario o borrarlas repetidamente? La situación no es muy distinta en la ciudad, ya que éstas son extensiones de nuestros hogares, sitios por los que nos movemos, sólo que, al ser de todos, ni nosotros ni nadie podemos decidir cómo decorarlos. Las autoridades sí deciden, y a menudo me pregunto con qué potestad.

Hay tres o cuatro artistas actuales que siempre «necesitan» las ciudades y a los que, incomprensiblemente, los ayuntamientos del mundo dan sus permisos y beneplácitos. Uno es ese individuo, creo que búlgaro, que lleva un montón de años envolviendo edificios emblemáticos con lonas, nunca he sabido con qué objetivo ni le he visto el interés. Otro es un americano que reúne a masas de personas en una plaza o explanada, las convence de desnudarse todas a la vez y les hace unas espantosas fotografías, tampoco se sabe con qué fin ni interés, más allá de los del voyeur. El tercero es un escultor colombiano que de vez en cuando invade las ciudades con sus figuras monótonamente gordas y artísticamente planas. El cuarto es un suizo que ideó lo que se conoce como Cow Parade: sus horrendas vacas de fibra de vidrio he tenido la mala suerte de topármelas en el pasado en Edimburgo, Berlín y Dublín, y ahora, con descomunal retraso, las han puesto en Madrid: ciento cinco vacas sin ningún atractivo, decoradas por artistas locales y a cual más chafarrinosa. Bueno, ya digo que maldita la gracia que me hace encontrarme con las lonas imbéciles, las masas empelotadas, las esculturas paquidérmicas o las vacas pintarrajeadas. Personalmente no creo que nada de eso sea buen arte, pero admito que otros lo crean y me aguanto mientras duran el «experimento» o la «exposición».

No es el caso de parte de mis conciudadanos, que el primer fin de semana que tuvieron a las vacas bobas diseminadas por Madrid, robaron una (tras desatornillarla), se montaron sobre varias y dañaron a propósito la mayoría. Y me temo que no fue porque no les gustaran, como a mí, sino porque están acostumbrados a que cualquier objeto que esté en la calle se pueda robar o destrozar impunemente. Son los mismos sujetos, no se olvide, que se abalanzaron con tijeras a cortar trozos de alfombras durante la boda de los Príncipes de Asturias, y que se llevaron a sus casas hasta el último adorno de aquella ocasión. Son los que dejan arrasadas la Puerta del Sol y la Plaza Mayor tras cualquier celebración, que roban o destruyen papeleras no se sabe por qué, que mean y vomitan en los portales cercanos a las zonas de copas o de botellón. Estoy convencido de que si a cualquiera de esos individuos se le preguntara, fuera de la situación, por qué había hecho esto o lo otro, respondería «No lo sé» o, en el mejor de los casos, «Por diversión». Y de que a la siguiente pregunta —«¿Por qué eso es divertido?»— contestaría igualmente «No lo sé». Hacer cosas sin saber por qué es una de las mayores pruebas de idiotez, y la plaga va más allá de Madrid. Nuestras autoridades llevan decenios permitiendo —más bien fomentando— una ciudadanía dominada por esa idiotez. Claro que es probable que a la pregunta «¿Por qué nos colocan ustedes las lonas, las muchedumbres en bolas, los obesos y las vacas feas?», también ellas supieran sólo responder: «No lo sé».

 

8-II-09

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El sublime exagerador

 

Si ustedes son lectores habrán experimentado la sensación alguna vez: hay un libro que nos gusta tanto, y en cuyo mundo nos sentimos tan cómodos, que no deseamos que se nos termine bajo ningún concepto, y durante la lectura de sus penúltimas páginas nos vamos parando para saborearlas mejor y aplazar el desolador momento en que ya no habrá más. El 16 de febrero de 1989, mañana hará veinte años, me sucedió eso exactamente. Fui a cenar con Juan Benet, Blanca Andreu y Vicente Molina Foix, y les hablé de la novela que estaba a punto de concluir, la versión francesa de Maestros antiguos, de Thomas Bernhard (la traducción española no había aparecido aún). Al volver a casa ya tarde, leí unas páginas más, y, cuando me quedaban sólo veinte, decidí dejármelas para el día siguiente, con vistas a que hubiera una jornada más de anticipación y placer. Pero esa prolongación se me aguó: el viernes 17, al mirar este diario por la mañana, me encontré con la noticia de que Bernhard había muerto, y el final de su novela lo leí con más pesar que contento. De hecho había muerto el día 12. Ignoro o no recuerdo por qué tardó tanto en saberse en España, país en el que por entonces ya era muy conocido.

En el más remoto origen, había sido un empeño personal mío que lo fuera. Doce años antes, Alfaguara, de cuyo consejo asesor formé parte entre 1975 y 1978 o algo así, publicó Trastorno, el debut de Bernhard en España. Yo había leído esa novela en francés y la recomendé con entusiasmo. Pero un lector de alemán, a quien se le pidió un informe, la puso verde, tachándola de decadente, pesimista, nihilista, reaccionaria, derrotista, aristocratizante y qué sé yo qué más. Imploré una segunda opinión de otro lector de alemán (yo no lo era), y por suerte la obra fue a parar a manos de Miguel Sáenz, quien no sólo coincidió con mi apreciación, sino que además se convirtió en el traductor habitual de Bernhard y más tarde en su biógrafo. Yo, sin embargo, seguí leyendo al autor austriaco siempre en francés. Me había acostumbrado y además sus libros se traducían antes a esta lengua, y me faltaba la paciencia para esperar. La primera crítica de Trastorno la escribió Félix de Azúa. La segunda, en este periódico, yo mismo, haciendo así cuanto estuvo en mi mano por que se leyera a Bernhard aquí.

Y se lo leyó, ya lo creo que se lo leyó. De hecho no fueron pocos los novelistas nacionales que se vieron contagiados por lo que llegó a llamarse «el virus Bernhard» y que lo imitaron descaradamente (a mí me afectó en alguna página suelta, controladamente y con plena conciencia, o eso quiero creer). Pero, desde mi punto de vista, en general se lo leyó bastante mal, con una gravedad y una literalidad no muy distintas de las de aquel lector de alemán que no estaba dispuesto a que se lo tradujera. Causó especial impacto su autobiografía en cinco breves volúmenes, en la que relataba miserias que convertían en privilegiados a los niños de Dickens y arremetía ferozmente contra su país y sus compatriotas, la Iglesia Católica connivente con el nazismo, el Festival de Música de Salzburgo y esta entera ciudad, contra Viena y la campiña austriaca, como por otra parte hizo en muchas de sus novelas. Su género fue en gran medida la diatriba, y los austriacos lo detestaron por ello. Se sabe que los más exaltados se acercaban a su casa a tirar piedras contra sus ventanas y ver si le echaban una ojeada al «monstruo». Luego siguieron al pie de la letra lo que se dice en Macbeth —«Si estuviera muerto, lloraríais por él»— y hoy es una gloria nacional. Pero para mí Bernhard fue sobre todo un sublime humorista, que llevó a lo más alto el arte de la exageración. Sus diatribas eran sin duda sinceras y profundas, pero también de una irresistible y deliberada comicidad. En contra de lo que les pasó a muchos, jamás me deprimí leyéndolo, sino que soltaba carcajadas cada dos por tres. Al cabo de los años, no se me borra aquel pasaje de varias páginas en el que, para denigrar a su país, asegura que la revista Neue Zürcher no se encuentra en toda la inculta Austria, mientras que puede adquirirse «fácilmente en el quiosco de cualquier pueblo español». O aquel otro en el que explica el motivo por el que se les dan premios a los escritores, y concluye que lo que se pretende siempre con ello es «cagar sobre la cabeza» del galardonado. «Siempre acaba alguien cagando sobre tu cabeza», insiste una y otra vez.

Veinte años sin que Bernhard dé nada nuevo a las prensas. No creo que ahora se lo lea ya mucho, como ocurrirá con Sebald dentro de unos pocos años más. Morirse lo pone a uno de moda, pero es una moda pasajera y de la que el escritor no disfruta. Guardé sin leer su última novela, Extinción, para que me quedara algo «nuevo» de Bernhard en el futuro y en época de vacas flacas. Iré a la estantería por ella. El futuro ya ha llegado, y las vacas flacas también.

 

15-II-09

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Visitar la prehistoria

 

Cenaba hace unas semanas con el director de cine Agustín Díaz Yanes y con Arturo Pérez-Reverte, y el primero nos contó que, en unos cursos que da anualmente a estudiantes de guión, se encuentra con que muchos desconocen por completo la historia del arte al que van a dedicarse, o que cada vez creen, en la práctica, que esa historia ha empezado más tarde. No es ya que no hayan visto ni oído hablar de Ciudadano Kane, La diligencia, La regla del juego o Extraños en un tren, de los años treinta y cuarenta. Es que tan sólo les suenan vagamente El padrino o Grupo salvaje, de los setenta, y las ultimísimas hornadas prescinden ya de Pulp Fiction, de los noventa, por mencionar un título que no es comparable con los citados, pero con el que las promociones inmediatamente anteriores poco menos que pensaban que se inauguraba la historia cinematográfica.

No me cabe duda de que esto se debe, en parte, a que cualquier película con más de un decenio hay que hacer un acto de voluntad para verla. Se pueden comprar en DVD —o «descargar», en muchos casos—, pero eso supone dinero, cierto esfuerzo y estar informado de su existencia. Hasta hace no demasiado tiempo —pero el suficiente para que todo haya cambiado—, las televisiones no tenían inconveniente en programar cintas antiguas, incluso en blanco y negro, a horas más o menos decentes. Varias generaciones nos nutrimos de ellas y completamos nuestra cultura con esas visiones «pasivas» o «azarosas». Añadía Díaz Yanes que cuando les ponía a sus estudiantes algunas películas para ellos antediluvianas, se quedaban asombrados y entusiasmados, y descubrían que muchas de las cosas actuales que creían nuevas u originales tenían en realidad más edad que sus abuelos. Pérez-Reverte y yo, por nuestra parte, comentamos lo llamativo de que, siendo escritores y no cineastas (pero nuestra devoción por el cine es bien conocida), bastantes lectores nos pidan que dediquemos alguna columna de prensa a recomendar películas antiguas, y, dentro de éstas, las que no sean demasiado célebres y a nuestro parecer valgan la pena, o aquellas por las que sintamos debilidad, aunque no sean obras maestras. Quizá otro día me anime a ello, si les parece (y si no, no me animo). Vaya por delante mi ya muy confesada pasión por una modesta, El fantasma y la señora Muir, de Mankie-wicz, cuyo centenario se celebra ahora, y que está disponible en DVD.

Lo cierto es que esta orfandad de los más jóvenes se da hoy en casi todo: ven y leen lo reciente, lo estrictamente contemporáneo a ellos, y suelen saber de historia la que coincide con sus breves vidas, luego en España empiezan a ignorar hasta el franquismo. Al mismo tiempo, cada vez hay más que desean escribir o hacer cine, y nadie les ha enseñado que cualquier artista, para su formación, puede más o menos prescindir de lo último, pero no justamente de lo que lo ha precedido, porque si lo desconoce está condenado a repetirlo sin saber que lo repite, y a convertirse por tanto en un mero epígono. Numerosos cineastas y narradores actuales, normalmente los que se creen más innovadores y modernos y se permiten tachar de anticuado cuanto es un poco más viejo que ellos, hacen películas y escriben novelas rancias, repetitivas, trilladas. Con una mezcla de ingenuidad y soberbia, han decidido que no tienen que aprender lecciones de nadie y que la literatura y el cine van a nacer o a renacer con ellos. No se molestan en ver qué se ha hecho antes, porque piensan que lo que se les ocurra ha de ser por fuerza «nuevo», tanto como lo son sus vidas. Sin embargo, lo mismo que quien se enamora por vez primera está obligado a repetir en sí mismo los sentimientos y sensaciones que gran parte de la humanidad ha albergado desde el principio de los tiempos, lo natural es que a un escritor o a un cineasta jóvenes se les ocurran historias y estilos ya inventados y desarrollados con infinita maestría. Si en música apareció el dodecafonismo no fue porque la de Schubert y Beethoven, Wagner y Richard Strauss no fuera maravillosa, sino justamente porque había llegado a serlo en demasía. Otro tanto puede decirse del figurativismo en pintura, por poner ejemplos simples. Cada ser humano está abocado a recorrer, en su efímero lapso de tiempo, todas las fases que recorrieron sus antepasados a lo largo de los siglos, tanto vitales como artísticas. Quien pretenda cultivar un arte debe aligerar el paso y empaparse cuanto pueda de lo que lo ha precedido, para no resultar anacrónico sin enterarse. Hoy, extrañamente, se dan escritores que presumen de no haber leído apenas, y cineastas que proclaman con desafío haber visto sólo las últimas series televisivas «de culto». Entre los primeros los hay convencidos de ser el colmo de lo novedoso, cuando se limitan a reiterar fórmulas arcaicas, de los años setenta como muy tarde (años, además, particularmente estériles y tediosos, y lo dice quien debutó en ellos), que los críticos, igual de ignorantes —o desmemoriados—, les compran y aplauden sin reservas. Todos ellos, en fin, están condenados a descubrir mediterráneos y a provocar el bostezo de sus mayores, a menudo más modernos, sólo sea por haber visitado la prehistoria en su día.

 

22-II-09

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El perjudicial prestigio del presente

 

Una de las mayores causas de infelicidad de los hombres ha sido el enaltecimiento del presente y la desestimación del pasado. Quizá nada produzca más dolor que ser un fue, como creo que escribió Quevedo mucho antes de que los españoles horteras aprendieran su equivalente inglés y dijeran de alguien que es un «has been». Y es un lugar común de la literatura de todos los tiempos lamentarse por la dicha o la gloria perdidas y aun señalar que, por haberlas tenido, el aguijón de la tristeza se clava con más saña que si no se hubieran nunca conocido. El hombre o la mujer que fueron apuestos padecen su marchitamiento en mucha mayor medida que quienes fueron siempre corrientes o feos. Los que amaron y fueron amados se desesperan tras la viudedad o el abandono o la progresiva dureza de sus corazones, mientras que quienes jamás probaron esos entusiasmos o los domesticaron se mantienen tranquilos en sus diferentes edades. Quienes poseyeron riquezas y el azar se las arrebató o las malbarataron, son mucho más desgraciados que quienes vivieron de principio a fin medianamente. El actor que fue un ídolo no soporta que ya no le ofrezcan papeles y haber caído en el olvido, mientras que el secundario que jamás encabezó carteles y en cuyo nombre nadie se fijaba tal vez sigue trabajando y siente que, por persistencia, se lo reconoce más que antes. El cantante que adoraron multitudes languidece amargado entre sus recortes y maldice a las generaciones nuevas que ni siquiera saben de su existencia, mientras que los anónimos músicos que lo acompañaban puede que sigan tocando para los nuevos fenómenos, que apreciarán su profesionalidad y su veteranía. Lo mismo puede decirse de un escritor de éxito o de un gran futbolista: de los triunfos pasados e idos es de lo que más cuesta curarse.

Todos conocemos ese «riesgo» desde que el mundo es mundo, pero casi nadie se resiste a correrlo. Pocos son los que, ante un giro favorable de la fortuna, han decidido rehuirlo por si acaso les llegaba un revés más adelante. Todos tenemos la esperanza de que el primer giro dure, y aun se eternice, y algunos viven a partir de entonces con la perpetua angustia de que se les cambie el viento. Se deprime el novelista si su siguiente libro se vende menos que el anterior, aunque aún se venda mucho. El futbolista se nubla cuando no sale de titular un día. El cantante se ensombrece si le contratan menos galas. El bello o la bella viven con el alma en vilo a la búsqueda de canas, entradas, arrugas o flaccideces. El ministro enloquece cuando se lo releva por incompetencia o desgaste o su partido pierde unas elecciones.

Lo curioso de nuestra época es que, sabiéndose todo esto como se sabe desde hace siglos, nada se haya hecho para paliar esos desgarramientos y ansiedades, sino todo lo contrario. Lejos de intentar los hombres apreciar cada vez más lo habido y estar contentos con lo que la fortuna les otorgó durante un periodo de sus existencias (cuando a la mayoría no les otorga nada, desde su nacimiento hasta su muerte), se les ha acentuado la sensación de que lo que no es, no ha sido; de que lo que pertenece al pasado ya no cuenta, por excepcional que fuera; de que el dinero acumulado ya no existe, si no se sigue ganando; de que las ventas logradas se han borrado de golpe, si no se continúa vendiendo; de que la admiración cosechada no vale nada, si ha dejado de suscitarse; de que la belleza que se tuvo un día no es sino la maldición del recuerdo, cuando se ha rebajado y atenuado.

¿Por qué se tiene tan en poco lo sucedido, una vez que ha cesado? ¿Por qué nuestras sociedades, conscientes de ello, lejos de fomentar su estima, alientan cada vez más su descrédito? Y así contamos con un número creciente de personas desquiciadas, que se operan cien veces y se inyectan cualquier veneno con tal de aparentar menos años, para convertirse a menudo en deformidades infladas; deportistas que estiran sus carreras hasta lo inverosímil, con frecuencia a base de sustancias dañinas; cantantes que brincan por los escenarios a sus setenta años; escritores que sacan un libro tras otro a toda prisa por temor a que el breve eco del anterior se apague; políticos dementoides que no harán ascos al delito por perpetuarse. Cuando escribo esto, uno de ellos, Hugo Chávez, pregunta insistentemente a los venezolanos lo que ya les preguntó —y le dijeron que no— hace menos de dos años: ¿quieren que yo pueda ser reelegido indefinidamente, en contra de lo que la Constitución establece? Pero lo peor no es la insistencia, sino sus falsos remilgos y su hipocresía. «Si por mí fuera, yo les diría: Voten no», los ha arengado. «Si por mí fuera, en 2012, cuando termine mi actual mandato, me iría a descansar al campo.» Lo asombroso es que alguna gente le haya creído, que sólo quiere seguir por abnegación y que se sacrificará, qué remedio, ¡hasta 2049!, porque de que pueda mandar hasta esa fecha depende el futuro de su «revolución». Ese hombre es un arcaísmo de pies a cabeza, pero ha sabido captar lo que exige nuestra época suicida: que nada acabe nunca, y que no exista ya el pasado.

 

1-III-09

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Películas únicas

 

De los muchos libros que ya llevan mi firma, estoy particularmente satisfecho de uno que me debe muy pocas páginas, pero sí la selección y la idea, publicado hace veinte años. Se llamó Cuentos únicos, y era una antología de relatos raros, en su mayoría ingleses, de miedo, y escritos por autores desconocidos: gente que no había pasado ni a la historia menor de la literatura pero que en mi opinión había acertado de lleno una sola vez, y de ahí lo de «únicos». Escritores ocasionales o malogrados, con una obra insuficiente, en cuanto a calidad, para quedar en la memoria de nadie, pero de los que valía la pena dar a conocer esas pequeñas joyas que por azar habían producido, sin ni siquiera darse cuenta de que lo eran.

Tengo especial simpatía por lo que se hace desde la modestia y la falta de pretensiones, algo que casi ha dejado de existir. Una de las pruebas es que no hay ya película que no se anuncie como «un film de Fulano de Tal», aunque ese Fulano sea un debutante y no lo conozca nadie. La fórmula estaba reservada a los cineastas muy consagrados (John Ford, Orson Welles o el sobrevalorado Fellini), pero ahora recurre a ella cualquier indocumentado. Y algo parecido ocurre con las novelas. No hay quien presente una novedad sin redoble de tambores y trompeteo, por lo que las decepciones son moneda corriente y rara avis las gratas sorpresas. Hace dos semanas anuncié que, si les parecía, otro día me animaría a recomendar algunas antiguas películas que, sin ser obras maestras, me dejaron un recuerdo indeleble, a veces por una sola escena. A unos cuantos lectores les ha parecido bien, así que aquí van unas pocas así, honradas, modestas y sin pretensiones, con las que sin embargo uno aprendió mucho y disfrutó —según dice siempre Augusto M Torres— como sólo se hace en las edades de la inocencia. Todo venía —recuerdan— de una cena con Pérez-Reverte y Díaz Yanes, y el primero ya cumplió su promesa, allí donde escribe cada domingo, de recomendar una larga lista de películas de guerra que casi plenamente suscribo. Ahora me toca cumplir con mi parte, aunque sin limitarme a un solo género.

Siento gran debilidad por Espía por mandato, de George Seaton, en la que William Holden y Lilli Palmer colaboran para sabotear a los nazis, y gracias a ellos se produce un bombardeo con muchas víctimas. Ella, sin embargo, es católica, y le remuerde la conciencia. Decide ir a confesarse, pero en el confesonario se ha introducido un agente de la Gestapo, al que no puede distinguir a través de la rejilla. No la veo desde hace mil años, pero esa escena la tengo grabada. Lo mismo me sucede con Bajo diez banderas, de Duilio Coletti, con el incomparable Charles Laughton, en la que un espía ha de abrir una caja fuerte, el camino hasta la cual está protegido por un sistema de alarma de rayos infrarrojos que él, con unas gafas especiales (y el espectador, por tanto), ve como una terrible maraña de hilos entrecruzados. Si roza uno solo, se disparará la alarma y será capturado y ejecutado. Pocas veces he sentido más emoción que con sus piruetas en el laberinto.

Tampoco es fácil volver a ver Río Conchos, de Gordon Douglas. Lo que mejor recuerdo es el precedente del Kurtz de Apocalypse Now (no del de El corazón de las tinieblas de Conrad, evidentemente), encarnado por Edmond O’Brien, un antiguo oficial confederado (aún conserva el uniforme), dueño y señor de una especie de ciudadela en México poblada por desalmados. También el Peckinpah de Grupo salvaje le debe mucho a esa olvidada película. En cuanto a Último tren a Katanga, de Jack Cardiff, no sé a qué esperan las casas de DVDs para recuperarla, estando de permanente actualidad su tema: mercenarios, diamantes y el Congo, contado todo con fuerza y brío, impresionante sin necesidad de truculencias. Más reciente y más famosa, pero me temo que también ya olvidada, es El ojo de la aguja, de Richard Marquand, en la que Kate Nelligan, que vive con un marido paralítico y su hijo en una diminuta isla británica con faro, se enamora de Donald Sutherland sin sospechar que es un espía nazi absolutamente despiadado. No hay muchas películas en las que haya soportado tanta tensión, eso tan difícil de conseguir que sientan los espectadores contemporáneos.

Pasando a géneros más sosegados, pocas escenas me han divertido tanto como una, a la vez bonita y ridícula, de Mi amor brasileño, de Mervyn LeRoy, en la que Ricardo Montalbán primero le canta a Lana Turner una canción disparatada y luego baila con ella una samba hasta desmayarla. Por último, dos películas de Greer Garson, actriz ocultamente sensual a la que pocos recuerdan: La historia de los Miniver, de H C Potter, secuela de la mucho más célebre La señora Miniver y una de las mejores y más delicadas historias de amor profundo que he visto. Y Niebla en el pasado, de Mervyn LeRoy, en la que ella es abandonada por su marido Ronald Colman al recuperar éste la memoria que había perdido durante la guerra y regresar a su antigua vida, sin acordarse de que tenía iniciada una nueva en su compañía...

A ver si salen en DVD las que faltan. Cada una a su manera, todas estas también son, para mi memoria, películas «únicas».

8-III-09

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Blanquear verdugos

 

Ya lo dijo Azaña hace mucho tiempo, en una cita bien conocida que sin embargo vale la pena reiterar sin cansancio: «Si el héroe o genio no tomó la precaución de marcharse de la tierra sin dejar huella, está, además, expuestísimo a que se le zarandee el esqueleto. En España, lo primero que se hace con los hombres ilustres es desenterrarlos. Del cadáver con pretensiones de celebridad que no ha sido “reivindicado” alguna vez, bien se puede creer que usurpa su fama. La manía de la exhumación sopla por ráfagas, como la del suicidio o el desafío. Hace años, el Parnaso español pudo temer que era llegado el día del juicio final: no dejábamos a nadie yacer tranquilo, hubo un ir y venir de ataúdes y un trasiego de huesos que apestaba

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