A Olga, que ha resistido
Este libro es una obra de ficción. Los personajes y lugares mencionados son fruto de la fantasía del autor y tienen como objetivo conferir veracidad al relato. Cualquier parecido con hechos, lugares o personas, vivas o desaparecidas, es absolutamente casual.
I. Antes
El mundo es una pared curvada de cemento gris. El mundo tiene sonidos amortiguados y ecos. El mundo es un círculo que de ancho mide dos veces sus brazos extendidos. Lo primero que el muchacho aprendió en este mundo circular fueron sus nuevos nombres. Tiene dos. Hijo es el nombre que prefiere. Tiene derecho al mismo cuando hace las cosas correctas, cuando obedece, cuando sus pensamientos son límpidos y rápidos. En caso contrario, su nombre es Bestia. Cuando se llama Bestia, el muchacho es castigado. Cuando se llama Bestia, el muchacho tiene hambre y frío. Cuando se llama Bestia, el mundo circular apesta.
Si Hijo no quiere convertirse en Bestia, tiene que recordar el lugar correcto de las cosas que le han sido encomendadas y cuidar de ellas. El cubo para sus necesidades tiene que estar siempre colgado en la viga, a la espera de ser vaciado. La jarra para el agua tiene que estar siempre en el centro de la mesa. La cama tiene que estar siempre hecha y limpia, con la manta bien remetida. La bandeja de la comida tiene que estar siempre junto a la portezuela.
La portezuela es el centro del mundo circular. El muchacho la teme y la venera igual que a una divinidad caprichosa. La portezuela puede abrirse de repente, o permanecer cerrada durante días. La portezuela puede dejar que entre comida, ropa limpia y mantas, libros y lápices, o bien administrar castigos.
El error es castigado siempre. Para los errores pequeños está el hambre. Para los errores más grandes, el frío o el calor atroz. En una ocasión tuvo tanto calor que dejó de sudar. Cayó sobre el cemento pensando que iba a morir. Fue perdonado con un chorro de agua fría. Era Hijo de nuevo. Podía beber de nuevo y limpiar el cubo, que zumbaba por las moscas. El castigo es duro en el mundo circular. Implacable y certero.
Eso es lo que siempre había creído hasta que descubrió que el mundo circular es imperfecto. El mundo circular tiene una grieta. Larga como su índice, la grieta se abrió en la pared, justo donde la viga con el cubo se engasta en el cemento.
El muchacho no se atrevió a mirarla de cerca durante semanas. Sabía que estaba ahí, presionaba en los límites de su conciencia, le quemaba igual que el fuego. El muchacho sabía que mirar la grieta era Algo Prohibido, porque en el mundo circular todo lo que no ha sido explícitamente permitido está prohibido. Pero una noche el muchacho cedió ante sí mismo. Transgredió por primera vez desde hacía mucho tiempo, ese tiempo siempre igual de su mundo circular. Lo hizo con prudencia, con lentitud, estudiando sus movimientos. Se levantó de la cama y fingió que se caía.
Estúpida Bestia. Bestia inútil. Hizo ver que tenía que apoyarse en el muro para sujetarse y puso solo por un instante su ojo izquierdo en contacto con la grieta. No vio nada, tan solo la oscuridad, pero la enormidad de ese gesto suyo lo hizo sudar de miedo durante horas. Durante horas estuvo esperando el castigo y el dolor. Esperó el frío y el hambre. Pero nada ocurrió. Fue una sorpresa extraordinaria. En esas horas de espera, luego convertidas en una noche insomne y un día febril, el muchacho comprendió que no todo lo que hace es visto. No todo lo que hace es valorado y juzgado. No todo lo que hace es premiado o castigado. Se sintió perdido y solo, como no se sentía desde los primeros días del mundo circular, cuando todavía era fuerte el recuerdo de Antes, cuando las paredes no existían y tenía otro nombre, distinto a Bestia o Hijo. El muchacho sintió que sus certezas se quebraban y por eso se atrevió a mirar de nuevo. La segunda vez mantuvo su ojo pegado a la grieta casi durante todo un segundo. La tercera vez, durante el tiempo de una respiración. Y vio. Vio el verde. Vio el azul. Vio una nube que parecía un cerdo. Vio el tejado rojo de una casa.
Ahora el muchacho sigue mirando, en vilo, de puntillas, las manos extendidas sobre el cemento frío para sujetarse. Hay algo que se mueve ahí afuera, en una luz que el muchacho imagina que es la del amanecer. Es una silueta oscura, que va haciéndose más grande a medida que se aproxima. De repente el muchacho se da cuenta de que está cometiendo el error más grave, la transgresión más imperdonable.
El hombre que camina por el césped es el Padre, y él está mirándolo. Como si hubiera escuchado sus pensamientos, el Padre acelera el paso. Está yendo a por él.
Y lleva un cuchillo en la mano.
II. El círculo de piedra
1.
El horror empezó a las cinco de la tarde de un sábado a principios de septiembre, con un hombre en pantalón corto que agitaba sus brazos intentando detener a los coches. El hombre llevaba una camiseta en la cabeza para protegerse del sol y calzaba un par de chanclas destrozadas.
Mientras estacionaba la patrulla en el arcén de la provincial, el agente veterano miraba al hombre del pantalón corto, que clasificó como un «perturbado». Tras diecisiete años de servicio y unos cuantos cientos de borrachos o personas desequilibradas, calmados por las buenas o por las malas, a los perturbados sabía identificarlos con un vistazo. Y ese tipo lo era sin duda alguna.
Los dos agentes bajaron del coche y el hombre del pantalón corto se acurrucó farfullando algo. Estaba agotado y deshidratado, y el agente joven le dio un poco de agua de la botellita que llevaba en la puerta, ignorando la mirada de asco de su compañero.
En ese momento las palabras del hombre del pantalón corto se hicieron comprensibles.
—He perdido a mi mujer —dijo—. Y a mi hijo.
Se llamaba Stefano Maugeri y esa mañana había ido a hacer un pícnic con la familia unos kilómetros más arriba, en los Pratoni del Vivaro. Habían comido pronto y él se había echado una siesta acunado por la brisa. Al despertar, su esposa y su hijo ya no estaban allí.
Durante tres horas se había movido en círculos, buscando sin resultado, hasta encontrarse caminando por el arcén de la provincial, al borde de la insolación y completamente perdido. El agente veterano, cuyas convicciones empezaban a tambalearse, le preguntó por qué motivo no había llamado a su mujer con el móvil, y Maugeri contestó que lo había hecho, obteniendo tan solo que saltara el contestador hasta que su teléfono se quedó sin batería.
El veterano miró a Maugeri con algo menos de escepticismo. Había visto una buena colección de esposas que desaparecían llevándose a sus hijos cuando estaba en el servicio de emergencias, aunque ninguna de ellas hubiera abandonado a su marido en medio del campo. Por lo menos, no vivo.
Los agentes llevaron a Maugeri hasta el punto de partida. No había nadie. Los otros campistas habían regresado a sus casas y su Bravo gris permanecía solitario en la carreterita, a poca distancia de un mantel magenta con restos de comida y un muñeco de Ben 10, un joven héroe con el poder de transformarse en diferentes monstruos alienígenas.
Ben 10 en ese momento podría haberse convertido en una especie de enorme moscón y haber sobrevolado los Pratoni, en busca de los desaparecidos, pero los dos policías optaron por llamar al centro de operaciones y dar la alarma, poniendo en marcha una de las más espectaculares operaciones de búsqueda presenciadas en los Pratoni en los últimos años.
Fue entonces cuando entró en juego Colomba. Aquel iba a ser su primer día de trabajo tras un largo permiso, e iba a ser, sin duda alguna, uno de los peores.
2.
Algo más vieja en apariencia, por el contorno de sus ojos verdes, que sus treinta y dos años, Colomba no pasaba desapercibida con su cuerpo musculoso, de anchas espaldas, y su rostro de pómulos altos y fuertes. El rostro de una guerrera, dijo en cierta ocasión un amante suyo, que montaba a caballo a pelo y cortaba la cabeza de sus enemigos con la cimitarra. Ella se había reído, antes de saltar encima de él y de montarlo, hasta dejarlo sin aliento. Ahora, sin embargo, se sentía más víctima que guerrera, sentada en el borde de la bañera, con el móvil en la mano, mirando en la pantalla el nombre parpadeante de Alfredo Rovere. Era el mando principal de la Brigada Móvil de Roma, formalmente aún su jefe y su mentor, y llamaba por tercera vez en tres minutos; ella no le había contestado ni una sola.
Colomba seguía en albornoz tras la ducha, con un retraso ya monstruoso para la cena con los amigos a la que al final había aceptado asistir. Desde que saliera del hospital, la mayor parte del tiempo lo había pasado sola. Sacaba muy poco la nariz fuera de casa; salía sobre todo por las mañanas, a menudo al amanecer, cuando se ponía el chándal e iba a correr a lo largo del Tíber, que discurría por debajo de las ventanas de su apartamento, a dos pasos del Vaticano.
Correr a lo largo del terraplén suponía un ejercicio de atención, porque además de los baches tenía que evitar los excrementos de los perros y las ratas que surgían de los montones de basura en putrefacción, pero a Colomba aquello no le molestaba, como tampoco le molestaban los humos de los tubos de escape de los coches que pasaban sobre su cabeza. Se trataba de Roma, y le gustaba precisamente porque era sucia y malvada, aunque los turistas nunca iban a darse cuenta. Tras la carrera, Colomba hacía la compra en días alternos en el súper de la esquina que regentaban dos cingaleses, y el sábado se iba hasta el puesto de la plaza Cavour, donde renovaba sus provisiones de libros usados que leía durante la semana, mezclando clásicos, novela negra y novelitas rosas, sin acabar casi ninguno de ellos. Se perdía con las tramas demasiado intrincadas y se aburría en las que eran demasiado sencillas. No era capaz de concentrarse en nada de nada. A veces tenía la impresión de que todo se le resbalaba.
Aparte de los comerciantes, Colomba pasaba días enteros sin dirigirle la palabra a ningún alma viva. Estaba su madre, es cierto, pero a ella podía escucharla sin abrir la boca, y también los amigos y los compañeros que de tanto en tanto aún la llamaban por teléfono. En los escasos momentos en que se dedicaba a la autoconciencia, Colomba sabía que estaba exagerando. Porque no se trababa de que estuviera bien a solas, una práctica que siempre se le había dado bien, sino de que se sentía indiferente al resto del mundo. Sabía que era culpa de lo que le había ocurrido, culpa del Desastre, pero por mucho que se esforzaba no era capaz de agujerear esa película invisible que la separaba del resto de la humanidad. Era también por esto por lo que Colomba se había obligado a aceptar la invitación de esa noche, pero hasta tal punto a disgusto que todavía estaba allí decidiendo qué iba a ponerse, cuando sus amigos irían ya por la tercera copa.
Esperó a que dejara de sonar, luego empezó a cepillarse de nuevo el pelo. En el hospital se lo habían dejado cortísimo, pero ahora ya le había crecido hasta casi su largura normal. Mientras Colomba se daba cuenta de que le habían salido canas, la llamaron por el interfono. Se quedó con el cepillo en la mano unos segundos, con la esperanza de haberse equivocado, pero volvieron a llamar. Fue a mirar por la ventana: había un coche patrulla aparcado delante de su casa. Joder, pensó mientras cogía el teléfono y llamaba a Rovere.
Este contestó a la primera señal.
—Ha llegado la patrulla —dijo él a modo de saludo.
—Coño, sí —dijo Colomba.
—Quería decírtelo, pero no contestabas al teléfono.
—Estaba en la ducha. Y voy con retraso para ir a una cena. Así que lo siento, pero dígale al compañero que se vuelva por donde ha venido.
—¿Y no quieres saber por qué lo he enviado hasta ahí?
—No.
—Pues de todas maneras te lo voy a decir. Necesito que vengas a echar un vistazo a los Pratoni del Vivaro.
—¿Y qué hay allí?
—No quiero estropearte la sorpresa.
—Ya me ha dado una.
—La que te espera es más interesante.
Colomba resopló.
—Doctor…, estoy en excedencia. Tal vez no se acuerda.
El tono de Rovere se volvió serio.
—¿Te he pedido algo alguna vez durante este periodo?
—No, nunca —admitió Colomba.
—¿He hecho algo para que te incorporaras antes de tiempo, o para convencerte de que te quedaras?
—No.
—Por tanto, no puedes negarme un favor.
—Y una mierda, claro que puedo hacerlo.
—Te necesito de verdad, Colomba.
Por su tono se dio cuenta de que era cierto. Se quedó en silencio durante unos segundos. Se sentía acorralada.
—¿De verdad es necesario? —preguntó después.
—Obviamente.
—Y no quiere decirme de qué se trata.
—No quiero predisponerte.
—Muy amable por su parte.
—¿Entonces, sí o no?
Es la última vez, pensó Colomba.
—De acuerdo. Pero dígale al compañero que deje de llamar por el interfono.
Rovere colgó y Colomba se quedó unos instantes mirando el teléfono, luego avisó a su resignado anfitrión de que no iba a ir a cenar, recibió quejas poco convencidas, y se puso unos tejanos y una sudadera de los Angry Birds. Era ropa que Colomba nunca habría llevado estando de servicio y la eligió con premeditación.
Cogió las llaves del mueble de la entrada y con un gesto automático comprobó si llevaba la pistolera prendida del cinturón. Sus dedos solo encontraron el vacío. Se acordó con un relámpago de que la pistola estaba en la armería desde el día de su ingreso, pero la sensación fue desagradabilísima, como tropezar en un escalón que no existe; por un instante retrocedió a la última vez que había hecho el gesto de coger el arma, y la emoción fue el punto de partida de un ataque.
De inmediato los pulmones se le cerraron y la habitación se llenó de sombras en rápido movimiento. Sombras que gritaban deslizándose a lo largo de las paredes y de los suelos, sombras en las cuales ella no podía fijar la vista. Quedaban siempre más allá del campo visual, perceptibles tan solo con el rabillo del ojo. Colomba sabía que no eran reales, pero al mismo tiempo las percibía con cada fibra de su cuerpo. Tenía miedo. Un terror ciego, absoluto, que le cortaba la respiración y la estaba asfixiando. Buscó a tientas el pico del mueble y lo golpeó a propósito con el dorso de la mano. El dolor estalló en sus dedos y ascendió por el brazo como una descarga eléctrica, pero se desvaneció demasiado pronto. Golpeó otra vez, y otra más, hasta que la piel de un nudillo se laceró y la descarga le puso en marcha de nuevo los pulmones, igual que un desfibrilador con un corazón infartado. Jadeó tragando una enorme bocanada de aire, luego empezó a respirar de nuevo con regularidad. Las sombras desaparecieron, el miedo se disolvió en sudor helado sobre la nuca.
Estaba viva, estaba viva. Siguió repitiéndoselo durante cinco minutos, arrodillada en el suelo, hasta que pareció que la frase tenía sentido.
3.
Sentada en el suelo, Colomba controló la respiración durante otros cinco minutos. Habían pasado días desde el último ataque de pánico, semanas. Habían empezado inmediatamente después de recibir el alta en el hospital. Le habían dicho que podía ocurrir —era más bien frecuente después de lo que le había pasado—, pero cuando le hablaron de ello había pensado que consistirían en algunos temblores e insomnio. En cambio, el primero fue como un terremoto que la había sacudido con violencia y el segundo todavía fue más fuerte. Había perdido el conocimiento por falta de oxígeno, convencida de que se estaba muriendo. Los ataques se habían hecho frecuentes, hasta tres o cuatro veces al día. Podía bastar un ruido o un olor para provocarlos, como el olor a humo.
El psicólogo del hospital le había dejado un número para que lo llamara, si necesitaba apoyo. Mejor dicho, le había rogado que lo hiciera. Pero Colomba no había hablado ni con él ni con nadie de lo que le estaba ocurriendo. Se había abierto camino en un mundo de hombres, muchos de los cuales habrían preferido verla llevando un café en lugar de una pistola, y había aprendido a ocultar debilidades y problemas a todos. Y además, en alguna parte de su interior, creía que se lo merecía. Un castigo por el Desastre.
Mientras se ponía una tirita en el nudillo herido, pensó en llamar de nuevo a Rovere y mandarlo al infierno, pero no se vio con fuerzas. Iba a reducir ese encuentro al mínimo, justo a lo que imponían las buenas maneras, luego regresaría a casa y expediría la carta de dimisión que tenía en un cajón de la cocina. Ya pensaría luego en qué hacer con el resto de su vida, con la esperanza de no convertirse en uno de esos compañeros suyos jubilados que seguían paseándose por las inmediaciones de la comisaría, para sentir que aún formaban parte de la familia.
Fuera se había desatado una tormenta que parecía estar sacudiendo al mundo. Colomba se puso un impermeable encima de la sudadera y bajó.
El coche patrulla lo conducía un muchacho que salió bajo la lluvia para el saludo correspondiente:
—Agente Massimo Alberti, doctora Caselli.
—Métete dentro, que te vas a empapar —dijo ella, sentándose al lado del conductor. Algunos vecinos, protegidos con paraguas, miraban la escena con curiosidad. Se había mudado a ese edificio hacía poco, y no todos sabían cuál era su trabajo. Tal vez nadie, teniendo en cuenta las pocas palabras que intercambiaba con la gente.
El coche patrulla fue para Colomba como el aroma de casa: el reflejo de las luces de emergencia sobre el parabrisas, la frecuencia de la radio, las fotos de los fugitivos pegadas en el parasol eran como caras familiares alejadas desde hacía mucho tiempo. ¿De verdad estás preparada para renunciar?, se preguntó. No, no lo estaba. Pero no podía obrar de otro modo.
Alberti encendió la sirena y se puso en marcha.
Colomba resopló.
—Apágala —dijo—. No tenemos prisa.
—Tengo orden de ir lo más rápido posible, doctora —respondió Alberti, pero obedeció.
Era un jovencito de unos veinticinco años, de piel clara, con marcas de pecas. Desprendía un olor a loción para el afeitado que ella encontró agradable, aunque quedaba fuera de lugar a esas horas. Tal vez Alberti llevaba un frasco consigo y se había rociado para quedar bien con ella. También el uniforme estaba demasiado bien puesto y limpio.
—¿Eres nuevo? —le preguntó.
—Terminé el curso hace un mes, doctora, tras un año de servicio voluntario. Vengo de Nápoles.
—Empezaste tarde.
—Si no llego a sacarme la oposición el año pasado, ya habría sido demasiado tarde. Lo logré por los pelos.
—Que tengas suerte.
—Doctora, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Venga.
—¿Cómo se puede ingresar en la Brigada Móvil?
Colomba hizo una mueca. Casi todos los agentes de patrulla querían entrar en la Brigada Móvil.
—Se entra por designación. Haces la petición a tu superior y asistes a un curso de Policía Judicial. Pero si consigues entrar, acuérdate de que no es tan divertido como te imaginas. Tienes que olvidarte del reloj.
—¿Puedo preguntarle cómo lo hizo usted?
—Tras las oposiciones en Milán, trabajé dos años en una comisaría, luego en Antidroga, en Palermo. Cuando el doctor Rovere se trasladó a Roma hace cuatro años, me vine con él como su segundo.
—En Homicidios.
—Voy a darte un consejo: no la llames Homicidios si no quieres que todo el mundo te vea como un pingüino —«pingüino» era como llamaban a los agentes novatos—. Eso es en las películas de la tele. Es la sección tercera de la Brigada Móvil, ¿okey?
—Perdóneme, doctora —dijo Alberti. Cuando se sonrojó las pecas se hicieron más evidentes.
Colomba estaba harta de hablar de sí misma.
—¿Cómo es posible que te manden por ahí solo?
—Normalmente hago el turno con un compañero veterano, pero me he presentado como voluntario para las pesquisas, doctora. Fuimos mi compañero y yo los que encontramos a Maugeri, hoy, en la provincial.
—Ten en cuenta que no tengo ni puta idea de lo que me estás hablando.
Alberti obedeció, y Colomba se enteró del asunto de los campistas desaparecidos y del tipo del pantalón corto.
—La verdad es que no he hecho ninguna pesquisa. Fui al domicilio y luego me quedé de guardia —concluyó Alberti.
—¿A casa de la familia?
—Sí. Si la mujer se ha escapado, no se ha llevado nada.
—¿Qué dicen los vecinos?
—Nada útil, doctora, aunque sí un montón de chismes —dijo Alberti, y sonrió de nuevo. El hecho de que no se esforzara por mantener una expresión granítica, como acostumbraban a hacer los pingüinos, era un punto a su favor.
A su pesar, también sonrió Colomba y casi le hizo daño la cara por la falta de costumbre.
—¿Adónde vamos?
—La investigación se coordina desde el centro hípico del Vivaro. Estamos nosotros, los carabineros, los bomberos y Protección Civil. Y un montón de gente que lo que hace, sobre todo, es liarla. Se ha corrido la voz.
—Eso siempre ocurre —dijo Colomba, descontenta.
—Ha habido algo de movimiento hará unas tres horas. He visto que salían dos Defender hacia el Monte Cavo con oficiales y un magistrado. El juez De Angelis. ¿Lo conoce?
—Sí —y no le gustaba. El juez instructor Franco de Angelis siempre estaba contento cuando acababa saliendo en los periódicos. Le quedaban un par de años para jubilarse y todo el mundo decía que apuntaba hacia el Consejo Superior de la Magistratura y que haría lo que fuera para llegar hasta allí.
—¿Qué distancia hay desde el Monte Cavo hasta donde estaban haciendo el pícnic?
—Dos kilómetros a través de los bosques, unos diez por carretera. ¿Quiere ver el informe? En el salpicadero están las hojas impresas.
Colomba las cogió. Contenían también dos fotos de los desaparecidos sacadas del Facebook. Lucia Balestri tenía el pelo negro y rizado, treinta y nueve años mal llevados. El niño era gordito, con gafas de culo de botella. Había sido fotografiado detrás del pupitre del colegio y no miraba al objetivo. Seis años y medio. Se llamaba Luca.
—Si han acabado en el Monte Cavo, han dado una buena caminata, su madre y él. Y nadie los ha visto, ¿me equivoco?
—Eso es lo que sé.
La lluvia comenzó a arreciar de nuevo y el tráfico aminoró la marcha de golpe, aunque con las luces de emergencia hendían los coches igual que Moisés las aguas, y llegaron a la salida de Velletri en media hora. Colomba empezó a ver un guirigay de coches de servicio y furgonetas de Protección Civil, que se convirtieron en una masa compacta al llegar al recinto del centro hípico. Era un conjunto de edificios de una planta, de aspecto abandonado, construidos alrededor de una pista para el trote.
A paso de hombre recorrieron la provincial obstruida por patrullas, coches particulares, autobuses de carabineros, ambulancias y cisternas de los bomberos. Había también unidades móviles de dos televisiones, con la antena por satélite en el techo, y una cocina de campo con ruedas de la que ascendía un humo denso. Tan solo faltan las barracas de feria y los puestos de tiro al blanco, pensó Colomba.
Alberti estacionó tras una autocaravana.
—Hemos llegado, doctora —dijo—. El doctor Rovere la espera en la sala de operaciones.
—¿Tú ya has estado allí? —preguntó Colomba.
—Sí, doctora.
—Entonces acompáñame y así tardo menos.
Alberti echó el freno de mano y le abrió camino entre los edificios que parecían desiertos. Colomba oyó el relincho de los caballos del otro lado de las paredes y confió en no encontrarse frente a ninguno que se desbocara por la tormenta. Su meta era uno de los chalés, ante el que hacían guardia dos agentes uniformados que saludaron a Alberti con un gesto y la ignoraron a ella, tomándola por una civil.
—Espera aquí —dijo ella y, sin llamar, entró por una puerta donde había un papel que rezaba: POLICÍA DE ESTADO-NO ENTRAR SIN ANUNCIARSE.
La habitación era un viejo archivo con muebles clasificadores de metal colocados a lo largo de las paredes. Media docena de agentes de policía uniformados o de paisano se sentaban en cuatro grandes escritorios centrales, telefoneando o hablando por radio. Colomba localizó a Alfredo Rovere, delante de un mapa desplegado sobre uno de los escritorios. Era un hombre de baja estatura, sobre los sesenta años, con escaso pelo canoso peinado cuidadosamente hacia atrás. Colomba se fijó en que llevaba los zapatos y los pantalones embarrados hasta la mitad de la pierna.
El agente que estaba sentado junto a la entrada levantó la vista y la reconoció.
—¡Doctora Caselli! —exclamó mientras se ponía en pie. Colomba no se acordaba de su nombre, tan solo del acrónimo Argo 03 que utilizaba cuando le tocaba turno en la central de operaciones. Todos los presentes la observaron, interrumpiendo por un instante sus conversaciones.
Colomba se esforzó por sonreír e hizo un gesto con la mano, invitando a todo el mundo a continuar con su trabajo.
—Sigan, por favor.
Argo le estrechó la mano.
—¿Cómo está, doctora? La hemos echado de menos.
—Pues yo a vosotros no —fingió que bromeaba ella.
Argo volvió al teléfono y rápidamente el sonido de las conversaciones se reanudó. Por lo que iban diciendo, Colomba entendió que habían instalado puestos de control a lo largo de la provincial. Qué raro. No eran procedimientos habituales en caso de desaparición.
Rovere había llegado hasta su altura. Le estrechó amablemente los hombros, mirándola a los ojos. Su aliento olía a cigarrillo.
—Te veo bien, Colomba. De verdad.
—Gracias, doctor —respondió ella, mientras pensaba que, por el contrario, a él lo veía envejecido y cansado. Tenía ojeras y la barba crecida—. ¿Qué está pasando?
—¿Sientes curiosidad?
—Ni pizca. Pero ya que estoy aquí…
—Dentro de un rato verás —dijo él cogiéndola por un brazo y llevándola hasta la puerta—. Vamos a buscar un coche.
—El mío espera en la entrada.
—No, necesitamos un jeep.
Salieron, y Alberti, que estaba apoyado en la pared, se puso firme de un salto.
—¿Aún estás aquí?
—Le he dicho yo que se quedara —dijo Colomba—. Tenía la esperanza de regresar pronto.
—¿Sabes conducir un todoterreno? —preguntó Rovere a Alberti.
—Sí, doctor.
—Ve a la entrada y consigue uno, te esperamos aquí —ordenó Rovere.
Alberti salió corriendo. Rovere se había encendido un cigarrillo en las mismas narices del cartel que lo prohibía.
—¿Vamos al Monte Cavo? —preguntó Colomba.
—Yo intento no decirte las cosas y sin embargo tú te enteras de todas formas —respondió él.
—¿Qué creía, que no iba a hablar con el conductor?
—Me habría gustado.
—¿Y qué hay allí?
—Ya lo verás por ti misma.
Un Defender se acercó marcha atrás por el patio, esquivando por un pelo una moto de la Policía de Carreteras.
—Ya era hora —Rovere tomó del brazo a Colomba para llevarla fuera.
Ella se soltó.
—¿Tenemos prisa?
—Sí, dentro de una hora, o incluso menos, allí no seremos bien recibidos.
—¿Por qué?
—Apuesto a que eso lo deducirás tú sola.
Rovere le abrió la portezuela. Colomba no subió.
—Estoy pensando seriamente en volverme para casa, doctor —dijo—. Las adivinanzas no me gustaban ni siquiera de pequeña.
—Mentirosa. Habrías trabajado en otro oficio.
—Esa es mi intención.
Él suspiró.
—¿Estás decidida de verdad?
—No podría estarlo más.
—Ya hablaremos luego. Venga, sube.
Colomba se deslizó resignada en el asiento de atrás.
—Muy bien —dijo Rovere, y se sentó delante.
Siguiendo las indicaciones de Rovere, del centro hípico salieron hasta la provincial del Vivaro y recorrieron algo menos de cinco kilómetros, para luego tomar el camino de los Lagos hasta la estatal por Rocca di Papa. Superaron las últimas casas y un restaurante donde un grupito de agentes tomaba café y fumaba bajo la pérgola. Parecía que los civiles se habían vuelto todos a sus madrigueras y tan solo quedaran uniformes y coches militares. Recorrieron otro kilómetro y embocaron la carretera que subía al Monte Cavo.
Cuando se detuvieron, estaban solos. Más allá de los árboles al final del sendero, Colomba pudo entrever la luz de los focos rompiendo la oscuridad.
—A partir de aquí tenemos que ir a pie, el sendero es demasiado estrecho —dijo Rovere. Abrió el maletero y cogió dos linternas Maglite.
—¿Tengo que ir buscando notitas escondidas?
—Qué bien nos iría si de vez en cuando nos dejaran pistas tan fáciles, ¿verdad? —dijo Rovere pasándole una linterna.
—¿Pistas de qué?
—Un poco de calma.
Enfilaron el sendero, protegido por árboles a ambos lados, con ramas que se entrelazaban formando una especie de pasillo verde. El silencio era casi total, ahora que había dejado de llover, y se notaba el olor a humedad y a hojas podridas que Colomba asociaba con las setas, cuando iba de niña a buscarlas con un tío suyo, muerto ya hacía años. No era capaz de recordar si alguna vez las habían encontrado.
Rovere se encendió otro cigarrillo, a pesar de que ya le costaba algo de trabajo respirar debido al esfuerzo de la caminata.
—Esta es la Via Sacra —dijo.
—¿O sea? —preguntó Colomba.
—Es un camino que llevaba a un templo romano. ¿Ves? Todavía se encuentra la pavimentación original —dijo Rovere señalando con el haz de la linterna losas de basalto gris consumido por el tiempo—. Una de las patrullas de búsqueda fue por este sendero hace tres horas y lo recorrió hasta el mirador.
—¿Qué mirador?
Rovere apuntó la linterna hacia la hilera de árboles que había delante de ellos.
—Allí detrás.
Colomba agachó la cabeza y pasó por entre una maraña de ramas, descubriendo una amplia terraza de roca delimitada por una barandilla de metal. El mirador se asomaba a un calvero que quedaba diez metros más abajo, en el centro del cual surgía una arboleda de pinos y encinas. Entre el camino y los árboles había aparcados dos Defender y un furgón que la policía utilizaba para el transporte de material técnico. Se oía el borboteo del generador diésel de los focos y el eco de unas voces.
Rovere se colocó a su lado, jadeando igual que una locomotora.
—La patrulla se detuvo aquí. Fue una casualidad que las vieran.
Colomba disparó la linterna hacia el borde, siguiendo las indicaciones de Rovere.
Se veía un reflejo claro sobre una roca solitaria en el límite de la oscuridad, algo que al principio le pareció una bolsa de plástico enredada en un arbusto. Apuntando con el haz de luz se dio cuenta de que se trataba de un par de zapatillas de deporte blancas y azules, que rotaban lentamente sobre sí mismas colgadas del arbusto. Incluso a esa distancia se percató de que era un veintinueve o un treinta, como mucho, las de un niño.
—¿El niño se cayó por aquí? —preguntó Colomba.
—Mira mejor.
Colomba lo hizo y reparó en que las zapatillas no estaban enredadas en el arbusto, habían sido anudadas con los cordones. Se dio la vuelta para mirar a Rovere.
—Alguien las ha colocado ahí.
—Sí. Y esto empujó a la patrulla a bajar. Pasa por aquí —le dijo mostrándole el camino—. Pero ten cuidado, porque es empinado. Un compañero se ha torcido el tobillo.
Rovere la precedió y Colomba lo siguió, intrigada a su pesar. ¿Quién habría colocado ahí las zapatillas? ¿Y por qué?
Un repentino golpe de viento le salpicó la cara con gotas de lluvia y Colomba se sobresaltó, mientras los pulmones se le cerraban. Por hoy ya está bien de crisis, ¿vale?, se dijo. Cuando vuelva a casa me provoco una bien grande y a lo mejor hasta lloro un rato más. Pero ahora no, por favor. ¿Con quién estaba hablando?, eso no lo sabía. Sabía tan solo que la atmósfera de ese lugar empezaba a tensarle los nervios y quería marcharse de allí lo antes posible. Superaron la hilera de los árboles, y se encontraron con un terraplén escarpado, donde se enmarañaban matorrales y zarzas, punteado por gruesas rocas colocadas en semicírculo. Alrededor de una de ellas se hallaban agrupadas unas diez personas, entre las cuales estaban Franco de Angelis y el subcomisario Marco Santini, del Servicio Móvil de Investigación. Dos tipos con mono blanco fotografiaban algo en la base del peñasco que Colomba no lograba ver. En la pechera llevaban la sigla de la Unidad de Análisis de Crímenes Violentos, y Colomba, de golpe, lo entendió todo, aunque en el fondo siempre lo hubiera sabido. Ella no se ocupaba de desaparecidos, ella se ocupaba de personas asesinadas. Se acercó. El peñasco proyectó una sombra oscura y cortante sobre una forma acurrucada en el suelo. Por favor, que no sea el niño, pensó Colomba. Su invocación no quedó sin ser escuchada.
El cadáver era el de la madre.
Había sido decapitada.
4.
El cadáver yacía boca abajo, con las piernas dobladas y un brazo debajo del cuerpo. El otro brazo estaba extendido horizontalmente, la palma vuelta hacia arriba. El cuello terminaba con un corte que destellaba violáceo a la luz de los faros, con el blanco del hueso brillando húmedo. La cabeza estaba a un metro de distancia, apoyada sobre una mejilla, con el rostro vuelto hacia el cuerpo.
Colomba levantó los ojos del cadáver y descubrió que los demás estaban mirándola a ella.
Santini parecía cabreado. Era un hombre atlético que rondaba los cincuenta, con unos finos bigotes.
—¿A ti quién te ha invitado?
—Yo —respondió Rovere.
—Perdone, ¿y por qué motivo?
—Se está poniendo al día profesionalmente.
Santini levantó los brazos al cielo y se alejó.
Colomba estrechó la mano al juez.
—Bien, bien —dijo él, con aire distraído. Se alejó casi de inmediato con una excusa, arrastrando tras de sí a Rovere. A distancia, Colomba pudo ver que discutían en voz baja.
El resto de los presentes, entre los que había quienes la conocían de vista o habían oído hablar de ella, se quedó mirándola hasta que Mario Tirelli la salvó apareciendo de entre las sombras. Era un médico forense, un hombre alto y seco con un sombrero de pescador. Masticaba un trozo de regaliz: siempre llevaba alguna raíz en una pitillera de plata tan vieja como él.
—¿Cómo estás? —le preguntó estrechándole la mano entre las dos suyas, que estaban gélidas—. Te he echado mucho de menos.
—Yo también a ti —dijo Colomba, sincera—. Aún estoy en excedencia, no te entusiasmes demasiado.
—Y, entonces, ¿qué estás haciendo aquí, en todo el meollo?
—Por lo visto, a Rovere le parecía importante. Pero será mejor que me digas tú qué hacen ellos aquí.
—¿Hablas del SIC o de la UCV?
—De los dos. Tendrían que ocuparse del crimen organizado o de asesinos en serie. Y aquí solo hay un cadáver.
—Técnicamente, pueden ocuparse hasta de los gatos extraviados si los magistrados los implican.
—Y De Angelis es amigo de Santini.
—Y de buena gana se cubren las espaldas el uno al otro. Obviamente, Santini no podía fiarse de la Policía Científica y ha echado de aquí a esos payasos del mono blanco. Si encuentra algo, se llevará todo el mérito y no tendrá que compartirlo.
—¿Y si no lo logra?
—Pues os echará la culpa a vosotros.
—Vaya mierda.
—Lo de siempre. Tendrías que descansar en vez de venirte aquí para pisarla.
—Y tú también. ¿No te habías jubilado?
Tirelli sonrió.
—De hecho, trabajo como asesor. No me gusta estar en casa leyendo novela negra y no sé hacer crucigramas —Tirelli era viudo y no tenía hijos: moriría con el bisturí en la mano—. ¿Quieres que te explique lo de la mujer o finges que no te importa nada?
—Venga.
—Decapitación por arma blanca con hoja semicurva. El asesino ha dado por lo menos cuatro o cinco tajos para separar la cabeza del tronco entre la segunda y la tercera C. El primero ha resultado presumiblemente el mortal, justo por debajo del occipital, mientras ella estaba de pie.
—Por detrás.
—Sí, a juzgar por la dirección del corte. Muerta en aproximadamente un minuto, pérdida de conciencia inmediata. Ha sucedido hoy por la tarde, a juzgar por el rígor, pero con la lluvia y todo lo demás resulta difícil calcular la hora exacta. Entre la una y las seis de la tarde, diría yo. Ya verás como esos de la UCV darán hasta el segundo exacto —añadió con sarcasmo.
—No hay señales de que se haya defendido —dijo Colomba—. Se fiaba del asesino, en caso contrario se habría dado la vuelta por lo menos tres cuartos antes del golpe.
—La ha cogido por sorpresa y ha acabado de decapitarla en el suelo.
Aprovechando que Santini y los demás se habían alejado del cadáver, Colomba retrocedió para echar un vistazo al cuerpo. Lo hizo mecánicamente, casi sin darse cuenta. Tirelli la siguió.
—La ropa no se la han quitado y vuelto a poner —dijo Colomba—. Nada de violencia sexual post mórtem.
—Lo mismo opino yo.
Ella miró la cabeza de cerca. Los ojos estaban intactos.
—No hay signos de penetración en boca ni orejas.
—Gracias a Dios…
—¿El niño estaba presente?
—No se sabe. Aún no lo han encontrado.
—¿Se lo ha llevado el asesino?
—Es lo más probable.
Colomba negó con la cabeza. No le gustaba cuando había niños de por medio. Volvió a mirar la escena del crimen.
—No tiene nada que ver con el sexo. Y no se ha ensañado con el cuerpo.
—¿Cortarle la cabeza no es ensañamiento?
—No tiene otras marcas encima. Ni siquiera un cardenal.
—Tal vez le resultara suficiente hacer lo que ha hecho —dijo Tirelli.
Antes de que Colomba pudiera responderle, el técnico que estaba entre los matorrales se levantó.
—¡Eh! ¡Aquí! —gritó.
Se movieron todos en esa dirección, incluida Colomba, una vez más víctima de sus automatismos. El técnico sacó un hocino de debajo del matorral, sujetándolo por la hoja con los dedos enguantados. Santini se agachó para examinarlo de cerca.
—Hay pequeñas muescas que podrían haber sido provocadas por el hueso.
—Tendrías futuro como afilador —dijo Colomba.
Santini tensó la mandíbula.
—¿Aún estás aquí?
—No, es que tienes alucinaciones.
—Me conformo con que no toques nada, que aquí no queremos tus líos.
Colomba sintió que la sangre se le subía a las mejillas. Dio un paso adelante, apretando los puños.
—Repíteme eso, gilipollas.
El técnico con el hocino levantó una mano.
—Vamos a ver, ¿estamos en un colegio o qué?
—Es ella la que está mal de la cabeza —dijo Santini—. ¿No lo ves?
Tirelli puso una mano sobre el brazo de Colomba.
—No vale la pena —le susurró.
Ella vació los pulmones con un largo suspiro.
—Vete a tomar por culo, Santini. Haz tu trabajo y actúa como si yo no estuviera.
Santini meditó una respuesta hiriente, pero no se le ocurrió. Señaló el hocino a Tirelli.
—Doctor, ¿podría ser?
—Podría ser.
El técnico pasó un copo de algodón sobre la hoja. El algodón se volvió azul oscuro: sangre. Lo colocó en una bolsa y etiquetó el paquete. En el laboratorio compararían más tarde los restos de sangre con el ADN de la víctima, pero según Colomba, las posibilidades de que estuvieran equivocándose eran casi inexistentes. Tirelli siguió al técnico, mientras que Santini acudió al aviso de un agente uniformado y desapareció hacia el camino de acceso. Colomba se quedó sola delante del matorral. Mientras estaba meditando sobre si regresar al coche y mandarlo todo al diablo, de los árboles que había cerca de ella llegó un roce, luego la luz de los focos se reflejó sobre el rostro pálido y sudado de Alberti. Se estaba limpiando los labios con un pañuelo de papel.
Colomba comprendió que se había alejado para vomitar y se arrepintió de haberlo dejado solo.
—¿Estás bien?
Él asintió.
—Sí, doctora —dijo, aunque con un tono de voz que dejaba entender todo lo contrario—. He tenido que…
—Lo imagino. No te preocupes. Son cosas que pasan. ¿Es el primer cadáver que ves?
Alberti movió la cabeza.
—No. Pero nunca así… ¿A usted cuántos meses le costó acostumbrarse?
Antes de que Colomba pudiera contestarle, Rovere la llamó.
—Ven, que te estás perdiendo la última parte del espectáculo.
Colomba dio una palmada a Alberti.
—Quédate aquí tranquilo —alcanzó a su exjefe junto a uno de los peñascos más alejados del cadáver, que desde allí no se veía—. ¿Qué espectáculo?
El grupo de investigadores había vuelto junto a la muerta y parecía estar esperando algo. Sobre todo De Angelis, que sonreía nerviosamente al vacío.
—Está llegando el marido —dijo Rovere.
Unos segundos después el motor de un todoterreno se apagó al otro lado de la hilera de árboles, Santini reapareció junto a dos agentes uniformados y un hombre que vestía tan solo unos pantaloncitos y una camiseta sucia, y que miraba a su alrededor desorientado.
Stefano Maugeri. Por lo excitado que estaba, Colomba dedujo que desde que su mujer desapareciera no se había movido de la zona de la investigación.
—Pero ¿cómo son tan idiotas como para traerlo aquí? —dijo—. El reconocimiento podría hacerlo en el depósito de cadáveres, cuando la hubieran arreglado.
—No es el reconocimiento lo que les interesa —respondió Rovere.
Llevado por Santini y los dos agentes, Maugeri llegó hasta el menhir. Colomba vio que titubeaba y se paraba un instante.
—¿Qué hay ahí detrás? —oyó que preguntaba.
No se lo han dicho, por Dios, pensó Colomba.
Santini invitó a Maugeri a proseguir, pero como un animal que oliera el cuchillo del carnicero, se plantó.
—No, yo no sigo adelante si no me dicen qué hay ahí. Yo no voy. Me niego.
—Es su esposa, señor Maugeri —dijo Santini mirándolo fijamente.
Maugeri movió la cabeza mientras la certidumbre se iba abriendo camino en él.
—No… —miró a su alrededor, aún más perdido. Luego hizo los últimos metros a la carrera y fue detenido por los agentes que rodeaban el cuerpo. Colomba giró la cara cuando el hombre empezó a llorar.
5.
—Volvamos —dijo Rovere unos minutos antes de las once. A Maugeri se lo habían llevado sujetándolo de los brazos y en ese momento estaban metiendo el cuerpo de la mujer dentro de una bolsa de la funeraria. Colomba, Rovere y Alberti alcanzaron el coche siguiendo el sendero que habían recorrido antes.
A bordo del jeep en movimiento Colomba fue la primera en romper el silencio.
—Ha sido una putada —murmuró.
—Pero sabes por qué lo han hecho, ¿verdad? —preguntó Rovere.
—No hace falta ser ningún genio —dijo Colomba. Empezaba a dolerle la cabeza y hacía meses que no se sentía tan cansada—. Confiaban en una confesión relámpago.
Rovere le dio unos toques a Alberti en el hombro.
—Párate aquí.
Habían llegado al restaurante que habían visto cuando subían. Bajo la pérgola estaba ahora únicamente el encargado, que andaba metiendo dentro sillas y mesas.
—Te apetece un café, ¿verdad, Colomba? —preguntó Rovere—. O a lo mejor preferirías comer algo.
—Un café está bien —mintió ella.
Lo que de verdad quería era volver a su casa y olvidarse de todo. Retomar el libro que había dejado abierto sobre la mesa del salón —una vieja edición de Maestro-Don Gesualdo de Verga— y acabarse la botella de Primitivo que tenía en la nevera. Cosas normales, que no apestaban a sangre y barro.
El encargado los dejó entrar, aunque estaba cerrado. El suyo era un viejo restaurante que olía a lejía y a vino rancio, con bancos y mesas de madera. Hacía más frío dentro que fuera, Colomba pensó que para estar a primeros de septiembre el verano parecía quedar ya lejos. Ni siquiera daba la impresión de que estuvieran cerca de Roma.
Se sentaron a una mesita próxima a la cristalera. Rovere había pedido un café americano y fue girando la taza entre sus manos sin dejar de mirar a Colomba, aunque sin verla realmente.
—¿Por qué piensan que ha sido el marido? —preguntó ella.
—En primer lugar —respondió Rovere—, nadie ha visto a Maugeri con su esposa y su hijo en los Pratoni. Todos los que se han presentado a declarar dicen que lo vieron siempre solo.
—Es más fácil acordarse de un padre que busca desesperadamente a su mujer y sus hijos que a una familia haciendo pícnic.
—Exacto. Pero los testigos, por ahora, van en una única dirección —se iba dando golpecitos en los labios con el mango de la cucharilla—. En segundo lugar, en el maletero del coche había sangre.
—Tirelli dice que la mujer fue asesinada allí —objetó Colomba—. Y, por regla general, no suele hablar al tuntún.
—La sangre era del niño. Pocos restos, lavados de mala manera. El padre no se lo explica.
—¿Y qué más? —preguntó Colomba.
—Maugeri maltrataba a su mujer. Tres partes en la comisaría de la zona por los gritos. Ella estuvo ingresada hace un mes con el tabique nasal roto. Dijo que había resbalado en la cocina.
Colomba notaba cómo le iba aumentando el dolor de cabeza. Cuanto más hablaba de esa historia más le parecía que se le iba pegando encima.
—Todo cuadra. ¿Por qué coño estoy aquí?
—Piénsalo un momento. La mujer no tenía señal alguna de haberse defendido.
La cabeza de Colomba se aclaró un poco.
—Sabía que el marido era un maltratador. En cambio le dio la espalda y no intentó huir… —Colomba se lo pensó unos instantes, luego negó—. Resulta extraño, estoy de acuerdo con usted, pero no basta para exculparlo. Puede haber mil explicaciones.
—¿Con cuántos asesinos que podríamos definir como psicópatas o sociópatas has tenido relación, Colomba? —preguntó Rovere.
—Alguno —minimizó ella.
—¿Cuántos de ellos, que hubieran asesinado a un familiar, han acabado confesando al final?
—Algunos no lo han hecho nunca —dijo Colomba.
—Pero ¿había algo en ellos que te decía que eran culpables, incluso cuando se empeñaban en negarlo?
Colomba asintió de mala gana.
—Mentir es difícil. Pero las sensaciones no quedan nada bien en los informes.
—Y no sirven delante de un tribunal… Pero sus reacciones no son del todo naturales. Dicen algo equivocado, hacen alguna broma cuando tendrían que estar llorando. O lloran cuando tendrían que cabrearse. Incluso quienes han reprimido en su inconsciente ese acto homicida dejan ver algunos vacíos —hizo una pausa—. ¿Has notado algo semejante en Maugeri cuando ha visto a su esposa muerta?
Colomba se masajeó las sienes. ¿Qué estaba pasando?
—No, pero aún no he hablado con él. Solo lo he visto agitándose en el barro.
—Yo asistí al primer interrogatorio, cuando todavía no se sabía nada. No mentía.
—Está bien. Entonces es el hombre equivocado. Tarde o temprano Santini y De Angelis se darán cuenta y encontrarán al correcto.
Rovere la observaba casi con codicia.
—¿Y el niño?
—¿Usted cree que está vivo? —preguntó Colomba.
—Creo que hay una posibilidad. Si el padre es inocente, al niño se lo ha llevado el asesino. Y para la sangre en el maletero del padre hay otra explicación.
—A menos que se haya caído en algún pozo mientras huía.
—Ya lo habríamos encontrado. ¿Cómo de lejos puede llegar un niño descalzo por aquí?
—De todas formas, Santini estará buscándolo —dijo Colomba—. No es completamente gilipollas.
—Santini y De Angelis ya tienen su explicación. ¿Y cuántas posibilidades hay de que tomen en consideración nuevos elementos que no concuerden? Quiero decir de inmediato, no dentro de una semana o de un mes.
—Muy pocas —admitió ella.
—¿Y qué habrá sido del niño, mientras tanto?
—¿Y a usted qué le importa?
Rovere hizo una mueca.
—No soy un robot.
—Pero tampoco un ingenuo —Colomba se inclinó hacia él—. Ha llegado a ser jefe de la Móvil porque es un buen poli, pero también porque sabe moverse. Y meter las narices en la investigación de alguien no es moverse bien.
—Yo no he dicho en ningún momento que vaya a ser yo quien meta las narices —dijo Rovere.
Colomba dio un manotazo en la mesa.
—¡Coño! ¿Es a mí a quien quiere echar a los leones?
—Sí —respondió Rovere sin dejar traslucir ninguna emoción.
Colomba había discutido muchas veces en el pasado con Rovere. Alguna vez incluso se habían peleado, con una buena dosis de gritos y portazos. Pero nunca se había sentido tratada de esa forma.
—Podía haberme ahorrado este viaje.
—Tú has dicho que quieres dimitir; por tanto, no tienes nada que perder. Y podrías hacer una buena acción respecto a ese niño.
Colomba era incapaz de seguir sentada. Se levantó de golpe y le dio la espalda. Al otro lado de la cristalera vio a Alberti, apoyado en el Defender, bostezando hasta descoyuntarse la mandíbula.
—Me lo debes, Colomba —dijo luego Rovere.
—¿Por qué se empeña tanto en hacerme algo así?
Rovere suspiró.
—¿Sabes quién está al frente del SIC?
—Scotti. Si sigue estando él.
—Se jubila el año próximo. ¿Y sabes quién está en primera fila para ese puesto?
—No hay nada que me resbale tanto.
—Santini. ¿Y sabes quién estaba antes de él?
Colomba se dio la vuelta aturdida.
—¿Usted?
—Yo. Di un pequeño salto hacia atrás después de lo que te ocurrió. Si fuera alguien que vale de verdad, lo aceptaría. Pero Santini no es la persona apropiada para ese cargo.
—Tengo que joder a Santini por usted —dijo Colomba, disgustada. Le parecía estar viendo cómo Rovere se transformaba ante sus ojos, mostrando un rostro que no solo no había visto nunca antes, sino que ni siquiera imaginaba que pudiera tener—. Por su carrera.
—Si las cosas salen bien, salvarás a un niño. No te olvides de eso.
—Si aún está vivo y no ha muerto mientras tanto.
—La culpa, en tal caso, será de quien se haya equivocado en las pesquisas.
—De Angelis verá con malos ojos mi injerencia.
—En condiciones normales, podría hacer que te suspendieran o trasladarte. Pero en tu situación, si no violas la ley, no tiene armas en tu contra. En caso necesario, puedes decir que ha sido una iniciativa tuya personal porque no tragas a Santini, y la cosa acaba ahí.
Colomba se sentó de nuevo y se dejó caer contra el respaldo. Estaba disgustada consigo misma y con su jefe. Pero había algo en lo que Rovere tenía razón: se lo debía. Se lo debía porque había sido el único en cuyos ojos no vio nunca la sombra de la sospecha, ni una señal de desconfianza después del Desastre, tan solo malestar.
—¿Y actúo como si fuera un civil? —preguntó.
—Sigues teniendo la identificación, enséñala cuando sea necesario. Pero no levantes demasiada polvareda: si necesitas alguna cosa, ven a verme.
—¿Y si encuentro algo?
—Haré que le llegue discretamente a De Angelis.
—En cuanto a De Angelis le dé en la nariz que está apostand