Índice
Portadilla
Índice
Nota del autor
El cuchillo del mendigo (1985)
La entrega
La señal
El camino se dobla
La salida del sol
El monasterio
El hijo del brujo
Una creencia popular
El lecho del río
El Hijo y el Padre
La llave perdida
El cuchillo del mendigo
Informes de Cahabón
El corazón de dios
La lluvia y otros niños
Un gato amarillo
Nueve ocasiones
Sueños repetidos
El animal
Un prisionero
El cuarto umbroso
El vidente
El agua quieta (1989)
La prueba
Polvo en la lengua
La razón
El entierro
El agua quieta
Coralia
El pagano
Angélica
El huésped
Gente de la cabeza
Xquic
Cárcel de árboles (1991)
Prólogo
Cárcel de árboles
Epílogo
Lo que soñó Sebastián (1994)
La peor parte
Cabaña
Ningún lugar sagrado (1998)
Nota
El Chef
Poco-loco
Negocio para el milenio
Hasta cierto punto
Vídeo
Ningún lugar sagrado
Coincidencia
La niña que no tuve
Otro zoo (2005)
Otro zoo
Gracia
El hijo de Ash
Finca familiar
Siempre juntos
Otros cuentos
Entrevista en Ronda
Desventaja de la santidad
1986
Gorevent
Sobre el autor
Notas
Créditos
Nota del autor
Después de leer la colección, y suprimidas algunas piezas que no tenían remedio, no veo otro camino que entregar estas páginas casi intactas a la imprenta, con una nota de resignación. Espero que caigan en manos de algún lector que las inspeccione con el grado de atención que un reo podría pedirle al proverbial magistrado de buena fe que va a examinar su causa. Ojalá este o aquel rasgo sirvan para despertar indulgencia.
Debo a mis amigos que se esforzaron en la lectura de un aprendiz de cuentista hace veinte, treinta años, la supresión de algunos errores, excesos y defectos que no han migrado a este volumen. Sigo siendo ese aprendiz. Espero seguir siéndolo por algún tiempo. Nuevos errores, sin duda, habrá en los nuevos cuentos. He aprendido, entre otras cosas, que los errores son inevitables y tal vez necesarios. En cierta manera, no importan. «Importa el exaltado, y tranquilo, y alegre, trabajo de la imaginación.» La sentencia, que cito de memoria y sin duda deformo, es de Bioy.
Salvo «El monasterio», escrito en Guatemala, y los muy breves «La lluvia y otros niños», «El Hijo y el Padre», «Un prisionero» y «El vidente», escritos en Nueva York, las piezas reunidas en El cuchillo del mendigo las escribí en Tánger. Muchas de éstas son menos cuentos que poemas en prosa y algunas parten de imágenes recibidas en sueños. En ese tiempo la tesis de Borges de que los sueños son la primera creación estética del hombre era el principio fundamental de mi dudosa poética. Las pesadillas que pasaron a la página son residuo de los miedos básicos de un adolescente educado en un país dividido por odios atávicos.
El agua quieta está compuesto de cuentos menos herméticos que a veces buscan una solución a lo fantástico, o, para ser más preciso, a lo portentoso solamente. Fue también en Tánger donde incurrí en la escritura de estos cuentos, en una buhardilla del barrio popular de Emsallah, donde vivía entonces en condiciones sumamente incómodas y cuyo recuerdo, hoy, es placentero.
No sé si Cárcel de árboles deba leerse como un cuento. En cualquier caso, es uno de mis primeros intentos de narración prolongada. Ahora el agente del miedo no es invisible y lo temerosamente fantástico se transmuta en ficción científica, o más bien quirúrgica. El poder organizado es el origen de la clase de terror que lo informa.
«La peor parte» y «Cabaña», publicadas originalmente con la novela corta Lo que soñó Sebastián, fueron escritas en Lívingston y Petexbatún, Guatemala, en 1992. Buena parte de la selva que registran ha sido convertida en tierra arada o en territorio narco.
Las piezas de Ningún lugar sagrado son experimentales. En algunos de estos ejercicios me propuse trazar un paisaje de la ciudad de Nueva York, donde viví varios años. Todo lo que escribimos es, en cierto aspecto, un autorretrato. El efecto no es halagador. La fealdad del sujeto puede quizá perdonarse por la variedad formal del conjunto.
Otro zoo es la colección por la que menos temería ser juzgado como cuentista, si alguien creyera necesario juzgarme. El tema dominante de los cuentos no es, como puede parecerlo, la infancia desprotegida, sino la paternidad desorientada.
Escribí «Entrevista en Ronda» en 1990, durante la primera temporada larga que pasé en París. Si creyera en la telepatía diría que Miquel Barceló me envió por este misterioso medio el encargo de escribirlo; al mismo tiempo que yo redactaba mi entrevista con un torero en su estudio de la calle David d’Angers, él pintaba sus cuadros taurinos en Mallorca, sin saber uno lo que estaba haciendo el otro. El cuento apareció originalmente en compañía de los cuadros del maestro mallorquín en Toros, publicado por Bischofberger en Zúrich en 1991.
«Desventajas de la santidad», escrito también en forma de entrevista, es del mismo año que el anterior. Sirvieron de estímulo remoto para estos cuentos las Interviews imaginaires de Gide y otro libro de entrevistas que leí en París por aquel tiempo, Propos sur l’Art de Édouard Roditi. El cuento de Santa Rosenda la Joven es además un modesto homenaje a Paul Bowles y alude a «Visita inoportuna», cuya protagonista es una santa española más antigua. Apareció en 1992 en un tributo colectivo titulado Paul Bowles visto por sus amigos.
El ambiente y la trama de «1986», escrito en el 2013 por encargo de la revista McSweeney’s para una colección de «literatura criminal latinoamericana», provienen de una serie de entrevistas realizadas para un trabajo cinematográfico emprendido ese mismo año en Izabal, Guatemala. No es poco común que las entrevistas más prometedoras planeadas para trabajos documentales no lleguen a filmarse; tal el caso del desdichado y audaz hondureño del relato, poeta por temperamento y criminal por necesidad, de quien oímos hablar durante la investigación pero a quien no llegamos a conocer. Los detalles circunstanciales son de mi invención. El crimen incendiario que cierra el relato pertenece a la categoría de «hechos reales».
Escrito este año, «Gorevent» se origina en una nota roja, igual que otros cuentos anteriores como «Poco-loco» y «El hijo de Ash». No he examinado —ni me veo haciéndolo— qué clase de impulso me llevó a redactar estos textos, que ahora me resultan en cierta manera repulsivos. No sé si esta última entrega merezca la indulgencia del lector; y tampoco estoy seguro de que la clase de violencia absurda que representa esté justificada en la página por el hecho de haber sido ejercida en la realidad. Lo doy a los editores con hartas reservas.
El cuchillo del mendigo
1985
La entrega
La luz del cuarto estaba encendida. Eran las cuatro y media de una mañana de diciembre. Lo despertó la voz de un viejo amigo de su padre que le gritaba desde fuera: «Llamaron. Dicen que vayas a la plaza de Tecún». Él no respondió, se incorporó en la cama, se pasó la mano por la cara y el pelo, y se volvió a acostar, para quedar inmóvil, la mirada fija en el techo. Luego se descubrió y se levantó con rapidez; estaba vestido. Revisó su billetera y se agachó para sacar un bulto de debajo de la cama: una bolsa de viaje negra. Tanteó su peso y se la echó al hombro. Apagó la luz, salió del cuarto y bajó las escaleras con olor a madera recién encerada. Cruzó una antesala y siguió por un corredor. El hombre que lo había despertado lo aguardaba en el zaguán, con una sonrisa compasiva, pero él pasó a su lado sin hacerle caso y salió por la puerta. «Como un sonámbulo», pensó el otro. En el garaje había un automóvil gris. Metió la bolsa en el baúl, se puso al volante y arrancó.
Las calles estaban desiertas. Se dio cuenta de que había llovido, y de lo familiar que le era el reflejo de los faros y las luces verdes y rojas sobre el asfalto mojado; se dio cuenta de que temblaba de frío. «La plaza de Tecún», se dijo, y sonrió mecánicamente. «¿Por qué me da risa?» En vez de buscar la explicación, hizo un esfuerzo por dejar de pensar; se concentró en el momento presente. Poco después dobló a una avenida muy iluminada; ahora que la recorría él solo, imaginaba un túnel enorme. No sentía angustia; lo que estaba haciendo había sido ordenado por una fuerza indiscutible, una de esas cosas «más importantes que la vida misma».
El trayecto hasta la plaza de Tecún fue de cierta manera placentero; reinaba el silencio, y había logrado mantener en paz sus pensamientos. Era como revivir una noche lejana; se observaba a sí mismo como quien observa un rito, con inocencia, con una especie de temor. Cuando llegó a la plaza se vio impresionado por la silueta de la estatua. Estacionó lentamente y encendió una linterna. Anduvo hasta el pedestal y notó que la lanza y los gigantescos pies de la estatua estaban corroídos por el óxido. En el suelo había una piedra del tamaño de un puño cerrado y, debajo, un papel blanco. Levantó la piedra y tomó el papel. De vuelta en el auto, lo desdobló rápidamente. Leer las palabras ahí escritas fue como pronunciar una fórmula. (El futuro inmediato y el pasado inmediato irrumpieron como agujas en la burbuja artificial del momento presente.) «Conduzca a cincuenta kilómetros por hora. Baje las cuatro ventanillas. Siga la línea roja indicada en el mapa.»
Al dejar de analizar sus propias reacciones, había conseguido no imaginar la apariencia de las personas que gobernaban su destino, pero ahora sus reflexiones incluyeron la presencia de una voluntad humana; comenzaba a entrever sus facciones. Examinó el mapa; la línea roja era una callecita que daba a la plaza. Bajó las ventanillas y siguió.
Mientras avanzaba calle abajo, iba aumentando su aversión; los canales de su memoria refluían. Aunque las circunstancias no dejaban de parecerle extrañas, fue adquiriendo la sensación de que llevaba a cabo una rutina. La línea que representaba su camino convergía al final con la calle del mercado. Se vio obligado a conducir más despacio; hombres cargados con costales y cajas cruzaban la calle taciturnos, parecían que andaban con los ojos cerrados. Volvió a mirar el mapa, y se estacionó frente a un puesto de verduras. Un hombre salió de detrás de unos toneles blancos que estaban en la acera y le hizo una seña. Él abrió la portezuela trasera, y el extraño, seguido por otros dos hombres, subió al auto. Nadie dijo nada. Él estaba pálido, y aún temblaba de frío. «¿Adónde?», preguntó. «¡Adelante! ¡Adelante!», le ordenó una voz desde atrás.
No había salido el sol, pero ya estaba claro. La calle fue despejándose de gente. «Vamos más rápido», le dijeron. Atravesaron la ciudad en dirección al norte. Conducía con calma; se daba cuenta de todo al avanzar. Veía pasar las puertas, las ventanas y los muros, y luego las arboledas y el paisaje a derecha y a izquierda del camino, pero nada entraba en su conciencia. Imaginó la cara de un hombre rayada por la línea roja del mapa; era como una forma producida por un mago, y así, inesperadamente, desapareció. «Ya está lejos la ciudad», se dijo.
Uno de los hombres habló: «Deténgase bajo esos pinos», y señaló a la derecha del camino. Le fue necesario frenar con violencia. Entonces advirtió que un auto blanco se acercaba en sentido contrario; se detuvo junto a ellos. Le ordenaron que se bajara y, a empujones, le hicieron subir al otro vehículo. Cuatro manos le sujetaron los brazos y alguien le puso unos anteojos velados. Oyó una voz agria que decía: «Sí, es el dinero». Se oyó el sonido explosivo del baúl al cerrarse. Hubo un rechinido de neumáticos, y él comprendió que se llevaban su auto. «Ya tienen lo que querían», pensó. «¿Por qué me hacen esto?» Luego, lentamente, el auto en que él estaba empezó a andar. «¿Qué pasa?», preguntó. La respuesta fue un golpe seco en la región del hígado. Sintió náuseas, quiso doblarse hacia adelante pero se lo impidieron: vomitó un poco de saliva y un líquido amarillo. Después olió alcohol, y sintió una fricción fría en la nuca. «Lo vamos a dormir», le dijeron, y lo sorprendió el pinchazo de una aguja. «Van a matarme», dijo en voz alta. Se le nubló la vista, oyó un zumbido intenso. Quiso decir algo, y vio que no podía articular. Los dos hombres que estaban a su lado lo acomodaron a los pies del asiento y lo cubrieron con una manta verde. Su mejilla botaba contra el suelo del auto y lo abrumaban las vibraciones del motor. Advirtió que su respiración perdía fuerza, y en sus adentros sintió: «Estoy muriendo». Sus ojos estaban abiertos, pero el contorno de las cosas era irreal. «¿Adónde me llevarán? —se preguntó—, si ya no hace falta que vaya a ningún sitio».
Se dirigieron a la ciudad. Tomaron por una de las vías principales, doblaron dos o tres esquinas, y entraron en una casa con un jardín grande y bien cuidado. Entre tres hombres lo metieron a la casa, y lo llevaron a un cuarto subterráneo. Allí había un catre de tijera, un cubo de agua y un rimero de libros. Lo acostaron en el catre, y uno de ellos, el más joven, se sentó en una silla junto a la puerta. Los otros salieron y corrieron el cerrojo por fuera.
Permaneció inconsciente durante mucho tiempo. Abrió los ojos y movió lentamente las pupilas. «El infierno», pensó, y el pensamiento resonó y resonó en su interior, pero cada vez más débilmente. Intentó mover una mano y no lo consiguió; le parecía que su corazón descansaba largamente entre latido y latido. No le fue posible elaborar otra frase; las ideas aparecían y desaparecían, una tras otra, inconexas.
Era ya de noche cuando alguien bajó corriendo las escaleras del sótano, dio dos golpes a la puerta, descorrió el cerrojo y entró. «Los agarraron —le dijo al que hacía guardia— con el dinero. Tenemos que sacarlo de aquí». Entre los dos lo levantaron del catre, lo subieron al garaje, lo volvieron a meter en el auto. Arrancaron y salieron a la calle. Cruzaron la ciudad con precaución y tomaron la autopista del oeste. Después de andar unos minutos, estacionaron en una curva muy abierta. Lo sacaron del auto y lo pusieron boca abajo en el asfalto. El joven se acuclilló a su lado y dijo: «Yo creo que está muerto». Se sacó un revólver del cinto y, sin mirar, hizo fuego. Por el lado del norte relampagueaba.
Más tarde, cuando abrió los ojos, una luz intensa lo encandiló. Miró a su alrededor, y vio que las paredes giraban. Una mujer vestida de amarillo se le acercó, le tocó la mano, se inclinó sobre él, le pasó los dedos suavemente por el pelo. Sus labios se movieron, pero él no la pudo oír. La miró en los ojos, y le pareció que sus cuencas estaban vacías. «Son bonitos», pensó, y trató de decírselo, pero las palabras quedaron en su boca. La mujer le puso los dedos sobre los párpados y se los cerró. Le acarició la cara y el dorso de las manos, y se apartó de él. Él sintió un estallido en el tórax. Una voz le preguntó: «¿Estás dormido?» Él asintió mentalmente, pero «Estoy muy despierto», pensó para sí. «¿Sabes quién soy?», siguió la misma voz. No trató de responder, pero comprendió que era su mujer. La habían libertado. Luego sintió otro golpe: un sonido débil. «Es mi corazón», pensó, y para sus adentros: Es suficiente. Que se detenga.
Para mis padres
La señal
La primera vez me sucedió en T., ciudad que creen misteriosa quienes no la conocen y quienes la conocen mejor. Amanecí, y me miraba en el mal conservado espejo del cuarto de baño en el piso superior de la Villa Sadi-Sahda, cuando noté el arañazo que me señalaba el rostro. Quise hacer memoria, pero no recordaba haberme herido la noche anterior, y si lo había hecho durante algún sueño, el sueño se había borrado por completo. Dos días tardó la señal en desaparecer de mi mejilla.
La segunda vez, siete noches después, estaba en M. Me desperté con un arañazo semejante, y sin el más débil recuerdo de un accidente o sueño alguno que lo explicara. Pero esta vez, acaso movido por la extraña sensación que el aspecto de la herida me causaba, me resolví a encontrar el motivo y a descubrir la manera en que se había producido.
Comencé por imaginar que yo mismo, en medio de una posible pesadilla, pude haberme señalado el rostro. Pero me parecía imposible que, dormido, hubiera conseguido producir dos heridas idénticas: una línea que comenzaba justo bajo el centro de mi ojo y bajaba, haciéndose más profunda, formando una media luna que terminaba junto a la comisura de mis labios. Así señalado, me resultaba embarazoso hablar con cualquiera, aun con los desconocidos.
Durante el viaje entre M. y G., decidí ir a hablar con un viejo amigo sobre mi problema. Cuando le hube narrado el caso, se sonrió. Y sin embargo, accedió a pasar conmigo las noches siguientes, para vigilar mi sueño. Nueve noches permaneció a mi lado, sin observar nada extraordinario. Pero la primera mañana cuya noche pasé solo, la señal apareció de nuevo. Así que fui a su casa para mostrársela. Después de examinarla, prometió que volvería a velar mi sueño. Se acomodó en la habitación contigua, y me pidió que hiciera un pequeño agujero en la pared divisoria, para que, según me explicó, pudiera observarme sin que su presencia afectase la posible actividad subconsciente durante mi sueño. A lo largo de veintisiete noches sin fruto me veló con perseverancia, y al cabo de este período ambos nos dimos por vencidos. Y otra vez, la segunda noche que pasé solo, la señal se produjo, aunque ahora con una variante: en lugar de la curva descendente, era una U invertida, justo bajo el ojo.
Estaba claro que una segunda persona, incluso oculta, impediría que el misterioso signo apareciera en mi rostro; así que renuncié a la idea de pedir ayuda externa. No salí de la casa aquel día; no quería ser visto por nadie, y me encerré en el cuartito que me servía de estudio, decidido a resolver el problema. Sólo una cosa sabía: la respuesta la tenía que encontrar yo solo.
Resultaría tedioso describir los diversos medios que ideé para mirarme a mí mismo mientras dormía, y reconozco que la idea misma era tan absurda, y tan monótona la busca abstracta a la que me había entregado, que, reclinado sobre el escritorio, me vi vencido por el sueño. Lo que soñaba no era sino la prolongación del asedio producto de mi obsesión. En el baño había un espejo circular, y soñé que lo descolgaba de la pared para llevarlo a mi cuarto. Tomé varios libros de la librería y con ellos levanté una columna para apoyar el espejo, de manera que, estando yo tendido en la cama, podía ver mi reflejo de cuerpo entero. Luego saqué dos pinzas de una cajita y, no sé cómo, las apliqué a cada uno de mis párpados, de suerte que me era imposible cerrar los ojos. Me quedé dormido con los ojos abiertos, y me miraba en el espejo oblicuo. Entonces oí algo, como el aleteo de un pájaro. Era algo sin forma claramente definida, una nubecita con garras, lo que vino a golpearme la cara. Inútilmente forcejeé, tratando de juntar los párpados. Y entonces, desesperado de mi propia impotencia, me desperté. Mientras reconstruía el sueño, me fui librando del miedo.
Más tarde por la noche, recostado en la cama, creyendo que así pondría fin al misterio, empecé a escribir este informe. Y no obstante, dos mañanas después, ahí tenía la señal, ahora inesperada, una letra U invertida debajo del ojo.
El camino se dobla
UNO
Bajaba despacio por el camino. En el suelo yacía un enfermo, los ojos en blanco, sin color en la piel, vendiendo agonía con la mano abierta. Antes de llegar a la casa tuvo que pasar junto a dos perros que parecían perdidos y una rata muerta.
Aunque la puerta estaba cerrada, estaba seguro de que había fuego en la chimenea. Alguien se acercaba por el camino que él había tomado. Por un momento desconoció la puerta y las gradas de la casa, pero pronto volvieron a verse como antes. Miró al suelo, tal vez en busca de una nota, o una excusa. Se volvió para mirar la colina, con curiosidad y un poco de miedo, pues quería ver la cara de quien le seguía.
Metió las manos en los bolsillos, como si hubiese olvidado algo, y se dio cuenta de que estaban vacíos. Rascó el fondo de la tela e irguió la cabeza cuanto pudo.
El otro hombre era más alto que él. Andaba con los brazos cruzados a las espaldas, un paso ahora y otro después, con los pies descalzos. Se detuvo frente a las gradas de piedra, obstruyendo el paso deliberadamente.
Sin decir nada, el primer hombre comenzó a bajar. El segundo no se movió hasta que sus cuerpos casi se tocaron, y luego, arrugando la frente, dejó pasar al primero. Subió los tres peldaños. Sus latidos le sorprendieron. Sin mover los pies, volvió la cabeza.
El extraño corría.
Las tres líneas en su frente se hicieron más visibles. Dio dos pasos largos y tocó la puerta.
Volvió a mirar hacia atrás; el camino estaba vacío.
Sacó una llave, acercó el oído a la puerta, y en vano buscó algún sonido. Metió lentamente la llave en la cerradura, le dio dos vueltas y empujó.
Había luz en uno de los cuartos. El fuego había sido descuidado y estaba por apagarse. La luz venía del fondo del corredor. Sin hacer ruido, sin tocar nada, llegó hasta el último cuarto. Afortunadamente, estaba vacío. La casa entera estaba vacía.
Fue a sentarse cerca del fuego. En su frente podían leerse la preocupación y la presencia de muchas ideas.
Media hora después, su semblante cambió de repente al sonido de tres golpes secos que llegaron de la puerta. Se sentía culpable. ¡No haber sido capaz de preguntarle nada al extraño! La sorpresa había sido demasiada. Aun así, se sentía cobarde.
Abrió la puerta.
Primero entró el viento, compacto y frío. En lugar de la sonrisa que esperaba, sin sentir dolor, recibió una puñalada. La hoja le abrió la piel en el ombligo, y subió, dejando una estela roja casi hasta la garganta. Afuera, las estrellas brillaban. El cielo se rasgó en dos mientras el hombre caía. Siguió cayendo durante mucho tiempo. La casa comenzó a convertirse en una nube que luego se alejó; la colina de enfrente se convirtió en una ola; las gradas eran un elefante, y el camino un túnel invisible.
Dejó de sentir el frío del viento, y las formas dejaron de aturdirle al cobrar los matices de un azul cada vez más profundo.
Cuando se dio cuenta de que el aire ya no pasaba por sus narices, comprendió que no tenía nariz.
Después de buscar con insistencia en la memoria, recordó que nadaba. Recordó también al extraño y el túnel invisible. Perdido en sus pensamientos, siguió nadando.
DOS
Los dos niños que primero hablan y caminan son separados del grupo. Un anciano los lleva al templo, donde crecen desnudos, y permanecen desnudos hasta que son iniciados en todas las artes y los juegos, y hasta que han leído todos los libros.
A la edad en que son instruidos sobre la luz, uno de ellos es conducido al interior del templo, y allí, tras una cortina de arena roja, ve por primera vez vino y mujeres. A la hora en que la luna hace más profundo el sueño, un hombre (delgado y viejo) se acerca al elegido, y, mientras duerme, le pone una flor negra en la boca, y con el polen le frota los párpados. Esto le produce visiones, y sus ojos se secan para siempre. Luego es conducido al cuarto que forma la cabeza del dios. Durante cuatro años permanece ahí, para dictar el futuro de otros hombres e inventar su pasado.
Dos niñas de nueve años le traen carne y leche de gacela, aves untadas con miel, e higos. Un joven de piel oscura entra en el cuarto ocho veces cada día, le trae madera para el fuego que alumbra los ojos del dios, e incienso para adorar. Cada día las niñas y el joven son distintos, pero sus voces son iguales, son iguales las líneas de sus manos, y sus pasos se oyen siempre los mismos.
Una noche, transcurridos los cuatro años, una gota resbala por su mejilla, y mientras se pregunta qué habrá sido de su vida y su pasado, lo conducen a su último lecho.
TRES
La sensación de mareo no lo había dejado, y el camino se le hacía más largo a cada paso. Lo esperaban ya sentados a la mesa cuando llegó; su lugar de costumbre parecía también aguardarle.
Fuera de ellos seis, el teatro estaba vacío: tres hombres y tres mujeres vestidas de hombre. En otro tiempo sus padres acudían a verlos, pero hacía mucho que nadie venía.
En otro tiempo solían encender un fuego para entonar oraciones a su alrededor, las mejores de las cuales eran complacidas; pero hacía mucho que no encendían el fuego. Ahora les bastaba con contarse unos a otros sus sueños y las etapas de su progreso.
La última vez que se reunieron, el más alto de ellos anunció que ya no quería tener alma. Los otros no lograron convencerlo de que el alma es indestructible. Él, para asegurarse, se metió la mano en el bolsillo y, ocultando una sonrisa, sintió el filo de los billetes.
La mujer tenía cuarenta años. El hilo de oro parecía venir del sótano. Me pidió que abriera las piernas. Cuando el hilo me salió por la boca, dejé de sentir náuseas. Ella volvió a bajar al sótano, parecía que llevaba algo en las manos. Sentí el hilo que me atravesaba. Aunque tuviera que matarla, yo tenía que saber lo que escondía abajo.
Era un cuarto ciego. La puerta estaba debajo de una alfombra antigua.
Hay lugares en donde lo malo se convierte en bueno. Allí los hombres trabajaban la tierra de otra manera. Las mujeres aman y tejen en el suelo, y el fruto de sus cosechas es prohibido.
Los hombres se reunían en el centro de la plaza, alrededor de un poste. Las amarras comenzaban a confundirse con la piel y la sangre. Cuando sea de día otra vez, el fuego lo habrá convertido en pájaro (una promesa y un castigo).
El último nudo del telar es la uña de un esclavo o un dios negro que pelea con un tigre.
Pasó la noche oculto en el vientre de un joven elefante. Lo había derribado cortándole los tendones con un largo puñal. Esa tarde se había cubierto de lodo todo el cuerpo, para disimular su olor, y con el oído en el suelo había esperado a la manada que bajaba a beber en el río.
CUATRO
I. No recuerdo cómo eran sus casas por fuera. Por dentro lucían azules distintos, desde el más pálido hasta el más intenso, y la seda que cubría el techo estaba adornada con diamantes que guardaban el orden de las estrellas en el cielo.
Los únicos animales que habitan el lugar son felinos (aunque estoy seguro de no haber visto ningún gato). La gente no sabe leer, ni conoce la música ni el fuego.
Las únicas ciencias que practican son la magia y el tallado de piedras preciosas. No creen en ningún dios, pero en los pocos vocablos que emplean aparece invariablemente una partícula que para nosotros significaría «divino».
Lo único que recuerdo es que, antes de quedarme dormido, un anciano empezó a destejer la seda de la casa en que yo estaba. Me dejó solo en mi cuarto.
II. Cuenta una leyenda que un día el primer hombre se encontró con Dios en el camino. Para pasar el tiempo, el hombre decidió distraer al extraño contándole las historias que él mismo había inventado para aliviar sus jornadas solitarias. Así entró en la mente de Dios la idea de los lugares y la gente.
No fue un hombre sino un ángel, corrige una leyenda probablemente más antigua, el que, tentado por la idea de seducir a Dios, inventó palabras y letras con que escribirlas, para que Dios, al verlas convertidas en historias, se imaginara un mundo y una carne. Y el ángel fue castigado y encerrado en ese mundo y en esa carne.
III. Durante toda la tarde observé la nubecita. El sol estaba por hundirse y el viento se hacía cada vez más frío. La nube, aunque cambiaba de color, no se movía. Me puse de pie. Fue como si la nube descendiera; se fue haciendo más pequeña, hasta que estuvo frente a mis ojos. Parecía muy pesada. A través del vapor podía verse una estructura cristalina absurdamente complicada. Ya el sol estaba oculto. Me acosté otra vez y me dormí.
IV. Hacia el norte hay una pared húmeda y negra que se levanta y se encorva para cubrir el cielo. Hacia el sur la pared se abre en una ventana con barras de hierro. La luz que entra cada doce horas ilumina el este y el oeste, donde hay recuerdos dibujados en la piedra. La luz no es la del sol. El aire entra filtrado por los barrotes y los guardias.
El camino se dobla sobre sí varias veces antes de alcanzar la cima. Al otro lado de la montaña la selva es cortada en dos por un valle. Un río atraviesa el valle, y junto al río hay una aldea. Contamos diecisiete casas. Los hombres se ordenaron en grupos. Alguien dio la señal, y en dos horas cada cual estaba en su puesto.
V. El sabor que ella tenía en la boca era el mío. El sabor que yo sentía ella no lo conoce. Tiene algo de su espalda, del dorso de sus piernas, y del sitio donde éstas se separan. Su cabeza, la quijada vista por entre los pechos. Sus mejillas y su cuello enrojecido, y sus ojos cuando están cerrados.
VI. Me sentía incómodo, lo mismo que ahora, y era el día de mi cumpleaños. Hacía doce años que había nacido.
Mi padre me dio un libro grueso y pesado con una cubierta de cuero rojizo. Todavía me sorprende la impresión de vejez que su apariencia me causó, y no fue menos fuerte la impresión que recibí al abrirlo y encontrarme con páginas y páginas en blanco.
A partir de aquel día, cada momento de alegría o de tristeza, de deseo o de rencor, cada objeto nuevo, cada cara, fue escribiéndose en el diario. Cada día, a veces cada hora, cada gesto…
VII. Hace muchos, muchos años vinieron al pueblo. Parecían tres pájaros grandes, pero tenían brazos y manos, y usaban cuchillos. Cada uno tenía la llave de un cofre donde guardaban la piedra más pequeña y pesada que nosotros hubiésemos visto.
Vivieron entre la gente por seis semanas, comían lo que nosotros comemos y dormían en nuestras casas. Nadie recuerda haberles oído alzar la voz o verlos enojarse. Tres días antes de partir, conversaron con dos jóvenes, un hombre y una mujer. Al amanecer, los cinco se alejaron por el sendero de piedra que se pierde en la montaña.
Volvieron cuando la noche se hubo puesto tres veces. Entonces, los extraños partieron.
La joven y su compañero durmieron juntos tres días más. Al despertar, contaron que el mayor de los extraños les había abierto la frente con el dedo, mientras los otros dos abrían el cofre. Entonces, en el momento en que el sol dejó de verse, partieron en dos la piedrecita, y el mayor encajó las dos mitades en los orificios que les había hecho en la cabeza.
Nadie comprendió ni creyó lo que decían. Ese mismo día dejaron la aldea; un momento antes de que se perdiera de vista, él se volvió y, con lágrimas en los ojos, vio el humo triste encima de las casas. Una nube negra cubría la aldea, y se oía el ladrido de los perros.
La salida del sol
I
Un hombre y una mujer escuchaban el viento que por las noches sube del mar a la colina. Acababa de retumbar un trueno, y la mujer había dicho: «Son un infierno, estos dolores», y se había pasado la mano por el vientre. Él no había dicho nada. Estaba pensado en sí mismo, y en el fondo de su conciencia imaginaba un cristal roto en pedazos.
—Quisiera estar lejos de aquí —siguió ella; no había duda en su voz. «Lo sé que sufres mucho», respondió él, se levantó de la mesa y fue a pararse junto al fuego. Ella salió del comedor, y él la oyó subir las escaleras y cerrar una puerta. Puso más leña en la chimenea, y pensó: «Ninguno de los dos es infeliz». A su derecha, las cortinas del ventanal se mecían suavemente y la sombra del muro que rodeaba el jardín se movía en los dobleces.
El calor de las llamas le obligó a dar unos pasos. Se acercó al ventanal, y oyó un quejido. Le pareció que venía de fuera. Apartó la cortina para mirar. Por encima de los árboles, una nube translúcida templaba la luz de la media luna. Soltó la tela y se quedó mirando distraídamente su vaivén. Oyó otro quejido, y sintió un frío en las manos. Corrió al segundo piso, abrió una puerta, y su mujer cortó un grito. «¿Qué pasa?», preguntó. Y él notó una luz extraña en sus ojos y un tono de burla en su voz. Cerró la puerta y volvió a bajar a la sala. «Es como una niña», pensó. Oyó otro quejido, y se dijo que era el viento.
II
Sus manos estaban extendidas sobre las brasas, la mirada fija y distante; innumerables recuerdos se revolvían en su mente —momentos que había vivido con ella; días que había olvidado, caras que habían admirado juntos, un amanecer y un lago, el pedazo de papel rosado con las dos piedrecitas que un niño les dijo que no era un hechizo, tardes y noches en la montaña. Dio unos pasos atrás y se dejó caer en el sillón que miraba al fuego. Al caer oyó un crujido, y sintió un dolor intenso en la columna. «Me he roto en dos», se dijo a sí mismo, y lo asustó el sonido ronco de su voz. Quedó ahí sentado; sus muslos estaban lánguidos. Pero al mismo tiempo se vio que se ponía de pie, pasó frente a la lumbre, salió al pasillo y salió de la casa.
La media luna se hundía detrás del camino que baja por la colina y se pierde en la playa. Dio unos pasos más y se detuvo. Miró a su alrededor y vio la sombra de la casa; luego miró a lo lejos, la tira borrosa entre el cielo y el mar. Con un ligero temor, que se provocaba él mismo, empezó a caminar colina abajo. Antes de llegar a la playa, vio un pequeño resplandor mar adentro; hubo un rumor como de gotas de lluvia, y luego voces lejanas. Siguió andando. Sin darse cuenta, con el declive, comenzó a correr.
Cuando llegó a la playa, alcanzó a ver una barca. Tres hombres, sus espaldas contra el cielo, remaban, acercándose a la orilla. Saltaron al agua y vararon en la arena. Estaban desnudos. Uno de ellos se cubrió con una manta y se puso a juntar ramas para encender un fuego. Los otros dos, uno delante del otro, tiraban de una larga cuerda atada a la popa de la barca. Pescados negros emergían, diez o veinte por brazada, y el rojo de sus agallas brillaba a la luz de la luna. El fuego creció y proyectó sombras que vibraban en la arena. Él miró las estrellas y pensó: «Tal vez son agujeros, y sus rayos son cordeles que otros pescadores tienen en sus manos». Comenzaba a clarear; los hombres alcanzaron el final de la cadena. Sintió frío, y recordó el fuego que había ardido en su casa. Después, se despidió de los hombres y emprendió el regreso. La arena se movió bajo sus pies. Al alcanzar el camino sintió deseos de correr. «No iré a la casa», pensó. Se pasó la mano por la frente y vio que sudaba. Corría colina arriba, y sus ojos daban suavemente contra el sol.
El monasterio
I
En la cumbre, donde el cielo se une con la montaña, hay una casa grande. Había sido un convento, pero los frailes lo abandonaron. Una noche, fray Angelo despertó dando un grito. Los hermanos que lo oyeron despertaron también. Fue un grito largo. Cuando los religiosos que dormían en el piso de abajo lo encontraron, todavía salía un silbido ronco de su garganta. Estaba casi desnudo. Parecía que varias manos hubiesen rasgado sus hábitos, y su cara mostraba arañazos profundos. El superior ordenó llevar agua fría y agua hirviendo al cuarto. Luego, se ató al hermano a los postes de la cama. Al clarear el día, fray Angelo había muerto… El hecho se repitió con fray Bartolo, con fray Natalio, con fray Fortunato y, por último, dándose por vencido, el superior cerró el convento.
Ahora, el edificio está vacío. Es una casa de tres pisos y un amplio sótano. En el centro hay un patio, donde los hermanos solían pasear cuando oraban. En el piso más bajo están la capilla mayor y el oratorio, en la parte norte; la cocina y el comedor, al sur; al este, una pared con una sola entrada; al oeste, la oficina del superior, y a su lado, comunicada por una puertecita, está la oficina del asistente. En los dos pisos de arriba hay treinta y seis dormitorios y en el sótano están las celdas, treinta y seis también, cuartos muy apretados y sin luz.
II
El viento y los árboles producían una especie de canto. Recordé lo que me dijo mi padre cuando dejé la casa: «Cuando vuelvas todo estará igual».
Se llega al monasterio subiendo por un sendero. Al caminar, las ramas, a un lado y otro, me rozaban los hombros y, a veces, las mejillas. «Se inclinan a mi paso para reconocerme», pensaba para mí. «Es el hijo del comerciante —dirían cuando ya no pudiera oírlas—, quiere abandonar el mundo». Abajo, al volverme, vi —allá lejos— el pueblo. No quería regresar. En otro tiempo caminaba hasta llegar a la orilla de la islita de casas y veía el sol caer, detrás del campo verde, o rojo. Era una manera inexplicable de gozar. Pero, tardes después, aunque seguía caminando y veía el atardecer, nada se movía ya dentro. Veía la luz perderse bajo la tierra; los atardeceres eran como gotas que me torturaban con su constancia. Y durante las noches, las estrellas eran puntos inservibles. ¿Qué enfermedad había nublado mi pensamiento? La oscuridad había bajado, lenta, sobre mí; como una nube se tendió sobre mi horizonte. ¿Cuál era la causa? La encontré durante un sueño, en una hoja de papel, escrita con letras que me dieron la impresión de muy antiguas. Se leía: «La Causa de Todas las Causas es Dios». Sopló el viento y me arrebató el papel de las manos. Se lo llevó jugando con él.
La causa de mi aburrimiento, lo supe entonces, era Dios. Al despertar, el sol estaba en lo alto. Mientras esperaba a mis padres —que volverían del almacén— busqué en un mapa el sitio donde se encontraba el convento.
Cuando llegué al final del camino, mi ropa estaba en jirones y sentí los arañazos que las ramas dejaron en mi rostro. Estaba en la cima de la montaña. El viento silbaba. Atravesé el umbral del edificio; por fuera, los muros estaban cubiertos de hiedra; por dentro eran negros; no había tejado, y, dentro, el viento era silencioso, callado.
Llegó la noche. Me acosté en el suelo y me quedé dormido, aunque no profundamente, sino vacilante: entre sueño y vela. Lo que veía era y, al mismo tiempo, parecía no ser. Los muros cambiaron, se cubrieron de blanco. En el centro del patio había una fuente y hacia el norte, un árbol. Me puse de pie y fui a sentarme a su sombra. Veía la luna en el agua de la fuente. Una línea luminosa bajó del cielo. «Un espíritu», dije, casi despertándome. Sus tejidos eran transparentes y un flujo de colores corría en su interior. Pero al ver su cara, sentí miedo, y con un grito interior le dije: «No». Y desapareció.
Cuando me vi solo, reflexioné con temor. Poco después, un hombre entró en el monasterio. Sus pies, al andar, parecían que no tocaban el suelo. Se acercó y, en silencio, se sentó junto a mí. «¿Qué buscas?», me preguntó. Su voz era baja y pastosa. «Qué buscas», repetí para mí. El sonido de las palabras se extendía sobre el silencio. Yo buscaba el descanso, pero la soledad y el silencio me atormentaban. «¿Conoces a Regina?», le pregunté, dirigiendo la mirada hacia él. No se volvió para mirarme. «Entonces no puedo ayudarte», respondió. Se puso de pie y caminó hacia la puerta. Corrí tras él y lo alcancé. Se detuvo y me miró. Su cara era suave. «No sé lo que busco; tal vez no lo sé…» Hablé con dificultad; miraba al suelo y movía la cabeza. Él regresó a la fuente y yo lo seguí. «Acuéstate y cierra los ojos», le oí decir. Vacilé un instante, pero le obedecí. Aunque sabía que soñaba, todo estaba impregnado de realidad. Sus dedos me tocaron la frente. Un frío doloroso me atravesó. Su otra mano sujetaba mi garganta. Dos gotas tibias corrieron, bajando hasta mi sien, y las oí, una después de la otra, al caer al suelo. «¡Abre! ¡Abre!», escuché. Separé los párpados: todo se había transformado. Avanzaba, desvaneciéndome, en la oscuridad y atrás quedaba un hilo. Delante, suspendido en el aire, brillaba un cuerpo. Parecía una enorme moneda. Recordé que soñaba.
Me desperté. Se levantaba el sol, y sus rayos entraban por la puerta. Un rumor intenso me hizo levantarme. Corrí y, al pasar bajo el dintel, vi que estaba cubierto de insectos blancos y diminutos. «Termes», pensé. Di unos pasos más y un sonido sordo se produjo a mis espaldas. Me volví para ver qué sucedía, y luego corrí hasta llegar al pueblo, sin detenerme.
Para Salvador Aguado-Andreut
El hijo del brujo
Cerca del centro de la plaza, a la sombra de un árbol, un grupo de hombres se había reunido. Uno de ellos, su piel pálida y verdosa, parecía que describía una intrincada pelea. Era casi imposible entender sus palabras; sus ademanes eran amplios y violentos: se tocaba la cara, bosquejaba los párpados, mostraba el pecho, y una larga cicatriz que le atravesaba el vientre.
Más tarde por la noche, alguien explicó que aquel hombre era un brujo, y que esa tarde había narrado la historia del nacimiento de su hijo. Había dicho que una mañana, cuando se inclinaba para beber en el río, había visto su cara reflejada en la corriente. Estaba transformado: sus ojos se veían rasgados, y su boca se confundía con su nariz. Sacudió la cabeza, y volvió a verse tal y como era. Un dolor había comenzado a traspasarle. Con dificultad, a ratos arrastrándose, subió por el sendero y llegó hasta una caverna. Entró y se quedó allí, sin aliento. Miró o alucinó una llama que ardía en su abdomen; se inclinaba hacia el este, aunque no soplaba el viento. Permaneció ahí en la oscuridad durante siete días, sin comer, sin beber, sin moverse. Una mañana, antes del alba, fue visitado por dos mujercitas del tamaño de una cabeza. Danzaron las dos, o pelearon, frenéticamente sobre su vientre. Al final una de ellas yacía sin vida, junto a su ingle. Entonces la otra le abrió el vientre al brujo con un cuchillo de piedra, y se hundió en la herida, llevándose con ella el cuerpo de la otra. Cuando ya el brujo se creía muerto, un pájaro como una luz salió volando de su vientre. Describió un círculo blanco y después uno rojo sobre su cuerpo, y desapareció allá lejos en el cielo.
Una creencia popular
I
Es una creencia popular: los hombres de gran éxito no tienen la conciencia limpia. Solía decirlo un italiano que visitaba el café Roma los domingos. Hacía una pausa, cerraba los ojos y agregaba: «Tienen tratos con el Diablo, o alguien parecido». Su público asentía.
Después de beber una botella de vino tinto él solo, don Alessandro —ése era su nombre— confesaba. Su padre había sido sumamente rico. Luego sacaba del bolsillo una billetera, y de ésta extraía la foto del padre. «Era muy orgulloso», decía, y podía oírse una queja en su voz.
Cuando joven, su padre había estado en el África del Norte. Allá, en el café Al Hafa, Hass