ALFAGUARAHISPANICA
J. J. Armas Marcelo
Réquiem habanero por Fidel
1.
Lo que más me subleva de Belinda es que me lleve la contraria y siempre termine teniendo razón. La madre tiene la culpa. Se la llevó de pequeña para San tos Suárez y la maleducó con tanto sahumerio y sante ría. Por eso la llamada de anoche desde Barcelona me dejó pegado a la pared.
—Oye, coronel, papi, que soy tu hija, sí, desde Barcelona. Que aquí dicen los noticieros que se murió el hombre para siempre... Sí, el Inmortal que tú de cías, el hombre que no podía morirse porque era un caballo sagrado. Pues, fíjate, viejo, murió de un ata que, eso dicen las noticias, se murió destripado en san gre, dicen...
Mi hija Belinda, carajo, dándome la noticia maldita, la noticia de la muerte del Comandante en Jefe, la peor noticia del mundo.
—No se te olvide más, yo me llamo Belinda, no me llamo Isis ni ninguna de esas tonterías egipcias tuyas o lo que sea —recuerdo que me dijo cuando no era más que una niña.
Belinda. Quiso llamarse Belinda y ser bailari na desde que era casi una pionera, no levantaba los pies del suelo y ya andaba bailando por las aceras. No caminaba, bailaba por las aceras, volaba y convertía en escenario cualquier espacio al aire libre, todos mis em peños fueron inútiles, toda una vida en la Revolución para nada, para que se vaya a Barcelona de bailarina. Ya sé, ya sé, carajo, otras están de jineteras ahí, para das al sol, con cualquier blanquito europeo, y Belinda no jugó nunca a puta. Baladrona.
—Mi hombre será un español que me lleve por el mundo —me dijo cuando ya despuntaba y todos decían que era una de las mejores bailarinas de Cuba— y me haga una gran estrella del baile. Me da que va a ser un español el que se va a enamorar y me va a llevar hasta el cielo. A Barcelona, a París, a Londres. ¿Tú me entiendes, papi?
—De grande tú vas a ser médico, Isis, el mundo necesita médicos que salven vidas humanas, la solidar...
—Papi, no seas pesado, yo no voy a ser médico, ni voy a hacer nada por la solidaridad, yo nací bailari na. Me llamo Belinda y en cuanto pueda me escapo, me voy al mundo, flu, flu, flu, vuelo con mis alas y desaparezco de este calor que me asfixia. Ni loca voy a ser médico, papi. Mira a ver, Mami, explícaselo tú, que él es muy cerrado de mollera, Mami.
Mami es Mami. Yo también la sigo llamando Mami, todavía. La llamé Mami y la sigo y seguiré lla mando Mami. Se separó de mí cuando me fui a An gola con Ochoa y los jimaguas por orden de Raúl.
—Tú vas y eres mis ojos y mis oídos. Y me lo cuentas todo —me dijo Raúl.
Todos mis servicios me los pagó la Revolución con un taxi negro, un buen carro para el turismo, una guayabera blanca y limpia y un retiro digno. Un coro nel de la Seguridad del Estado, un seguroso como yo nunca dudó del Comandante en Jefe ni de Raúl. Y aho ra, a la vejez, echado aquí, en mi cuartucho, viendo la televisión, viendo y oyendo la cháchara interminable de Chávez, veo otra vez la misma película, pero qué es esto, me pregunto, y la oigo a ella hace años gritándo me, a mi hija Isis, bueno, Belinda, la bailarina de Ma rocco de Barcelona, carajo, que si todavía sigo creyen do en la brujería de Fidel...
—¡Tú te has vuelto loco, chico! El más grande, el hombre más grande que ha dado el siglo xx... Pero si este hombre es una ruina —le oigo decir esa mierda desde hace años y no sé cómo me contengo y no le parto la cara de un solo bofetón y ya está, silencio—, pero tú no te das cuenta de nada, el hombre ese ni si quiera es cubano, no sabe tocar una guitarra, ni sabe lo que son los metales, no baila, no bebe ron, todo el día vestidito de verde para arriba y para abajo de esta islita, pobre de ella. Es un español más, no te fijas, ¡un cuartel, carajo!, un cuartel es lo que ha hecho de Cuba con tanta invasión y tanta bobería. A ver, dime tú, sol dado, ¿dónde está la invasión, dónde que no la veo?
—Estás jodido, Mulatón —recuerdo que inter vino Mami, porque Mami siempre interviene cuando no debe—, yo me voy a ir para Santos Suárez a casa de mi madre y me llevo a vivir conmigo a la bailarina re belde, para que te enteres de una vez...
Mulatón, Mulatón, ganas de joder de Mami. Siempre que pudo me llamó Mulatón para menospre ciarme, para ningunearme y humillarme, eso es lo que quiso siempre, no respetó nunca ni estrellas, ni basto nes, ni uniformes ni autoridad ninguna, una descreída total, influyó mucho en Isis, quiero decir, Belinda.
—Mami, Mami, tú sabes que me llamo Wal ter, respétame, no me llames mula...
—¡Ay, ay, ay!, chico, si tu madre estuviera viva y viera esto, viejito, se moriría de la risa, claro que te llamas Walter, si lo sabré yo, ¿no lo voy a saber?, pero eres mulatón, mulatón...
Mulatón, mulatón, como si ella fuera blanca, como si no viniera de donde vino, más allá de Pogo lotti, y hablaba de Santos Suárez como si fuera Man hattan, ella es la que ha pervertido a la bailarina. Por eso anoche, cuando recibí la llamada de Belinda des de Barcelona, me quedé otra vez pegado a la pared, sin respiración, como si me fuera a dar un infarto, marea do, como si todo se fuera a ir de un momento a otro para la misma pinga del carajo...
—Coronel, papi, es Belinda desde Barcelona, tu hija. ¿Ya te enteraste de la noticia?
Tantas veces lo han matado en el mundo para después verlo aquí, en la televisión, con una salud de hierro desmintiendo su muerte, muerto de la risa, que es de lo único que se muere el Comandante, que se muere de la risa todos los días, de sus enemigos se muere de la risa, rodeado de niños de escuela y pio neros, aplaudido por la gente, que ya no me creo que se vaya a morir. Hace tiempo que dejó de cagar por donde lo hacemos los mortales, dicen que tiene un aparato que científicos secretos, vaya uno a saber si americanos, han creado especialmente para él. Que tiene un agujero en el cuerpo, por detrás, pero por encima del culo, al lado derecho de la cintura, y por ahí se entuba cada vez que le hace falta y echa la mierda, y tan tranquilo, tú. No se va a morir nunca. En el fon do él seguirá llevando al país por donde siempre, él sabe lo que hace, y enfermo y todo, y con ese aparato pegado a la cintura, sigue haciendo su trabajo, ahí es tán los artículos del Granma, ¡irrefutables, carajo!, ¡irrefutables!
—¿Y ahora quién tenía razón, tú, el hombre o yo, papi? Yo, mi amor, yo tenía razón, lo que pasa es que tú eres ciego completo, no ves nada desde nunca, siempre oyendo lo que diga el brujo, estás viendo negro y si él dice blanco, tú dices blanco y más nada. Chico, despierta, que eso es brujería.
Belinda por teléfono desde Barcelona, dándo me gritos. No tuve nunca autoridad moral para edu carla, para meterla en una camisa de fuerza y tenerla ahí, en silencio y al oscuro en el último rincón de esta casa ahora en silencio y a oscuras, durante dos o tres días, sin comer ni beber, para que aprendiera, como se lo hicimos a los contrarrevolucionarios y traidores en Villa Marista, que los metíamos en la gaveta y se iban por las patas en un dos por tres, cantaban de todo, bo leros tristes, danzones alegres, hasta mambos canta ban si nosotros queríamos. Pero, viejo, no iba a hacer le lo mismo a mi hija, a la bailarina.
—Mira, Gualtel, mi amor —Mami me llama ba Gualtel, mi amor cuando quería de verdad darme una orden sin que pareciera que era una orden, sino una sugerencia o un consejo o algo así—, tú no te das cuen ta que esta niña tuya, Belinda, es un genio, va a ser fa mosa en la danza, en el baile, mucho más que Alicia Alonso, esa vieja decrépita... Y, sí, mi amor, Walter, haz me caso, déjala salir, consíguele los papeles para que se vaya y sea feliz y ella te lo agradecerá para siempre.
No le conseguí los papeles, ella se fue por Bul garia, aprovechó una invitación de un teatro nacional o algo así de Bulgaria hace ya más de diez años, y se mandó a mudar, se quedó en Sofia con su español y luego lo arreglaron todo y se fueron a Barcelona, su destino predilecto. Y después me escribió una carta y dentro una postal del Marocco, y ella bailando co mo estrella, la starlette Belinda Marsans. ¡Fíjate tú el apellido que vino a elegir para bailar! ¡Marsans!, el ape llido del maridito español, su agente, porque ahora es su agente, ya no es más su marido, dicen que se quie ren como buenos amigos pero que ella necesita liber tad. Mi hija Belinda siempre necesita libertad, más li bertad, aire, aire, aire...
—¡Aire, chico, aire!, eso es lo que me falta, me asfixio en esta isla de mierda, ¿tú sabes? —recuerdo todavía sus gritos un par de meses antes de salir para Bulgaria con las mejores del Ballet Nacional—, y aquí no hay nada de eso, sino politiquería, esto está lleno de comemierdas, papi.
A mi hija Belinda, dos meses antes de marchar se de La Habana con ese ataque de histeria propio de las artistas grandes, ya se le había pegado la tontería de Ali cia Alonso, imagínate tú, Alicia Alonso. Mi hija Belin da dándole gritos a su padre, coronel, carajo, coronel de la Seguridad del Estado, un patriota durante toda la vida, un creyente y servidor firme de la Revolución cu bana, a la orden de Fidel Castro, Comandante, para lo que mande. Un tipo que ha vivido aventuras peligro sas, que ha hecho mil servicios desde Terranova, que ha viajado con el Che a China, a Moscú, a Argelia y España, que se ha recorrido medio mundo, Buenos Ai res, Japón, Inglaterra y sobre todo España, que ahí, en el puerto de Cádiz, dejé toda la ropa metida en un con tainer, mira eso, cómo estará esa ropa, podrida por el tiempo y la oscuridad. Un tipo que estuvo con el Ca lingo en combate, en Angola, un tipo bravo, frío, de fie rro puro, no pudo con su hija, no, no pude con Belinda, mi gran error, mi gran decepción, mi humillación.
¿Cómo es que se llamaba aquel peronista? ¿Si món qué? Lo conocí en Terranova, pasando dólares cada uno en lo suyo, pero nos caímos del carajo, y terminó por venir a La Habana, a darse una vuelta, cuando todavía esto era el escaparate del mundo comu nista, por aquí pasaba todo el mundo del mundo co munista, desde guerrilleros a etarras, desde montoneros a policías secretos del peronismo, hombres todos de iz quierda, con patente de corso, como yo, todavía recuer do cuando me lo dijo, yo era casi un muchacho, me lo dijo Raúl, tú, Walter, silencio, eres mis ojos y mis oídos, tú eres un patente de corso, así dijo, un corso con paten te para lo que me diera la gana. Si tienes que matar, me dijo, matas, no pasa nada, tú tienes patente de corso. Y Simón, sí, ¿Simón qué?, no me acuerdo, tenía patente de corso en Argentina y vínculos secretos con todo el mundo. Un peronista de ultraizquierda, un hombre duro. Cuando le hablé del problema de Isis, que se ha bía cambiado el nombre, que se quería ir de Cuba des de que era una niña, que era una loca por el baile, va Simón, que ya tenía media botella de Matusalem en la barriga, me pone una mano arriba, saca un gesto que le dobla la cara en dos y le oscurece la vista, los ojos, me da un par de golpes en el hombro, asiente con la cabeza y me dice, te lo voy a contar todo, para que sepas cómo resolver ese problema.
—Tengo un hijo que es más comunista y más peronista que yo, compañero Walter —me contó—. Era un niño, un muchachito, un pibe, viejo, ni siquie ra salía solo de mi casa en el microcentro, fíjate tú. Y un día me vio la pistola en el saco. Curioseó en mi saco, que estaba colgado en una silla, y vio la pistola. Y me preguntó que por qué llevaba esa pistola.
—Porque soy sindicalista y peronista, Simón, por eso, ¿viste? —le dije.
Entonces el muchacho se quedó extrañado, con la boca abierta, mirando al padre, muy serio, bas tante asombrado, como que no había entendido nada, pero se atrevió a responderle.
—Yo lo miraba fijamente, Walter, acercaba mi cabeza a la suya, para ganar complicidad, viejo, para ganar más autoridad, para que comprendiera que le estaba diciendo la cosa más importante que hay que ser en la vida, sindicalista y peronista, pero él se atre vió a hablarme, me mantuvo la mirada, era solo un niño inocente preguntándole a su padre cosas que no sabía.
Ahora yo le mantenía la mirada a Simón. La música del Polinesio del Habana Libre se oía lejana, estábamos los dos solos en un duelo, o eso me parecía, un duelo verbal, a ver quién le podía a quién, y él se guía con la mano en mi hombro y mirándome con dureza, como si yo fuera ahora su hijo, se veía de lejos que era un pistolero, vamos, un tipo con patente de corso, como decía Raúl.
—Y Simón, mi hijo, me preguntó, sin que se le quebrase la voz ni una sílaba, me preguntó lo que yo estaba esperando, la pregunta del millón —me dijo el corso argentino—. ¿Y qué es ser peronista, papá? —le preguntó el niño Simón—. Entonces yo me fui para la silla donde estaba el saco, Walter, saqué la pistola del bolsillo interior del saco y se la puse a Simón, a mi hijo, en la sien.
Cuando me estaba contando esa historia, yo estaba en ascuas, ¿cómo podía hacer aquello a un niño, a su hijo?
—¡Pero, carajo, Simón! —dándole un puñeta zo a la barra en la que estábamos los dos acodados. Tiré al suelo el tabaco que me estaba fumando—, ¿cómo pudiste hacerle eso a tu hijo?
—... espera, viejo, espera, no seas bruto... Cara jo, no seas bruto...
Y encima el argentino con patente de corso me llamaba bruto. No cabían dudas, dominaba la situa ción, tenía un poder verbal y gestual que casi me tenía hipnotizado.
—Le puse la pistola en la sien, ¿o no te acuer das tú del sacrificio de Abraham en la Biblia, carajo?, y le dije, muy serio, muy marcial, sin que me tembla ra un músculo de la cara ni del cuerpo entero, se lo dije con toda mi alma, como la única verdad que ha bía en el mundo: mira, muchacho, atiéndeme porque te lo voy a decir una sola vez, eso le dije. Peronista, te lo voy a decir una sola vez en la vida, que no se te olvi de nunca más, es lo que soy yo y lo que tú, Simoncito, vas a ser de mayor y toda tu vida, porque si no te meto un tiro ahí, en la sien, y te levanto la tapa de los sesos y te mato, te mando para la Chacarita, eso es lo que vas a ser tú, eso es lo que es ser peronista, ¿viste? Y sí, aho ra es peronista, escritor, defiende a Perón, pero sobre todo a Evita, ¿viste, viejo?, no hay quien se la toque. Es escritor de teatro Simón, muy militante, chico, muy militante. Al árbol que se despista, hachazo en el co razón, Walter, compañero.
Bárbaro personaje, Simón ¿qué?, mejor no acordarme. Terminamos los dos con tremenda curda, yo le conté lo del poeta Padilla, que me lo encomen daron para que lo reeducara en un tiempo récord, el poeta Padilla, y primero me encomendaron que vigi lara de cerca a Edwards, el escritor que mandó Allen de desde Chile para abrir la embajada, ¡qué tiempos, carajo!, gloria plena en aquellos momentos.
—¿Escritor de teatro tu hijo? —le dije para quitarle hierro y lucha a su cuento—. Pero, coño, compañero, si yo soy experto en escritores desde los de Padilla y Edwards...
—Pero no me vengas a joder ahora, viejo, no me jodas, ¿el tipo de Persona non grata, ese señoritin go de derechas, ese reaccionario?
—Yo fui uno de los encargados de ese caso, imagínate tú...
—Cuéntame, mamón, cuéntame.
Y entonces se lo conté.
Simón me había contado con todo detalle lo de su hijo cuando era un niño para que yo tratara de resol ver el problema con Belinda, que ya había conseguido que todo el mundo, incluso yo, la llamara Belinda, para que yo le diera un susto y la metiera a viaje, pero yo pensé que eso era una barbaridad, no sé cómo sería su hijo, pero mi hija era una rebelde irredenta, no ha bía quien pudiera con ella y a aquellas alturas había dejado la universidad para bailar, había hablado yo con Díaz, el escritor, que daba clases de marxismo en la universidad, que le montaron la cátedra para él y luego, cuando se cayó el muro y se desmerengó el so cialismo del Este, se convirtió en un gusano más, se quedó por Alemania y por España, dando la lata, pi diendo diálogo, desagradecido, comemierda, gusano, como si no hubiera sido nunca comunista ni revolu cionario. Se creyó que se iba también a caer Cuba, que todo se iba a ir para el carajo y que Fidel se iba a exi liar en Galicia, la tierra de su padre, don Ángel. Loco, pirado, el Jesús Díaz, no se podían ver pero acabó como el otro gusano, el peor de todos los gusanos, Ca brera Infante, Guillermito, Cabiria como lo llamaban aquí antes de irse, un vividor este Cabrera, hasta Fran co lo echó de España por vividor. De modo que le conté esa noche en el Polinesio a Simón el argentino todo lo de Padilla, Bebo para sus amigos los bugarro nes, y lo del chilenito rico, y lo dejé asombrado.
—Si yo hubiera sido tú, si hubiera caído en mis manos, yo mismo los habría descuartizado —dijo Si món al final de la noche del Polinesio.
Hace dos horas que sonó el teléfono. Dos horas ya que llamó Belinda desde Barcelona, y nadie me ha llamado para decirme si es mentira o verdad que el Comandante se murió. La verdad es que hace meses que no aparece en público, ni una foto en los papeles ni en la televisión, nada, como si se hubiera muerto, pero nos hemos acostumbrado a eso, y sabemos que no ha muerto porque no puede morir, carajo, es in mortal.
—Pero, bueno, Gualtel —¡me llamó Gualtel, entonces, con ese tonito con que me lo decía su puta madre!—, ¿tú sigues creyendo en todas esas vainas? Mira que eres ignorante, mijito —y esa fue la despedi da de Belinda por teléfono esa noche.
2.
Me tomé un par de tragos de ron, me adormecí viendo a Chávez por la televisión hablando de la revolu ción bolivariana y me tumbé encima de la cama con la misma ropa que llevaba puesta. Todavía, entre sueños, oía los gritos de Belinda desde Barcelona, cuando me despertó de nuevo el timbrazo del teléfono. ¿Qué horas eran? Yo qué sé, tal vez las dos de la madrugada, hacía un calor terrible y estaba sudando tal cual me eché en la cama y con muy mal sabor de boca. Quizá no era la primera vez que timbraba, porque tuve la impresión de que lo hacía con apremio, con ansiedad, con insistencia, como si del otro lado la persona que estaba llamando no pudiera esperar. Me levanté como pude y contesté.
—Oká, dale, dale de nuevo, venga —dije cre yendo que la insistente era mi hija Belinda.
—Oye, muchacho, ¿tú sabes algo? —reconocí la voz de Mami. También a ella la había llamado Belinda, esa niña malcriada se estaba gastando esta noche en teléfono lo que no ganaba en un mes bailando medio desnuda para los españoles y los turistas de Barcelona. Mami tenía una respiración a medio ahogar, como si la noticia que le dio Belinda la hubiera desquiciado. Pro nunciaba cada palabra con un deje gutural, como si no quisiera que nadie sino yo supiera que era ella.
—Fíjate que así pasó con el otro, todo el mun do lo sabía pero nadie lo decía, recuérdale bien, Gual tel. Dime con una señal si sabes algo, sí o no, y más nada.
El otro. Siempre lo llamaba el otro. No había otro en la palabra de Mami que no fuera el otro. Des de que vivíamos juntos me hablaba del Che como el otro, no quería que nadie supiera que hablábamos del Che y no lo nombraba sino como el otro, sí, con mi núscula, como si fuera otro pero otro cualquiera, sin importancia. Decía el otro y pasaba de largo por si acaso se le fuera a caer algo en la cabeza. Ella, metida ahí en las supersticiones de los negros, creía que el Uno, con mayúscula, y el otro, con minúscula, tenían magia, sabían hacer amarres y maldiciones. Fíjate tú, del Uno no sé, porque se dice de todo y su contrario, a estas alturas, ¿verdad?, pero del otro estoy seguro des de hace tiempo que no creía en brujas ni en santos, ni en dioses blancos ni negros, delante de él no se podía hablar de esas creencias populares.
—¡Cojonerías de ignorantes! —le oí decir una vez a gritos, con un ataque de furia terrible. Cojone rías de ignorantes, así mismo dijo. Fue en Argel, du rante la última parte del famoso viaje a Pekín, Moscú, Madrid y Argel. Ese fue el primer viaje que hice con el Che, el primer operativo internacional que cubrí con el Che, ¿cuánto hace de eso?, más de cuarenta años, yo era todavía un joven sin experiencia pero Raúl creyó que yo era el hombre para cuidarlo.
—Pégate a él como si fueras su sombra —me dijo—. Me respondes con tu vida de su seguridad.
El Che. Tremendo tipo el Che. Estábamos en la biblioteca de la embajada en Argel y el Che se esta ba fumando un tabaco. Tosía de vez en cuando, como si esa tos fuera la costumbre de un mal presagio, el preludio de un ataque de asma. El aparato de aire acondicionado estaba roto y la humedad se comía el aire de verdad. Papito Serguera era todavía muy joven, pero ya había llegado a ser embajador en Argelia, asombroso, era un hombre de toda la confianza del Comandante y Argelia era importante entonces, e in cluso ahora sigue siéndolo. Entonces el Che caminó entre las estanterías de libros de la biblioteca, como si estuviera buscando algo, un título determinado o vaya uno a saber, algo así, ¿verdad?, y se encontró un Chan gó armado en medio de los libros. Se paró. Tieso como un palo. Echó manos al muñeco, se volvió a mirar al embajador Serguera, los ojos a salírsele. Tiró el santo al suelo y le metió un grito al pobre Papito que retum bó en todo el edificio de la embajada.
—¡Cojonerías de ignorantes! —gritó el Che, hecho una verdadera fiera. Casi echaba espuma por la boca, temblaba de ira.
Se volvió otra vez a los libros y siguió mirando. En la biblioteca estábamos el Che, Papito y yo, y más nadie. Siguió mirando los títulos de los libros y to siendo de vez en cuando, cada vez con más frecuen cia, como que se le venía encima el ataque sin que él tuviera muy en cuenta lo que le estaba sucediendo por dentro. En la biblioteca no se movía una mosca. No se oía nada: solo el chirrido de la garganta del Che ce rrándose. Me acordé entonces de los lamentos de los gatitos recién nacidos. Cuando yo era muy pequeño, una gata que teníamos en casa parió unos gatitos en el patio. Me di cuenta porque oí como un llanto muy menudo, de pajaritos, como pío, pío, pío, pero con lás tima, como un llanto lejano de niño chico. Era el pri mer maullido de los gatitos, que se movían muy des pacio quitándose de encima los restos de la placenta o como se llame esa vaina orgánica. Uno de los gatitos había nacido muerto y allí están las moscas, las prime ras que llegan cuando hay mierda y muertos. Bueno, así, como el maullido de un gatito recién nacido, so naba la garganta del Che en la biblioteca. No se oía sino esa respiración, pero el tipo, tremendo y duro, se guía leyendo uno por uno los títulos de los libros que Papito tenía en la biblioteca de la embajada. Y enton ces dio con lo que parecía estar buscando: los libros escondidos, tal vez olvidados allí, los libros de cual quiera de las locas habaneras que odiaba con toda su alma, con una ira que no podía soportar. Allí, medio escondidos, quizá perdidos y olvidados, estaban nada menos que los libros de Virgilio Piñera, el gran mari cón de La Habana, un perturbado del sexo que nadie pudo meter en cintura, ni con UMAP ni con amena zas de cárcel ni nada. Él enamoriscaba y se singaba a todo cubanito que llegara de nuevas a La Habana, se lo comía como una papa frita y tan campante. Un es cándalo, Virgilio Piñera.
—¡Pero, coño, Papito, ¿todavía tenés aquí los libros de este maricón de mierda?! —dijo enfurecido. Y comenzó a sacarlos de la estantería y a tirarlos al suelo y a darles de patadas.
Papito Serguera, atemorizado, apenas podía hablar. Retrocedía y retrocedía, hasta que se dio con la pared.
—Coño, Che, coño... —dijo el embajador aco jonado ante la furia del Che.
Ahí fue cuando le dio el ataque. Casi se quedó sin respiración. Se tiró manos al cuello, a la garganta. Se rascaba el cuello y trataba de respirar como podía, sin poder apenas. Cuando me acerqué a atenderlo, me echó para atrás, me detuvo con un gesto de su mano. Comenzó a quitarse la camisa y cuando tuvo el torso desnudo se tumbó en el suelo frío.
—Déjenme solo, déjenme solo