Un asunto sentimental

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Grupo Santillana

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Para Eva, lo único real

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Organizar de tal manera nuestra vida que sea para los otros un misterio, que quien mejor nos conozca solo nos desconozca más de cerca que los otros...

Fragmento 115. El libro del desasosiego

FERNANDO PESSOA

La transparencia es el peor engaño del mundo, solía decir mi padre: Uno es las mentiras que dice.

Los Informantes

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

Con las mentiras se puede llegar muy lejos. Pero lo que no se puede es volver.

Proverbio arequipeño

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Venecia

—Venecia es mucho más que una ciudad, lo sabe todo el mundo, es un estado de ánimo, una leve borrachera feliz de los sentidos, una inexplicable necesidad de amarla y poseerla como a una bella, bellísima mujer, algo siempre inmerecido —me dijo.

Estábamos en la terraza del Hotel Rialto bebiendo una copa de prosecco muy frío, contemplando la niebla casi azul que cubría el Gran Canal, atravesado por vaporettos fantasmales y góndolas ahora vacías, como elegantes espectros de otra época. Llevábamos hablando Albert Cremades y yo un par de horas. Desde el principio, cuando intercambiamos unas frases de sincera sorpresa por encontrarnos en aquella ciudad advertí que Cremades vivía atormentado por algo, como si tuviera una reciente herida a la que aún no se acostumbrara. Cuando le pregunté por aquella novela suya que, según acababa de leer en el avión, empezaba a colarse en la lista de las más vendidas, hizo un gesto, se encogió de hombros, cambió discretamente de tema. No lo conocía mucho, a decir verdad: hacía un par de años habíamos coincidido en una cena con Alonso Cueto, porque él trabajaba como jefe de prensa en la editorial donde mi amigo acababa de publicar y en el transcurso de esos dos años nos habíamos visto por casualidad, siempre rodeados de otras personas y también siempre por cuestiones que laboralmente nos atañían de manera periférica. Cremades era un tipo ligeramente rubio, no particularmente alto, de gafas redondas y, pese a la inminente calvicie, poseía un aire de efímera adolescencia, quizá porque era más bien imberbe y su rostro se teñía de rojo con facilidad. Hablaba con una dicción cerrada del Ampurdán y usaba las manos para enfatizar los finales de sus frases, como si ello le diese a sus palabras una cualidad más exacta y certera que no obstante desdecía ese enfoque como de suspicacia permanente, tan propio de los miopes.

Sin embargo, allí en el bar del Rialto, donde yo hojeaba distraídamente El Corriere della Sera cuando él se acercó, tardé un poco en reconocerlo. Llevaba unos pantalones de lino crudo, una camisa blanca arremangada y un sombrero color beis. Con franqueza, lo encontré algo inverosímilmente tropical para Venecia, y más en esa época del año. Pero tal vez se debía al hecho de que siempre lo había visto vestido de trajes muy sobrios y corbatas, y ahora seguramente andaba de vacaciones. No obstante, su expresión era menos resuelta, sus gestos más rígidos cuando me invitó a tomar una copa con él allí mismo, en el bar del hotel. Conversamos de conocidos y de libros, de cotilleos sobre editores y agentes, y también de lo mucho que se vendían ahora las novelas de género histórico, sorbiendo de a poquitos un par de gin tonics. Pero Cremades parecía ido, los ojos ofuscados de miope, sin concentrarse del todo en la conversación, salpicando lacónicas y estériles frases que iban a morir a orillas de nuestra charla. Picoteó sin suficiente maledicencia el grano crocante de unos cuantos chismes sobre un escritor que le sentaba como una patada en el culo, especuló sin gracia acerca de una novela inglesa recientemente publicada y solo pareció animarse un poco y abandonar su contenido malestar al mencionarme el Perú, donde había pasado unos meses que en sus ojos chispeaban como gemas. Me detalló aquel viaje que había empezado con una invitación de la Casa de España para unas conferencias y que, sin proponérselo, casi sin darse cuenta, «como salen mejor las cosas», acotó, se había lanzado a conocer Machu Picchu y el Cusco, primero, y luego Arequipa. De aquel periplo, Albert Cremades guardaba una nostalgia casi edénica que a mí se me antojaba un poco empalagosa. Incluso aderezó sus frases con términos típicamente peruanos y divagó sobre la posibilidad de escribir una novela ambientada allí o algo relacionado con el Perú, pero una y otra vez se oscurecía, como si hubiese perdido la fuerza necesaria para mantener aquel entusiasmo tan parco. En fin, yo empezaba a maldecir la casualidad de aquel encuentro y Cremades así pareció advertirlo. Terminó de un trago su segunda copa, llamó al barman, atajó con brusquedad mi gesto de pagar y encargó una botella a la terraza. «Si tu debilidad es el cava, como me confesaste una vez, tienes que probar esto», dijo dirigiéndose a mí.

Cuando decidimos dejar aquel algo decadente y luctuoso bar del hotel y salir a la terraza para dar cuenta del impecable Opere trevigiane brut que Cremades había pedido con repentina munificencia, advertí que estaba dispuesto a su confesión, que dentro de sí bullía la necesidad de contarme algo. Algo que debía ser grave quizá, porque de pronto su rostro parecía haberse afilado y ya no mostraba aquel aire tan adolescente. Tenía unos brazos sorprendentemente velludos y se frotaba el reloj como si allí latiese una herida. Luego se volvió hacia mí y me soltó, casi sin venir a cuento, aquella frase contundente sobre Venecia.

—Sí —insistió clavándome una mirada que me sobresaltó—: es como amar a una mujer bellísima.

Serían las tres copas de prosecco que había añadido ya a los tragos del bar, pensé, pero también la decisión con que parecía haberse arrojado a la turbulencia de su confesión inminente. Respiré más tranquilo: se trataba, con toda seguridad, de un desvarío de amor. Es cierto que a los cuarentones el amor —un nuevo amor, fresco, sorpresivo— nos suele coger con la guardia baja y sus oscilaciones nos causan estragos que creíamos ya extraviados en la primera juventud, pero al fin y al cabo, casi siempre nos recuperamos. Lo de Cremades, sin embargo, su forma de aferrar la botella por el cuello como si la estrangulara, su voz repentinamente ronca, su mirada ceñuda siguiendo el avance de una inofensiva góndola, me parecía algo teatral. Pronto, sin embargo, iba a saber que no tenía nada de impostado.

Cada vez que llego a Venecia sigo experimentando el mismo burbujeo en el estómago, la misma excitación de adolescente cuando el avión toma tierra en el aeropuerto Marco Polo y me dirijo a la estación del vaporetto que nos lleva a Venecia como mejor se arriba a ella, por mar. Dicen que hay épocas del año en que Venecia huele mal, que el agua estancada de los canales, que la marea y sus ataques arteros... pero también eso es Venecia, con sus palazzos de paredes desconchadas y sus callejuelas pintarrajeadas cerca del Cannaregio o en el sestiere de Dorsoduro, donde viven muchos venecianos alejados de la vocinglera humanidad que recorre incesantemente el trayecto a la Piazza San Marco, «el salón más hermoso de Europa», como se cuenta que dijo Napoleón —que la despreciaba— al invadir la isla. Si Venecia hubiera sido francesa estaría impecable, llena de farolillos de hierro forjado, coquetas boutiques de paredes color pizarra bajo limpios toldos a rayas verdes y blancas. Todo impecable, claro, pero no sería Venecia.

Me gusta pasear por el Dorsoduro y asomarme a sus estrechos callejones que culminan en embarcaderos familiares y recoletos, y cuando voy acudo habitualmente a un restaurante pequeño y encantador en la calle Delle Mende, donde el vino blanco de la región siempre es fresco, profundo y dorado, especialmente el Picolit, del que me gusta llevarme unas botellas de regreso. Procuro ir a comer a restaurantes donde la carta solo esté en el idioma del país y casi nunca me he llevado una sorpresa desagradable. Además en L’Angelo, Gianni, el dueño, siempre me recibe con una sonrisa socarrona, con su ostentoso ademán de cortesía y sus comentarios sobre golf: Gianni es un verdadero apasionado de este deporte y a poco que te descuides se ha quitado el delantal y te está explicando el swing de Tiger Woods, tan diferente del de Ernie Els, que es su favorito. Y hace un ficticio golpe realmente impecable, ante la mirada llena de sorna de su mujer, que lo baja de las nubes y lo devuelve brutalmente a la realidad. «Pero Gianni, caro, tú nunca has ido a un campo de golf.» Es cierto: Gianni compra libros, revistas y vídeos de golf, y hasta tiene un hierro siete, me parece, pero nunca ha ido a un campo. Ni le importa. La primera vez que entré al L’Angelo se me acercó porque yo estaba leyendo una revista de golf mientras esperaba un fritto misto, anunciado como especialidad de la casa. Me sorprendió lo mucho que sabía no solo de fechas y torneos sino de cuestiones técnicas, así que congeniamos de inmediato. Mas cuando le pregunté qué tan lejos estaba el campo donde iba a jugar, se encogió de hombros. «Yo qué sé. Nunca he ido a jugar», me dijo como si fuera algo obvio. Me quedé frío, pensando oscuramente si aquel italiano sesentón, canoso y barrigudo me estaba tomando el pelo de mala manera. Pero no es así. Gianni simplemente es un loco del golf en una isla llena de canales, supongo que eso condiciona mentalmente. Y no me lo imaginaba en el elitista Circolo Golf Venezia, de Lido.

Esta última vez que llegué a Venecia para quedarme un par de meses a terminar la novela que tenía aparcada hacía ya mucho tiempo, decidí regalarme con una ligera sobremesa conversando con Gianni y la dulce Franca, siempre tan amistosos y tan ávidos de saber todo sobre Madrid o sobre cualquier otra ciudad del mundo, como si hubiesen aceptado una innominable predestinación que les prohibiera salir de Venecia. Y tienen razón: para qué. Yo hace tiempo que vengo aquí y siempre me ronda la idea de instalarme definitivamente, de alquilar un apartamento pequeño y modesto por ejemplo en la Giudecca, donde por las mañanas uno puede ver a los niños bostezando rumbo al colegio, a los oficinistas apurando un café espresso o lungo, según se hayan levantado aquel día, y escasos turistas más bien decepcionados por esa parsimonia de andar por casa tan (aparentemente) poco veneciana. De tal manera que cuando por intermedio del escritor chileno Carlos Franz me puse en contacto con Luca Tornieri, pintor veneciano que quería pasar unos meses en Madrid, decidí que aquella era la oportunidad que estaba buscando y al cabo de unas cuantas llamadas telefónicas y otros tantos correos electrónicos convinimos en intercambiar nuestras viviendas por una temporada. Él se quedaría en mi departamento en el Madrid de los Austrias, yo me alojaría en su piso en San Polo, el más pequeño de los seis sestieri venecianos, pero también, a mi gusto, el más atractivo porque abarca la zona de Rialto, la más antigua de la ciudad.

—¿Entonces... dos meses? —me dijo Luca con su acento tan marcado, como si temiera un súbito arrepentimiento por mi parte.

—Dos meses —le contesté yo.

Así que allí estaba, fumando y charlando con Franca y Gianni, después de cenar frugalmente y pensando si rematar la temprana noche con un café y una copa en el Colleoni o en el bar del Hotel Rialto, más cercano al piso de Luca Tornieri, mi casa por dos largos meses. Cuando llegué, una vecina me estaba esperando en el rellano con una sonrisa y las llaves: «¿Signore Jorge Benavides? Benvenuto». Luego entró conmigo al piso de Tornieri y me explicó en una atolondrada mezcla de español, dialecto veneciano e italiano algunas cosas básicas sobre el abrir o cerrar el paso del gas, un grifo que goteaba un poco, asuntos domésticos. Al fin se fue, señalando hacia el techo: ella vivía en la planta de arriba y cualquier cosa que necesitara... ya sabía. Dejé las maletas y miré a mi alrededor. Se trataba de un segundo piso pequeño, justo a la espalda de la Scuola di San Rocco. Un apartamento luminoso y muy cuidado, con un esmero de solterón sin complejos que se veía en la calidad de los muebles de diseño, los tonos pastel de las habitaciones, las cortinas alegres sin exagerar, los libros de arte, grandes y lujosos ejemplares en inglés y alemán, junto a viejos volúmenes de Penguin y novelas italianas en estanterías donde de tanto en tanto aparecían algunas fotos en las que se veía a Luca (esto lo supuse, no nos habíamos visto las caras), junto a una mujer de unos treinta años, sonriendo ambos al objetivo con esa camaradería juguetona y confiada de las parejas antiguas.

Al principio, nada más llegar del aeropuerto y dejar las maletas, miré aquellas fotos casi con vergüenza, como si me estuviera atreviendo a husmear en la intimidad de otra persona, por lo que no reparé del todo en lo que veía. Pero de pronto volví mis ojos hacia una de las instantáneas. Tomé la foto con cuidado y me fijé bien en las facciones de aquella mujer, en las arruguitas que se le formaban al sonreír, el rostro muy junto al de aquel hombre de cabellos largos y barba entrecana que parecía inmensamente feliz a su lado. Me senté con lentitud en el butacón de piel y me serví un whisky. Y estuve largo rato así, quieto, con la copa en la mano, escuchando el rumor remoto de las calles adyacentes que subía por la ventana abierta. Quizá por eso, para sacudirme esa tentativa de nostalgia que atacaba inesperadamente, decidí salir a dar una vuelta y luego al L’Angelo, donde ya había reservado mesa.

Apenas hube salido del piso de Luca, caminé sin rumbo por la ciudad todavía bulliciosa, intentando pensar en la novela, en la rutina que me fijaría para escribir y aprovechar esos meses. Finalmente, en algún momento me perdí —es tan fácil que ocurra en esta ciudad diseñada para perderse— y ofuscado me detuve, cerca de San Geremia, bastante lejos de la casa. Me quedé contemplando el reflejo de la luna en el agua veneciana de un canal silencioso, como si así pudiera asomarme a mis propios pensamientos, como si en aquellas aguas oscuras pudiese encontrar la tranquilidad que tanto buscaba y que de pronto, el simple hecho de contemplar la fotografía de una mujer, de dos personas amándose frente al objetivo de una cámara me hubiera empujado suavemente hacia una leve nostalgia. De una ventana bizantina y esquinada emergía una melodía de moda, pero apenas en un volumen suficiente como para desbaratar esa calma salitrosa que seguramente a dos canales de distancia mañana por la mañana se convertiría en una turbamulta turística, en un peregrinaje insomne que sigue las flechas indicativas, cruza Rialto y desemboca en la Piazza San Marco, empecinadamente ajena a sus visitantes y a su afán por acercarse al Harry’s bar, al café Florian, casi siempre ciegos para con sus rincones más recoletos, signados por esa particular nomenclatura catastral que tiene la ciudad: molo, campo, fondamenta, salizzada... insustituibles y bellas palabras, como si Venecia, además de una ciudad, fuera un sabor que retiene nuestro paladar cuando nos alejamos de ella. Y algo así era lo que me diría Albert Cremades, cuando después de cenar tempranamente en L’Angelo y conversar un rato con Franca y Gianni —y por esos azares inexplicables que tiene la vida— me lo encontré en el bar del Hotel Rialto, donde yo había acudido a tomar una copa antes de regresar a casa. Entonces, luego de charlar ociosamente de esto y de aquello, terminada la botella de prosecco, Cremades se decidió a contarme, a confesarme más bien, a qué había venido a Venecia.

—Salud.

—Salud.

Desperté con un taladro perforándome la cabeza, aturdido aún y con la lengua hecha un trozo de lija, el olor espantoso de la nicotina en la camisa que no me había quitado al tumbarme en la cama, no sabría decir a qué hora. Tardé todavía un momento en acordarme dónde estaba, con esa terrible sensación de congoja y arrepentimiento que suelen producirme los excesos nocturnos, apenado también porque desde la calle ascendía un bullicio alegre que invitaba a salir a comprar pan, a beberse despacio un espresso doppio cuyo aroma ya empezaba a antojárseme como un placer inalcanzable. Pero mientras me tomaba dos aspirinas y un largo trago de agua fresca, hube de admitir que en el centro mismo de esa desazón latía un recuerdo calamitoso de frases excesivas, de un dolor y una incomodidad que no me correspondían del todo. De golpe recordé a Cremades, los gin tonics, la botella de prosecco, las últimas copas en una pequeña taberna a la que me llevó después, marchando entusiasta por el laberinto veneciano de canales y callejuelas estrechísimas y consteladas de lamparones húmedos. Allí, en aquella taberna, bebimos algo irresponsablemente más prosecco, sentados a una mesa de madera oscura, mordisqueando desganados unas papas fritas, escuchando el canturreo beodo de unos gondoleros que jugaban a las cartas entre maldiciones y murmullos. Y allí siguió Albert Cremades contándome su historia con una minucia donde creí entrever el cilicio de la expiación: aquella mujer de la que se había enamorado, a quien además esperaba en Venecia para intentar una reconciliación...

Después de una larga ducha que iba disipando lentamente los vapores turbios de la noche, la resaca y la incomodidad de haber asistido a una confesión algo fuera de lugar, decidí salir a caminar un poco, a despejarme con el ligero frío que empezaba a levantarse como vaga neblina en la isla. Iría a tomarme un café, a leer el periódico e intentar volver a la rutina que nada más llegar a Venecia había pulverizado mi súbito encuentro con Cremades. La misma tarde de mi llegada no advertí ninguna sombra ni intranquilidad que amenazara la dulce rutina de escribir la novela y que veía abrirse ante mí como el inicio de un proyecto tantas veces postergado. Aparcada casi dos años —desde mi última estancia en Nueva York, más o menos— la novela sobre el dictador peruano en la que llevaba trabajando demasiado tiempo, yo quería retomarla sin vacilación ni distracciones. Era lo principal, si quería acabarla en un tiempo razonable: que nada me debía distraer. Y nada me distrajo al llegar, salvo quizá aquella foto de doméstica ventura en la que Tornieri sonreía frente a la cámara, el rostro pegado al de una mujer que miraba al objetivo con la confianza indiscutible de la felicidad en los ojos, y que no sé por qué me trajo recuerdos de un tiempo ya lejano: quizá porque la encontré parecida en su manera confiada de sonreír, de enroscar su brazo en torno al de su amante, como cuando Dinorah y yo nos hicimos aquella foto en Estambul, sin saber que nuestro breve tiempo de felicidad alcanzaba muy pronto su último tramo.

Ya en la calle, aspirando con ganas el aire limpio de la mañana templada, busqué una cafetería cerca del campo de San Polo, un periódico y un rincón apartado para desleír sin prisas ese vago malestar que me había causado el encuentro con Cremades. Me senté a una mesa en la terraza, desafiando a la humedad y al frío, contemplando la fuente central, la derruida elegancia del palacio Soranzo y de esos edificios de ventanas góticas y paredes desconchadas, lamidas una y otra vez por las aguas crudas de la laguna. Y pensar que aquí mismo en el mil cuatrocientos y tantos intentaron asesinar a Lorenzo de Médicis, que buscó refugio en esta ciudad cuando mataron a su primo Alessandro... ¡Quién lo diría! pensé, sobre todo esos días en que la plaza se llena de gente durante el festival de cine o tan solo cuando al mediodía se colma de colegiales vocingleros que comen pizza y beben coca colas absolutamente ajenos a las intrigas de los Médicis y a la densa historia de Venecia. Sorbí con placer el café caliente que me trajo una guapa camarera y me puse a hojear distraído el periódico, pero al cabo de un momento caí en cuenta de que todo ese rato había seguido zumbando, bajo la aparente placidez de mi lectura y de mis melifluas reflexiones históricas, Albert Cremades y su relato de la noche pasada.

Creo que ya habíamos cruzado el ecuador de la sobriedad hacía un buen rato cuando realmente empezó a contarme aquella historia suya. Recuerdo que salimos del bar del Rialto al advertir que un vaporetto silencioso descargaba en el muelle inmediato al hotel a un manso grupo de jubilados alemanes que se dirigió directamente hacia la terraza donde nos encontrábamos. Al instante, la placentera holganza de nuestra charla solitaria se vio enturbiada por aquella veintena de setentones con trolleys y mochilas que pedía una cena ya tardía en exceso. Así pues, acabamos las copas y cruzamos el puente Rialto sin decirnos una palabra. Apoyados en el lustroso mármol contemplamos un momento el canal taciturno, los f

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