Aire de Mar en Gádor

Fragmento

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Cuando un doce de abril como otro cualquiera llegó a la ciudad y sacudió las ramas de los árboles con una brisa verde, aireó las faldas de las mujeres e inquietó los cuerpos con llamadas misteriosas, Crispín supo que se iba a marchar. Fue a su trabajo —un horario más o menos flexible, una rutina— y dimitió. Llamó a un amigo y canceló un partido de tenis. Llamó a una mujer y la citó en un parque. Siempre había preferido los parques. Lugares de paso, llenos de niños y ancianos.

—Me voy —le dijo—. No sé si volveré.

No pensaba volver. No lo pensaba cuando tomó la decisión, y lo confirmó cuando vio a lo lejos, en el puerto, el mar rizado por una brisa llena de pájaros. No habían perdido de vista las luces de la ciudad, balanceándose detrás, cuando a Crispín se le había borrado cualquier indicio de nostalgia y le nacía ya necesidad de ver la otra costa.

Tardó en saber que ése era el último viaje del Leonardo. De hecho, tardó dos días en saber varias cosas que por lo visto eran verdades evidentes, y sólo comenzó a comprenderlas cuando el tiempo deshizo poco a poco el encanto del mar, que hasta entonces le había bastado, y le hizo sentir la soledad, una noche, poco antes de la cena, como un brusco cambio del aire la dobla la esquina. La soledad del viaje y la del océano.

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La ruina discreta que desde hacía un par de siglos tenía la delicadeza de no dejarse ver más que en abstractos balances bancarios decidió arremeter al final de septiembre y forzó a Rodrigo a vender el lago. Ya no había dinero en el banco, ni crédito para sacarlo, y un intento previo de vender la media docena de cisnes resultó triste y revelador: ya no había tampoco lagos para cisnes, de modo que a Rodrigo no le quedó más remedio que adaptarles un estanque en el antiguo huerto, abandonado a una hierba despeinada, y entregar el lago para que una sociedad anónima construyera un anónimo edificio. La sociedad, representada al efecto por un sonriente individuo vestido de notario, no aceptó siquiera la inocente petición de Mar de cambiar el color de oro de las ventanas del proyecto. «El oro es lo que se lleva esta temporada», dijo.

La firma del contrato coincidió melancólicamente con la primera tormenta del otoño, que sorprendió a Rodrigo intentado aparcar el viejo Packard en medio de un gran atasco en la ciudad, y a Mar pescando cisnes en el lago. Hábil con los remos de la vieja barca, que había manejado desde niña, pero confundida con el aire lento y majestuoso de los cisnes, Mar tuvo tiempo de achicar el agua de la embarcación y secar algunas lágrimas de rabia antes de atrapar el último. Pudo aún arrepentirse de no haber querido ir a la firma del contrato al llevar los cisnes a su nuevo domicilio: no parecían comprender los pájaros esa promiscuidad —de la que habían de morir pronto— al cabo de tantos años de espacio y elegancia.

Ninguno de los dos hermanos quiso aceptar esa noche que la tormenta presagiara unos tiempos más sombríos, y cuidaron de que la velada fuese igual a otras mil en Gádor, Rodrigo leyendo junto al fuego de la chimenea y Mar retirándose a dormir temprano, relajada por un baño de agua hirviendo. Repetían sin saberlo ritos de varias generaciones, e intentaban protegerse así del tiempo, cuyo pasado les habían enseñado a venerar, por noble, y cuyo futuro revolucionario y trasegador debían temer, más por lealtad que por cobardía.

Mas no fue la pérdida del lago la que afectó a Rodrigo con una tristeza que acabaría por recluirlo en la casona, como a un convaleciente, sino las mil pequeñas mezquindades que siguieron a la venta del lago y que le fueron dibujando un ceño pelirrojo del que había muy escasos precedentes en la familia.

Porque la noticia de la ruina, cuchicheada a toda prisa en las esquinas de las fiestas, puso un matiz de insolencia en las sonrisas de quienes frecuentaban a Rodrigo para dignificar fábricas de galletas o un pasado de usureros, en tanto que una helada satisfacción se adivinó en el puñado de condes supervivientes, naufragados ya en su mayoría, que se dispusieron a acoger el nuevo miembro en el club de los nostálgicos. El descalabro de su cofrade y que sin embargo cualquier contable aficionado hubiera podido prever, les venía muy bien para seguir intentado la justificación de su ineptitud antropológica y achacársela al rencor centenario de la chusma.

Únicamente el pálido duque Leopoldo continuó asediando a Mar con la ejemplar constancia de los verdaderamente enamorados. Indiferente a la prosaica venta del largo y sordo a los chismorreos que procuraban advertirle, el joven parecía inaccesible a toda duda sobre los inequívocos signos del destino de su estirpe que creía ver en el largo cuello de Mar, en sus manos de mármol blanco y en una suavidad sensible, cuyo arrullo le hipnotizaba. Creía ver en esa dulzura de invernadero el vestido blanco de una bondad noblota, de perro, y confiaba en que esa misma bondad vencería al cansancio evidente de Mar y le impediría despedirle.

Y no es que fuera un mal chico, el duque, aunque resultaba agotador. Muy alto, recto como un coronel, tenía las rayas del pelo y los pantalones tan bien trazadas que inquietaba la idea de que se fuera a sentar o de que soplara el viento. Olía muy bien, siempre, y la gente en la calle volvía la cabeza para seguir su rastro, y sus nudos de corbata y su forma de llevar el abrigo llegaron a ser puntos de referencia de una época. Hasta ahí era soportable. Pero es que el duque tenía un modo de ser ceremonioso que se agravó a causa de su veneración por Mar y se volvió litúrgico. Aparecía, no puntual, sino oportunamente, como si poseyera el secreto de no molestar a nadie, y se las arreglaba para ir imponiendo su tranquilidad, de forma que al final el mundo se movía con la reconfortante cadencia de una carrera de caballos vista desde lejos.

Cuando la venta del lago, el duque Leopoldo dejó de llamar a Mar durante unos cuantos días, y ésta suspiró, aliviada en parte pero dolorida también por creer que el silencio era otra secuela de la ruina. Nada de eso. El alejamiento del joven era una prueba más de su cortesía palaciega, que prohíbe las visitas cuando en las casas se lava la ropa. Mar pudo comprobarlo días más tarde, a la hora del té, al ofrecerle el duque, por encima de una mesa llena de pastitas y galletas de jengibre, un anillo con diamante escandaloso en el que un maestro había tallado las armas de su escudo. «Acéptalo como el reflejo más adecuado de lo que siento por ti», dijo el duque.

Y lo era, el reflejo, pero Mar no lo aceptó. Un apretado rubor le pintó las mejillas mientras miraba la sortija y se le ponían blancos los nudillos de las manos. «Lo aceptaré» —dijo al fin con la misma suavidad de siempre— «si haces que le borren el dibujo».

El pálido Leopoldo no regresó a Gádor, paralizado para siempre en su heráldica dignidad. Los remordimientos de Mar, aplacados al recordar su almidonado tedio junto al duque, se fueron diluyendo poco a poco en la tristeza de ver a su hermano arrinconado por la ruina.

Pues una gran desolación arraigó en Rodrigo al comprender, y fue pronto, que ni las más recias fidelidades aguantan la pobreza. No mucho después de la venta del lago Rodrigo tuvo que realizar un gran esfuerzo de dominio para cortar las lágrimas de Cóssima, la vieja ama tartamuda que para entonces ya hacía las veces de hombre orquesta en la casona, y obligarla a que aceptase un empleo más descansado y con mejor paga. No hubo forma de convencerla sin embargo, hasta que la desesperación la hizo hablar con la suficiente fluidez como para arrancarle a Rodrigo la promesa de que podría volver si él o Mar caían enfermos. El hallazgo de un nuevo empleo para ella no fue el dato definitivo de la ruina de Rodrigo, hasta el punto que un gacetillero pornográfico aludió a ella en su columna de chismorreos, junto a los cuernos de un futbolista y el fatal engorde de una bailarina.

Más que la venta del largo o los comadreos que siguieron, fue la marcha de Cóssima, sin despedidas, la que abrió una grieta en la sobriedad con que Rodrigo aceptó la ruina, en el despego con que Mar se dispuso a soportarla. Educados austeramente, pese a la abundancia, en el desprecio de la ostentación, no era la pérdida de un lago y unos cuantos cisnes la que podía frustrarles, sino la obligación de abandonar a una persona unida a ellos por lazos delicados, cuya familia compartía el destino de la suya desde un tiempo que ninguno de ellos recordaba.

Cóssima salió un domingo dejando tras de sí una casona reluciente, una cocina en orden y un ramo de flores blancas en un antiguo pote de café, y no regresó para disponer la cena fría de los días festivos. Su falta fue creciendo con el tiempo, como si el silencio se hiciera más intenso, y las huellas de su ausencia no tardaron: un débil color gris comenzó a desteñir los muebles, y las cacerolas fueron perdiendo su perfecto brillo y el apretado orden que les había permitido convivir en paz en los armarios. El moho del abandono se insinuó en Gádor, les atacó la esperanza y les puso en un estado de ánimo peligrosísimo.

No por ello se dejaron ir. Rodrigo continuó afeitando su apretada barba roja todos los días, y Mar siguió alternando las trenzas que le envolvían las sienes como caracolas y los moños holgados en los que reposaba la nuca y que balanceaban su amplia frente. Mas un pesimismo radical se incrustó en Rodrigo con tanto ahínco que se le confundió con la verdad irrefutable. Como si temiera perder la lucidez, Rodrigo se adentró, primero tímidamente, luego con verdadero arrojo, en la lectura de los grandes pesimistas, y aunque es probable que no se hiciera con el significado abstracto de sus razonamientos, parecía satisfecho por su inevitable tono melancólico. En realidad no era una justificación abstracta de la angustia lo que buscaba en lecturas tan respetables. Era más bien una cierta ordenación de las palabras tristes, doctoral y digna de crédito, en la que poder refugiarse como quien se abriga en los conciertos de laúd las tardes de nostalgia.

Mar hizo algún intento también por el lado de la filosofía, alineada por temas enigmáticos como Huida, Búsqueda y Lógica en el segundo piso de la biblioteca, pero abandonó al percibir que le intentaban equivocar las tres o cuatro ideas claras que tenía en la cabeza. Evitó a partir de entonces la biblioteca, temiendo que allí se encontrara la sede de la tristeza, y durante un tiempo vagó por habitaciones antiguas y salones fríos, abriendo cajones para acariciar sin ganas recuerdos que no eran suyos, procurando poner orden en armarios aunque realmente cambiando el desorden de lugar. Tuvo que agotar el tedio para volver a la biblioteca una media tarde de luz indecisa, en busca de compañía, y tuvo que ser una cierta envida de Rodrigo, apasionado en la lectura de los libros fatalistas, la que la decidiera a buscar algo que le sacara del cuerpo el aburrimiento de sí misa. Fue un acierto. Un poeta logró engancharla con el entusiasmo de sus odas elementales, y otros poetas la fueron sosegando con sus rimas hasta que las palabras se desdibujaron por completo y Mar se encontró sentada frente al piano, como antes.

Para la suave y fuerte Mar, para su necesidad de coherencia y para el cansancio de su cuerpo flexible entumecido por la duda, el redescubrimiento de la música fue algo así como el regreso al cielo de un aviador prisionero. Es cierto que por un tiempo interpretó a menudo a Schumann, y en especial los acordes que lo condujeron por el desfiladero sin retorno del suicidio, pero eso mismo indica que Mar estaba recobrando ya la voluntad sin fisuras que define a los santos, a los héroes y a los tercos.

Porque Mar no había nacido para vivir guiada por una filosofía, una militancia, una religión. Tampoco por un carácter, un clima o un marido. Había nacido, y ella lo sabía aunque se le olvidase a veces, para buscarle a la existencia el ritmo, la cadencia exacta. Algo muy tiránico que se escondía en casi todos los rincones, y especialmente en las entrañas del piano color de vino que vivía desde siempre en la biblioteca de Gádor, bajo la luz antigua de un alto candelabro esculpido en cobre y cristal sutil.

Rodrigo evolucionó. Preso de ansiedad por llegar a lo más hondo del escepticismo, no tardó en sospechar que allí sólo había silencio y le entró miedo. Quiso superarlo mas para entonces ya estaba enviciado de lectura hasta las cejas. Se arrancó a una cuarta copa de coñac y se dispuso a emborracharse de metafísica. Estaba escrita en unos libros agrupados bajo la indicación «Dios» en lo más alto de la biblioteca. Rodrigo no se tomó el trabajo de bajar de la escalera, donde permaneció horas alumbrándose con una linterna. Al cabo, con la naturalidad de quien ha encontrado la respuesta o la de quien desiste, bajó tranquilo al primer piso, cogió el primer libro de aritmética y se puso a estudiar. Le habían de interesar las matemáticas, lo que no dejó de sorprenderle pues los números y sus confusas relaciones figuraban entre lo que más había detestado siempre, junto a las tardes de domingo y las cafeterías donde la gente come de pie.

Fue Mar la que sintió con toda crudeza, de pronto, el agobio de un encierro excesivo. Su cuerpo necesitó un día, una mañana gris, recobrar el ritmo de caminador largo que le era propio, y sus ojos, sus ojos quietos, necesitaron ver más allá del piano, de los libros, del muro del jardín, necesitaron ver gente. Se puso una gabardina, llovía de nuevo, un pañuelo que le enmarcó la cara como a una húngara fugitiva, omitió el paraguas y salió a la calle a ver el rostro de la gente.

La ausencia de Mar produjo en Rodrigo, náufrago en sus problemas trigonométricos, una suave desolación, un no confesado deseo de haberla acompañado. Con el paso de las horas, el deseo se hizo necesidad, y luego, impaciencia.

Mar no tardó demasiado, sin embargo. Regresó para la hora del té, bastante mojada y con algún color en su blancura de abuelita. Venía cantando una tonadilla simpática, y a su lado, también cantando, un señor, un amigo.

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A pesar de todo, a nadie comprendió que Dimas escogiera esa visita al periódico precisamente para ponerse a dibujar, ni siquiera lo hacía con mucho entusiasmo. Todos se afanaron para seguir el ritmo de las noticias, más y más enloquecidas según avanzaba la tarde, pero Dimas se mantuvo trazando garabatos, ausente, meditabundo. En dos o tres ocasiones se levantó, paseó por ahí su muda sonrisa que parecía esperar algo, leyó sin ganas algún titular y regresó a su mesa, siguió dibujando. No se molestó cuando un teletipo se puso a chillar, anunciando una noticia aún más urgente, y permaneció sentado, dibujando, cuando todo el mundo se tuvo que arremangar para conseguir la proeza de darle la vuelta al periódico, como un calcetín, y escribir en una hora la historia de un terremoto que ya llevaba medio millar de muertos en su cuenta.

Para entonces Dimas parecía haberlo conseguido. Observó atentamente una esquina de su dibujo, lo miró con perspectiva, murmuró «ya está» con tono de hallazgo, y se puso a aporrear sin descanso una máquina de escribir que encontró a mano, hasta terminar tres folios que una vez más habían de provocar, al día siguiente, cierto pasmo que se va descubriendo a medida que la memoria regresa sobre lo leído una y otra vez: en el metro, ante un helado de menta, haciendo el amor.

Lo más notable es que los tres folios de Dimas no eran gran cosa. En una prosa sencilla y sin esquinas, Dimas tan sólo relacionaba lo que hasta la fecha parecía distinto, de forma que sus artículos tenían siempre un aire revelador. Ahora bien: hablando casi de lo mismo que hablan los periódicos, los artículos de Dimas describían un mundo distinto del mostrado en los periódicos, más insólito pero más real, un mundo percibido no sólo con la mente algo esquemática del reportero, sino también el olfato, el paladar y los oídos de alguien ávido de escribirlo todo, la visión de quien pinta la esencia de las cosas sin olvidarse los colores. Los otros periodistas debieron reconocer al día siguiente que Dimas tenía derecho a dibujar si luego escribía así, y admiraron su talento multicolor para deducir, con la facilidad con que se desnudan dos amantes, la realidad de la ciudad, el país, la realidad de un poco todo pues Dimas evitaba las fronteras, los equívocos.

Por los periódicos del país y en las tabernas del poder rodaron de nuevo las historias sobre Dimas, y los más enterados repitieron que era alto y agachado, que sus ojos grises se le oscurecían con frecuencia, uno más que el otro, y que era difícil conocerlo por sus frases siempre claras. Había comenzado su columna no periódica —repetían— el día que provocó un aluvión de cartas de lectores entusiastas con un alegre y convincente informe sobre el olor, el matiz y el tacto del poder en sus diferentes apartados. El público, el gran público de los autobuses, los cafés y las salidas de los cines rió y percibió el espíritu de casta escondido en el pelo engominado de los ministros, las barbas de los rebeldes y el batallador lenguaje de los señoritos, y las siguientes encuestas revelaron que un escepticismo alegrón había crecido los puntos del ridículo, en el mismo porcentaje que los lectores de La Crónica del Siglo, diario de la tarde. Aquella lucidez multitudinaria duró poco, pero bastó para colocar a dimas en el quicio de la celebridad.

La única condición que puso Dimas, el único precio con que valoró su éxito, su pluma, su firma corta y sin pretensiones, fue la libertad —no la Gran Libertad, desconocida en periodismo, inalcanzable—, sino la pequeña libertad de saltarse porque sí las normas aburridas, los horarios, la mesa, los sueldos y los jefes. Iba a La Crónica del Siglo cuando quería, no siempre para escribir, y escribía sin ritmo, con el flujo y el reflujo de unas leyes anarquistas. No tenía jefe, aunque aceptaba de cualquiera sugerencias sin mayor engreimiento, y ni él mismo sabía lo que ganaba pues se limitaba a pedir en el periodismo pequeñas cantidades de estudiante cuando de pronto quería subirse a un autobús y tenía que pedirle el importe del billete al señor de al lado, que se lo daba con ojos de paciencia.

Dimas tuvo que pelear bastante —con silencios, con gestos imprevistos, con miradas que tácitamente rechazaban— contra los asaltos del entorno que intentaba bautizarlo, inaugurarlo, hacerlo entrar en una de las múltiples categorías de la fama. Fue conocido —casi un pecado en esa ciudad de autobuses y rascacielos— y al día siguiente se lo quisieron cobrar, lo llamaron para dar conferencias, para dirigir una revista, para que hiciera algo concreto que permitiera ponerle un adjetivo tras el nombre, costumbre que tranquiliza a la gente: «El filósofo Dimas», «un play boy: Dimas», «Dimas el columnista».

No se resignó tan siquiera a la equívoca clasificación de columnista político, a pesar de que por ahí se accede al poder desde la prensa y, tal vez para demostrarlo (tal vez no), nunca fue a las cenas del poder, ni a las más clandestinas de la rebeldía: también allí lo invitaban.

Es más: Nunca habló de política cuando se celebraban los periódicos torneos electorales, o cuando sus colegas aludían, inquietos, a posibles arcadas del tiempo, golpes de estado en preparación, rapiñas de tamaño descomunal. Era, pero no lo era, como si hubiera vivido en otro país. Dimas no aceptó. Fue sorteando así las trampas que le tendía su celebridad no buscaba, con una astucia de tirano que lo iba agotando, esfuerzo creativo que al fin arrojó su fruto: un nombre sin apellido, Dimas, otra pequeña libertad.

La leyenda decía que no se le conocía mujer, aunque en el periódico tanto el director como Paloma habían coincidido sin saberlo en deducir una historia en las ojeras de Dimas, sombras que pese a la sonrisa inclinaban su mirada gris.

Paloma. Paloma se cuidaba mucho de que nadie viera la dulzura en su frialdad de periodista cuando Dimas aparecía por la redacción con la sonrisa, silencio y ojeras de su solead cristalina, y procuraba mantener el tono de cortesía profesional que la había hecho inaccesible a quienes deseaban violar su firmeza, su seguridad insolente de profesional que no acepta regalos.

Paloma se retenía, Paloma se agarraba a sí misma cumpliendo quién sabe qué determinación pudorosa, Paloma evitaba a Dimas, procuraba no mirarle los ojos ni sobre todo la tristeza, y mantenía con él las estrictas relaciones a que la obligaba su cargo de Redactora Jefe. Duras relaciones, difíciles, que la forzaban a descubrirse un poco cuando Dimas, siempre humilde, le pedía su opinión sobre cosas peligrosas, un color, un defecto, un viaje en coche por una carretera oscura. Hubiera parecido que Dimas quisiera llegar lejos con Paloma, empezar opinando sobre los sonidos del viento y terminar hablando de la soledad y del amor, los temas que conducen al lenguaje silencioso de los labios y los cuerpos— pero no. Dimas meditaba la respuesta de Paloma, la saboreaba con el placer de quien conoce las cosas y se iba, no hablaba más, no insistía.

Pobre Paloma… Buscaba al día siguiente un rastro de sí misma en el artículo de Dimas, con el deseo contradictorio de no hallarlo, de encontrarlo ahí, extenso, transparente.

En lo que se refiere al director, guardaba ese dato —la suposición de un pasado en las ojeras de Dimas— en el archivo mental enorme que le permitía manejar con soltura el periódico —cosa complicada— y sobre todo mantener a raya a los periodistas. Pues nadie hay tan inestable como un fotógrafo del mundo, que pronto se fatiga del paisaje y quiere cambiarlo, poner cosas, quitar…

El director, como con todos, quiso conocer la juventud de Dimas, su pasado, algún talón de Aquiles que el permitiera verlo venir desde lejos. Dimas no tenía talón de Aquiles, no tenía talón. Era una desconcertante persona, imprevisible incluso para un hombre que había hecho de lo imprevisto su trabajo. El director preguntó en el gremio y los colegas sólo le contaron las leyendas; esculcó con lupa los artículos de Dimas para descubrir entre las comas y los puntos los verbos clave en el alma del cronista; indagó incluso entre sus amigos policía… El pasado de Dimas, aparte de fechas y ciudades casi anónimas, era tan claro que no podía ser: Unos padres campesinos, un hermano menor. El director comprendió que se tendría que contentar con la melancolía de Dimas como único indicio de su pasado. Comprendió también —lo sabía desde siempre— que todo misterio es subversivo.

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Algo debió de cambiar, durante el verano, porque cuando África se reintegró a la universidad no percibió el brillo del otoño rebotando en los rojos y amarillos árboles del campus. Eran esos días en que la mañana entra oblicua por las ventanas de las clases, y les da un cierto ambiente de iglesia, y hace de incienso el polvo del aire que se dibuja con la luz. El alba endurece ya los prados y el final de las cosas parece lejano.

Habían de ser, esos días, los que forzaron a Sancho a concretar anhelos más bien vagos, y los que había de recordar África como fronterizos en su vida, germinales, sí, aunque de momento, nada más empezar el curso, le asaltara la sospecha de estar iniciándose en los ritos del aburrimiento. Era la primera vez que le ocurría.

Se extrañó de interesarse apenas por los programas del curso, y se sorprendió observando a los nuevos profesores con un interés poco imparcial, no para juzgar su posible competencia sino para detectar sus pequeñas miserias: espinillas en la nariz, gafas mal balanceadas o manchas de grasa en la chaqueta. De esos detalles sacó demagógicas leyes generales y se quiso convencer, aunque tampoco con excesivo entusiasmo, de que poco era el valor de la sabiduría oficial si sus porteadores desconocían las verdades de la Estética hasta el punto de no notarse la grasa en el pelo cuando se bañaban por la mañana, si es que se bañaban.

También falló el reencuentro con la gente y eso la desconcertó todavía más. Después de los rutinarios abrazos y las bromas sobre el color de la piel, cuidada huella del sol de las playas, África pudo comprobar que sus compañeros eran más o menos los mismos que en junio, sólo que parecían accesibles a la risa y más inclinados a tomarse en serio, a preocuparse por encontrar trabajo al terminar el curso y la carrera.

Con el paso de las primeras semanas, cuando a fuerza de vulgares las carencias estéticas de los profesores agotaron su capacidad crítica, África confirmó no sin una vaga angustia que algo más profundo que un temor al futuro latía en la nueva seriedad de sus compañeros, algo nuevo, algo que la concernía directamente y que quiso rechazar, cuando se le ocurrió, sin conseguirlo.

Y es que África tuvo la intuición desde el primer día de clase, desdichada intuición, cuando pareció que todo el mundo conocido quisiera encontrársela por un pasillo para estamparle dos calurosos besos en las mejillas y sin transición preguntarle con un acento de banquero qué tal le había ido el verano. ¿El verano?… Algo había ocurrido en el verano, y aquel interés generalizado le subrayaba la importancia.

Para empezar, habían convertido a su padre en ministro. Una buena mañana de julio se puso a sonar sin interrupción el teléfono —de hecho, todavía sonaba—, su padre apareció en todos los periódicos, y un par de guardaespaldas vestidos siempre de gris perla o marrón claro se instalaron inquietantemente en la cocina. Estos hechos eran profecías de lo que había de ocurrir en adelante, aunque nadie pareció notarlo salvo África, que felicitó a su padre con un beso y se quedó en un rincón, observando la llegada de la gloria. No pudo dejar de compararla, la gloria, con los tiempos más tranquilos en que su padre se limitaba a investigar lo sucedido en los silencios de la historia y, antes de escribirlo en libros, se lo contaba a los amigos que venían a casa por las noches. Fueron tantos, los amigos que pasaron por la casa, y de tan distinto pelaje, que uno de ellos terminó por ser presidente del gobierno y en un aprieto recurrió al investigador para hacerle ministro y darle una cierta seriedad al gabinete. Pobre padre, ennoblecido por la seriedad del pasado visto a distancia, y agobiado por el calor de julio, no percibió al tiempo el otro lado del pod

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