Steve Jobs

Fragmento

Indice

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Introducción. Tres historias

Primera parte

1. Semillas

2. Woz

3. Los phreaks

4. La universidad

5. La búsqueda

6. Apple

7. El garaje

8. El Apple II

9. Millonario

10. Piratas

11. Sculley

Segunda parte

12. Y ahora, NeXT

13. Familia

14. Siliwood

15. El regreso

16. Diferente

17. Vuelco

18. Música

Tercera parte

19. Cáncer

20. Redención

21. Su vida

22. Su legado

Cronología

Nota de la autora

Bibliografía

Referencias

Glosario

Índice onomástico

Notas

Sobre la autora

Créditos

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foto de Paul Grover/Rex USA, cortesía de Everett Collection

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Associated Press/Palo Alto Daily News, Jack Arent

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En un cálido día de junio de 2005, Steve Jobs asistió a su primera ceremonia de graduación universitaria: lo hacía como orador invitado. El multimillonario fundador y cabeza visible de Apple Computer no era otro ejecutivo estirado al uso. Pese a sus escasos cincuenta años de edad, aquel individuo que jamás terminó la carrera universitaria era una estrella del mundo de la tecnología, una leyenda viva para millones de personas en todo el planeta.

Apenas pasados los veinte, Jobs había presentado al mundo casi sin despeinarse el primer ordenador que se podía poner sobre la mesa y era realmente capaz de hacer algo por sí solo de principio a fin. Revolucionó la música y la forma de escucharla de toda una generación con un reproductor minúsculo y elegante denominado iPod y una amplia selección de canciones disponible a través de la tienda iTunes. Fundó y desarrolló una empresa llamada Pixar que realizó las películas de animación por ordenador más impresionantes —Toy Story, Cars y Buscando a Nemo— y dio vida a aquellos personajes suyos como nunca antes hasta el momento se había hecho.

Aun sin ser ingeniero ni un genio de la informática, ayudó a crear un producto imprescindible tras otro gracias a un diseño centrado siempre en ti y en mí, sus verdaderos usuarios. Aunque lo desconocían quienes le escuchaban entonces, había más avances tecnológicos formidables entre bastidores, incluido el iPhone, que pondría gran parte de la capacidad de un ordenador en la palma de una mano. Padre de cuatro hijos, a Steve Jobs se le compararía en repetidas ocasiones con el inventor Thomas Edison y con el magnate de la automoción Henry Ford, quienes también introdujeron comodidades accesibles que cambiaron la forma de vida de los estadounidenses.

A pesar de todo su éxito, Jobs también sufrió algunos fracasos muy sonados. Cuando tenía treinta años, ese carácter problemático y difícil hizo que le relevasen de todas sus responsabilidades en Apple de manera fulminante. Se embarcó en un proyecto para levantar otra compañía de ordenadores, erró el tiro y dilapidó millones de dólares de los inversores. Podía mostrarse inestable, gritar a sus socios, competidores y periodistas; a veces lloraba cuando no se salía con la suya, y acostumbraba a aceptar el mérito de las ideas de otros. Poseía la capacidad de ser a la vez encantador y brusco hasta la exasperación, al tiempo sensible y de una increíble mezquindad.

Ciertos momentos de su vida semejaban los ingredientes de un cuento de hadas extraído de una película: una promesa formulada días después de su nacimiento, romances, notables contratiempos y riquezas casi descomunales para darles crédito. Otros episodios fueron tan turbulentos y desagradables, tan humanos, que jamás podrían considerarse aptos para todos los públicos. Tan amado como odiado, admirado con pasión y despreciado con frecuencia, a Steve Jobs se le ha descrito con los calificativos más contundentes: visionario, showman, artista, tirano, genio, imbécil.

Con vaqueros azules y sandalias bajo la túnica de graduación, Jobs se aproximó al micrófono para hablar del mismo modo en que hablaba sobre cualquier materia: con intensidad y apasionamiento, y en un breve discurso ante los veintitrés mil asistentes allí reunidos entre alumnos, familiares y amigos, compartió en público unas reflexiones muy personales acerca de sí mismo:

—Quiero contaros hoy tres historias que forman parte de mi vida.

Nada más. Solo tres historias que definían una existencia apasionante y servían de brújula diseñada para quienes se hallaban en el umbral de sus vidas adultas. Para comprender quién era Steve Jobs y en qué se convirtió, resultará de ayuda comenzar aquí, con la primera de esas tres historias.

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Steve Jobs, a la izquierda, y sus amigos del colegio posando frente a la cámara en séptimo curso. (foto de Otis Ginoza)

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La primera historia de Steve Jobs consistía en «unir los puntos», y comenzó con una promesa de lo más inusual.

Joanne Schieble era una estudiante universitaria de Wisconsin que apenas tenía veintitrés años cuando supo que estaba embarazada. Su relación con otro universitario —de origen sirio— no contaba con la aprobación del padre de ella, y las costumbres de los años cincuenta no veían con buenos ojos a una mujer que tuviese un hijo fuera del matrimonio. Para eludir la presión social, Schieble se trasladó a San Francisco, acogida bajo el techo de un médico que se encargaba de cuidar de madres solteras y ayudaba a concertar adopciones.

En un principio, un abogado y su esposa habían accedido a adoptar al bebé que estaba en camino, pero cambiaron de idea cuando este nació, el 24 de febrero de 1955.

Paul y Clara Jobs, un matrimonio humilde de San Francisco con un cierto nivel de estudios de secundaria, llevaban un tiempo a la espera, así que cuando su teléfono sonó en plena noche se lanzaron ante la posibilidad de adoptar al recién nacido: lo llamaron Steven Paul.

Schieble quería que a su hijo lo adoptasen unos padres con formación universitaria, y cuando se enteró —antes de que el proceso de adopción se formalizase— de que ninguno de los dos miembros del matrimonio Jobs poseía título universitario alguno, se mostró reacia a seguir adelante. Solo accedió a completar el proceso unos meses más tarde, «cuando mis padres le prometieron que yo iría a la universidad», diría Jobs.

Entregado a la esperanza de un futuro brillante para su hijo, el matrimonio Jobs se acomodó y un par de años después adoptó a otra hija, Patty. El pequeño Steve resultó ser un niño muy curioso y también difícil de criar. Metió una horquilla en un enchufe eléctrico y se ganó un viaje directo a urgencias con quemaduras en una mano; ingirió veneno para hormigas y regresó al hospital a que le hiciesen un lavado de estómago; para mantenerlo entretenido cuando se despertaba antes que el resto de la casa, sus padres le compraron un caballo de madera, un tocadiscos y unos vinilos de Little Richard. Fue un niño tan difícil en sus tres primeros años que —tal y como ella misma confesaría en una ocasión— su madre llegó a preguntarse si había hecho bien al adoptarlo.

Cuando Steve cumplió cinco años destinaron a su padre a Palo Alto, a unos cuarenta y cinco minutos al sur de San Francisco. Tras servir en la Guardia Costera durante la Segunda Guerra Mundial, Paul había trabajado como operario maquinista y como vendedor de coches de segunda mano, y en aquel entonces trabajaba en una compañía financiera dedicada a la gestión de cobros a morosos. En su tiempo libre reparaba coches usados y los vendía con un pequeño beneficio, dinero que iba a parar a la cartilla de ahorros para los futuros estudios universitarios de Steve.

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Patty Jobs, fotografía del anuario escolar de 1972, en su primer año de escuela. (foto por cortesía de Seth Poppel/Yearbook Library)

En aquella época aún quedaban grandes áreas sin urbanizar en la zona meridional de San Francisco y contaban con un cierto número de huertos dispersos de albaricoques y ciruelas. La familia adquirió una casa en Mountain View, y cuando montó su taller en el garaje, Paul aisló una pequeña zona y le dijo a su hijo: «Steve, a partir de ahora esta será tu mesa de trabajo». Le enseñó a usar un martillo y le dio un juego de herramientas más pequeñas. A lo largo de los años, recordaría Jobs, Paul «me dedicó muchísimo tiempo (…). Me enseñó a construir cosas, a desarmarlas y a montarlas de nuevo».

La cuidadosa pericia y la dedicación de su padre a los detalles más nimios dejó en Steve una huella profunda.

«Era una especie de genio con las manos, capaz de arreglar lo que fuese y hacerlo funcionar, de desmontar cualquier aparato mecánico y volver a montarlo», contaría Jobs a un entrevistador en 1985. Ante Steve, su padre también puso mucho hincapié en la importancia de hacer bien las cosas. El hijo aprendió, por ejemplo, que «si fueras un carpintero que está haciendo una cómoda maravillosa, con sus cajones, no le pondrías una lámina de contrachapado en la parte de atrás aunque fuera a quedar contra la pared y nadie fuese a verla nunca, porque tú sabrías que está ahí, por eso utilizarías una pieza de madera igualmente bonita».

Esa fue una lección que Steve Jobs aplicaría una y otra vez a los nuevos productos de Apple. «Para dormir bien por las noches, hay que llevar la estética y la calidad hasta sus últimas consecuencias», diría.

Clara también respaldaba a su hijo: por las tardes se dedicaba a cuidar a los niños de sus amigos para pagarle las clases de natación y, dado que Steve se mostraba interesado y era precoz, le enseñó a leer. Este punto supuso una gran ventaja para él en el colegio.

Por desgracia para Steve, saber leer llegó a convertirse en una especie de problema. Una vez en la escuela, «tenía verdaderas ganas de hacer dos cosas —recordaba él—: Quería leer, porque me encantaban los libros, y quería salir por ahí a cazar mariposas». Lo que no le apetecía en absoluto era que le obligasen a seguir instrucciones. Se revolvía contra la estructura de la jornada escolar y pronto comenzó a aburrirse de estar en clase. Sentía que era distinto a sus compañeros.

Cuando tenía seis o siete años, le contó a la niña que vivía enfrente que era adoptado. «Entonces, ¿eso significa que tus verdaderos padres no te querían?», le preguntó ella.

La inocente pregunta le sentó como un puñetazo en el estómago y proyectó en su cabeza la sombra de un pensamiento aterrador que no se le había ocurrido hasta la fecha. Entre sollozos, echó a correr hacia su casa, donde sus padres se apresuraron a consolarlo y a desterrar aquella idea por completo.

—Se pusieron muy serios y me miraron a los ojos —contó él—, y me dijeron: «Te escogimos a ti de manera específica».

Y, en efecto, sus padres pensaban que era alguien muy especial: excepcionalmente brillante, aunque también excepcionalmente tozudo. Más adelante, tanto amigos como colegas dirían que su empuje y su necesidad de control surgían de un sentimiento de abandono muy arraigado.

—Saber que era adoptado quizá pudo hacer que me sintiera más independiente, pero nunca me he sentido abandonado —reveló a un biógrafo—. Siempre me he sentido especial. Mis padres me hicieron sentir que era especial.

Algunos de sus profesores, sin embargo, lo veían más como a un niño problemático que como a un niño especial. A Jobs, el colegio le parecía tan espantoso y aburrido que un amigo suyo y él pasaban sus ratos más divertidos cuando se metían en líos. Un ejemplo: muchos de los alumnos iban al colegio en bicicleta y las aparcaban con candados en unos soportes en el exterior de la escuela de primaria Monta Loma; cuando estaban en tercero, Jobs y su amigo intercambiaron las combinaciones de sus propios candados con muchos de sus compañeros y otro día, tiempo después, salieron y cambiaron todos los candados.

—No terminaron de solucionar el lío de las bicicletas hasta las diez de la noche —recordaba el fundador de Apple.

En todo caso, su peor conducta quedaba reservada para la profesora. Él y su amigo llegaron a soltar una serpiente en el aula, y a preparar una pequeña explosión bajo su silla.

—Le provocamos un tic nervioso —contó Jobs más adelante.

Lo enviaron a casa en dos o tres ocasiones a causa de su mala conducta, pero él no recordaba que aquello le supusiese castigo alguno; en cambio, su padre le defendió y dijo a los profesores: «Si no son capaces de mantener su interés, la culpa es de ustedes».

En cuarto curso lo rescató una profesora muy especial: Imogene Teddy Hill, quien se deshizo en atenciones hacia él durante una época particularmente complicada en casa. Impresionado por un vecino al que parecía irle de maravilla en el negocio inmobiliario, Paul Jobs comenzó a asistir a la escuela nocturna y obtuvo una licencia como agente de la propiedad inmobiliaria. Sin embargo, aquel no resultó ser el mejor momento, y la demanda de viviendas se desplomó justo cuando él trataba de abrirse camino en el negocio.

Un buen día, la señora Hill preguntó a sus alumnos: «¿Qué es lo que no entendéis del universo?». El joven Jobs respondió: «No entiendo por qué mi padre se ha quedado sin dinero de repente». Clara aceptó un trabajo a tiempo parcial en la oficina de pago de nóminas de una empresa local, y la familia firmó una segunda hipoteca sobre su vivienda. Durante más o menos un año, en casa de los Jobs contaron con un presupuesto bastante ajustado.

A las pocas semanas de tener a Steve en su clase, la señora Hill ya había calado a su insólito alumno y le había ofrecido un pacto muy atractivo: si era capaz de terminar él solo un cuaderno de problemas de matemáticas con un mínimo del 80 por ciento de soluciones correctas, le daría 5 dólares y una piruleta enorme.

—Me quedé mirándola como si le estuviera diciendo: señora, ¿está usted loca? —contó Jobs. Aun así aceptó el reto, y no pasó mucho tiempo antes de que su admiración y respeto hacia la señora Hill fueran tan grandes que no necesitó más sobornos.

La admiración era recíproca, y la profesora facilitó a su precoz alumno un kit para fabricar una cámara, con el que tenía que pulir su propia lente. Sin embargo, aquello no implicaba que Jobs se convirtiese en un niño fácil. Muchos años después, algunos compañeros de trabajo de Jobs pasaron un buen rato cuando la señora Hill les mostró una fotografía de su clase en el día de Hawái. Steve se encontraba en el centro, ataviado con una camisa hawaiana, si bien la fotografía solo contaba una parte de la historia: Jobs no había aparecido con una camisa hawaiana aquel día, sino que se las arregló para convencer a un compañero de clase de que se la prestara.

Jobs diría de su profesora que era «uno de los santos de mi vida», y afirmó que pensaba que «aquel año aprendí más que en cualquier otro curso»: otorgó a la señora Hill el mérito de haberlo puesto en la senda correcta.

—Estoy seguro al cien por cien de que si no llega a ser por la señora Hill en cuarto, habría acabado en la cárcel, sin ninguna duda.

Con un renovado interés en las clases y unos resultados que parecían hallarse en el buen camino, Jobs se sometió a una serie de exámenes y obtuvo unas calificaciones tan altas que el colegio recomendó que pasase a un curso dos años superior al que le correspondía. Sus padres accedieron a que fuera solo un año por delante.

La secundaria resultó más dura académicamente hablando, y Steve seguía queriendo ir por ahí a cazar mariposas. Un informe de sexto curso decía de él que era «un lector excelente», pero también apuntaba que «tiene grandes dificultades a la hora de motivarse o de encontrarle sentido al hecho de sentarse a estudiar». Constituía también «un problema de disciplina en ciertos momentos».

El séptimo curso trajo consigo un grupo peor de compañeros de clase. Las peleas eran habituales, y algunos alumnos acosaban al chaval enclenque que era un año menor que el resto. Jobs lo pasó mal, y a mitad de aquel año dio un ultimátum en casa:

—dijo que si tenía que volver a aquel colegio alguna vez, no iría, sin más —recordaba su padre, y se lo tomaron muy en serio—. Así que decidimos que lo mejor sería mudarnos.

Sus padres reunieron lo poco que tenían y compraron una casa de tres habitaciones en Los Altos, un lugar donde los colegios eran de primer nivel, y también seguros. Allí, en principio, su hijo superdotado podría centrarse en los estudios, pero a mediados de los años sesenta los tiempos estaban cambiando, y Steve Jobs pronto tendría otras cosas en la cabeza.

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El traslado de colegio fue sin duda para mejor, y Jobs se encontró con otros chicos que compartían sus aficiones; allí haría amistades que, con el tiempo, cambiarían su vida.

Tuvo también la suerte de crecer en el valle de Santa Clara, un entorno atestado de ingenieros y manitas dispuestos a ayudarle a aplacar su creciente fervor por el campo en auge de la electrónica.

Cuando se percató de que su hijo no compartía su afición por los coches, Paul Jobs le trajo a Steve todo tipo de cachivaches electrónicos de su época de primaria para que los desmontase. Steve halló también un mentor en su vieja barriada, un ingeniero de Hewlett-Packard llamado Larry Lang: había despertado el interés del muchacho con un micrófono de carbón antiquísimo que había situado en el paseo de entrada a su casa y que no necesitaba de un amplificador electrónico. Lang introdujo al chico en el mundo de los Heathkits, conjuntos de componentes electrónicos e instrucciones detalladas para que los amantes del hobby fabricasen radios y otros aparatos similares.

—La verdad es que pagabas más por ellos que si fueras y te comprases el producto terminado —recordaba Jobs.

Aun así, le llamó la atención cómo el hecho de montar los kits le ayudaba a comprender el funcionamiento de las cosas y le hizo sentir confianza al respecto de los aparatos que era capaz de fabricar.

—Aquellos objetos dejaron de ser un misterio. Es decir, si te fijabas en el aparato de televisión, pensabas: «No he montado una de esas, pero podría hacerlo. Hay una en el catálogo de Heathkit, y, como ya he montado otros dos kits, también podría montar una» —decía Jobs—. Ser capaz de comprender unos objetos en apariencia tan complejos a través de la observación y el aprendizaje me supuso una inyección tremenda de confianza en mí mismo.

Steve mantuvo el contacto con Lang aun después de que la familia Jobs se trasladase, y este le ayudó a participar en uno de los Explorers Club de Hewlett-Packard: todos los martes, Jobs se reunía con otros estudiantes en la cafetería de la compañía para escuchar cómo los ingenieros hablaban sobre su trabajo. Fue durante una de esas visitas cuando vio por vez primera un ordenador de sobremesa. En los años sesenta, las computadoras variaban en tamaño desde algo similar a un frigorífico hasta llegar a ocupar una habitación entera y, por lo general, había que refrigerarlas con aire acondicionado para evitar que se calentasen en exceso. En 1968, Hewlett-Packard había desarrollado el 9100A, su primera calculadora científica de sobremesa, y lo había anunciado como un «ordenador personal diez veces más rápido que la mayoría de máquinas a la hora de resolver problemas científicos y matemáticos».

—Era gigantesco y podía pesar unos dieciocho kilos, pero era una belleza —dijo Jobs—. Me enamoré de aquello.

Mientras intentaba construir su propio frecuencímetro, un aparato para medir los impulsos de una señal electrónica, Steve se encontró con que le faltaban piezas. No se lo pensó dos veces y se fue a por la guía telefónica, buscó el número del fundador de HP —Bill Hewlett— y le llamó a casa. Hewlett atendió la llamada con toda cortesía y recibió a Jobs en una visita que duró veinte minutos. Una vez finalizada la charla, Steve había conseguido las piezas que le faltaban, así como el contacto para un trabajo de verano, el verano que pasó en la cadena de montaje poniendo tornillos en unos frecuencímetros que se utilizaban en fábricas y laboratorios.

—Estaba en el paraíso —recordaba.

La gente como Bill Hewlett colaboró a la hora de que el valle de Santa Clara se convirtiese en un imán para ingenieros y técnicos especialistas. Además de la creciente actividad de Hewlett-Packard en Palo Alto, otras compañías como la división de misiles de la Lockheed Corporation en Sunnyvale, un centro cercano de investigación de la NASA, y la Fairchild Semiconductor en San José generaban una oferta de empleos técnicos cada vez mayor. A esto había que añadir cuán cerca se hallaban la Universidad de Stanford, en Palo Alto, y la de California-Berkeley, un

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