Índice
Portadilla
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Orden de expulsión, Ignacio Martínez de Pisón
Lejos del paraíso, Eduardo Lago
El pájaro, Jordi Soler
Casa de socorro, José Antonio Garriga Vela
Subirse a los árboles, Marcos Giralt Torrente
Mi infancia olía a alcohol, Malcolm Otero Barral
Conocí, Emiliano Monge
La mano del mundo, Antonio Soler
¿Te comerías un capullo de magnolia?, Enrique Vila-Matas
Sobre los Caballeros de la Orden del Finnegans
Nota
Créditos
Grupo Santillana
Orden de expulsión
IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN
Los seguidores de los blogs de El País debieron de quedarse bastante desconcertados cuando, en junio de 2011, apareció un artículo de Malcolm Otero Barral titulado «¿Qué fue de Ray Loriga?». Se habla en él de un peculiar grupo de escritores que se hacen llamar la Orden del Finnegans y cada 16 de junio viajan a Dublín para celebrar el Bloomsday y, con tal excusa, reírse un poco e ingerir abundantes pintas de cerveza Guinness en varios de los numerosos pubs de la capital irlandesa. La alusión que en el título se hace al escritor Ray Loriga queda en el texto reducida a una enigmática acusación y una estrafalaria condena. El cargo que se le imputaba era el de «deserción inexcusable» y la condena que acabó aplicándosele fue la quema pública de un dibujo que le representaba mientras una mujer disfrazada de dama eduardiana gritaba alborozada: «Bye bye, Ray!».
Pero comencemos por el principio. El Bloomsday empezó a celebrarse el 16 de junio de 1954, exactamente cincuenta años después del día en que, según el Ulises, Leopold Bloom realizó el recorrido dublinés que arrancaba del hogar conyugal que compartía con Molly y, tras llevarle por lugares como el cementerio de Glasnevin, la tienda de licores de Davy Byrne, el hotel Ormond, la playa de Sandymount, el hospital de maternidad o el burdel de Bella Cohen en Nighttown, le devolvía borracho a su casa, en cuyo patio trasero acababa de orinar en compañía del no menos borracho Stephen Dedalus.
De aquel primer Bloomsday se conservan fotos en las que aparecen los escritores que, en compañía de un primo dentista de Joyce, dedicaron el día a reproducir (aunque en sentido inverso) el peregrinaje de Leopold. Aquello no fue una conmemoración aislada sino el origen de una tradición que, con la incorporación de otros devotos del Ulises, iría poco a poco consolidándose hasta llegar a convertirse en una de las citas más destacadas de la agenda cultural de la ciudad. Medio siglo después, al cumplirse el primer centenario de la efemérides joyceana, el Bloomsday era ya un fenómeno turístico que había desarrollado sus propias liturgias: cita matutina en la Torre Martello, recorrido por algunos de los enclaves más significativos de la novela, lectura colectiva en el parque St. Stephens Green (anteriormente había sido en Meeting House Square), dramatización de fragmentos del libro, voluntarios que ocupan las calles de Dublín vestidos con ropa eduardiana.
Sólo tuvieron que pasar dos años para que, en 2006, empezara a gestarse la Orden del Finnegans. La ejecutoria joyceana de Eduardo Lago, profesor universitario en Nueva York, había quedado establecida algún tiempo antes con la publicación de El íncubo de lo imposible, un análisis de las tres traducciones del Ulises al español. A comienzos de ese año, su novela Llámame Brooklyn se llevó el premio Nadal de la editorial Destino, en la que por entonces trabajaba Malcolm Otero Barral. De aquel premio surgió la amistad entre el autor y el editor, que se citaron en Dublín para el Bloomsday de ese mismo año y volverían a hacerlo para el siguiente. El novelista mexicano catalán Jordi Soler, por su parte, había asistido a los Bloomsdays de 2001 y 2002, años en los que vivió en Dublín en calidad de agregado cultural de la embajada de México. En 2008, Eduardo Lago propuso a Malcolm Otero crear una sociedad literaria que se reuniera todos los 16 de junio en la capital irlandesa y, además de a Jordi Soler, invitaron a formar parte de ella al barcelonés Enrique Vila-Matas y al malagueño Antonio Soler, ganador como Lago de un premio Nadal. Así pues, la Orden del Finnegans se fundó oficialmente durante el Bloomsday del año 2008.
Es lógico pensar que una sociedad como ésa, creada para conmemorar a Joyce y sus criaturas, debe su nombre a la novela Finnegans Wake, acaso el mayor reto que pueda acometer jamás un traductor. Pues no. La Orden del Finnegans se llama así por un pub de una localidad cercana a Dublín, Dalkey, en el que cuatro de esos cinco escritores (Jordi Soler estaba ya en el vuelo de regreso) entraron a descansar tras terminar el día en la Torre Martello y dar un paseo bordeando el mar. Fue en ese pub donde, entre cerveza y cerveza, formalizaron el nacimiento de la sociedad. Eso da una idea bastante certera de la naturaleza tan festiva como libresca del grupo: celebrar la obra del autor de Finnegans Wake no tiene por qué ser incompatible con celebrar también la calidad de la Guinness.
Yo nunca he sido lo bastante joyceano para que me tentara la idea de formar parte de una orden así, pero todos sus miembros son amigos míos y siempre he seguido sus andanzas desde la distancia. A lo que más me recuerda la Orden del Finnegans es a la vieja Orden de Toledo de la que formaron parte Luis Buñuel y Federico García Lorca. Cámbiese todo lo que se tenga que cambiar: el Greco por Joyce, la meseta castellana por el espacio aéreo de la Unión Europea, los descacharrados trenes de los años veinte por los vuelos low cost de Ryanair o Aer Lingus... Del origen de la Orden de Toledo habla en sus memorias Buñuel, que en marzo de 1923 se nombró a sí mismo nada menos que condestable. El secretario era Pepín Bello, y entre los Caballeros estaban Federico y Francisco García Lorca, José María Hinojosa, Rafael Alberti y Salvador Dalí, posteriormente degradado a la categoría de escudero. El jefe de invitados de los escuderos era José Moreno Villa, y en los escalones inferiores de la Orden estaban los invitados de los escuderos y los invitados de los invitados de los escuderos. Según el propio Moreno Villa, las actividades de los miembros de la Orden consistían en «cenar y beber sin continencia» y en deambular incansablemente por las calles de la ciudad.
Además de la jocosa afición a las jerarquías, llama la atención el estricto espíritu ordenancista de Buñuel y compañía, que al parecer endurecían los requisitos para la admisión de nuevos miembros con la misma presteza con que improvisaban los motivos de degradación o de expulsión para los antiguos. Algo de ello hay también en la Orden de mis joyceanos amigos. En el texto de presentación del libro colectivo La Orden del Finnegans que la editorial Alfabia publicó en 2010, se esboza el embrión de su incipiente corpus legal: «Los miembros de la Orden deben profesar una absoluta devoción por el Ulises de Joyce, asistir al Bloomsday cada año y defender la “vía Finnegans” de la literatura, esto es, la vía de la dificultad (donde se puede encuadrar a autores como Gaddis, Pynchon, Foster Wallace, etcétera). Los motivos de expulsión de la Orden son numerosos, a veces caprichosos, siempre incontestables y fulminantes. Y siguen creciendo día a día».
La Orden de Toledo se dotó de un régimen sancionador en el que los Caballeros se exponían a dos posibles condenas: la degradación a escudero para las faltas menos graves y la expulsión para las más graves. En la de los Finnegans sólo cabe la expulsión y, leyendo esas líneas, uno podría llegar a sospechar que el verdadero objetivo de unos y otros consiste precisamente en poder expulsarse mutuamente: yo te expulso a ti si antes no me expulsas tú a mí. Como consta en el acta levantada en el Gravediggers (el pub de los Enterradores, en el cementerio de Glasnevin), Jordi Soler sufrió una expulsión temporal de la Orden tras faltar a dos Bloomsdays, y un epitafio de papel con su nombre fue colocado en la lápida de la familia Finnegans. Por su parte, José Antonio Garriga Vela (el sexto de los Finnegans) hubo de justificar de forma fehaciente su inasistencia por motivos de salud al Bloomsday de 2011. Las incomparecencias de Marcos Giralt Torrente (el séptimo) en ese mismo Bloomsday (estaba en un viaje de promoción editorial) y de Vila-Matas en el del año siguiente (tenía que recoger un premio en Italia) levantaron no pocos murmullos de desaprobación... ¿Se entiende ahora el encarnizamiento general con la efigie de Ray Loriga, que había aceptado formar parte del grupo y no llegó a viajar a Dublín?
Acabo de mencionar a los dos escritores que habían ingresado en la Orden antes de ese peculiar auto de fe: el malagueño barcelonés Garriga Vela y el madrileño Giralt Torrente. Un año después lo haría Emiliano Monge, mexicano residente en Barcelona. Quien tenga alguno de sus últimos libros (o de cualquier otro Caballero) podrá comprobar que en la ficha biográfica de la solapa figura su condición de miembro de la Orden del Finnegans. Me imagino que entre esos motivos de expulsión que «siguen creciendo día a día» está también el no hacer constar esa pertenencia. ¿Hay otros motivos que desconozco? Seguro que sí: unos porque son secretos, otros tal vez porque son demasiado recientes... Cualquier desliz puede valer para acordar una orden de expulsión y enviar al caballero a las tinieblas exteriores.
Si su código penal está todavía a medio hacer, sus rituales parecen bastante más asentados. Al contrario que el resto de participantes, los miembros de la Orden del Finnegans no acuden a la Torre Martello por la mañana sino por la tarde. Es ahí donde, previa lectura de algunos pasajes del Ulises, se ordenan los nuevos Caballeros, que prestan solemne juramento (¿cómo no?) sobre un ejemplar del libro de Joyce. A lo largo del día han completado la ruta joyceana, pero por libre, visitando por ejemplo el cementerio de Glasnevin (con parada obligatoria en el Gravediggers) justo antes o justo después que el resto de peregrinos. No cuesta demasiado trabajo imaginarlos por las siempre húmedas calles de Dublín, caminando despacio con las solapas levantadas, parándose aquí y allá, aprovechando para comprar libros, riendo... El único acto de la programación oficial en el que intervienen es la lectura colectiva en el escenario montado a tal efecto en el parque St. Stephens Green. Se presentan primero como un grupo de anarquistas españoles, lo que suele provocar el entusiasmo de los asistentes, y recitan después los correspondientes pasajes del Ulises. Aunque, lógicamente, allí todos leen el texto original inglés, los Caballeros de la Orden del Finnegans están autorizados a leer la traducción española. Cuando concluyen, se despiden gritando al unísono la última frase del capítulo sexto, que han adoptado como lema: «¡Gracias, qué grandes estamos