El corazón del Tártaro

Rosa Montero
Rosa Montero

Fragmento

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Lo peor es que las desgracias no suelen anunciarse. No hay perros que ululen al amanecer señalando la fecha de nuestra muerte, y uno nunca sabe, cuando comienza el día, si le espera una jornada rutinaria o una catástrofe. La desgracia es una cuarta dimensión que se adhiere a nuestras vidas como una sombra; casi todos los humanos nos las apañamos para vivir olvidando que somos quebradizos y mortales, pero algunos individuos no saben protegerse del temor al abismo. Zarza pertenecía a este último grupo. Siempre supo que el infortunio se aproxima con callados e insidiosos pies de trapo.

Aquel día, Zarza se despertó antes de que sonara la alarma del reloj y enseguida advirtió que se sentía angustiada. Era un malestar que conocía bien, que padecía a menudo, sobre todo por las mañanas, en la duermevela, al salir del limbo de los sueños. Porque se necesita cierto grado de confianza en el mundo y en uno mismo para suponer que la realidad cotidiana sigue ahí, al otro lado de tus párpados apretados, esperando con mansedumbre a que te despabiles. Aquel día, Zarza no se fiaba especialmente de la existencia, y permaneció con los ojos cerrados, temerosa de mirar y de ver. Estaba boca arriba en la cama, todavía atontada y sin haber acabado de ensamblar su personalidad diurna, y el mundo parecía ondularse a su alrededor, gelatinoso e inestable. Ella era una náufraga tumbada en una balsa sobre un mar tal vez plagado de tiburones. Tomó la tozuda decisión de no abrir los ojos hasta que la realidad no recobrara su firmeza. En ocasiones regresar a la vida era un viaje difícil.

Desde la oscuridad exterior llegó un largo gemido y Zarza apretó un poco más los párpados. Sí, en efecto, era una queja casi animal, un ronco lamento. Ahora se escuchaba otra vez. Agitados murmullos, llorosos soliloquios, luego una cascada de suspiros. Súbitamente, crujidos de madera, como un velero zarandeado por el viento. Voces de hombre. Gritos. Golpes resonantes de carne sobre carne y más crujidos rítmicos. A pocos metros de los ojos cerrados de Zarza, de la cama de Zarza, del dormitorio de Zarza, una pareja debía de estar haciendo el amor. Incluso cabía la posibilidad de que estuvieran engendrando un hijo. A estas horas, pensó con incredulidad y desagrado. Al otro lado de la pared explotaba la vida, mientras Zarza emergía pesadamente de un mar de gelatina. El ruido de los cuerpos proseguía, toda esa exageración, ese blando jaleo. Reducido a este barullo vecinal, descompuesto en roces y gemidos, el acto sexual resultaba ridículo y absurdo. Una especie de espasmo muscular, un empeño gimnástico. El chillido estridente de la alarma del reloj coincidió con el alarido final de la pareja. Malhumorada, Zarza abrió lentamente un ojo y luego el otro.

Lo primero que vio fue el despertador. Negro, cuadrado, de plástico, anodino. Bufaba todavía, domesticado y olvidable, marcando las 8:02. Reconfortada por esa visión inofensiva, Zarza dejó resbalar la mirada por el cuarto. En la penumbra de la mañana invernal reconoció el feo marco de aluminio marrón de la ventana, los visillos lacios y grisáceos, el armario empotrado, una silla indefinida, la mesita de cabecera con su lámpara, unas estanterías simplísimas. Todo tan impersonal como un cuarto de hotel. O como el dormitorio de un pequeño apartamento amueblado, lo que en verdad era. Zarza reconstruyó mentalmente la otra habitación: el sofá verde oscuro, la mesa redonda de mala madera, tres sillas hermanas de la del dormitorio, un aparador demasiado grande para el tamaño de la pieza. No había ni un cuadro, ni un cartel, ni siquiera un calendario en toda la casa. Y tampoco objetos decorativos, floreros, ceniceros. No había más huellas personales que el ordenador portátil, sobre la mesa de la sala, y unos cuantos libros por todas partes. Bien podría haberse acabado de mudar, pero lo cierto es que ya llevaba dos años en el apartamento. A Zarza le gustaba que su mundo fuera así, impreciso, elemental, carente de memoria, porque hay recuerdos que hieren como la bala de un suicida.

Frunció el ceño, hizo acopio de resignación y encendió la lámpara. Detestaba tener que prender la luz eléctrica durante las oscuras mañanas invernales: bajo el resplandor de esas bombillas extemporáneas las cosas adquirían un aspecto lúgubre. De nuevo contempló, ahora bien iluminados, los visillos polvorientos, la ventana de aluminio, el armario de contrachapado barato. Sí, no cabía duda de que su casa era su casa. No cabía duda de que Zarza había regresado del mundo de la noche. Paulatinamente, en círculos, concéntricos, fue asimilando los detalles precisos de su realidad. Era día laborable, ella trabajaba, tenía que levantarse. Era invierno, tal vez Navidad, no, era el 7 de enero, justo después de Reyes. El final de las fiestas navideñas. Era martes, era miércoles, ¡no!, era sin duda martes, faltaban tres días para el fin de semana. Eran las ocho y pico de la mañana, ella entraba a las nueve, la empresa estaba en las afueras de la ciudad, tenía que levantarse. Ella trabajaba como editora y correctora en una gran casa editorial, tenía treinta y seis años y se llamaba Sofía Zarzamala. Se llamaba Zarza. Eso era todo. Ni un paso más allá. Ni un pensamiento innecesario. Tenía que levantarse.

Apagó el despertador, que todavía alborotaba sobre la mesilla, y se sentó en la cama. El aire del dormitorio se acomodó flojamente alrededor de su cuerpo, como una chaqueta que no termina de ajustar. A esas mismas horas, en ese mismo instante, miles de personas solitarias se levantaban, metidas en el caparazón de sus casas vacías. Zarza sintió el peso del resto del mundo sobre sus espaldas. Si sufriera un repentino ataque cardiaco y se muriera, tardarían por lo menos un par de días en descubrirla. Pero Zarza no disponía ahora de tiempo para morir. Tenía que levantarse.

Chancleteó por el dormitorio hacia el cuarto de baño, que carecía de ventanas. Encendió la fila de bombillas que enmarcaba el espejo y se miró. Siempre la misma palidez y la sombra azulosa rubricando los ojos. Aunque tal vez fuera efecto de la luz artificial, tal vez bajo una violenta luz solar no tuviera ese aspecto lánguido y morboso. La gente decía que era hermosa, o al menos alguna gente aún lo decía, y ella se lo había creído mucho tiempo atrás, en otra vida. Ahora simplemente se encontraba rara, con esa mata desordenada de pelo rojizo veteado de canas, semejante a un fuego que se extingue; con la piel lechosa y las ojeras, y con una mirada oscura en la que no se podía reconocer. Un vampiro diurno. Hacía mucho tiempo que no conseguía reconciliarse con su aspecto. No se sentía del todo real. Por eso jamás se hacía fotos, y procuraba no mirarse en los espejos, en los escaparates, en las puertas de vidrio. Sólo se asomaba a su reflejo por las mañanas, todas las mañanas, en su cuarto de baño. Se enfrentaba al azogue, con los párpados pesados y la boca sabiendo todavía al salitre de la noche, para intentar acostumbrarse a su rostro de ahora. Pero no, no avanzaba. Seguía siendo una extraña. A fin de cuentas, tampoco los vampiros pueden contemplar su propia imagen.

A las 8:14, Zarza entró en la ducha. Había algo en la repetición de los pequeños actos cotidianos que le resultaba muy consolador. A veces se entretenía en imaginar cuántas veces más en su vida abriría de la misma manera el grifo del agua caliente de la ducha; cuántas se quitaría el reloj y luego se lo pondría de nuevo. Cuántas veces apretaría el tubo del dentífrico sobre el cepillo, y se embadurnaría de desodorante las axilas, y calentaría la leche del café. Todas estas naderías, puestas unas detrás de otras, terminaban construyendo algo parecido a una vida. Eran como el esqueleto exógeno de la existencia, rutinas para seguir adelante, para ir tirando, para respirar sin necesidad de pensar. Y así los días se irían deslizando con suavidad por los flancos del tiempo, felizmente vacíos de sentido. A Zarza no le hubiera importado que el resto de su biografía se redujera a un puñado de automatismos, a una lista de gestos rutinarios anotada en algún librote polvoriento por un aburrido burócrata: «A su muerte, Sofía Zarzamala se ha cepillado los dientes 41.712 veces, abrochado el sujetador en 14.239 ocasiones, cortado las uñas de los pies 2.053 mañanas...». Pero a las 8:15 de aquel día, mientras comenzaba a enjabonarse, sucedió un hecho inesperado que desbarató la inercia de las cosas: sonó el timbre del teléfono. El teléfono sonaba rara vez en casa de Zarza y desde luego jamás a semejantes horas. De modo que cerró el grifo de la ducha, salió del baño pegando un resbalón sin consecuencias, agarró una toalla al vuelo y fue dejando un apresurado reguero de agua por el parqué hasta alcanzar el aparato de la mesilla.

—¿Sí?

—Te he encontrado.

Zarza colgó el auricular con un movimiento brusco y ni siquiera se entretuvo en secarse. Recogió del suelo la ropa interior que se había quitado la noche antes y se la puso; luego agarró las mismas botas, el pantalón de pana, el jersey grande gris, el chaquetón de piel vuelta. Abrió el cajón de la mesilla, sacó todo el dinero que tenía y lo metió en el bolso. El teléfono estaba sonando nuevamente, pero no contestó. Sabía que, de hacerlo, volvería a escuchar la misma voz de hombre, tal vez la misma frase. Te he encontrado. La llamada había puesto en funcionamiento un cronómetro invisible, el inexorable tictaqueo de una cuenta atrás. Fue tan ligera Zarza en sus movimientos que apenas tres minutos después de haber recibido el mensaje ya estaba lista. A las 8:19 salía por la puerta de su apartamento sin saber si podría regresar alguna vez, mientras a sus espaldas repiqueteaba, retador, el timbre del teléfono, invasor triunfante de la casa vacía.

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Cuando volvió a tener conciencia de la realidad y dejó de estar simplemente concentrada en el esfuerzo de la huida, Zarza se descubrió en mitad de la autopista de circunvalación, haciendo el mismo trayecto que realizaba cada día para ir a su trabajo. Había bajado las escaleras de su casa en un vuelo, alcanzado su coche en tres zancadas y atravesado media ciudad culebreando por el denso tráfico entre las protestas de los demás conductores, pero ni siquiera después de tanto correr había podido dejar atrás la sensación de catástrofe inminente que la llamada le había provocado. Aquí estaba ahora, aún sobrecogida, en plena autopista, como todas las mañanas. Pero hoy no era un día normal. Para ella se habían acabado los días normales. Aunque, a decir verdad, Zarza siempre había desconfiado de la normalidad; siempre había temido que la cotidianidad fuera una construcción demasiado frágil, demasiado fina, tan fácilmente desbaratable como la vaporosa tela de una araña. Durante años, Zarza había intentado apuntalar el tenderete con sus rutinas, pero ahora el armazón se había venido abajo y era necesario que ella hiciera algo. Por lo pronto, no podía acercarse a la editorial. Si él conocía su domicilio, también conocería cuál era su empleo. Dio un volantazo y abandonó la autovía por la primera salida. Tenía que poner en orden sus ideas. Tenía que reflexionar sobre lo que hacer.

Unas cuantas calles más allá detuvo el coche. El azar, ese novelista loco que nos escribe, le había hecho pasar frente a un café que Zarza frecuentaba antiguamente. Eran las 8:50 y el lugar estaba recién abierto y casi vacío, adornado aún con unas desmayadas guirnaldas de Navidad. Se sentó al fondo, justo enfrente del velador que solía ocupar cuando iba por el café, tantos años atrás. Su antigua mesa también estaba libre, pero no se atrevió a utilizarla. Había algo que se lo impedía, un pequeño e incómodo recuerdo atravesado en la boca del estómago. Se instaló enfrente, pues, en una de las maltratadas mesas de mármol y madera, junto a la ventana, y durante un buen rato se concentró tan sólo en respirar.

—¿Qué va a ser?

—Un té, por favor.

Respirar y seguir. En los peores momentos, Zarza lo sabía, había que aferrarse a los recursos básicos. Respirar y seguir. Había que desconectar todo lo superfluo y resistir, agarrarse a la existencia como un animal, como un molusco a su roca contra la ola. Además, siempre había sabido que esto llegaría. Debería haber estado preparada para ello. Pero no lo estaba. Zarza desconfiaba de sí misma y de su manera de encarar los problemas. Años atrás, él solía decir que Zarza tenía una personalidad fugitiva. Tal vez tuviera razón; tal vez ella no supiera enfrentarse de manera directa con las cosas. Ni siquiera con el recuerdo de las cosas. A veces pensaba que se había hecho historiadora para poder apropiarse de la memoria ajena y escapar de la propia. Para tener algo que recordar que no doliera. El historiador como parásito del pasado de otros.

Precisamente desde la ventana del café se veían las torres de la universidad en la que Zarza estudió la carrera; aquí, en este local, era donde se solían reunir al salir de clase. Ella se hizo medievalista; él se especializó en historia contemporánea. Pero eso fue mucho tiempo atrás, en otra vida. Antes de que apareciera la Reina. Zarza volvió a sentir un revuelo de náuseas en el estómago: quizá fuera el cadáver a medio digerir de su propia inocencia, se dijo con burlona grandilocuencia. Aunque ella nunca había sido verdaderamente inocente. La infancia es el lugar en el que habitas el resto de tu vida, pensó Zarza; los niños apaleados apalean niños de mayores, los hijos de borrachos se alcoholizan, los descendientes de suicidas se matan, los que tienen padres locos enloquecen.

¡Respirar y seguir! Tenía que endurecerse y concentrar sus fuerzas. Tenía que prepararse. Como los guerreros antes de la batalla. Por ejemplo, debería comer algo: no sabía cuándo podría volver a hacerlo. Apartó la taza de té, que apenas si había probado, y llamó al camarero.

—Por favor, un bocadillo de tortilla y un café.

Era lo que solía tomar con él, cuando venían aquí. Un bocadillo de tortilla con el pan tostado. Por entonces todavía disfrutaban comiendo, y existían las alamedas soleadas, y el olor a tierra mojada en las tormentas, y la tibia pereza de las mañanas del domingo. Ella nunca fue inocente, pero aquella vida de antes era casi una vida.

Podía intentar huir. O, por el contrario, podía enfrentarse a él. Ésas eran en realidad sus dos únicas opciones. Escaparse o matarlo. Zarza sonrió para sí con amargura, porque las dos alternativas le parecieron absurdas. De nuevo se encontraba sin salida. Aunque, quién sabe, quizá después de todo él no viniera a vengarse. Quizá la hubiera perdonado.

Una familia acababa de sentarse en la mesa de enfrente, en su antigua mesa, sin advertir que estaba manchada de recuerdos. Se trataba de un padre y una madre de la edad de Zarza; una niña de unos diez años, otra quizá de seis, un bebé varón. El padre había puesto a su lado a la niña mayor, que era una princesita de cabellos largos y ondulados; la madre se instaló junto a la hija pequeña, pero enseguida se levantó para sacar al bebé de su carrito y mecerlo entre los brazos. La pequeña quedó sola en uno de los extremos de la mesa, sola y devorada por la soledad, toda rizos oscuros. Era más bien feota. Nadie parecía hacerle el menor caso, como a veces ocurre con los hijos medianos; pero era papá, sobre todo papá, quien concentraba todo su desconsuelo, ese papá que sólo tenía ojos y palabras para la princesita. La princesita y papá hacían un aparte amoroso e interminable, perfil con perfil, casi labios con labios, y la mano de papá acariciaba la melena dorada de la bella, los hombros, la cintura de esa nínfula cimbreante de caderas presentidas y prepuberales. La niña feota les miraba embobada con redondos ojos pedigüeños, pero los demás ni siquiera advertían su mirada. Entonces la feota derramó el vaso de leche sobre la mesa, pero eso sólo le valió un brevísimo rapapolvo del padre, ni siquiera medio minuto de interés; y luego papá siguió devorando con la mirada a su princesita, mientras mamá, ciega y sorda, se concentraba en arrullar al bebé, y la niña mediana, la olvidada, con un mugriento cartel de Feliz Navidad sobre la cabeza, añoraba la atención y el cariño de su padre hasta la más total desesperación, hasta la herida. Hasta desear, Zarza lo sabía, que papá viniera también a ella alguna noche; que la acariciara aunque fuera de aquella manera, de aquel extraño modo, con sus dedos cosquilleantes y pegajosos; aunque ella tuviera que callarse y todo fuera oscuridad, pero que papá la tocara y la quisiera, para poder calmar ese dolor.

Respirar y seguir. De repente, Zarza se sintió asfixiada. Necesitaba salir del café, notar el aire frío de enero en las mejillas, caminar por la calle. Tragó el último mordisco de su bocadillo, pagó en la barra para no perder tiempo y abandonó el local. Eran las 9:35. Estaba decidido, se marcharía. Era lo mejor que podía hacer. Largarse de la ciudad, desaparecer al menos durante algunos días. Una vez lejos y a salvo, podría pensar con tranquilidad y encontrar una solución más definitiva. Sólo lamentaba poner en riesgo su empleo. A Zarza le gustaba su trabajo. Era una de las pocas cosas de su vida que le gustaban. Sacó del bolso el teléfono móvil que le habían dado en la empresa y llamó a la oficina; contestó Lola, la otra editora de la colección de Historia.

—Lola, no puedo ir a trabajar.

—¿Qué te pasa?

—Cuestiones familiares. Una crisis. Mi hermano, ya sabes —improvisó.

—¿Pero es algo grave?

—Bueno, no sé, cosas de mi hermano. Al parecer está algo enfermo y me necesitan. Oye, una cosa, si alguien me llama... Si alguien me llama, tú di que me he ido de viaje fuera de la ciudad.

—¿Cómo?

—Que si me telefonea alguien le digas que me he ido de viaje fuera de la ciudad, o, mejor, fuera del país, y que no sabes cuándo volveré.

—¿Y eso?

—Nada, cosas mías. Lo más probable es que tenga que faltar varios días, díselo a Lucía.

—Se va a poner furiosa. Vas muy retrasada con el libro.

—Da igual. Tú díselo.

—No, si terminaré pringando yo... —escuchó refunfuñar a Lola mientras colgaba. Nunca se habían llevado bien. Tampoco mal. Zarza no podía, no quería tener amigos.

Pero tenía a Miguel. Zarza advirtió que sentía una súbita necesidad de verle. No quería marcharse sin despedirse. No podía desaparecer sin más ni más. Las 9:40. Las visitas comenzaban a las 10:00. Subió al coche y condujo a través del todavía abundante tráfico hacia la zona Norte, bajo un cielo triste de aspecto mineral. Por las ventanillas de los otros vehículos asomaban unas caras de expresión tensa y sombría, caras de resaca de fiesta, abrumadas por ese exceso de realidad que se precipita sobre las cosas en las desnudas mañanas del invierno.

Nadie había recogido las hojas caídas el pasado otoño en el pequeño jardín de la Residencia, y ahora la alfombra vegetal estaba toda embarrada y medio podrida tras las últimas lluvias. Tampoco recortaban los setos lo suficiente, ni replantaban el césped. A juzgar por el jardín, la Residencia era un lugar un tanto descuidado. Se trataba de un mazacote rectangular construido en los años treinta; la puerta principal se alcanzaba por medio de una escalinata doble, con barandilla de hierro, que era el único adorno de la fachada. Zarza llamó al timbre y esperó a que le abrieran atisbando a través de las ventanas, carentes de visillos y con barrotes.

—Hola. Venía a ver a Miguel.

—Buenos días, señorita Zarzamala. Está en el salón de juegos.

Lo que la enfermera llamaba pomposamente el salón de juegos era un cuartucho de mediocres dimensiones con suelo de corcho y las paredes blancas. Había un sofá algo desvencijado, dos mesas camillas con cuatro o cinco sillas cada una, una librería tubular con algunos libros y cajas de juegos: rompecabezas, parchís, construcciones. En una esquina, un pequeño teclado electrónico con su correspondiente taburete. Por lo menos hacía calor, en realidad mucho calor, un ambiente de estufa. Zarza se quitó el chaquetón y se acercó a su hermano.

—Hola.

No le tocó. Miguel detestaba ser tocado.

El muchacho la miró con aparente indiferencia. Estaba sentado a una de las mesas, junto a un juego de construcciones de madera cuyas piezas, ordenadas con esmero dentro de su caja, parecían no haber sido usadas nunca. Seguramente la enfermera había aparcado a Miguel en esa silla media hora antes y no había vuelto a preocuparse de él.

—¿Vas a jugar a las construcciones?

Él negó con la cabeza y le enseñó lo que llevaba en la mano. Era un cubo de plástico compuesto de pequeños cuadrados de seis colores.

—Ah, tu cubo de Rubik... Muy bien, estupendo. Ese juego sí que es interesante y divertido...

Qué ironía: había sido precisamente él quien había regalado a Zarza el Rubik muchos años atrás, a modo de malicioso reto intelectual. Era un rompecabezas endiablado, un pasatiempo perverso inventado en 1973 por Erno Rubik, un arquitecto húngaro; los pequeños cuadrados eran en realidad cubos que giraban sobre sí mismos, y el asunto consistía en conseguir que todas las caras del poliedro grande tuvieran colores homogéneos: una toda roja, otra toda verde, otra toda blanca... Zarza lo intentó durante muchos meses y jamás lo logró. Un fracaso comprensible, puesto que el Rubik tiene 43.252.003.274.469.856.000 posiciones distintas, y sólo una de ellas corresponde a la solución; esto es, a la exacta y armoniosa distribución de un color por cara. Ponerse a girar el artefacto al azar, por consiguiente, no lleva a ningún lado: si una persona hiciese diez movimientos por segundo, sin pausa ni descanso, tardaría 136.000 años en ejecutar todas las combinaciones posibles. Zarza se acabó hartando de ese martirio y olvidó el rompecabezas, que anduvo dando tumbos por la casa durante cierto tiempo. Pero un día Miguel descubrió el cubo y quedó embelesado. Desde entonces había sido su objeto preferido; siempre estaba haciendo rotar los pequeños dados de colores con sus manos quebradizas y un poco torpes. Como ahora.

—Toma. Te lo dejo un rato —dijo Miguel de pronto, extendiendo el Rubik hacia ella.

Zarza sabía que eso era una considerable muestra de cariño, así que lo cogió.

—Muchas gracias, Miguel. Me encanta que me lo prestes. Eres muy bueno.

El chico hundió la barbilla en el pecho y sonrió. Una sonrisa pequeña, como un rictus. Iba a cumplir treinta y dos años en primavera, pero representaba bastantes menos. El tono rojo de su pelo era mucho más vivo que el de Zarza; por lo demás, se parecían bastante, con la misma piel blanca y los mismos ojos de color azul oscuro: era la herencia O’Brian de la rama materna. En realidad era un chico guapo, incluso muy guapo; pero al primer vistazo se advertía en él algo que no acababa de cuadrar, algo inacabado, indeterminado e inquietante. Era muy delgado, rectilíneo, con los hombros picudos, y los omóplatos le sobresalían como dos alerones. Siempre estaba encogido sobre sí mismo, y a menudo mantenía los brazos plegados y las manos unidas a la altura del pecho, jugueteando con su Rubik o pellizcándose los dedos.

—¿Qué tal estás? —preguntó Zarza.

Miguel miró por la ventana más cercana.

—Marta tiene un perro —dijo.

—¿Ah, sí? Qué bien —contestó Zarza, preguntándose quién sería Marta.

—Chupa y chupa y chupa. Es un cochino. Yo también.

—¿Tú también eres un cochino?

—Yo también quiero un perro.

Los ojos azules de Miguel naufragaban en una expresión opaca y asustadiza. Había nacido así, raro, tardo de mente y de reflejos, encerrado en su mundo. Algo le faltaba por dentro y eso se le veía en la cara; pero Zarza a veces pensaba que también tenía algo de lo que los demás carecían. Por eso resultaba tan ajeno, tan extraño. Visto así, medroso y encogido, con sus manit

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