Madrid, otoño, sábado

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

A ninguna parte

El niño y los toros

El indiano

Voces amigas

Zona verde

Secano

El cuarto oscuro

A ninguna parte

Transbordo en Sol

El puente roto

Los viejos domingos

Cuento para Susana

El mejor

Fiebre

Fiebre

Espejismos

El desafío

No, mamá

El juez

La rebelión

Por última vez

Hermanos

La espera

¿Te acuerdas?

Happy end

Madrid, otoño, sábado

Sobre la autora

Créditos

Grupo Santillana

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A NINGUNA PARTE

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El niño y los toros

 

Los coches se balanceaban por los desniveles del terreno en un avance torpe hacia el camino. Pasaron entre los toros esquivándolos, rozando a veces levemente sus cuerpos. Los toros se quedaban inmóviles a su paso. Con las cabezas levantadas, miraban por encima de los ruidosos vehículos a algún punto fijo y lejano.

«¿Por qué nunca se arrancan?», pensó Juan.

Tumbado sobre el vientre, estiraba las piernas y miraba abajo, a las cuestas ondulantes de la dehesa por las que se perdían ya los automóviles. Sus dedos apretaron un terrón y al desmenuzarlo sintió un corazón de humedad bajo la seca coraza. Por los afilados vértices de las yerbas temblaban indecisas gotas de agua. El aire olía bien. Algunas nubes altas y blancas marchaban hacia el Sur. «Hacia el mar. Como ellos», pensó Juan. Cerró los ojos. Imaginó una carrera de nubes y coches hasta la costa.

—¡Juan!

La voz venía de la casa grande, no de la cuadra.

—Voy —dijo Juan.

Se levantó.

Al entrar de la luz, Juan no pudo distinguir nada en el portal sombrío.

—Ven —oyó—. Entra a ayudar a tu madre.

La cara de don Lucas era una mancha pálida en la puerta del despacho.

—Sí, señor —dijo Juan.

Ahora ya podía ver el cuerpo negro del cura destacándose de la penumbra. Se acercó a él y le besó la mano. Luego se fue por el pasillo llamando a su madre.

—¿Estás ahí, madre?

El olor del café, el olor de la chapa encendida, la ventana llena de sol. Como todos los lunes.

—Vamos, entra.

En un extremo de la mesa estaba la taza humeante y el plato con las tostadas untadas de mermelada. «Sólo dos», se dijo resignado. La madre fregaba la pila. Le acució:

—Despabílate, que tenemos que hacer.

Al pasar el café con leche por la garganta, la dejaba lisa y caliente.

—Los vi marchar —dijo Juan.

La madre no contestó. Callaba y trabajaba. Sus manos se movían entre los cacharros como dos animalillos morenos y ágiles. El suelo de la cocina era rojo y tenía incrustaciones de mosaico blanco dibujado en azul. Juan intentó contar los mosaicos.

—Les vi bajar por la cuesta. Él iba delante en el coche del amo. El amo iba detrás con las señoritas.

Mientras secaba los cacharros miró por la ventana de la cocina. Se veía el caminito que subía hasta el monte. Aquella mañana, cuando el amo andaba con el padre por la dehesa preguntando y ordenando y los invitados no se habían levantado aún, el torero se había acercado al niño y juntos los dos pasearon en silencio. Habían subido por aquel camino detrás de la casa grande, hasta el bosquecillo de adelfos. Juan apresuraba el paso y el torero le seguía. Juan sentía los guijarros clavándose en su piel bajo la débil suela de cáñamo, pero el breve dolor era un estímulo para la alegría.

—Ya estamos —decía Juan.

Y señalaba la tierra a sus pies, el camino por el que pronto desaparecerían los coches, el ancho campo verde donde los toros rumiaban su espera. Y más allá de la tierra, una línea blanquecina, una zona indecisa entre el cielo y el horizonte.

—Parece el mar —dijo Juan—. ¿Tú has visto el mar?

El torero asentía.

—Lo que yo daría por ver el mar...

—No está lejos —dijo el matador.

—Para mí, sí.

El torero callaba por unos momentos. Con el pie hacía rodar piedrecillas cuesta abajo; piedras que se detenían cansadas a medio descenso, sin peso suficiente para alcanzar la llanura.

—Te tienes que hacer un hombre. Luego todo es más fácil —murmuraba el torero. Y después, sin transición—: ¿Tú no vas a la escuela?

—Cuando puedo —contestaba el niño.

—Yo a tu edad tampoco iba mucho...

El aire estaba fresco y la mañana despertaba los olores del campo. El cielo, que al mediodía se volvía blanco, era entonces azul y alegre.

El recuerdo entristecía a Juan. Con pesadumbre contempló los restos del banquete que su madre distribuía en los cubos de desperdicios: para el perro, para los cerdos. Para ellos también habría algo aparte, lo mismo que otros lunes. «Parece mentira —pensó Juan mirando la confusión de tronchos de lechuga, tomates despachurrados, flores mustias, colillas, fruta mordida, huesos de chuleta...—, parece mentira que él esté con ellos mientras comen y se siente a su mesa, él, que habla como padre y como yo y que tampoco fue a la escuela cuando chico».

—Juan —llamó una voz desde el fondo de la casa—. Juan, ven aquí.

La sombra de don Lucas obstruía el pasillo. Al llegar a su altura, Juan esperó que le hiciese un hueco para dejarle pasar, pero don Lucas no se movía, esperaba algo. La sombra del traje volvía más pálida su cara. «Él nunca está al sol —se dijo Juan—. Él está siempre en su despacho o en la capilla».

—Juan —habló el cura—. Juan, ¿por qué ayer no viniste a comulgar? ¿Por qué hace tiempo que no te confiesas?

—No sé —dijo Juan. Era verdad; por eso no vaciló al contestar.

Tampoco el torero había comulgado. Las mujeres, sí. Y el amo. Pero ni su padre ni su madre ni el torero. Juan le había observado desde el fondo de la capilla.

—Juan —siguió don Lucas—, te tienes que confesar.

Él no dijo nada. Esperó a que la sombra se retirara, a que el paso quedara libre. Después de una pausa, el cura dijo:

—Vete a la terraza y recógelo todo.

Detrás de la casa, las sillas de lona, los sillones de mimbre, las mesas de madera blanca, continuaban allí en las posiciones que quedaron al levantarse los que las ocuparon. Madre había recogido los restos del desayuno, pero no había tocado las sillas, abandonadas y vacías. Juan recordaba cómo estaban todos sentados. Recordaba que el torero estaba al lado de la señorita más joven, que se reía de un modo especial y le decía:

—Manuel, Manuel, qué cosas dices...

Manuel también reía y el amo y todos, y no se daban cuenta de que padre, con la gorrilla en la mano, intentaba decir:

—Señoritos, cuando ustedes quieran...

Al pasar a su lado, Manuel le había rozado la cabeza con la mano y le había dicho, distraído: «Hasta pronto, chiquillo». Luego, ya en el coche, no se había vuelto para mirar atrás.

Parecía cansado. Seguramente había dormido poco. Se había levantado temprano y, sin embargo, la noche anterior Juan había oído gritos y risas y cantes en la casa grande. Sabía que durarían hasta casi amanecer, como otras veces. Pero no podía dormirse. Apoyaba la cabeza en el delgado tabique de madera que hacía de pared entre su casa y la cuadra de las yeguas del amo. Por encima de los pequeños ruidos, los suspiros de la madre, la respiración fuerte del padre, el aliento de los animales al otro lado de la tabla, Juan se concentraba para captar los sonidos que llegaban de la casa grande. Esperaba la voz de Manuel y en un silencio la voz se dejó oír, enronquecida y quejumbrosa, cálida y herida.

 

Dos corazones a un tiempo

están puestos en balanza,

uno pidiendo justicia

y otro pidiendo venganza.

 

Ahora, mientras almacenaba las sillas al fondo del portalón, Juan intentó tararear las palabras de la copla. Algo en ellas le producía desazón, algo le obligaba a tragar saliva varias veces y a parpadear rápidamente.

Cuando terminó de apilar las sillas decidió bajar en busca de su padre hasta la plaza. Se lo imaginó limpiando y alisando la dura arenilla dorada del redondel. Le vio inclinado sobre el rastrillo, y vio sus huesos dibujándose bajo la camisilla de cuello deshilachado y rayas borrosas.

—Juan —dijo el padre—. Vente para acá y recoge esta basura.

El padre le tendía un gran papel en el que había ido recogiendo los restos sucios de la fiesta: trozos de puro, cajetillas arrugadas, periódicos rotos. En el pequeño ruedo vacío el sol calentaba más fuerte. Con los ojos entornados, Juan miró a su alrededor, mientras sostenía en sus manos el paquete de despojos. Aquí, ayer, en esta arena pisoteada, arañada, caliente, Manuel trasteaba a una becerra. Ellos, el amo y las mujeres y los invitados, le miraban desde la tribuna familiar.

—Manuel, tú juegas con los toros —le decían—. ¡Cómo juegas, Manuel!...

Manuel, de espaldas a la becerra, miraba hacia ellos y se reía. Juan estaba sentado en el borde de la tapia y le contemplaba temblando, un poco de miedo y de cariño hacia Manuel y un poco de no saber aún cómo aceptar el juego alegremente.

Manuel le miró una vez y a Juan le pareció recordar que le hizo un guiño amistoso.

—¿No te gustan los toros, verdad? —le había dicho el matador más tarde. Estaba lavándose las manos. Y Juan le tendía una toalla.

—No —dijo Juan.

—Haces bien, chico.

Juan le quería porque se fijaba en él y le hablaba y acertaba siempre cuando le decía: «Tú no querrás ser torero, ¿eh?». Y era verdad que no. O bien: «A ti te gustaría tener un caballo». Y era cierto que sí.

Al caminar tras de su padre, el paso cansino de éste le hacía sentirse pesado y adormecido. El sol apretaba cada vez más. Juan sentía el fuego sobre su cabeza y el sudor le corría bajo la ropa. Llegaron a la casa cuando la madre salía secándose las manos y anunciando:

—Yo he terminado aquí. Tú, Juan, vete con padre a arreglar los caballos hasta que te llame don Lucas para ir a llevarle el correo.

La casa grande estaba silenciosa y triste, como todos los lunes. Juan se dio cuenta de que estaba solo y apretó los ojos para no llorar.

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El indiano

 

El tren siguió su marcha y los viajeros que se asomaban a las estrechas ventanillas continuaron mirando, aburridos y absortos, la pequeña estación.

El hombre se volvió de espaldas al tren y miró al campo que empezaba allí mismo, en torno al edificio blanco y rojo, manchado de carbón, maloliente a pesar del aire fresco de la montaña. El hombre echó a andar por el campo con la maleta de lona en una mano y el sombrero en la otra.

El camino en cuesta aparecía ante sus ojos, vacío y hostil. Sus cantos limados, aguzados, sobresalían de la tierra y era difícil caminar, porque a cada paso vacilaban los pies; se retorcían al encontrar las erosiones apenas cicatrizadas de la torrentera invernal. El camino subía a la montaña para descender luego hasta el valle. No había árboles en las laderas y al llegar a la cima, el hombre pudo ver claramente la línea de montañas del otro lado y el breve llano prisionero a sus pies. El sol ponía bordes fulgurantes en las crestas más altas. Su oculto fuego volvía más pálido el cielo frío de la tarde.

El hombre se sentó a descansar. La maleta de lona se vencía hacia un lado y él la dejó caer despreocupadamente. Luego frunció el ceño y arrugó los párpados para ver mejor. En algún punto del monte cercano se percibían manchas móviles, oscuras sobre el fondo grisáceo de las rocas. El hombre trató de concretarlas. Arrugó más los ojos.

«El ganado», pensó.

Luego suspiró y se dispuso a abrir la maleta. Sobre la ropa doblada depositó el sombrero blanco y blando, un poco sucio. Luego volvió a cerrar la maleta y se puso en pie.

Camino abajo se veía el pueblo con su pequeño cerco verde de huertecillos enanos. Por la torre de la iglesia revolaban pájaros negros. Las casas del pueblo se afincaban en la tierra, entre los breves prados que dejaban libres, de trecho en trecho, las últimas rocas de la montaña.

Cuando el hombre acarició las piedras que cercaban el primer huerto del pueblo, de las chimeneas salía el humo de la tarde; humo de cocinas apagadas en los mediodías del verano y vueltas a encender en el crepúsculo.

 

—Cuando tu padre murió... ¡Qué año aquél! Muchos faltaron aquel año. Mi hermano Juan y el pastor viejo, que te acordarás de él porque tú bien de veces le acompañaste de chico...

—Tu madre, la pobre, ¡cuánto te habrá echado de menos! A mí me decía, poco antes de caer mala: «Sólo quiero que él esté tan bien como dice. Aunque me tenga que morir sin verle...».

—Aquí quedó mucha miseria después de la guerra. Claro, sin hombres y con tanto chiquillo hambriento... Pero lo peor fue antes, mientras aquello duró. Hasta aquí llegaron las bombas. Hasta aquí, que nada bueno había querido llegar antes...

Le rodeaban todos. La cocina era grande y olía a humo de leña y a pan muy cocido. El vino pasaba de mano en mano. También las mujeres bebían. Él estaba en el centro y cuando le llegaba el turno de la bota todos le miraban, mientras el chorrillo rojo claro le caía en la boca y se le salía por las comisuras de los labios. En un plato delante de él había chorizo y pan.

Las caras de las gentes del pueblo, morenas y delgadas, le rodeaban; le miraban los ojos de las gentes, claros u oscuros. Estaban todos allí, viéndole comer, esperando que contara. Y en el entretanto, contaban ellos, recitaban, monótonos, la lección de los años, reconstruían para él los hechos, los dolores.

Una mujer empezó a hablar desde un rincón. Su historia le llegó inesperada y confusa. Todos escucharon en silencio.

—Yo estaba cociendo patatas para los cerdos cuando empezó el ataque y la ventana se me venía encima. Cuando salí a la puerta salieron dos vecinos más y los tres nos echamos a reír. Una risa boba. La mujer de uno de ellos estaba en el molino. El mudo decía «gua-guá» y no se escondía porque no entendía lo que pasaba. Amasábamos de noche y hacíamos el cocido de noche. Llegaban a la vecera y empezaban a tiros con las cabras y las que caían se las llevaban. De día nos íbamos a las peñas. Decíamos: «si tiramos una de estas peñas no vuelve a pasar nadie». Yo no tenía miedo si estaba en casa, pero si me pillaba fuera y oía aquel runrún y veía venir de lejos el aeroplano...

La mujer calló de pronto y el hombre recién llegado no supo qué decir. Volvió a echar un trago de la bota. Se secó con la mano y los miró uno a uno. Los niños asomaban por entre las piernas de los mayores. También ellos esperaban, insólitamente tranquilos.

Una vieja preguntó, al fin:

—¿Y tú? ¿Qué tal estos años? ¿Y aquellas tierras? ¿Son tan buenas como dicen?

El hombre se quedó pensando un momento. Luego habló.

—Aquella tierra —dijo— es muy llana y muy grande. Aquella tierra no se parece a la nuestra. Aquello es como cien valles de aquí abajo, uno al lado del otro y más y más. Aquella tierra...

Le faltaban palabras, términos de comparación, lugares a los que hacer referencia. Pero quería hablar y necesitaba que le entendieran.

—Aquello es muy rico para el que quiere trabajar. Aquello es muy caliente y da rápido lo que se siembre, y se puede sembrar dos o tres veces al año y luego a recoger sin parar...

Los hombres escuchaban cabizbajos. Las mujeres miraban a lo lejos con la cabeza alta. Los niños le miraban a la cara. En los ojos de los jóvenes se reflejaban las luces del hogar con un fulgor de esperanzas.

—Allí se gana y se come, pero se está muy solo, y algunas noches, como a mí me ha sucedido, se piensa en esto y si se pudiera venir acá en un vuelo... Algunas noches cuando se mira al cielo, que es lo único, lo único que es igual en todas partes...

Un niño se había dormido en los brazos de su madre. Ella le puso un pañuelo en la cara para evitar que le diera la luz.

—Por eso yo me dije: «Vamos a darnos una vuelta por allá antes de que sea tarde, que alguno quedará para que me cuente y me escuche...».

En la calle ladraban los perros. Uno estaba muy cerca, a la entrada de la casa. Ladraba sin cansarse, insistente y agudamente.

—Aquella tierra, como digo —continuó el hombre—, es muy caliente. Esto —se palpaba la chaqueta de hilo— esto no se aguanta y sólo lo usan los señores en las ciudades. En el campo, no. En el campo...

El hombre de América recreaba su fábula. Y por primera vez creía en ella ahora que la veía dibujada en los rostros, ahora que la sentía derramada en los oídos de sus gentes.

—Allá se lucha mucho. Contra el calor y la tierra y los bichos que son enemigos del hombre. Cuando yo llegué allá...

El perro había dejado de ladrar. En la cocina sólo se oía la voz del hombre, elevándose sobre el silencio de los otros.

—Cuando yo llegué allá... Sería por el año...

Por primera vez, el hombre supo a qué había venido.

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Voces amigas

 

El zumbido se hacía insoportable. Venía de muy lejos, por caminos extraños, y se albergaba, insistente, en algún rincón del viejo Telefunken. Se oscurecía a ratos el sonido y la música huía del aparato. El zumbido se adueñaba de la habitación; conmovía imperceptiblemente las tazas chinas de la vitrina; buscaba las rendijas de separación entre los libros de la estantería.

Desde la mecedora, Luisa extiende la mano y gira el mando de la radio. Relampaguea el mensaje de las distintas emisoras. Música estimulante, arrevistada y marcial... Zumbido... Son tropical... Zumbido. Luisa detiene el girar de la mano. Bajo la quejumbrosa voz del cantor de moda, el irritante zumbido.

«Esta radio no marcha. A esta radio le pasa algo. Papá decía que una Telefunken no falla nunca. Pero papá fallaba algunas veces.»

A la mirada de Luisa, el padre sonrió desde el retrato, como otras veces.

«Papá se equivocó conmigo y también pudo equivocarse con la radio.»

El padre, asomado a la ventana dorada del marco, volvió a sonreír a Luisa. A su lado, la madre la contempló triste y misteriosa, como siempre. Luisa miró al balcón y olvidó el retrato.

«La pintura del balcón ya está agrietándose. Convendría pintar, ahora que llega la primavera. Esta primavera convendría pintar el balcón y el armario de la cocina y reformar un poco el traje de chaqueta gris.»

Las cinco campanadas de la radio llenaron la habitación. El locutor, pomposo y juvenil, anunció:

—Como todos los domingos, tengo el gusto de presentarles nuestro programa semanal: ¡¡¡Voces amigas!!!

La voz amiga de Frank Sinatra abrió la emisión. «Dedicado a Ana María, de J. M.», explicó el locutor. La voz de Frank Sinatra acarició los libros, el retrato y las tazas de china. Luisa inmovilizó su mecedora y escuchó.

«Es difícil traducir las palabras. Canta despacio, pero es difícil. Cuando hablan es distinto, pero cuando cantan... En el colegio, gracias a que teníamos escrita la letra de los cantos... land where our fathers died..., tierra donde murieron nuestros padres... Se me está olvidando todo..., recuerdo sólo trozos de las canciones... Prepararé el té.»

La nueva canción —dedicada a J. M., de Ana María— acunó la mecedora vacía, que se movía rítmicamente.

Al entrar con la bandeja en la mano, Luisa aguzó el oído.

«Charles Trenet o Leclerc. Creo que es Trenet. Este zumbido es horrible. Estropea la música. ¿Dónde dejé el libro?... La mesa... La mantequilla está un poco rancia...»

Ahora, los ojos de los padres, desde el retrato, están fijos sobre la nuca gris de Luisa, sentada en la butaca del balcón, al lado de la mesita.

«Hay que pintar estas maderas. De verde.» Las acacias de la calle ocultan exactamente la mitad de un escudo esmaltado en el balcón de enfrente: «Embajada de...».

 

—Una tarde muy tranquila, señor Díaz. Descansé, oí la radio y leí una novela.

El cuello blanco, alto y ceñido del traje impide a Luisa mover la cabeza con soltura. Entorna los ojos y examina el jarrón de flores, ante ella.

«Los gladiolos, demasiado altos. Los gladiolos... Ahora un rosa fuerte... Otra vez esa puerta. Todavía hace frío.»

—Todavía hace frío, señor Díaz. Ya no es tan insoportable, pero si no cuidamos esa corriente... Sí, hay que acercar las cestas al escaparate.

Los tulipanes se asoman a la calle, apretados, distribuidos armoniosamente en una escala de colores.

—Tulipanes amarillos. Sí, señora. Al hotel, señora.

Por la puerta abierta de la tienda y a través del cristal del escaparate, el sol proyecta un rectángulo de luz blanca. Luisa sale del mostrador.

«Todavía hace frío. Pero los pies ya resisten. Las manos, no; las manos agradecen el sol.»

En los anchos jarrones de cristal verde, los tulipanes se doblan graciosamente.

—Tulipanes; sí, señor.

La piel del cuello aprisionado se desborda en arrugas sobre la tela ceñidora. Luisa sonríe.

—Con las manos al sol, señor Díaz. Se está acabando lo malo. Acuérdese de esa puerta en enero... y de estas manos.

Luisa se inclinó, cogió un tulipán rojo y lo cambió de sitio para colocarlo al lado de uno blanco.

 

El papel azul, surcado de tiras blancas, había quedado sobre la vitrina de las tazas de china. Luisa lo recogió, lo leyó otra vez —«Felicidades. Abrazos. Tus hermanos, Luis, Charo»— y lo dobló. Luego lo metió entre las páginas del libro.

Por el balcón abierto, de maderas verde hoja, entra el sol vivo de mayo. Luisa cierra a medias el balcón. Va hacia la mecedora y se sienta. Extiende la mano hacia el viejo Telefunken. Lo enciende. Después de un momento, la voz se acerca entre zumbidos, desde una distancia incalculable. La voz llega, se agiganta, se apodera del silencio. Luisa ha cerrado los ojos.

«He esperado lo just

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