Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Citas
Capítulo 1: Ester
Capítulo 2: Majestic Hotel
Capítulo 3: Madrid
Capítulo 4: The Wicker Man
Capítulo 5: Cumbres borrascosas
Capítulo 6: Desgracia
Capítulo 7: Ester says: No diré tu nombre jamás
Capítulo 8: Ellas
Capítulo 9: Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien
Capítulo 10: El viaje con Ester al Pirineo francés
Capítulo 11: Un poco de realidad, solo una vez
Capítulo 12: Víctor Walker
Capítulo 13: Roma
Capítulo 14: En casa de Ester
Capítulo 15: La enfermedad
Capítulo 16: Caen mil lágrimas al mar
Capítulo 17: El corsé
Capítulo 18: Claudia Montes
Capítulo 19: La terraza
Capítulo 20: Isabel
Capítulo 21: Testamento
Capítulo 22: La hija de Dilan
Capítulo 23: Nadie como tú
Capítulo 24: El nieto de Dilan
Capítulo 25: Fantasma
Capítulo 26: El luminoso regalo
Agradecimientos y observaciones
Sobre el autor
Créditos
Para Jesucristo y para Giacomo Casanova
«Reina el Caos.»
LARS VON TRIER
«Te confieso, Señor, que todavía no sé qué es el tiempo.»
SAN AGUSTÍN
«Cuanta más pureza luminosa y bondad expresa el hombre en su vida y acción, tanto más cerca de él están los cuerpos celestes.»
HEGEL
«¡... los mil amores que me han crucificado!»
RIMBAUD
«No te veré morir.»
IDEA VILARIÑO
«La pasión nos adentra en el sufrimiento.»
GEORGES BATAILLE
«Me levantaba todos los días para buscar el placer.»
SADE
«... el lenguaje obsceno y todos los vínculos entre el erotismo y la infamia contribuyen a hacer del mundo de la voluptuosidad un mundo de degradación y de ruina.»
GEORGES BATAILLE
«Mi amante ha muerto, soy libre.»
BAUDELAIRE
«Papá, papá, bastardo, ya acabé.»
SYLVIA PLATH
«Te ha apuntado en su lista, haces el número 37.»
THE VELVET UNDERGROUND
«Es absolutamente falso decir que las mujeres mienten.»
OTTO WEININGER
«Goodbye, Andy.»
LOU REED & JOHN CALE
«Tú eres más feliz que yo y por eso tienes que ser más buena.»
EMILY BRONTË
«Dices que sufres tú mucho más que yo.»
CHRISTINA ROSENVINGE
«No sé si es correcto o aconsejable crear criaturas como Heathcliff: no creo que lo sea.»
CHARLOTTE BRONTË
«El acto de apareamiento y los miembros de los que se sirve son de una fealdad tal, que si no hubiese la belleza de las caras, los adornos de los participantes y el arrebato desenfrenado, la naturaleza perdería la especie humana.»
LEONARDO DA VINCI
Capítulo 1: Ester
Enero de 2014
Había una fuerza allí abajo, había algo allí que no podía ser detenido. ¿Quiénes eran esos seres que tenían lo que ella deseaba? Eran odiosos. Ella los odiaba, pero los necesitaba, los necesitaba tanto que enloquecía. Enloquecía con solo pensarlos desnudos, a su lado, haciéndole todo. ¿Haciéndole todo? Tomando su cuerpo, rompiéndolo. También quería amarlos, pero no sabía cómo hacerlo. Estaban allí desde siempre. Desde que cumplió catorce años, desde que aquel hombre la besó y le tocó los pechos y le penetró la carne con su ofrecido y con su lúcido y feliz consentimiento. Desde ese día la lista comenzó a crecer, la lista se hizo interminable. Como las pruebas del VIH, también interminables. Como sus trastornos obsesivo-compulsivos que su psiquiatra intentaba quitarle con terapia y muy poca medicación, demasiado poca.
Ella quería amar a alguno de ellos, a alguno de esos hombres. Lo quería con devoción, pero de ninguno conseguía enamorarse. Moriría sin saber por qué, por qué no amó nunca a ningún hombre. Moriría sola, odiando a los hombres, odiándolos, además, de manera inconsciente.
Al comienzo de una relación, Ester se desvivía, se ilusionaba, saltaba de felicidad, gritaba de alegría. Su ternura era intensa, llena de dulzura. Cuidaba a su víctima, ni siquiera ella sabía que era su víctima. Si su víctima se acatarraba, Ester le preparaba leche caliente, infusiones, lo arropaba e iba volando a la farmacia; si su víctima tenía un problema laboral, Ester le decía lo que tenía que hacer con una seguridad aplastante y le infundía valor y coraje; si su víctima necesitaba un abrigo nuevo, Ester le regalaba el mejor abrigo del mundo; si su víctima era arquitecto, ella lo convertía en el mejor arquitecto del mundo; si su víctima era médico, ella lo convertía en el mejor médico del mundo; si su víctima era guapo, ella lo convertía en un ídolo. Era de una ejecución perfecta. Tenía un poder de convicción absoluto. Engrandecía el ego de sus amantes con una verosimilitud fascinante e irrebatible. Los defendía a muerte y ellos lo notaban perfectamente, y se sentían dichosos y felices. Volvía locos a los hombres, pero eso solo era al principio, en los grandes principios de los amores de Ester. Su fuerte instinto sexual (una ninfomanía que su psiquiatra no quiso o no supo diagnosticarle a tiempo; su psiquiatra era igual que ella, y más de una vez intentó llevársela a la cama) la hacía consciente de su dependencia de los hombres. Se trataba de la dependencia corporal de los hombres. Su vanidad era gigantesca, no quería depender de nadie, pero su apetito sexual era irrefrenable, un impulso ciego, devastador. Dependía de los cuerpos de los hombres, de sus sexos. Necesitaba sentirse humillada sexualmente para sentir placer, y luego devolvía esa humillación en forma de crueldad moral. Ester comenzó a necesitar ayuda psiquiátrica a los veinte años, cuando le confesó a su madre de una forma abrupta y natural que se veía con hombres desconocidos en hoteles de Madrid, muchas veces hombres casados, hombres vulgares, contactados a través de páginas web. Fue su madre quien decidió acudir a un especialista, al mejor especialista. Su madre no sabía qué era peor: si la naturalidad con que un día le dijo que se acostaba con hombres casados que le doblaban la edad o el hecho de hacerlo; decidió buscar a un prestigioso médico, a un psiquiatra y psicoanalista.
Le gustaba vanagloriarse del ilustre médico al que la llevaron sus padres. Se trataba de Cristóbal Matthews, un psicoanalista, un intelectual, hijo de una oncóloga española y de un neurocirujano inglés de raza negra. Matthews había heredado la piel de su padre. Matthews era de raza negra. Matthews tenía varios doctorados en universidades norteamericanas y había escrito artículos científicos que gozaban de gran consideración. Tenía dos consultas privadas, una en Madrid y otra en Londres. Era bilingüe. Su clientela era gente de mucho dinero.
Y eran gente con dinero los padres de Ester. Cuando Matthews la escuchó en su consulta, debió de quedar deslumbrado. Cuando Ester le contó su vida sexual, Matthews se enamoró; la impunidad moral de Ester, su precisión, la claridad de lo que buscaba en un hombre eran poderes extremos.
Matthews se limitó a decirle simplemente que usara preservativo, que tenía una sexualidad muy fuerte, que la desarrollara con naturalidad, que el sexo era siempre bueno, que era una elegida para el placer. Que él también era como ella. Y le relató relaciones íntimas con varias mujeres, con detalles sórdidos y tenaces. Pese a todo, siguió asistiendo a su consulta.
El preservativo era la medicina. «Es tanta tu fuerza sexual que me parece humanamente castrante e inmoral encerrarte en un término médico», le dijo Matthews. Le explicó que la sexualidad es una fuerza de la vida que no debemos parar ni frenar y que cada ser humano la desarrolla según su carácter. El sexo es energía, le dijo Matthews, el Negro. «Tú tienes toda la energía del universo», insistió.
Le dijo que leyera Sexo y carácter de Otto Weininger, Las enseñanzas de Don Juan y El arte de ensoñar de Carlos Castaneda, y El erotismo de Georges Bataille. Ester le creyó desde la primera vez. Ahora Ester tiene treinta y cuatro años, aunque su edad tal vez sea un misterio. Matthews tardaría unos cuantos años en conseguir acostarse con ella, pero lo logró y ella, interiormente, estaba orgullosa de eso. Luego Matthews se convirtió en su guía en la vida. Ester se lo contaba todo. No se enamoró de ella de una forma tradicional. Tuvo esa suerte, tendría sus recursos, al fin y al cabo era un experto y sabía cómo tratar a una ninfómana; se enamoraría de ella de otra forma, en otro orden. Se acostaron unas cuantas veces, y luego lo dejaron y volvieron a restablecer el orden de médico y paciente. Además, ella necesitaba ayuda terapéutica, que alguien la escuchara y le ordenara la vida, y la perversión de Matthews tenía algún límite, aunque lejano.
Al final, el Negro la ayudó de verdad y la sigue ayudando. Puede que incluso sea un buen terapeuta. La orienta en su relación con los hombres. Le dice lo que hay. Cada vez que va a la consulta y le cuenta un nuevo amor, Matthews la guía, la ayuda. Le pregunta si va bien con ese tipo nuevo y de paso cómo folla el nuevo y ella lo cuenta, siempre lo cuenta todo. Le necesita. En ese sentido, Matthews es el hombre de su vida. A él no podrá abandonarle nunca. Por eso dejó de acostarse con ella. Porque quería verla siempre. Porque quería ser su marido cornudo y consentido, su obispo, su brujo, su sacerdote, su hermano, su amigo, su chamán. Lo que fuese con tal de verla. Como la Uma Thurman de aquella película, Análisis final, en donde la Thurman hacía enloquecer a su médico. Al fin y al cabo, Ester también es rubia, tan rubia como la Thurman.
Ester es así: da todo el placer en la cama, se deja hacer de todo, traga semen, practica sexo anal, se pone de rodillas, mete su lengua en el culo del hombre, pide que su amante le diga obscenidades como «eres mi puta», y ella le dice «soy tu puta», «haré todo lo que me pidas», «pídemelo todo, no te negaré nada, pide lo que quieras, soy tu puta», le gusta pegar y que le peguen. Ella decide los grados de todo. Los grados de las bofetadas, si muy fuerte, si normal, si suave. Así es ella. Es una mujer culta, sensible, creativa. Es demasiado inteligente. Es brillante. Analiza con precisión. Después de todos los orgasmos, es capaz de la ternura y dice a los hombres que los ama; y ellos la creen. Incluso ella experimenta alguna neurosis amatoria. Finalmente, como en un ritual, los abandona, con crueldad, sin darles ninguna explicación, y se va con otros, y se encarga de que el hombre abandonado sepa claramente que se va con otro y que todo lo que había hecho en la cama con él lo va a hacer multiplicado por dos o por tres, si es que eso es sexualmente posible, con el nuevo afortunado. Es allí donde reside su verdadera personalidad psicopática: en el ejercicio sistemático, frío, impasible de la crueldad.
Y acude a la consulta de Matthews y se lo cuenta todo. Y él le dice que hace bien. Le gusta que haga sufrir a los hombres. Ante ese sufrimiento el Negro también es impasible, probablemente porque en el dolor ajeno de los hombres a quienes Ester abandona se siente desagraviado, sexual y racialmente desagraviado. El cornudo negro con compadres de todas las razas, aunque con predominio de la raza blanca. Porque Ester es solo sexo. Una mujer con apariencia, muchas veces, de niña buena, con cara de niña si quiere poner esa cara, pero una depredadora; tal vez esté en una escala superior de la especie humana en donde el ejercicio de la crueldad suponga un salto evolutivo en la conformación sexual de las mujeres del futuro. Una mujer superior, más allá del bien y del mal. No se la puede juzgar. Esa es su clase. Es una ejecutora. No debe ser juzgada. Está más allá de la historia de la psicología, porque la historia de la psicología es una construcción masculina. Solo la antropología puede explicar su caso. Tal vez el ocultismo. Tal vez la brujería. Solo la brujería puede explicar la grandeza de esta mujer, su entramado cósmico, su energía. Tal vez a eso obedeciera la extraña recomendación de Matthews, la recomendación de que leyera a Carlos Castaneda, a un antropólogo visionario que creía en la existencia de las brujas, de las magas, del infinito. El Negro también había estudiado antropología en Princeton. En todo caso, sí es sorprendente que un psiquiatra de su prestigio recurriera a un antropólogo tan desprestigiado como Castaneda. Eso debió de ser una licencia literaria que se permitía Matthews en su afán de tontear con su pequeña ninfómana, con el gran juguete de su vida, porque Ester acabó siendo la gran obsesión de Cristóbal Matthews. Matthews, para exaltar la vanidad de Ester, le dijo que era una bruja.
Lo que excita a Ester es la amputación de la relación, la amputación radical. Ella es quirúrgica. Le encanta bloquear en Facebook y en WhatsApp y en Skype y en Viber y en toda tecnología bloqueable al hombre al que acaba de dejar. Disfruta pensando en eso. Disfruta no cogiéndole el teléfono. Disfruta oyendo sonar el teléfono una y otra vez. El corte salvaje, la extracción del cuerpo del hombre de su propio cuerpo, sin que ella sienta el más mínimo dolor, esa es su excelencia; la extracción del hombre, la castración del amante. En la amputación, en el patíbulo de la ruptura ella reina. Abandona al hombre sin una miserable explicación. Sin un adiós. Ni siquiera es capaz de escribir al despechado una nota de una línea que explique la ruptura, decir un «hasta siempre, nunca te olvidaré», escribir un «te deseo lo mejor, besos».
Le gusta humillar porque cree haber sido previamente humillada en la cama. Si alguno se pone pesado e insiste más allá del teléfono y se le planta en su casa o en algún lugar público, o le monta una escena (ha tenido muchos, muchos así), Ester le pone una denuncia por acoso; es impulsiva y audaz, y a veces hasta consigue órdenes de alejamiento y otras humillaciones. Tiene el apoyo de Matthews y tiene también el apoyo de una amiga abogada, lesbiana ella, que le hace todo el papeleo para quitarse de encima a los angelitos enamorados, a los angelitos con el corazón roto. Los llama así, «angelitos». Se venga de su necesidad de los hombres, de su necesidad de ser penetrada por las vergas de los hombres, algo freudiano si se quiere, algo patológico porque muchos de esos hombres se sienten enamorados, bondadosamente enamorados de ella, pero ella no lo ve ni el Negro quiere que ella lo vea. Qué ver allí sino debilidad; hombres débiles que se enamoran. Hombres enamorados de una bruja antigua, pobrecillos, víctimas, seres inmolados en la pira del salvajismo de Ester, un ser atávico, estaba aquí desde el principio.
Y acude regularmente a la consulta y se lo cuenta todo al negro de Matthews y este se excita, y le encanta, y se intercambian sus historias de sexo. Matthews comprendió que la única manera de que no le dejara era esa: dejar de ser amantes, e intensificar su dependencia médica y terapéutica. Ella aceptó el pacto. Además, le necesitaba como médico. No podía convivir con su ninfomanía, ni sobrevivir a sus impulsos sexuales, sin un experto.
Y lo logró. Y así la ve cada quince días o una vez al mes, según. Si quiere castigarlo, entonces va una vez cada dos meses, o una cada tres meses si el castigo es duro. Ester va a la consulta de Matthews, quien básicamente le recomienda siempre lo mismo «copula todo lo que te dé la gana, eres una reina de la antigüedad, eres una diosa rubia».
Sin embargo, Ester es muy soez hablando. «Yo lo que necesito es que me metan una buena polla dura hasta los riñones del coño», dice; le gusta escandalizar a su nuevo amante de esa forma, porque sabe que luego, al abandonarlo, sufrirá más. Le gusta hablar de su coño. Habla de su coño como si fuese un Ser. Su coño es como una santidad, como una tercera persona, como un dios. Su coño es Dios.
Esa es Ester, así es ella. Físicamente es alta, muy rubia, rubia natural, de larga cabellera, de ojos azules inyectados en diminutas venas de sangre, como Uma Thurman, siempre lleva las uñas pintadas, sus enormes ojos azules asustan. La intensidad del azul de sus ojos parece sobrenatural. Su piel es muy blanca y su cara es casi un misterio. Es bella, pero de rostro extrañamente voluble. Lleva pendientes muy caros, grandes, que casi tocan sus hombros. Tiene un desafiante acento madrileño, lleno de coloquialismos cuando habla. Lleva anillos en el dedo índice y en el dedo corazón, que resaltan en sus grandes manos y en sus uñas de peluquería. Nació en Madrid y en Madrid ha vivido toda su vida.
En su cabeza las cosas se suelen transformar porque su psicología es muy compleja, complejísima. Siempre hubo allí un principio psicótico de gran potencia. Ester se veía a sí misma como una mujer bondadosa, llena de amor, llena de ternura, se creía maltratada por los hombres. Sí, eso era algo patológico. Se disociaba. No era consciente de hacer el Mal, nunca lo fue. Ella se veía como una santa. Era la única manera de poder actuar así, generando un ser alternativo que le eliminara la conciencia del dolor del otro. Para colmo el Negro alimentaba su tendencia natural a la depredación masculina. Aunque puede que ese principio de doble personalidad fuese falso, un truco, un magnífico truco de su despiadada tendencia a hacer daño a los hombres; una estrategia de su crueldad, un refinado mecanismo de su maldad. Probablemente, eso era fascinante, un límite horrible, nauseabundo. No el Mal del loco clásico, que no es Mal sino enfermedad. Además, a Matthews no le interesaba como psicoanalista la enfermedad, le interesaban la depravación y la perversión en un sentido lacaniano y antropológico. Y lo que más le interesaba eran las relaciones sexuales interraciales. Por eso siempre que Ester le contaba una hazaña sexual mantenida con un oriental o con un negro o con un árabe, Matthews indagaba especialmente en lo que había sentido. El Negro hablaba de la «corrosión del espíritu» en las relaciones sexuales interraciales, esa era su tesis. Su piel blanca y sus cabellos dorados entregados a la oscuridad de las razas pobres del mundo eran una transgresión que excitaba a Matthews de una forma ancestral. Las transgresiones raciales y sociales de Ester eran para Matthews una clara prueba de que Ester había dado un salto en la evolución de la especie.
Estaba muy arriba en la escala evolutiva, eso le dijo Matthews. Era un producto biológico de vanguardia, de última generación psíquica, por expresarlo de una forma arrogante. El Mal es inteligencia avanzada, solo eso.
Lejos de curarle su ninfomanía, se la regularizó, se la hizo manejable, llevadera, controlable, acelerable, o reducible. Le mostró todos los trucos y engranajes de su ninfomanía como poder. Ella tenía poder. Le dijo cómo usarlo. Ester estaba fascinada con su poder sobre los hombres, y ese poder se lo descubrió Matthews, de ahí su alta dependencia del hechicero. Le enseñó las ventajas de su enfermedad sin pronunciar la palabra enfermedad. Le dio acceso a un mundo de ilimitado placer, de alegría. Debió de parecerle que desde el punto de vista psiquiátrico era lo mejor que podía hacer por ella. No se la imaginaba casada y con hijos. Graciosamente, Ester decía en la consulta que eso significaba todo para ella: enamorarse, casarse, hacer una bonita boda y tener hijos. Allí actuaba su disociación envenenada. Quería tener hijos; allí, tal vez decía la verdad, la verdad de su otro yo. Pero su ninfomanía impediría cualquier principio de estabilidad, cualquier equidad en una relación de pareja.
El Negro no podía evitar reírse por dentro cuando Ester le venía con esas aspiraciones suyas al amor conyugal y a la procreación; ella, que era satánica; ella, que al mes de estar casada se habría acostado con el padre de su marido y con todos los hermanos de su marido si le hubiera apetecido. Desde ese punto de vista, tal vez Matthews hizo un buen trabajo, al menos impidió que se sintiera culpable de su adicción al sexo e impidió también que se convirtiera en una fulana vulgar y acabada. El Negro jamás le dijo que estaba enferma.
Matthews disfrutaría no diciéndoselo. Le dijo, en cambio, que era una mujer fuerte y admirable sexualmente, nada más. Una mujer muy inteligente. Una mujer igualada a los hombres en el ejercicio del poder sexual. Se hizo una adicta al sexo sin que ella lo supiera de verdad, pero al mismo tiempo exaltaba el amor. En este aspecto, en el aspecto de sus relaciones sexuales, se convirtió en una mujer digna de pena, impulsiva y desenfrenada. Porque es verdad que su otro yo buscaba el amor, pero acababa en la cama de cualquiera, y mientras se la follaban se sentía feliz y biológicamente completa.
Matthews la ayudó con sus terapias a regular y ordenar y manejar y manipular ese placer. Luego maldecía al hombre con el que se había acostado. Hombres de una noche que no salían de su asombro, hombres vulgares al lado de una diosa rubia. Después se lo contaba todo y su adorado Matthews le decía, «El sexo es bueno siempre, pero usa preservativo, esa es la única ley, las gomas, las benditas gomas; el sexo es el mayor tesoro que existe, lo único real». Matthews se sentía amigo íntimo de sus amantes. Estaba con ellos en la cama, pero nunca en el dolor del abandono. Fue su gran estrategia.
Ella siempre le contradecía, «follar con gomas no es follar, follar con condón es una puta mierda, eso es menos que darse la mano». Hablaba mal de sus amantes antiguos a sus nuevos amantes. A sus antiguos amantes los llamaba «angelitos», y narraba sus miserias. Sus nuevos amantes, incautos, caían en la trampa. Ella hacía creer al nuevo novio que él no era como los angelitos, tenía esa poderosa habilidad de convencimiento. Y el nuevo amante se ponía eufórico, se creía el elegido, sin saber que acabaría en el mismo saco que los amantes antiguos, que los angelitos. Es verdad, muy verdad, que la Bruja tenía un poder de seducción infinito. Era y es una maga. Una reina del antiguo Egipto reencarnada, eso le llegó a decir el Negro una vez. Una celebérrima y poderosísima prostituta de la antigüedad regresada, y ella encantada, su vanidad complacida. Una bruja primitiva, que pasa de generación en generación amparada por el Mal, que es una fuerza inextinguible. Cristóbal Matthews fue su chamán sexual, su don Juan o su Carlos Castaneda, aunque del erotismo.
Pero volvamos al presente. Ester es muy especial, su inteligencia carece de moral. Deslumbra su aparente inocencia. Se presenta como un ser vulnerable y dulce, ingenuo y humilde, asustadizo y temeroso. Toda una endiablada táctica de depredación implacable. Matthews le hiz