Lo que estaba escrito se comenzó a torcer cuando en unas prácticas en la selva Gonzalo Santa Ya dejó asomar la punta de un corazón aventurero, aunque entonces nadie se dio cuenta. No era para menos: mientras él se cogía a dos manos del tobillo de Pablo, éste se abrazaba a un gran neumático de tractor, y Bela, una muchacha tan liviana que de todas formas no se hubiese hundido, se agarraba al traje de baño de Santa Ya como si en ello le fuese la piel.
Y le iba: cola humana y frágil de una balsa-rueda a merced del torrente, el futuro de los tres jóvenes dependía de que aguantase la segunda de las cuerdas que amarraban la balsa a las orillas, pues la otra se acababa de romper: el neumático en el que cruzaban el río salió despedido cabalgando la corriente con una alegría que duró lo que una sonrisa para una foto, y el parón en seco al final de la cuerda arrojó a los tres a un río ya muy enredado tras una semana de tormenta.
Aunque se pudieron sujetar sólo porque la providencia les echó un cable en el último segundo, muy pronto se vio lo inestable de la situación: el traje de baño de Santa Ya —un traje de baño color camuflaje— se iba deslizando pese a los esfuerzos de Bela, o quizá por culpa de ellos, y ya dejaba al aire buena parte de lo que nunca había visto el cielo.
Me imagino los titulares —dijo entonces Santa Ya:
TRES PROMESAS DE LA EXPLORACIÓN DESAPARECEN EN EL MARRÓN DEL ORINOCO AL ROMPERSE UNA CUERDA. JUNGLAS Y CUMBRES SE QUEDAN VÍRGENES, HUÉRFANAS ANTES DE NACER.
Ni que decir tiene que ese río no era el Orinoco ni nada que remotamente se le pareciera. Era un humilde río sin nombre que hacía esmeradas eses muy redondas por una selva de salvajismo moderado, elegida para las prácticas de sus alumnos por el Instituto Superior de Alta Exploración, en Madrid, tras el cauteloso examen de unos cuantos territorios. Que no eran vírgenes —ya no había territorios vírgenes accesibles—, pero lo parecían.
Y no se podían pedir responsabilidades porque se hubiese roto una de las cuerdas que sujetaban la barca al mundo: habría sido como pedírselas al destino. Según establecería desde Madrid una veloz comisión investigadora armada de ordenadores y mapas de tormentas, la única responsabilidad del naufragio la tuvo la lluvia, que se pasó claramente justo los días antes y alborotó el río hasta desbordar las estadísticas. «De todas formas no pasó nada», dijo la comisión. «Fue tan sólo el susto.»
O al menos no pasó nada que pudiese ser contado en el idioma estreñido de las comisiones, que censura los olores y prohíbe los mosquitos. Pues igual que con una embarazada, el susto adelantó acontecimientos que según su cadencia natural deberían haber llegado justo con el aterrizaje en Madrid, el telón final de esas prácticas en la selva.
Habían comenzado tan sólo una semana antes, aunque a Santa Ya, Bela y Pablo les pareciera que llevaban fuera un mes. Y no tanto por el avión del sur, que lleva el cuerpo y deja que el alma vaya llegando en barco, y hace que uno baje derritiéndose de un avión al que subió congelándose, sino por el campeonato.
Pues como había demostrado la experiencia del Instituto, la única forma de que sus estudiantes se tomaran en serio las prácticas era organizándolas en campeonatos. En ellos no había que golpear balones, ni espinillas, ni estirar músculos, ni abusar de la leche, ni... No se sabía muy bien, en realidad, en qué consistían, pues las pruebas eran numerosas, complejas y hasta contradictorias, e incluían Selvas, Cumbres, Calor, Mala Suerte, Bichos y otras parecidas. Lo único seguro es que el campeonato, la competición, actuaba como una especie de gasolina.
Una vez comprendido este principio, sólo un espíritu sin imaginación había podido mezclar en el mismo equipo a Santa Ya, Bela y sobre todo Pablo, que era lo contrario de Bela y ésta el revés de Santa Ya, sin que por ello, en una compleja matemática para adultos, Santa Ya tuviese realmente mucho que ver con Pablo.
Si no imaginativa, pronto se vio que la decisión era en cambio eficaz, una virtud mucho más valiosa en el Instituto, conocido por sus alumnos como El Polo, oficialmente en honor de Marco Polo pero probablemente a causa de la gelidez de sus pasillos en la zona de estudios avanzados. Quizá con el propósito de simbolizar la austeridad, soledad y sacrificio de la vida en las fronteras del conocimiento, esos pasillos parecían los de un hospital del XVIII, en noviembre, en París, mientras afuera sopla y los mendigos disputan las sobras a los perros ante las puertas de las cocinas.
Aunque tampoco sería de extrañar que el mote de El Polo viniese de estudiantes con ganas de fastidiar, como siempre. Pues en El Polo, el frío era el único fenómeno meteorológico de existencia comprobada que no se estudiaba en el Instituto, con la idea, muy propia de la época, de que los estudiantes no estaban preparados para resistirlo. Calor, sí: conocían las playas. Viento también: el viento empuja las velas de los yates. Pero frío no. El frío se asocia a la vejez, a la gripe y a la muerte.
Eficaz y astuto fue, pues, poner juntos a Pablo y Santa Ya en el mismo equipo de prácticas en la selva: desde la primera noche, cuando la luna estaba alta y las siluetas de las fieras se recortaban en el codo del río, ambos se encontraron ante la tienda de Bela con idéntica intención de bajarle la cremallera y acariciarle la piel húmeda. En la selva no hay forma de estar seco, según enseñaban en el seminario de Calor, y la mejor manera de combatir la humedad es aceptarla. Creer que hemos vuelto a un mundo entre el agua y el aire, y chapotear a favor de la corriente.
Ese encuentro bajo la luna fue tan sólo una chispa. Bela abrió los ojos y permaneció quieta como un pájaro disfrazándose de hoja. Aunque escuchó con atención, estaba mal entrenada pues en el Instituto se ninguneaba al silencio igual que al frío, y pensó que era un solo hombre quien se acercaba a su puerta, y por supuesto el que ella quería. Ahora que le escuchaba en la puerta de su tienda no estaba segura de que lo deseara así, como a escondidas. De todas formas se sintió una cosa en el vientre y se escuchó el corazón en las sienes, notó cómo se le erizaban la nuca y la base de la columna vertebral, y cómo la humedad que la envolvía también la inundaba.
Santa Ya y Pablo interpretaron a su modo el papel del explorador que disfruta un rato de la luna —el campamento duerme, la selva canta, se acercan nubes, mañana será un día difícil—, al tiempo que ambos juraban por dentro por haberse dejado sorprender. Y como correspondía al guión que tras miles y miles de películas llevaban ya grabado en los reflejos, ambos sonreían, perfectamente afeitados y con el pelo húmedo, cuando a la mañana siguiente se acercaron al pequeño claro en el que Bela ya bebía un aromático café preparado por Tolú, uno de los bedeles, y que a los pocos minutos aguó la tormenta.
En las prácticas de Selva del Instituto de Exploración a los porteadores de toda la vida se les llamaba bedeles para subrayar el lado académico del empeño, y se les sometía a un cursillo previo de urbanidad para persuadirles de que se mantuvieran en su sitio, después de que una alumna se fugara con un nómada que la guiaba en un entrenamiento en el desierto.
Multiplicó el escándalo el que la chica fuese hija de un célebre especulador y una novelista no menos célebre, pero rencorosa, incapaz de aceptar ese éxito de su hija, que la envejecía diez años. La novelista escribió uno de sus combativos best-sellers, El traidor vestía de azul, que perjudicó seriamente al Instituto y arrojó oscuras sospechas sobre cuatro o cinco siglos de tradición exploratoria. Durante un par de temporadas lo de Superior pareció un chiste.
Pues bien: esa chica no era otra que Bela —tenía en efecto el tipo de piel, de pelo y de dientes que no envejecen—, y ella y Pablo y Santa Ya habrían ganado el campeonato de prácticas, sin duda, de no haber intervenido la mala suerte.
La verdadera, pues en los episodios de falsa mala suerte, la preparada por los técnicos del Instituto —tormentas exageradas, desgarrones en los mosquiteros, porteadores neuróticos—, habían conseguido de nuevo excelentes calificaciones, que les mantenían alta la media. Mas esa primera mañana tras la tormenta se rompió una de las dos cuerdas del transbordador casero con el que cruzaban el río sin nombre y quién sabe adónde habrían ido a parar.
Tanta incertidumbre no estaba admitida en los planes de estudio de El Polo. Terminaba Santa Ya de profetizar los titulares de la prensa sobre su desaparición cuando sintieron que una especie de fuerza sobrehumana alcanzaba la rueda, subía en ella a Bela, empujándole el trasero como si fuese un balón de playa, hacía casi lo mismo con Santa Ya, y con la ayuda de Pablo remolcaba el transbordador hasta la orilla. Era Tolú, el bedel local, compacto y oscuro, vestido con un perturbador calzoncillo gris que le desnudaba más que si hubiese ido desnudo, y que se tomó su heroísmo con tanta naturalidad que Santa Ya alcanzó a preguntarse si no sería un avatar previsto en el programa de Mala Suerte, lección Naufragios.
En cualquier caso, para cuando a Pablo le azotó un látigo a la altura del tobillo derecho, justo después de vestirse tras la travesía, supieron que algo se había escapado del control central y que esa prueba no estaba en el plan de estudios sino en un azar como el de antes, un azar completamente incontrolado. Bastaba ver a Pablo retorcerse en el suelo mientras se sujetaba el tobillo a dos manos, justo por encima del anillo del látigo: le iba a quedar como una especie de marca de esclavitud.
Pues la mordida del látigo deja siempre huella. Es como un pulpo extraplano y miope que se esconde bajo el fango y las piedras en las orillas de los ríos y caza o se defiende con una larga cola armada de pequeñísimos y afilados pinchos. Según los cronistas, un látigo macho muy enfadado —por ejemplo tras haber sido despreciado por una hembra en celo, pues son muy coquetas— puede llegar a cortar limpiamente un bambú desde dos metros de distancia y sólo para descargar la frustración (aunque eso habría que verlo). La cola de la hembra es en cambio mucho más corta, hasta el punto de que más que de látigo habría que hablar de fusta. Y en consecuencia la marca es más profunda y el escozor mucho mayor.
¿Escozor? A juzgar por cómo se revolcaba Pablo en el fango de la orilla, no parecía escozor lo que le agarraba el tobillo, sino una tenaza de hierro al rojo. Resultaba muy impresionante por cuanto Pablo, un hombretón de pecho ensortijado que pasaba difícilmente por las puertas, estudiaba para explorador precisamente porque cualquier otra cosa —una toga de abogado, un sillón de dentista, un sable de oficial— hubiese parecido en él un disfraz para una fiesta de niños. Si no se le miraban los ojos, de un suave color avellana, le hubiesen pegado los jeeps, las botas de montañero y un tabaco de pipa que oliese a chimenea. En todo caso era difícil tenerle bajo techo sin la permanente ansiedad de que algo se iba a romper en cualquier momento. Sólo la naturaleza parecía hecha a su medida, aunque fuese la naturaleza un tanto ajardinada que les reservaban en el Instituto.
Pues ahí estaba Pablo, rebozándose en el fango y en un largo alarido que ni siquiera se detenía a tomar aire. Y eso que había tenido suerte: el látigo era joven y no parecía muy enfadado —su latigazo fue más bien lento, como el de un domador alzando una hilera de caballos—, aunque aun así le cortó a Pablo la bota y el calcetín de caminante con una limpieza que no hubiese mejorado una tijera. De haber sucedido minutos antes, cuando iba descalzo...
Para cortar el aullido no pudieron hacer otra cosa que pasarle una botella de ginebra. Pablo dejó de aullar, pero sólo para soltar blasfemias, lo que era casi peor. Bela nunca supo cómo había podido resistirlas, y no porque tuviera oídos de virgen sino porque cada una de ellas la golpeaba con la fuerza de un puñetazo y Bela no tenía cuerpo casi que ni para pisotones de autobús.
Ennegrecido por el fango y con el sudor rayándole la cara, Pablo se quedaba completamente inmóvil, apretando los dientes, hasta que de pronto ya no podía más y se le salía una blasfemia medio mordida que parecía capaz de hacer que volviese la tormenta. Sus gritos son irreproducibles: podrían provocar a la censura y además ya no hay letras en las imprentas para reflejar aquella ortografía primitiva. Para hacerse una idea baste saber que los monos se ruborizaban y las guacamayas enmudecían, estupefactas, y pronto los porteadores, que no entendían exactamente pero tampoco les hacía falta, decidieron que eso no podía continuar así. Acostumbrados como estaban a todo tipo de caprichos de los exploradores (que tienden a creerse artistas), ni en el contrato de alquiler de la selva ni en su convenio colectivo figuraba que tuviesen que escuchar esos bramidos que les ofendían.
De modo que los porteadores le dieron a Pablo un licor turbio de color de estanque que a ellos les ayudaba a cruzar los domingos, cuando la vida se apaga en la selva y en la onda corta se escuchan remotos partidos de fútbol. A Pablo ese licor dulzón sólo consiguió pintarle las blasfemias con colores tan atrevidos que una de ellas derribó dos cocos y puso en fuga a una boa, muy grande, cierto, pero mojigata.
Hartos del señorito, los porteadores les dieron para cenar un revuelto de champiñones que ellos llamaban Ya!, vete a saber por qué, y cuando a las treinta y seis horas emergieron del viaje más largo que habían hecho, y con el jet-lag correspondiente, Bela y Santa Ya se encontraron con una mañana clara, una selva en orden y Pablo dormido, pero mal; agitado; con fiebre, murmullos de delirio. El tobillo se le había puesto como un jamón y los pinchitos del látigo supuraban una mierdecilla asquerosa. Y una barca, una sola barca apuntando al suroeste. Río abajo —venía a decir un mapa primitivo dibujado en el fango de la orilla—, había gente.
Para entonces ya habían perdido el campeonato de prácticas y el tobillo de Pablo parecía a punto de morir.
Durante algún tiempo pensaron mal de los porteadores, claro. Hasta que, barajando memoria, Santa Ya comprendió que la traición no había partido de ellos —no parecía gente que comprendiese la traición, algo más bien ciudadano—, sino del equipo que terminó ganando el campeonato de prácticas e inscribió sus nombres en el tablón de honor del Instituto.
Eran los otros, que siempre existen, y en particular en el competitivo mundo de El Polo, organizado como una especie de escalera cuyos peldaños fuesen los hombros de los demás. Más en este caso, por cuanto de forma inevitable algunos afirmaban que había algo entre Santa Ya y Catalina Abalal, la jefa del grupo ganador, también conocida como Caramelo Abalal a causa de sus modales lentos, su voz sin jotas ni kas y sus ojos verdes de miel que a los diecisiete años le habían hecho ganar el récord continental de caricia a distancia. Que había habido algo, decían, que lo seguía habiendo, o que lo iba a haber en cualquier momento, cuando al fin Catalina o Santa Ya accediesen a la atracción mutua que se vestía de rivalidad desde primero de carrera.
Algo muy improbable, pensaban otros, por cuanto el precio de ceder suponía, en el caso de Catalina, quedar reducida a la condición de Bela, es decir, alguien con tan poco peso que ni siquiera se hundía en el agua, o cuya cintura se podía rodear con dedos de los de Pablo. Y en el caso de Santa Ya, ceder, un verbo que hubiese hecho falta traducirle, significaba, por mucho caramelo que le echara Catalina, terminar convertido en Maximino Valladares, Ximi[1], el encargado en su equipo de buscar los equipajes extraviados y confirmar los pasajes.
Y también, aunque eso nadie lo sabía, de poner su huesudo hombro a disposición de Rita, la tercera del grupo. Una chica tan acomplejada por medir 1,94 de alto y sin embargo no poderse ver los pies sin inclinarse que, mientras buscaba consuelo en ávidas colecciones de mariposas y toda suerte de bichos agujereables en un corcho, se empecinaba en conseguir lo imposible: hundirse el pecho y crearse una joroba.
La gran ventaja que tenía este equipo sobre los demás era su apariencia primaveral. De haber vivido en otra época, se les habría podido confundir a la entrada de los hoteles con una gran dama, su profesor de piano y su hijo adicto a los helados. Pocos podían imaginar que, superado aquel tiempo romántico y parasitario, esa misma combinación resultaba letal. La dulzura en los ojos de Caramelo era en realidad astucia con un 98% de pureza, la servil y retorcida modestia de Ximi escondía una de las mentes de su tiempo más aptas a la supervivencia, y todos los complejos de Rita, sumados, resultaban insuficientes para sugerir siquiera su sueño de pinchar en sus corchos piezas de gran coleccionismo: tigrillos asiáticos de ojos verdes, potrancas con patas de palillo, cachorrillos de cócker spaniel y en general cualquier ser —cualquiera— al que la vida le alumbrase los ojos. Rita permanecía indiferente a los besugos, por ejemplo, o a la mirada multifacética pero inmóvil de las moscas. Lo que no podía soportar era la fría pasión de los tigres, la bondad de los caballos o la humanidad de los perros. Eso la sacaba de quicio. Entonces la mirada se le ponía indefensa y húmeda.
Durante todo el campeonato ambos equipos se alternaron en la cabeza, hasta el naufragio y el episodio con el látigo, que traería consecuencias. En la prueba de Calor, por ejemplo, había ganado el equipo de Santa Ya, pues en su fuga por el desierto Bela había aprendido algunas de las milenarias tácticas desarrolladas por los beduinos.
Aunque en la selva no se podían desplegar de la misma forma, por culpa del cielo verde profundo, sí les enseñó a sus compañeros lo esencial: no presentar batalla, no jurar, no protestar, ni siquiera quejarse. Parecer de su lado pero en realidad camuflados para que Calor reparase en ellos lo menos posible, ya que con él la invisibilidad no existe. Si en el desierto uno se camuflaba en la quietud, en la selva eso se conseguía derritiéndose. Haciendo lo posible por fundirse, licuarse, untarse en la humedad que una vez al día se solidifica en aguacero y consigue que durante media hora todo vuelva a ser acuático. (Esa primera prueba de Calor, de quien nunca hay que fiarse, les daría una confianza peligrosa, como se vería.)
En la prueba de Mala Suerte, en cambio, fue el equipo de Catalina el que tomó la delantera, principalmente, si se piensa, porque la suerte, la buena, era su aliada por naturaleza. De qué, si no, los ojos conseguidores de Catalina, sus pestañas, la curva alzada de sus pechos y la suave concavidad de su vientre..., un cuerpo que se hubiese dicho de encargo —para eso su madre se casó con un hombre de catálogo—, y precisamente porque no lo parecía.
Pues Catalina no se encontraba en esa zona del escenario que provoca las fotos sino justo antes. Su belleza no suscitaba la admiración de las chicas con sueños de pasarela sino la de los hombres. Y no tanto para enlazarla por el talle —que también— sino porque los hombres reconocían en ella, lo sentían, una especie de poder. Una especie, no: el poder. Ese tipo de poder que irradia la gente con estrella. El máximo, por cuanto no compite con ningún otro sino que lo atrae. Lo convoca. Eso es lo que tenía Catalina: estrella. Se le veía en la frente.
Y la eficacia de los grandes descubridores. Santa Ya, Bela y Pablo en delirio bogaban aún río abajo, torturados por el sol gris del mediodía, y la humedad y la incertidumbre, cuando Catalina, Ximi y Rita aterrizaban en Madrid tras una combinación de aviones tan improbable que parecía de película.
Ése era el tipo de casualidades en fila que le descubrían su estrella, y no era la primera vez en esa expedición. ¿Acaso no contaron con unas horas de ventaja gracias al cólico que atacó a todos, salvo a ellos, por algo que comieron en el banquete de salida? ¿Quién hubiese podido prever que el único yazir que se encontraron padeciese la jaqueca de un gran empacho? (Otro grupo se topó con uno en ayunas y terminó costándoles la descalificación.)
A Catalina el calor no la hacía sudar, su estómago parecía blindado, y si por casualidad se detenía en unas ruinas para pasar la noche, a la mañana siguiente, al lavarse en un pozo horadado en la piedra por la lluvia, descubría en el fondo un reflejo de sol que resultaba ser un pequeño ídolo en piedra roja y verde y con los brazos levantados como si quisiera que lo cogieran para hacerle mimos. Eso les sucedió al segundo día, y en una selva casi tan escrutada por cientos de estudiantes como el esqueleto de una facultad de Medicina.
Ya en el mismo aeropuerto, con un aire de refugiados que nunca habían tenido en la selva, y vestidos con chalecos de corresponsal de guerra llenos de bolsillos y cremalleras a modo de modernas y gloriosas cicatrices, Caramelo Abalal dijo aquello que afortunadamente Santa Ya no escuchó: «Ha sido duro —pausa dramática, mirada a lo lejos—, pero ha merecido la pena». Y luego, con el cinismo de azúcar que nunca nadie le medía hasta que ya era demasiado tarde: «Dedico esta victoria a los compañeros de promoción que se han quedado por el camino. Sin ellos no hubiese sido posible».