Naturaleza casi muerta

Fragmento

Indice

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Nota previa

Campus de la Universidad Autónoma de Barcelona

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Notas

Notas de la conversión

Sobre la autora

Créditos

Grupo Santillana

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A Lluna, nuestra perra, in memóriam.

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Nota previa

 

El 13 de noviembre de 2007 Romain Lannuzel, estudiante Erasmus de la Universidad Autónoma de Barcelona, desapareció de manera misteriosa camino de Sabadell. Desde entonces nadie ha vuelto a tener noticias suyas. Con esta novela, que parte igualmente de una desaparición, pretendo también hacer hincapié en que el caso Lannuzel todavía no ha sido resuelto.

Agradezco a Andreu Martín su inestimable ayuda y la lectura atenta del manuscrito de este libro. A Francisco González Ledesma, sus consejos.

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Campus de la Universidad Autónoma de Barcelona

El campus de la Universidad Autónoma de Barcelona ocupa una extensión de 263 hectáreas de las que 230 corresponden a espacios verdes. Limita, al norte, con Bellaterra; al sur, con Cerdañola del Vallés, municipio al que pertenece; al este, con Badia del Vallés y Sabadell, y al oeste, con San Cugat del Vallés y Bellaterra. Cruzado por 21 kilómetros de vías principales y por tres ejes: Norte, Central y Sur, acoge a 40.000 estudiantes, 3.688 profesores y 2.340 PAS (personal de administración y servicios).

Campus de Excelencia Internacional, único en Cataluña, cuenta con 57 departamentos y una potente actividad investigadora. Muchas ciudades de nuestro país no están tan pobladas ni tienen un nivel neuronal tan elevado.

Como se asegura en la web, la UAB es un lugar privilegiado para vivir y estudiar. Los 600 apartamentos de la Vila permiten alojar a más de 2.000 personas que disponen de bares, restaurantes y un hotel, el Campus, de la cadena Serhs, en un entorno único, rodeado de naturaleza.

La facultad de Filosofía y Letras, donde transcurre una gran parte de esta novela, está situada en el sudeste del campus, muy cerca de la biblioteca de Humanidades, y comparte con la facultad de Psicología y la de Económicas el Edificio B. Son también lugares importantes de nuestra historia el camino que, saliendo del aparcamiento de Letras, conduce a través de un pequeño bosque hasta Ciudad Badia, el edificio del Rectorado, los apartamentos de la Vila y el hotel Serhs, situados estos últimos al noroeste. Desde la Vila se puede llegar a la facultad de Letras dando un paseo o en el autobús que recorre el complejo universitario, tal y como solían hacer Laura Cremona y Domenica Arrigo, personajes fundamentales de la narración.

Si siente usted curiosidad por visitar el recinto de la Universidad Autónoma de Barcelona, puede escoger entre diversas posibilidades para llegar hasta allí. Una, la más sostenible, la predilecta del profesor Bellpuig y de Marcel Bru, coprotagonistas de esta novela, es en tren, tomando los Ferrocarriles de la Generalitat, con estación en la Autónoma, o los de la RENFE, con parada en Cerdañola. Otra es en coche; en ese caso puede escoger entre la AP-7, la C-58 o la B-1414.

En las bibliotecas encontrará más de un millón de libros y en el campus, sobre el césped, rincones agradables para respirar aire bastante puro. Si presta mucha atención quizá perciba algún efluvio de ciencia, de espíritu crítico o de conocimiento innovador, ejes vertebradores del trabajo universitario.

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1.

 

Las paredes de las facultades estaban llenas de carteles con la fotografía de Costantinu Iliescu. Los exhibían igualmente las estaciones de los trenes de Bellaterra y de Cerdañola, las paradas de los autobuses que recorren el campus, los bares, los portales de los pisos de la Vila, la mayoría ocupados por estudiantes extranjeros. Sin llegar a una profusión tan enorme, también aparecían en las fachadas de algunas calles del barrio de Gracia, en los alrededores del cine Verdi y en las puertas de los accesos al metro de Fontana y Lesseps.

Los carteles, medida DIN A4 —saltaba a la vista que eran de elaboración casera—, reproducían una fotografía de Iliescu y sus datos personales: estudiante rumano, veintiún años, un metro ochenta, complexión robusta, pelo cortado casi al cero, ojos azules. Debajo de estas referencias, con letras mayúsculas, se hacía constar: DESAPARECIDO y se pedía a cualquiera que pudiera dar noticias suyas que se pusiera en contacto con los teléfonos que figuraban a continuación: 600345609 y 619786543.

Los números pertenecían a dos compañeros de Iliescu: Laura Cremona, la chica italiana que le esperaba el día de su desaparición, y Marcel Bru, un estudiante catalán amigo de ésta. Tanto Laura como Marcel estaban día y noche pendientes de sus móviles a la espera de noticias.

Fueron muchas las llamadas. Algunas se interesaban por saber si habría compensaciones económicas para quienes dieran pistas. Otras eran de simples curiosos o de bromistas. Incluso unas pocas, de xenófobos que aseguraban alegrarse de contar con un emigrante menos. Había quien llamaba y, sin decir nada, colgaba tras unos instantes, cosa que inquietaba en extremo a los que esperaban que, después del silencio, se decidieran a pedir un rescate. Que Iliescu estuviera en manos de una banda les permitiría, por lo menos, desvelar el misterio, saber por qué, de repente, se había volatilizado.

Sólo dos llamadas, de las muchas recibidas, tenían que ver directamente con Iliescu. Ambas fueron contestadas por Laura Cremona y provenían de números con prefijo de la Universidad Autónoma de Barcelona, donde tanto ella como Iliescu y Bru estaban matriculados. La primera fue de la profesora Rosa Casasaies, responsable y tutora de los alumnos Erasmus de la facultad de Letras, muy extrañada de que nadie le hubiera comunicado la desaparición de Iliescu antes de hacerla pública, con un despliegue tan exhaustivo como probablemente inútil. Durante aquellos días la facultad permanecía casi vacía debido a la huelga. Casasaies estaba molesta, pero trató de ser lo más amable posible. Después de identificarse, quiso saber con quién hablaba. Laura Cremona le dijo su nombre. Ella, como no la recordaba, le preguntó en qué asignaturas estaba matriculada. Quería asegurarse de que no fuera una broma, sin duda macabra, que alguien le gastaba al estudiante rumano, aprovechando que la facultad había sido ocupada por los piquetes anti-Bolonia y, desde hacía dos semanas, el todo vale parecía haberse convertido en el lema universitario por excelencia.

Por lo que Casasaies dedujo de la conversación, Cremona decía la verdad y justificaba que, si no le habían pedido ayuda, era porque consideraban que la universidad prefería mantenerse al margen de la desaparición de Iliescu. En la secretaría, adonde sí habían ido para que les dejaran ver el expediente de su compañero, se habían negado a buscarlo. Alegaban que nadie, con excepción del interesado, podía tener acceso a unos documentos que se consideraban privados. De nada sirvió que ellos insistieran en que sólo querían saber su dirección en Barcelona y la de su familia para poder avisarles de su desaparición.

—¿Y de eso deducís que la universidad se lava las manos si alguien se volatiliza, como decís que ha hecho Iliescu? —preguntó Casasaies con voz perpleja, considerando una vez más que la gente joven tiene tendencia a confundirlo todo. Una cosa era que los administrativos tuvieran órdenes estrictas de no enseñar los expedientes y otra, muy distinta, la inhibición de las autoridades académicas ante la desaparición de un estudiante.

No obtuvo respuesta. La profesora aprovechó el silencio para volver a insistir en que la situación le parecía de lo más absurda. Por supuesto que tenían todo el derecho a buscar a su compañero, pero era mejor actuar conjuntamente con el profesorado. Tener la sartén por el mango de manera unilateral —añadió— no tiene sentido.

—¿Sabes lo que quiero decir, Laura? —preguntó, intentando establecer, con la mención de su nombre, una cierta complicidad con la estudiante—. ¿Me has entendido? ¿Entiendes lo que significa tener la sartén por el mango, una frase hecha?...

—No —le contestó de manera seca. Y después de una pequeña vacilación, continuó—: No he aprendido aún todas las frases hechas... —ahora la voz tenía una inflexión menos arrogante y un marcado acento italiano—. Lo único que queremos es encontrar a Costantinu lo antes posible. Si nos ayudáis, mejor.

—¡Claro que os queremos ayudar! ¿Desde cuándo no tenéis noticias de Iliescu?

—Hace seis días que ha desaparecido —contestó con voz llorosa.

—Pasa por mi despacho y me lo cuentas todo con más calma —propuso Casasaies.

—No puedo pasar por tu despacho porque no estoy en Bellaterra... —añadió, recuperando el tono agresivo que la profesora trató de no percibir... Por el contrario, la animó.

—Coraggio, mujer. Ahora mismo iré a hablar con la decana, avisaremos a la familia de Iliescu. Ya verás como todo se arregla. Ven a verme mañana, tengo tutorías de once a una. Supongo que sabes dónde está mi despacho, ¿verdad?

Rosa Casasaies llevaba años en la facultad de Letras. Cuando empezó a dar clases, los estudiantes podían haber sido sus hermanos. Con bastantes de sus primeros alumnos todavía se relacionaba y algunos se habían convertido en buenos amigos. En cambio, con sus actuales alumnos, que por edad podían ser sus hijos, no sintonizaba. Tampoco sintonizaba con Cristina, su hija, a pesar de los esfuerzos para que la convivencia en casa fuera soportable. A menudo tenía que calmar a su marido, que consideraba que si la niña les había salido un poco rana era porque ella la había malcriado siempre. Que se hubiera acostumbrado a ser el centro de todas las atenciones había sido contraproducente. Consentida y egoísta, había ido construyendo a su alrededor un muro que a sus padres no les era posible traspasar. Un muro semejante le había parecido que trataba de levantar Laura Cremona durante la conversación, de la que se podía deducir que su relación con los Erasmus hacía aguas por todas partes. Pero ¿por qué? ¿Qué no habían hecho bien? Por lo que parecía, habían sido inútiles las jornadas de acogida, los discursitos de las autoridades académicas pidiéndoles que se sintieran como en casa y que no dudasen en pedir a sus tutores cuanto necesitaran.

La segunda llamada, sólo una hora después de la de Casasaies, fue mucho más breve. La secretaria de la decana, de parte de ésta, convocaba a una comisión para tratar las medidas que debían tomarse ante la desaparición de Iliescu. La reunión sería al día siguiente a las diez en el Decanato.

Cuando Rosa Casasaies informó a la decana de la conversación con Laura Cremona, ésta le dijo que no hacía ni cinco minutos que se había enterado del asunto. Había sido el profesor Bellpuig quien, al encontrarse casualmente con ella por un pasillo, además de decirle que formaba parte de un tribunal de la Complutense y que su becario le sustituiría si se reanudaban las clases, le había preguntado qué sabía del desaparecido.

—Primera noticia —le había contestado ella, que no se había fijado en los carteles de Iliescu, a pesar de que ya llevaban dos días en las paredes.

Hacía más de una semana que Dolors Adrover recorría la distancia que iba del aparcamiento a su despacho en el Decanato intentando no mirar más que hacia delante, sin fijarse en las pintadas que hacían referencia al nuevo orden impuesto por los piquetes ni en las pancartas llenas de insultos contra el rector y contra ella misma, sobre cuyas fotografías los anti-Bolonia habían reproducido las de Hitler y Franco, en clara alusión al fascismo de ambos.

La decana, hija de republicanos represaliados por el franquismo y antifranquista ella también, se sentía incapaz de comprender por qué extraño mecanismo perverso los chicos y chicas que habían ocupado la facultad se obstinaban en no reconocer su trayectoria de luchadora por la democracia y las libertades, asimilándola sin ninguna razón a aquellos dos monstruos. Cabizbaja y deprimida ante una situación que la sobrepasaba —ni dormía ni comía ni podía concentrarse—, consideró la desaparición de Iliescu como una anécdota sin importancia. Desde hacía casi quince días, desde que la facultad había sido ocupada y los piquetes impedían dar clase con normalidad, eran muchos los estudiantes que también habían desaparecido. Ella desaparecería encantada si pudiera, le confesó a Bellpuig antes de despedirse, prometiéndole que hablaría enseguida con Casasaies para saber qué sabía ella de Iliescu. Adelantándose a la sugerencia que intuía que Carles Bellpuig le haría sobre la necesidad de reunirse con los Erasmus, le dijo que convocaría una reunión enseguida. Si deseaba ir, le invitaba con sumo gusto. En cuanto su secretaria revisara la agenda y supiera el hueco del que disponía, le avisaría del día, la hora y el lugar.

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2.

 

Durante el mes de noviembre de 2008, la facultad de Letras de la Universidad Autónoma de Barcelona hervía de reuniones. Abajo, en la planta principal, en los pasillos y aulas ocupadas, los estudiantes no dejaban de reunirse para planificar sus alternativas a la docencia reglada, discutir cómo y cuándo había que convocar las asambleas, qué puntos del orden del día debían ser prioritarios, cuál era la mejor estrategia para continuar resistiendo. Arriba, en los despachos de los departamentos, los profesores también se reunían para tratar lo que sucedía abajo.

Algunos se alegraban de la situación: si los estudiantes habían despertado de su indolencia y manifestaban su desacuerdo con el sistema, no todo estaba perdido. Ya era hora, gaudeamus. Otros consideraban que aquella forma de despertar resultaba contraproducente: ¿acaso no era una minoría la que impedía que se diera clase? La mayoría de alumnos estaba en contra de los piquetes que impedían el acceso a las aulas. Unos terceros echaban la culpa de lo que pasaba a la falta de autoridad académica y pensaban que era necesario desalojar a los okupas y aconsejarles que fueran a acampar a las sedes principales de La Caixa, del Banco de Sabadell o a la planta de señoras de El Corte Inglés. O, mejor todavía, que se instalaran en el patio de los naranjos del Palau de la Generalitat. Pero si les parecía que esos lugares quedaban demasiado alejados de la universidad, les sugerían que se llevaran colchones y sacos de dormir, bombonas de butano, sartenes, ollas y demás enseres a las oficinas de cualquiera de las entidades bancarias de los alrededores, donde seguramente serían recibidos con champán y canapés de caviar... Sólo unos pocos profesores participaban de las reuniones de los ocupantes y ayudaban a diseñar los programas de agitación.

Todos cuantos se reunían también solían pedir reunirse con la decana, para aconsejarla, conminarla, amenazarla, etcétera. Por eso, porque el estado normal de la universidad era por entonces un estado de reunión generalizado, la decana consideró que tanto lo que Bellpuig como Casasaies le sugerían era lo mejor: convocar una reunión. Una reunión más poco importaba.

A las diez en punto del viernes 28 de noviembre, acompañada por los profesores Casasaies y Bellpuig, la decana recibió a una pequeña comisión de estudiantes. Dos chicas y un chico: Laura Cremona, su amiga también italiana, Domenica Arrigo, y Marcel Bru. Feo y enclenque, piel granulosa y amarillenta de limón podrido, con gafas redondas y escasas, Bru se parecía a Trotski. Una semejanza que al profesor Bellpuig, trotskista en su juventud, no le pasó desapercibida. Su figura contrastaba mucho con la de ellas. Si los tres hubieran ido vestidos de otra manera, de sarga y con cascabeles él, ellas con faldas largas y jubones de brocado, habría parecido un bufón acompañando a dos princesas como las que salen en los cuentos. Altas y guapas, especialmente Laura, muy rubia, de una belleza de Gracia botticelliana, sometida, eso sí, a un régimen tan riguroso como eficaz. Las dos chicas vestían camisetas ajustadas y cortas que permitían entrever sus ombligos. Cuando se sentaron en torno a la mesa de reuniones del despacho de la decana, las minifaldas dejaron aún más al descubierto unos muslos estupendos. Muslos que los respaldos de los bancos de clase impedían ver al profesor Bellpuig y en los que ahora podía regodearse a placer: ninguna de las estudiantes habría de molestarse. ¿Por qué las llevaban si no era para mostrar el codiciado muslamen urbi et orbi? La voz de la decana sacó a Bellpuig de su disquisición nada metafísica. Dolors Adrover hablaba del único punto del día de aquella reunión: las medidas que debían tomarse ante la desaparición de Costantinu Iliescu, si es que debían tomarse medidas. Aunque la oración condicional no fue formulada en voz alta, a la decana de la facultad de Letras le parecía la mejor propuesta.

—Desgraciadamente, el porcentaje de estudiantes que desaparecen en los primeros meses de curso es alto. Algunos ni siquiera vuelven a pisar la universidad. Os puedo pasar datos —les dijo, y se levantó para descolgar un teléfono y pedirle a la secretaria que buscara las estadísticas de absentismo que, año tras año, desde el 2000 no hacían sino aumentar. Ninguno de los alumnos que abandonaba las clases había sido secuestrado ni asesinado, afirmó con vehemencia.

—Ni se lo ha comido un ogro —se atrevió a insinuar Casasaies, que sólo había abierto la boca para saludar y con esa frasecita pretendía reforzar la opinión de la decana. Ante la ingenuidad de los estudiantes, obsesionados con que a su compañero le había pasado algo terrible, la referencia al cuento infantil le pareció de lo más pertinente.

Laura Cremona, con la que Iliescu mantenía una relación sentimental, estaba convencida de que Costantinu no había podido desaparecer motu proprio. Y lo repitió después de una pausa para controlar un puchero. La locución latina sorprendió a Carles Bellpuig, que recordó con envidia que el sistema docente italiano todavía mantiene el latín, al contrario de lo que sucede en la enseñanza secundaria española, y por eso le sonaba raro en unos labios jóvenes.

—Costantinu siempre me avisaba si no podía llegar a tiempo... —proseguía Laura, a la que Casasaies interrumpió con una pregunta que le pareció importante, aunque tal vez fuera impertinente:

—¿Cuánto tiempo hace que sales con él?

—Un mes —contestó ella y, dándose cuenta de que la profesora ponía en duda la relación, añadió—: Pero le conozco bien y estoy segura de que le ha pasado algo malo —y se echó a llorar.

Domenica Arrigo, que estaba sentada a su lado, le acarició los cabellos, mientras en voz baja y en italiano la consolaba. Bru miró a la profesora con desprecio, como si la acusara de las lágrimas de su amiga. Tal vez para congraciarse con los estudiantes, Casasaies preguntó a Laura si quería agua y se la ofreció también a sus compañeros. Los tres la rechazaron moviendo la cabeza.

El llanto de Laura había cogido por sorpresa a los profesores. Bellpuig, que detestaba ver llorar a las mujeres, se levantó y se acercó a la ventana. El día era espléndido y el paisaje que se extendía ante sus ojos, hacia la izquierda, estaba limpio de cemento, aunque sentenciado. Pronto empezarían las obras prometidas en la última «reunión de espacios» a la que fue convocado mediante aquella frase tan sintética como surrealista. Bellpuig, especialista en arte, y uno de los catedráticos más prestigiosos de la facultad de Letras, era un histórico de la Autónoma. Había visto cómo se levantaban los primeros edificios de aquella nueva universidad, que debía ser tan distinta al resto, en unos terrenos repletos de gusanos negros, en los que todavía pacían los corderos. La diferencia con el mastodóntico campus actual era enorme. Pero aún lo eran más los ideales de quienes lo fundaron comparados con las ideas de los profesores actuales, pensó y sonrió a modo de disculpa consigo mismo. Se dio cuenta de que era exagerado llamar «ideales» a las convicciones de su generación, igual que denominar «ideas» al utilitarismo banal que imperaba en la universidad, resumido en un eslogan magnífico, de extraordinaria contundencia: «Un profesor que suspende a sus alumnos se suspende a sí mismo». Volvió a su sitio cuando creyó que Laura, gracias a los pañuelos que le ofreció la decana, se había secado lágrimas y mocos, y había dejado de llorar. Su amiga Domenica Arrigo era la que ahora hablaba, insistiendo en que, en efecto, Laura aseguraba que Costantinu nunca había dejado de avisarla si se retrasaba y no tenía sentido que precisamente el día en que había decidido trasladarse a vivir con ellas no apareciera.

Superada la crisis, fue Cremona la que continuó reiterando que el temor de que a Iliescu le hubiera sucedido algo terrible estaba justificado. Hacía siete días que Costantinu no contestaba el móvil ni los correos electrónicos, y ella no tenía otra posibilidad de ponerse en contacto con él. No sabía dónde vivía, sólo que la calle estaba en el barrio de Gracia...

—Me parece raro que no sepas dónde vive —le espetó Casasaies intentando recordar a Iliescu, al que no conocía porque no cursaba ninguna de sus asignaturas y al que sólo había podido ver en las reuniones de Erasmus, donde había mucha gente.

En vez de asentir o discrepar —verdaderamente era extraño que si salían juntos no supiera dónde vivía—, Cremona se limitó a decir que la dirección debía de figurar en su expediente académico y a insistir en que en secretaría no se lo habían dejado consultar.

Marcel Bru le dio la razón y, mientras la miraba embobado, soltó una frase que abajo, en las asambleas anti-Bolonia, seguro que hubiera sido muy aplaudida:

—Alegando el derecho a la intimidad, nos niegan el derecho a acceder a unos datos que nos pertenecen. ¿En nombre de qué nos lo niegan? ¡Coño!

Ellos necesitaban la dirección de Iliescu con urgencia, quién sabe si había tenido un infarto y estaba muerto en su casa sin que nadie se hubiese enterado.

—Por eso pedimos —dijo en plural, y rectificó—, exigimos que se nos dé toda la información, que dejen de escondérnosla, coño, y nos la enseñen de una puñetera vez.

Ante el furor conclusivo de Marcel Bru, Rosa Casasaies pensó que siempre pasaba lo mismo: aunque estuvieran en minoría, eran los hombres los que llevaban la voz cantante. No se dio cuenta de que Bru era el único que no tenía problemas de idioma. Aunque las dos chicas hablaban muy bien español, no era lo mismo expresarse en la propia lengua que en otra aprendida.

Pese a que la decana no se sentía nada preocupada por lo que Laura Cremona y los dos estudiantes que la acompañaban consideraban una desaparición, y ella sencillamente un caso de absentismo, pidió a la profesora Casasaies que se ocupara del asunto. Que se pusiera en contacto con la familia, que buscara dónde se hospedaba Iliescu en Barcelona y que hiciera todas las comprobaciones pertinentes. Y si lo creía oportuno, pasado un tiempo prudencial, que denunciara a la policía la desaparición. Ella, de momento, no lo creía necesario, no fueran a hacer el ridículo. Además, quién sabía si con la denuncia no perjudicarían a Iliescu, acarreándole consecuencias desagradables en el futuro. Pero al ver sus caras incrédulas les preguntó:

—¿Habéis ido ya a la policía?

—Sí —contestó Bru, que a partir de su última intervención parecía haberse autoerigido en portavoz.

Él mismo había ido a la comisaría de su barrio, pero no le habían hecho caso, le habían dicho exactamente lo que ahora repetía la decana, añadió, como si quisiera sugerir que ésta y las fuerzas policiales eran uña y carne, igual que aseguraban los anti-Bolonia.

Dolors Adrover prefirió no darse por aludida ante el subrayado sarcástico del pariente de Trotski y siguió insistiendo en que no le parecía preocupante que Iliescu no diera señales de vida. A su juicio, no había motivo para pensar en una desgracia o accidente, aunque, por si acaso, quiso cercionarse de que habían llamado a los hospitales.

—Sí, claro —dijo Bru—. No somos tan idiotas —añadió, y buscó los ojos de la decana y le sostuvo la mirada con los suyos miopes y displicentes.

—Entonces, no hay que preocuparse —terció, contemporizadora, Rosa Casasaies.

La decana dio por terminada la reunión y despidió a los estudiantes, asegurándoles que haría cuanto estuviera en su mano para localizar a Iliescu. Volvió a encomendar a Casasaies que aquella misma mañana contactara con la familia del desaparecido, y que la mantuviera informada y mantuviera al día igualmente a la comisión. Si no se ocupaba ella personalmente y delegaba en la tutora era —

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