PREFACIO
No importa quién. Cualquier argentino que despierte temprano encenderá la luz de su habitación. Pasará por el baño, se cepillará los dientes, desayunará e irá al trabajo. Julio Miguel De Vido habrá sido un compañero invisible todo ese tiempo.
La luz del velador, el agua de la casa, el gas para encender la hornalla, el teléfono y el infaltable celular, los peajes de las autopistas y la leche para cortar cada uno de los miles de cortados de los bares argentinos. El colectivo derruido que, a cambio de casi un peso, nos llevará al trabajo; el tren que agoniza en las vías y aun así lleva gente; los aviones —los que salen y los que no—, las colas de los aeropuertos, las valijas y las puteadas. Los viajes al exterior, los radares o los seres humanos —con virtudes y defectos— que controlan que las aeronaves no choquen, las tostadas con mermelada, las viviendas de los sectores más pobres, la nafta. El combustible que es la bendición de taxis y remises: el GNC; el gasoil que reparte dolores de cabeza para todos. El agua de los embalses del Comahue y de Salto Grande y las rutas de todo el país.
El boom de la construcción y el caso Skanska con sus sobreprecios. Los gasoductos que llevan el gas a los hogares y a Chile, y la llave para cortárselo a nuestros vecinos tras la Cordillera. Los postes de luz, las columnas de alumbrado y los gigantes de hierro que transportan electricidad. Los que estaban y los que se construyeron en los últimos años a cambio de muchos dólares.
La petrolera estatal Energía Argentina (Enarsa) y la otra estatal Agua y Saneamientos Argentinos (AySA). Y la memorable Líneas Aéreas Federales (Lafsa), que nunca tuvo alas para despegar pero sí bolsillos para recibir presupuesto.
Las industrias y su combustible líquido para producir; los obreros ilusionados con un turno de trabajo más y el dulce de leche elaborado con leche subsidiada.
El chiquero perdido de cualquier campo y los criaderos de cerdos más refinados. Los barcos que cargan y descargan en los puertos, el aceite de la ensalada y el agua caliente para el mate. El jamón que cubre una rodaja de melón del menú ejecutivo de un restó de Palermo Viejo y los camiones de recorrido diario. Y los camioneros y sus subsidios para capacitarse. También las mejoras salariales que consigue para todos, asado de por medio, en su casa de Barracas, Hugo Moyano.
Aerolíneas Argentinas, Aeropuertos Argentina 2000 y Transener. Las generadoras de energía, las refinerías de Dock Sud y las que no están en la isla. Las que contaminan y las que no. Los apretujones en el subterráneo y el solitario tranvía de Puerto Madero. Internet.
Los créditos para inquilinos que se dan en cuentagotas y las rutas concesionadas que recaudan obedientes. Las constructoras con excedentes de caja y precios altos, los puentes rotos y los sanos; la red de cloacas del conurbano y el agua potable que todavía no llega a todos.
Los controles de todo el Poder Ejecutivo que hace la Sindicatura General de la Nación (Sigen), que preside Claudio Moroni y que secunda Alessandra Minnicelli, la esposa de De Vido. La relación con la Unión Industrial Argentina (UIA), con la Cámara Argentina de la Construcción, con la Cámara Argentina de Comercio y con cualquier agrupación que represente a empresarios: a los amistosos con el poder y a quienes guardan algo de dignidad, a los éticos y a los corruptos.
El gas de Bolivia y la promesa de enterrar los tubos más largos del mundo para atravesar media América latina y, así, asistir a los colapsados gasoductos argentinos. Los tractores, los ascensores, la maquinaria agrícola y la leche en polvo que van, y el fuel oil que viene de la Venezuela de Hugo Chávez. Todas las relaciones con ese país. El tránsito por el río Paraná, el calado y los barcos.
Las concesiones de todos los servicios públicos y la demorada exploración de petróleo en el Mar Argentino.
Proyectos millonarios como el tren bala a Rosario y la refinería que construirán las petroleras que se desesperan por no vender combustibles en el país. Y el boicot a Shell, la oveja negra de las petroleras que no quiso obedecer las órdenes del Ministerio de Planificación.
Julio Miguel De Vido, el hombre de los grandes bigotes y la voz áspera, es, después del Presidente, el personaje más omnipresente en nuestras vidas.
Absolutamente todo lo reseñado, que podría extenderse si el lector tuviera una paciencia que perdió hace tiempo, depende directamente de su área o, por lo menos, de funcionarios que han sido colocados por el ministro de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios, tal el nombre completo de su cartera.
Era el 24 de mayo de 2003, el último día de Eduardo Duhalde a cargo de la presidencia de la Argentina. Néstor Kirchner llegaba de la Patagonia bajo el influjo protector del peronista bonaerense que pensaba que en política todos los favores deben ser devueltos.
No siempre es así. Kirchner es Kirchner, y llegó a la Nación dispuesto a legitimar el poder que no le habían dado los votos. Sólo dos de cada diez argentinos habían preferido al santacruceño en las urnas. Con el 22% de los votos, Kirchner no había podido siquiera sacar de la ruta al político argentino con peor imagen, Carlos Menem, que iba por su tercer mandato después de un impasse de cuatro años.
El riojano ganó por dos puntos la elección, pero se rehusó días después, por presión de los gobernadores y ante una opinión pública convulsionadamente dividida en dos, a competir en el ballottage.
Los mandatarios provinciales, principalmente su compañero de fórmula, el salteño Juan Carlos Romero, convencieron a Menem de no presentarse en la segunda vuelta. Temían que una derrota del riojano los arrastrara a todos al fracaso en las elecciones de cada provincia, previstas para unos meses después. Esta versión, que se contrapone al argumento esgrimido en aquel momento por Menem —que adujo falta de garantías para controlar la elección—, nos fue revelada años después por hombres cercanos a Romero.
En este contexto, Kirchner se vio obligado a ganarse la legitimidad popular ya instalado en la Casa Rosada. Y en eso trabajó, paciente y obsesivo, durante cuatro años.
Apareció entonces la mano de un desconocido para la política nacional, Carlos Alberto Zannini, cordobés, ex militante de izquierda en los 70, que llegó a la Patagonia en busca de tranquilidad después de los años violentos. El orfebre jurídico de Kirchner diseñó una nueva ley de ministerios a medida. Era la primera quincena de mayo de 2003.
La modificación de la ley de ministerios es casi un ritual de todos los presidentes electos. Duhalde había hecho uso de ella antes de asumir, cuando creó el Ministerio de la Producción que condujo el industrial José Ignacio de Mendiguren, uno de los ideólogos de la devaluación de principios de 2002.
El presidente Fernando de la Rúa también había cambiado esa ley para nombrar, por ejemplo, a Nicolás Gallo o, después, a Carlos Bastos en el Ministerio de Infraestructura.
Kirchner no hizo entonces más que sus antecesores.
El 24 de mayo de 2003, con la firma de todos los ministros que formaban parte del gabinete de Eduardo Duhalde, se dictó el decreto 1283, cuyos considerandos permitieron entender, de un vistazo, toda la pretensión kirchnerista.
“A los fines de reflejar con mayor precisión las metas de Gobierno fijadas, en especial en materia de planificación de la inversión pública tendiente a un equilibrado desarrollo geográfico regional que consolide el federalismo, se estima aconsejable proceder a la creación de un Ministerio de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios, al que, en atención a la especificidad de los cometidos a asignar, le es transferido las áreas de energía y comunicaciones, provenientes del actual Ministerio de Economía; lo atinente a las obras públicas, la temática hídrica, el desarrollo urbano, la vivienda y la energía atómica, entre otras, desde la órbita de la Presidencia de la Nación; mientras que todo lo atinente al sector minero y del transporte, desde el actual Ministerio de la Producción”, se leyó en el decreto.
”Unifícanse los Ministerios de Economía y de la Producción en una sola cartera de Estado y créase el Ministerio de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios, a partir del 25 de mayo de 2003”.[1]
Así se creó la herramienta más importante de la gestión K, nutriéndose de funciones que antes le pertenecían a otras áreas del Estado. Se la dotó de millones de pesos —que sólo el último año de gestión kirchnerista superó los 20.000 millones—, una cifra sin precedentes en ministerio argentino alguno para gestionar la obra pública y los subsidios, hacer anuncios, reclutar inversiones, cortar cintas y manejar la relación con los gremios.
Fue el arquitecto Julio De Vido el encargado de llevar toda esa rienda, el corazón de la administración kirchnerista.
CAPÍTULO PRIMERO
De cómo un joven arquitecto de Palermo llegó a ser funcionario de la provincia de Santa Cruz y de la manera en que se destacó por sus conocimientos técnicos
—Callate la boca. A vos no te pedí opinión.
Delante de todos, Néstor Kirchner levantó su mano y se la estampó en la cara a Julio De Vido. Era en broma, según contó después uno de los asistentes a aquella reunión de gabinete celebrada en Río Gallegos. Una de las típicas chanzas que suele tener el Presidente con sus colaboradores. El ministro se sorprendió, pero no dijo nada.
Transcurrían los primeros años de la gestión kirchnerista en Santa Cruz y De Vido era ministro de Economía y Obras Públicas de la provincia. No volvería a ocurrir después en la Casa Rosada, pero en Río Gallegos sí había reuniones de gabinete, en las que Kirchner se mostraba pleno. Siempre hubo confianza entre ambos, y una trabajada obediencia de parte del arquitecto hacia su jefe, algo que Kirchner nunca dejó de retribuir.
La relación del Presidente con sus colaboradores podría sorprender a los afiliados de partidos tradicionales. Bofetadas, bromas, humillaciones y manoseos no son anécdotas habituales de reuniones de comité. Sí, en cambio, cuando el protagonista es Néstor Krichner.
Lo explica un párrafo de una entrevista con el ex gobernador de Santa Cruz Sergio Acevedo, publicada en 2007 en el semanario Perfil.
—¿Pondría las manos en el fuego por el ministro De Vido?
—No, por nadie.
—¿Le compraría un auto usado?
—Nunca tuve ningún problema con él, era él el que tenía los problemas conmigo. ¿Sabe qué le pasa a Julio? Cree que no fue gobernador de Santa Cruz por mi culpa y la verdad es que eso no lo decidí yo. Lo decidió Kirchner, y la gente que me votó. Pero también es un hombre con una gran capacidad de trabajo, que responde mejor que nadie a las instrucciones del Presidente. Cuando Kirchner era gobernador, en ese entonces fumaba, le pedía a De Vido que le fuera a comprar los cigarrillos en plena reunión de Gabinete.
Habrá que atender a estas palabras. Acevedo fue gobernador de Santa Cruz durante los dos primeros años de la gestión de Kirchner en la Casa Rosada. Antes venía de ser el Señor Cinco: fue el director de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) al inicio de la presidencia de su compañero de ruta. Nada de eso se consigue, en la patria kirchnerista, sin la confianza ciega del jefe. Pero los tiempos cambiaron. Ahora Acevedo es parte de una coalición opositora que intenta arrebatarle el poder al Frente para la Victoria, el nombre que utiliza el mundo K para las elecciones, en Santa Cruz.
La disciplinada obediencia a Kirchner es la principal característica que refieren todos los que definen a De Vido, a quien también reconocen un trato simple y ameno.
Sólo unos pocos conocen las verdaderas aspiraciones, realizables o no, del leal funcionario.
“A este ruso de mierda lo aguanto hasta que haga la mía.”
¿Anhelo real o simple jactancia? La frase fue proferida por el arquitecto ante uno de los hombres que lo ha tratado con mucha frecuencia. El “ruso” era Kirchner.
El superministro nació en Palermo Viejo el 27 de diciembre de 1949. Su casa quedaba en la calle Acevedo al 1300. Pasó su infancia y su adolescencia en ese barrio, por entonces tranquilo y con casi todas las calles empedradas. Hizo la primaria y la secundaria en el Colegio Nuestra Señora de Guadalupe, un instituto católico ubicado en la esquina de Medrano y Mansilla, Palermo, donde integró el cuadro de honor. Conoció allí a algunos amigos que, años más tarde, ya el diligente Julio convertido en uno de los hombres más influyentes de la vida argentina, compartirían con él la gestión pública. Uno de ellos, Luis Corsiglia, presidente de la Caja de Valores, fue designado en la gestión De Vido como director de la petrolera estatal Energía Argentina (Enarsa), una de las creaciones del kirchnerismo. Otro, José María Caula, arquitecto también, fue su jefe de asesores en el Ministerio de Planificación Federal.
El mayor de dos hermanos, cursó en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y se recibió de arquitecto en 1974. En 1972 ya había entrado como empleado en la estatal Empresa Nacional de Telecomunicaciones (Entel). Sus primeros trabajos fueron de dibujante de planos. Luego, cuentan quienes lo conocieron en aquella empresa, su cargo fue de sobrestante, una suerte de ayudante de un arquitecto con menor jerarquía.
Esa experiencia en Entel, que finalmente resultó el puente que depositó a este porteño de clase media en Santa Cruz, fue siempre r