Tiempos ridículos

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Nota del editor

Isabel monta a Fernando

El Compasivo y las italianas

La plaga de la impunidad

Dos postdatas

Un tarareo de despedida

Estaré con el mundo hasta que éste muera

Época de soplones y policías

Empalago y sospecha

Perjuicios de la vida transparente

Un gran dúo cómico

Inmovilizados de pavor

Un sondeo personal

Una minoría caballerosa y conforme

Un chamán de feria

Esas opiniones tan raudas

Bulla, bulla

Rechistar

La historia doblemente increíble

Recuerden que no somos máquinas

Cortar el revesino

¿Por qué quieren ser políticos?

Olympia Carrera de Luxe

Las cegueras voluntarias

Tacañería y tosquedad y pereza

Quién será el enemigo

Excomuniones de quita y pon

Hasta que se agoten las lágrimas

Iconoclastas a hurtadillas

El fin de un idilio

Noventa y nueve patadas y media

El lento y rápido viaje de los abrigos

La perversión de viejos

Ojo, no tenemos otras

¿Qué me están comprando?

En el infierno nos veríamos

En busca de la infelicidad permanente

Un pequeño esfuerzo de imaginación

Aspavientos de virtud

Apesadumbrados alivios

Adolescentes como bisabuelos

Un borde bastante ancho

¿Gente tenebrosa, esquinada?

Superculpable

El horror narrativo

Quién quiere reputación

La esfinge asiria

El senyor Martí i el seu pare

De cómo M y F me han quitado del fútbol

Conque congresos, ¿eh?

Escuela de inmisericordes

Bailando encima de las mesas

Anónimos y pseudónimos

En el lodazal

Pobre perdona a rico

Quizá no tan pasada de moda

Cosas que nos sobresaltarán

Lo que le falta al genio

Cuando una ciudad se pierde

¿Quién demonios sacará un euro?

Lo que ya no se tendría que escribir

Tiempos ridículos

¿A qué tanta ansia?

La dificultad de ser intachable

Cuidado con el tiempo pueril

Así que cada viernes peor

Esa miseria

¿Para qué servimos?

Alegremente maniatados

Historia de M

Maravillas de la crisis

Hojeando el periódico

Desmemoria y aire

¿Hay de qué extrañarse?

Las crueldades pequeñas

Un héroe de 1957

Adiós a una esperanza

Con los pies

«Hay que»

El conveniente regreso de Mr Jingle

La imaginación, recortada

Suicidas en los balcones

Así nos dure veinte años

Racionalizar a las autoridades

¿Nadie piensa?

Quien tuvo retiene

Tanto compartir...

Cuando sólo se sabe agravar

El fin de todo secreto

No me creo que seáis unos cielos

Llamada a la delincuencia

Los que mandan

El señor Benet regresa un rato

Mi anciano ídolo

Más idiotas de lo que parecen

Contra el contagio universal

Piel de rinoceronte o desdén

Sobre el autor

Créditos

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Nota del editor

 

Este libro recoge los artículos publicados por Javier Marías en el suplemento dominical El País Semanal entre el 13 de febrero de 2011 y el 3 de febrero de 2013; en suma, un total de noventa y seis piezas que corresponden a dos años de labor columnística.

Como ya es costumbre con las recopilaciones de sus textos periodísticos, Marías ha elegido como título para este volumen el de uno de los artículos que lo componen, «Tiempos ridículos», una reflexión sagaz a raíz del ya famoso viaje del Rey a Botsuana, que sin embargo trasciende la anécdota y le sirve al autor para plantearse las razones de los males que acechan a las personas en esta época nuestra tan enloquecida y angustiada y el contagio generalizado de dichos males, con la consiguiente merma de sensatez a la hora de abordar las cuestiones que nos atañen como ciudadanos.

La colección que el lector tiene en sus manos presenta, por así decir, dos peculiaridades de índole muy diferente: si por un lado celebra un aniversario, pues con el artículo que la cierra, «Piel de rinoceronte o desdén», Javier Marías cumple diez años de colaboración semanal en EPS —años a los que, como él mismo recuerda en la pieza, se suman los ocho en que escribió en otro suplemento también todos los domingos—, por otro los artículos se corresponden al periodo más duro y difícil de la crisis económica que padece nuestro país. Marías, como intelectual comprometido que es, trata una y otra vez en sus columnas los asuntos que más preocupación suscitan, casi sin desfallecer aunque en alguna ocasión hable de su impresión de «clamar en el desierto» ante los políticos y los poderosos que con sus hechos y omisiones suscitan la natural indignación de la gente corriente, impotente como el propio Javier Marías frente a sus muchos desmanes, que nuestro autor denuncia con ardor, sólidas argumentaciones y afán de justicia; con frecuencia sin hacerse ilusiones de que sus diatribas vayan a cambiar nada pero siempre con la noble actitud de «que por mí no quede».

No todas las semanas Marías aborda en sus artículos temas políticos y sociales. Con la ironía que le caracteriza y salpicados de bromas, el autor se ocupa también en ellos de asuntos tan dispares como lo dañino de lo políticamente correcto, sus objeciones a las nuevas normas de la Ortografía de la Real Academia Española (de la que, no lo olvidemos, él mismo es miembro), el recuerdo cariñoso al morir su tío el músico Odón Alonso, lo que supone ser zurdo en un mundo mayoritario de diestros, el fútbol y su cada día menos amado Real Madrid por culpa de Mourinho, el caso de Dominique Strauss-Kahn, los premios literarios, la odisea de poder adquirir una máquina de escribir en estos tiempos de ordenador, sus peripecias en una librería de Viena, libros, películas y series de televisión, la carta de un lector que lo conmovió hasta el punto de dedicarle una pieza entera («El senyor Martí i el seu pare»), los héroes de los tebeos de su infancia... Aunque sin duda, si tenemos en cuenta la grave crisis en la que estamos inmersos y conociendo el ya mencionado compromiso del autor, el lector habitual de Javier Marías advertirá que en estos Tiempos ridículos, en comparación con las recopilaciones anteriores de sus columnas, predomina de forma notoria la inevitable inquietud por el estado actual de las cosas en lo político y en lo social.

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Isabel monta a Fernando

 

Con razón me considerarán un pesado, pero siempre aduciré en mi descargo la vieja excusa infantil: «Yo no he empezado». Si la realidad es insistente y pelma, además de con frecuencia imbécil, hay que salirle al paso una y otra vez, porque los que la manipulan son tan tenaces —parece que les sobre el tiempo, o que lo dediquen todo a una sola causa— que, en cuanto nos cansemos quienes les contestamos y dejemos de hacerlo, aquéllos impondrán sus memeces como una apisonadora. Leo en una columna de mi colega Pérez-Reverte que la Junta de Andalucía, a través de sus consejerías de Medio Ambiente, Presidencia, Igualdad y Hacienda —cuatro, nada menos, han de estar bien ociosas—, publica una guía de 71 páginas para propiciar «el conocimiento de la perspectiva ecofeminista y potenciar el lenguaje periodístico desde una perspectiva de género medioambiental». Al redactor o redactora de semejante galimatías habría que enviarlo de vuelta a la escuela, o, mejor, deportarlo. Bueno, ya pueden imaginar de qué va la guía, apenas distinta de las directrices que hace unos años soltó Comisiones Obreras y de las que proliferan aquí y allá: que no se diga «los alumnos» sino «el alumnado», ni «actor» sino «persona que actúa», ni siquiera «futbolistas», que termina en «as», sino «quienes juegan al fútbol». Ya lo saben los periodistas deportivos: en aras de las perspectivas «ecofeminista» y «de género medioambiental», nada de escribir «Los futbolistas del Barça», sino siempre, y machaconamente, «quienes juegan al fútbol del Barça». Amenas crónicas íbamos a leer.

Pero lo mejor ya lo señalaba Pérez-Reverte (no me parece justo que no se enteren los lectores de El País Semanal). A partir de ahora, a la «infancia» andaluza se le escamoteará la famosa frase atribuida a la madre de Boabdil al perder éste Granada en 1492, ya se acuerdan: «No llores como mujer lo que no supiste defender como hombre». Aquella madre era una machista del copón, y no la disculpan ni la época en que vivió ni que por entonces las mujeres no guerrearan —salvo excepción— ni nada de nada. Así que se censura lo que la leyenda o la poesía popular dicen que dijo, y se sustituye por la siguiente frase, sosa e inexacta a más no poder: «No llores, pues no tienes motivos para ello». Hombre, motivos no le faltaban, acababa de perder su reino y lo habían largado al exilio, y con él a muchos de sus súbditos. Nada, la guía ni siquiera se ha preocupado de buscar un equivalente más sonoro y lucido: podían haber suprimido lo del hombre y la mujer y haberlo dejado al menos en «No llores ahora lo que no supiste defender». No sé, lo de «defender» algo les debe de haber resultado sospechoso a las cuatro consejerías, quizá poco medioambiental.

Si la cosa se limitara a Andalucía... No, señor, en las mismas fechas nos enteramos de que un editor estadounidense ha decidido reeditar Huckleberry Finn, de Mark Twain, sustituyendo la palabra despectiva «nigger», que los personajes del siglo XIX emplean, por «esclavo», y la más bien humorística «injun» (transcripción de una determinada pronunciación de «indian») por no sé bien qué, seguramente por «americano nativo», que es como ahora exige el espíritu censor que se denomine a comanches, siux, cheyenes y demás. Lo peor de todas estas iniciativas no es su ridiculez intrínseca, sino el ánimo que subyace a ellas, y que no es otro que el de mentir, falsear, ocultar, tergiversar, adulterar y censurar el pasado, la historia y la literatura. Ya que el pasado no fue como debería haber sido ni como el presente que aspiramos a instaurar, vamos a falsificarlo sin más. Tiene gracia que alguien como Tarantino, en sus Malditos bastardos, se invente el ametrallamiento de Hitler a manos de un comando judío: es una ficción y todo el mundo sabe —o eso creo, aún— que las cosas no sucedieron así, que Hitler duró más de la cuenta y que le dio tiempo a exterminar a seis millones de judíos sin que ninguno de ellos pudiera soñar ni con tocarle un pelo. Pero si en los colegios se enseñara en serio lo que cuenta Tarantino en su farsa, supongo —supongo— que la gente pondría el grito en el cielo. Pues eso es, nada menos, lo que pretenden la Junta andaluza y el reciente editor de Twain, sin que se les mueva un músculo; es más, orgullosos de su falseamiento. El espíritu es el mismo de Stalin, quien, como es sabido, hacía eliminar de las fotos a los antiguos camaradas según iban cayendo en desgracia, y junto a él era raro que no se cayera en desgracia —es decir, se fuera a Siberia o al paredón— antes o después. «No me gusta que se me vea con quien fue leal amigo pero ahora es un traidor», pensaría Stalin; «alteremos el pasado, hagamos que el traidor nunca fuera otra cosa». De la misma manera, estos nuevos puritanos inquisitoriales son capaces de reescribir la historia y la literatura enteras: «No nos gusta que Lady Macbeth, una mujer, instigara a su marido a asesinar. Vamos a convertirla en la que intentó disuadir al muy criminal». «Lo de la evolución de las especies va contra la religión. Vamos a decir que Darwin es una leyenda urbana, que jamás existió.» «Es intolerable que Don Quijote tuviera escudero, menudo clasismo. Convirtamos a Sancho en otro hidalgo, para que se traten de igual a igual.» «Y eso de “Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando”, nada, ni hablar, no es igualitario porque todos sabemos que la lista era ella y hay discriminación a favor del varón. A partir de ahora, “Isabel monta a Fernando”, que es mucho más ecofeminista y de género medioambiental.»

 

13-II-11

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El Compasivo y las italianas

 

Hacía veinte meses que no iba a Italia, ahora he pasado seis días repartidos entre Udine, Milán y Venecia; y aunque la gente allí sigue siendo en general grata y simpática —sin el desabrimiento y la mala leche que nos gastamos en España, como si la amabilidad y la buena fe nos parecieran debilidades—, nunca había percibido, en mis visitas a ese país, un grado de desesperación semejante. Cierto que uno trata con personas que, para empezar, leen libros, y que por lo tanto pertenecen a una minoría. Pero cuantas me han hablado —incluidos numerosos periodistas, algunos de medios berlusconianos— oscilaban entre el desistimiento ante la actual situación política («Lo peor es que no se ve salida») y una exasperación que afectaba a su razonamiento («No es descartable una guerra civil a medio plazo»). Cuando uno les preguntaba cómo era posible que sus conciudadanos no reaccionaran ante lo que ya es, a todas luces, una dictadura cada vez menos encubierta, no sabían responder, ellas mismas no acertaban a explicárselo.

En lo que sí se ponían de acuerdo era en considerar que Berlusconi posee un talento empresarial y propagandístico extraordinario, y que ya no cabe menospreciarlo ni como adversario ni como amenaza real y seria. En que, a través de sus televisiones y periódicos, de sus sobornos y escándalos, ha conseguido «anestesiar» a buena parte de la población. Ha logrado convertirse en un espectáculo en sí mismo, en una permanente fuente de entretenimiento de la que ya no quieren prescindir los italianos que se alimentan de reality shows y de sucesos sexuales. Tengo la impresión de que, cuantas más patéticas orgías seniles se le descubran, cuantos más episodios grotescos indignos hasta de las más bufas películas de Sordi, Gassman o Tognazzi, más beneficiado saldrá Berlusconi, porque los italianos no son puritanos y perdonan esas cosas —o las ríen y jalean, incluso si hay menores involucradas—, y porque además distraen de lo verdaderamente grave. Un chófer de edad avanzada, que me llevó de Venecia a Milán y vuelta (y que además resultó ser lector de Wittgenstein y de Bertrand Russell), defendió el comportamiento de su Primer Ministro con esta escueta frase: «Bueno, pero es que las jóvenes levantan el espíritu». También he visto en televisión cómo una señora de las que allí llaman «per bene», bien vestida, católica y aparentemente educada, sostenía con aplomo que no le cabía duda de que Berlusconi se limitaba a ayudar a muchachas con problemas porque era un hombre compasivo y bueno, sin que le llamara la atención que todas esas muchachas, casualmente, sean agraciadísimas cuando no directamente explosivas. Aún he de ver a alguna «beneficiada» por el Compasivo que sea fea, desastrada o mayor de treinta y cinco años, porque estoy seguro de que habrá muchísimas así que necesiten tanta ayuda o más que las jóvenes bien parecidas. Alguna de éstas, por ejemplo, cuenta con un novio más o menos narcotraficante, gente por lo general adinerada.

La inteligente periodista Concita de Gregorio, directora de L’Unità, me decía que en estos momentos, si había una salvación para Italia, habría de venir de las mujeres, o de una parte de ellas: son las únicas no anestesiadas y que conservan intacta su capacidad de indignación, y en estos días así lo he comprobado, en una limitada experiencia, desde luego. Pero lo cierto es que no he sentido en casi ningún varón la vehemencia, la cólera justa y la rebeldía que desprendían todas las mujeres con las que he hablado. Lo interesante es que ese asco y ese hartazgo de Berlusconi y de su aliado Bossi —también de la inoperante y sospechosa izquierda paquidérmica, que no parece del todo incómoda ante una situación de cuasi dictadura ultraderechista— no se debían sólo a una cuestión vagamente feminista, esto es, al desprecio de los gobernantes hacia la mujer y al machismo primitivo y ufano de que hacen gala. No, las italianas no pierden de vista lo verdaderamente anómalo y peligroso: la confección de las leyes a conveniencia del Compasivo, para que no deba ser enjuiciado ni condenado; los constantes ataques de éste a la independencia judicial, con calumnias a los fiscales que lo investigan, bien amplificadas por su monopolio mediático; su propensión a saltarse las decisiones del Parlamento que lo contrarían (pocas) y a hacer decretos; su indisimulada compra de votos en ese mismo Parlamento, cuyas actividades decide suspender durante unas semanas para no exponerse a un revés previsto; su demagogia burda y frenética; su impunidad; la connivencia de la Iglesia; su increíble desfachatez al presentarse como una víctima perseguida (el opresor que se finge oprimido); su censura; su tergiversación sistemática de la realidad; su racismo y su homofobia; su reivindicación de la brutalidad —en lo que Bossi no le va a la zaga—, es decir, su desdén por algo que no es agradable —la hipocresía— pero que siempre es mejor que el cinismo. Como escribí hace años y también opina Claudio Magris, la hipocresía, dentro de todo, implica una conciencia de lo que está mal y debe disimularse; es algo civilizado y supone el reconocimiento de ciertos valores, aunque se los violente a hurtadillas. El cinismo, en cambio, ni siquiera admite esto, es la expresión de la brutalidad en estado puro. Lo que Berlusconi y Bossi vienen a decir es: «No hay nada malo en una dictadura de facto, ni en el machismo, ni en el racismo, ni en la acaparación de poderes y el fin de su separación, ni en la xenofobia, ni en el desprecio a las leyes y al Parlamento. Sean como nosotros, atrévanse, no hay nada malo en ello». Huelga recordar cuál es el mayor ejemplo histórico de reivindicación de esa brutalidad y voluntario «fuera máscaras». Sí, me lo han quitado de la punta de la lengua.

 

20-II-11

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La plaga de la impunidad

 

Acabo de terminar una nueva novela, titulada Los enamoramientos, después de haber creído que no escribiría ninguna más tras las mil seiscientas páginas, en tres volúmenes, de la anterior, Tu rostro mañana. Durante los más de dos años que me ha ocupado esta nueva obra —siempre con muchas interrupciones externas, como sucede hoy en día a casi todos los novelistas—, he tenido la insistente impresión de que se trataba de un libro particularmente pesimista y sombrío, aunque no carezca de alguna breve escena humorística. Ahora, al leerla entera por primera vez para efectuar la revisión final, he observado con más claridad que el pesimismo no venía sólo dado por el asunto de su título: las cosas mezquinas que —además de las más nobles y desinteresadas, claro está— son capaces de llevar a cabo las personas enamoradas, y que, precisamente por estar dictadas por un sentimiento casi universalmente considerado deseable y positivo, «mejorador», incluso salvífico y «redentor», suelen encontrar fácil justificación, tanto para quien las comete como para quien asiste a ellas, a veces hasta para quien las padece. «Es que lo quería tanto», se dice comprensivamente. «Es que ha sufrido mucho por amor», se disculpa a menudo a quienes incurren en actos viles o imperdonables. Si no en un salvoconducto, el estado de enamoramiento se convierte con frecuencia en la mayor atenuante imaginable, aunque ese estado lleve a personas bondadosas a comportarse en ocasiones como malvadas; a personas generosas a ser ruines; a personas compasivas a ser despiadadas; a personas normales a actuar como criminales.

Pero, como he dicho, creo que el carácter más sombrío de esta novela que aún no sé ver con una mínima distancia (si es que eso nos resulta posible a los autores alguna vez), tiene que ver con otra cuestión, la impunidad que cada día más impera en el mundo, o esa es la sensación que muchos tenemos y que crece en nosotros a diario. No sé citar de memoria, pero en Los enamoramientos uno de los personajes dice algo parecido a esto: «El número de crímenes desconocidos supera con creces el de los registrados, y el de los que quedan impunes es infinitamente mayor que el de los que son castigados». En contra de lo esperable, y de lo que debiera suceder, la justicia parece cada vez más impotente, o más indolente, o más corrupta o connivente, o más cobarde, o más manipulable, o más susceptible de tergiversación y de perversión. Las triquiñuelas para burlarla se multiplican, y hay políticos y empresarios —en España, en Italia no digamos— que celebran como un triunfo y una exoneración que el delito del que se los acusa haya prescrito, siempre conveniente o incluso calculadamente, cuando una prescripción en modo alguno equivale a una absolución, sino a una declaración de culpabilidad que sin embargo no se puede materializar. Sí, a eso equivale las más de las veces. Las dificultades de la justicia siempre han existido, y basta fijarse, para comprobarlo, en los poquísimos verdugos nazis que sufrieron condena. No nos engañemos: por un motivo o por otro, la inmensa mayoría se salió con la suya, se libró de todo castigo, incluso de toda amonestación y vergüenza.

De manera sorprendente, esta tendencia, estas dificultades han ido a más. Son numerosos los dictadores (me niego a hablar de «ex-dictadores», como no se puede hablar de «ex-asesinos») que, en el mejor de los casos, acaban abandonando su país con una fortuna en los bolsillos y jamás comparecen ante la justicia, los últimos bien recientes, Ben Ali de Túnez y Mubarak de Egipto (mientras nuestro Parlamento homenajea al sanguinario Obiang de Guinea). La proporción de asesinatos resueltos, entre los centenares o ya millares cometidos contra mujeres en Ciudad Juárez desde hace quince o más años, es ridícula, lo mismo que la de los habidos, también en México, en la llamada guerra contra el narcotráfico (algo así como el 3 %). En tono comparativamente menor, los causantes de la actual crisis económica mundial siguen en sus puestos, la mayoría, y además dando órdenes, pese al inmenso daño ocasionado. O bien Bush Jr, Blair y Aznar, que desencadenaron una guerra ilegal e innecesaria que se ha cobrado más de cien mil víctimas, todas evitables, se pasean tranquilamente por el mundo, con frecuencia aclamados y embolsándose grandes sumas de dinero por sus libros, conferencias y «consejos» a grandes empresas (nadie fuera de sospecha puede requerir a semejantes consejeros).

La sensación de que la impunidad domina es inevitable en nuestras sociedades, y eso las lleva, gradual pero indefectiblemente, a tener una cada vez mayor tolerancia hacia ella; a juzgar que a los individuos particulares no les compete intervenir ni poner remedio, cuando ni siquiera lo hacen los jueces, y a considerar que dejar pasar un delito más del que tengan conocimiento o hayan sido objeto, un crimen aislado de la vida civil, no tiene mayor importancia ni cambia nada en esencia, ante la superabundancia de los crímenes públicos, económicos y políticos, que quedan y quedarán siempre impunes. Se trata de una de las más grandes desmoralizaciones de nuestro tiempo, y de ahí, supongo, mi pesadumbre al escribir sobre ello, aunque fuera lateral, indirecta y ficticiamente, en algo tan modesto como una novela.

 

27-II-11

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Dos postdatas

 

Postdata ortográfica. Hace unas semanas expuse aquí mis objeciones a las nuevas normas de la Ortografía de la Real Academia Española, y señalé algún inconveniente de la obligatoriedad de escribir el prefijo «ex» adosado a cada palabra: así, «exapóstata» o «exahorcado», que, como muchas otras, dan pie a vocablos confusos y poco reconocibles, al menos al primer golpe de vista. La base para esta caprichosa regla es el deseo de «homologar» todos los prefijos. Y, puesto que escribimos «anticomunista», «proamericano» y «metaliterario», juntemos también «ex» con cualquier término al que decidamos aplicarle la condición de «ya no». Pero no todos los prefijos se prestan al mismo juego, y nuestros ortógrafos no parecen haberse dado cuenta de que, con tal medida, han optado por formar una combinación o grupo de letras inexistente en español y que además es redundante, impronunciable e incorrecto. Ocurre cada vez que «ex» precede, sin guión ni espacio, a un vocablo que empiece por s: «exsacerdote», «exsuegro» o «exsoldado». A mi modo de ver, ese grupo constituye un disparate ortográfico, porque la s jamás puede seguir a la x y esa secuencia es una falta. La letra x engloba dos sonidos en nuestra lengua: k+s. Quien bien pronuncia dice «eksakto» cuando lee «exacto», o «ekskisito» cuando lee «exquisito». Así, la manera adecuada de escribir «exsacerdote» o «exsuegro» sería «exacerdote» y «exuegro» —como no se escribe «exsudar», sino «exudar»—, pero en este caso nos encontraríamos con unos palabros aún más irreconocibles. Por último, la única forma de pronunciar cabalmente lo que la RAE pretende que escribamos («exsacerdote» y «exsantidad», junto con varios centenares de absurdos) sería haciendo una pausa entre el prefijo y el nombre, es decir, no como si se tratara de una sola palabra, sino de dos: «ex» y «sacerdote», justamente lo que nuestra admirable institución acaba de borrar de un plumazo. Para este viaje no hacían falta tantas alforjas. Claro que aún hay algún caso más chistoso. ¿Qué me dicen de «exxenófobo», en el colmo de la impronunciabilidad y la redundancia?

Postdata sintáctica. Asombra cómo cada vez más se concede importancia a lo que no la tiene y se resta a lo que sí. Por supuesto, el párrafo anterior no la tiene, pero el defecto está en origen: si carece de importancia dictaminar sobre cómo debemos escribir «ex» a partir de ahora —no veo qué falta hacía—, mal puede tenerla objetar al dictamen. Recurro a la vieja alegación infantil: «Yo no he empezado». Pero a otra cosa: de las numerosas mentiras que salpican nuestra vida pública, no son las del valenciano Camps ni las de ningún corrupto o desfachatado las que han suscitado mayor indignación, sino la supuesta que el Profesor Rico deslizó en su post-scriptum a un artículo de este diario. Ya recuerdan: «En mi vida he fumado un solo cigarrillo». Como el infantilismo nos atenaza, los inquisidores bucearon en Internet y allí encontraron, con gran satisfacción e índices extendidos, toda clase de pruebas gráficas de que Rico no sólo había mentido, sino que había faltado a la verdad, que para algunos es más grave y solemne. La Defensora del Lector lo llamó a capítulo, lo amonestó, le dio con la regla y lo puso cara a la pared, con argumentos —para mí, lo siento— bastante cómicos, aunque no tanto como los de algunos no fumadores airados; bueno, esto último es ya una redundancia en España, donde todo lo que encoleriza el humo, no molestan lo más mínimo los venenos de los coches —que padecemos sobre todo los que sólo somos peatones— ni el ruido en aumento, que esos mismos no fumadores, con su prohibición adorada, han agravado hasta límites insoportables, al enviar a la calle a unos catorce millones de apestados, ya verán cuando llegue el buen tiempo.

El caso del Profesor ha dado varias vueltas más, y se ha convertido en objeto de doctas y enconadas polémicas: ¿es ético inventar algún dato o detalle cuando se escribe en prensa? ¿Es lícito mezclar realidad y ficción? A ver qué gracia le hace a usted que le atribuya en mi columna una felonía sin que se sepa dónde empieza lo verdadero y dónde lo fantaseado. ¿A que no gusta? Pues ahora lo denuncio, por calumniador. Atrévase, en sus propios argumentos tengo mi defensa, etc. Lo cierto es que Rico ha seguido sorteando, con buen criterio y elegancia, a cuantos se le han cruzado, incluidos varios redactores, la Defensora con su palmeta y un señor ya talludo que hace unas semanas paseaba parsimonioso ante la puerta de la Academia con una pancarta amarilla en alto, que rezaba: «La lengua, para ser veraz, fuera Rico, fumador falaz». Todo un logro, no de otro modo pienso llamar al Profesor a partir de ahora. Rico se avino a darle algunas desganadas explicaciones a la Defensora, y prefirió llevarse una regañina antes que aducir lo que quizá lo habría exonerado, y descubrirse. No parece que otros, pero desde que yo leí su infame post-scriptum, sabedor de que me bate a cigarrillos, lo entendí no como una mentira, sino como una agudeza sintáctica. «En mi vida he fumado un solo cigarrillo» (el orden es fundamental) significa para mí eso literalmente: «Uno solo, jamás. En la vida. Siempre han sido varios». O bien: «Siempre ha sido el mismo, uno solo. Es decir, han sido un continuum». Si uno aplica la sintaxis escrupulosamente —que vengan un abogado y un gramático y lo vean—, cuantos han llamado embustero a Rico lo han difamado. Tal vez sea él, a la postre, quien haya de denunciarlos.

 

6-III-11

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Un tarareo de despedida

 

Mi madre, que era la mayor, tenía siete hermanos y una sola hermana, a la que llevaba más de trece años, por lo que en parte fue para ella, como para mis tíos Jesús y Javier, aún menores, una especie de segunda madre; y esos tres tíos jóvenes fueron, a su vez, para mis hermanos y para mí, algo así como unos primos que nos aventajaban en bastante edad pero a los que jamás se les ocurría darnos órdenes y a los que veíamos más como aliados o cómplices que como figuras de autoridad. De hecho, Jesús —es decir, el director de cine Jesús Franco o Jess Frank— y Javier gustaban de provocar no sólo a sus padres, sino también a sus hermanos mayores, más serios y responsables. Ambos eran dados a la bohemia y a las excentricidades, y el primero, aparte de rodar sus películas más o menos enloquecidas, se dedicaba a tocar varios instrumentos de jazz en cavas y tugurios y a andar en lo que antiguamente se llamaba —y mis abuelos eran muy antiguos— «compañías poco recomendables».

De manera que llegar a aquella familia de la mano del tío Jesús, lejos de ser una garantía y un elemento a favor, era poco menos que un baldón y un motivo de desconfianza. Es lo que le sucedió a mi tío Odón Alonso, que en su juventud se ganaba malamente la vida tocando el piano en diversos garitos madrileños, pese a su formación musical clásica y a que acabaría siendo un respetado director de orquesta. Pero, al venir avalado por el tío Jesús, el padre de éste, mi abuelo Emilio, no podía verlo en modo alguno con buenos ojos como cortejador primero y luego como novio de mi única tía, llamada indistintamente Tina o Gloria. Alguna vez me contó Odón que la primera vez que mi abuelo se paró a mirarlo con algo más que recelo y desdén fue cuando descubrió que Odón, además de melodías jazzísticas y desenfadadas, era capaz de interpretar al piano un aria entera no recuerdo si de Wagner o de Verdi. No es que con semejantes capacidades pudiera asegurarle a su pretendida seguridad económica, pero al menos aquel joven tendría algo que compartir y con que entretener a su futuro suegro, enormemente aficionado a la ópera y a la zarzuela.

El matrimonio compuesto por Tina (o Gloria) y Odón estuvo allí desde que yo tengo memoria, y ahora acaba de morir Odón, a los ochenta y seis años. Como no tuvieron hijos, aún me resulta más incomprensible pensar en mi tía sin él. Es como si las parejas sin descendencia estuvieran más unidas, o fueran más el uno del otro, al formar una familia en la que no hay nadie más. Al ser bastante más jóvenes que nuestros padres, a mis hermanos y a mí, de niños, su presencia nos producía una sensación de frescura y alegría. Ambos tenían mucho sentido del humor, sobre todo Tina, que contaba —que cuenta— con

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