Índice
Portadilla
Índice
Cita
Think outside the box
The pause that refreshes
Wassup?!
Empowering people
Because you’re worth it
Ideas for life
Setting the standards
Choose freedom
Be all that you can be
We’re moving beyond documents
The makeup of makeup artists
Never stop exploring
Wireless made simple
One world. One vision
Guaranteed to keep you dry
Because health matters
Impossible is nothing
Connecting people
Sense and simplicity
They’re g-r-r-reat!
Bringing ideas to life
Intel inside
Snap! Crackle! Pop!
Unleash the beast
Your potential. Our passion
Solutions for a small planet
Come to Marlboro Country
Born to perform
The ultimate driving machine
We try harder
I’m lovin’ it
Performance in ironmaking
Affordable solutions for better living
Make. Believe
Share the fantasy
Connecting people
Kinder surprise!
Reach out and touch someone
Something special in the air
Because first impressions last
Live life to the max
The mark of a man
Once you pop you can’t stop
I go cuckoo for Cocoa Puffs!
Priceless
Listen and you will see
It’s your world. Take control
Born to perform
Healthy, beautiful smiles for life
Vitalizes body and mind
Because you’re worth it
Power to hit pain where it hurts
Get that good coffee feeling
Your potential. Our passion
It’s all about the customer
Taking care of business
Melts in your mouth, not in your hands
Just do it
The world, on time
You’ve come a long way, baby
Enjoy!
Epílogo
Nota de los traductores
Sobre el autor
Créditos
¿No te apetece sonreír? Entonces ¿qué se hace? Dos cosas: primero, oblígate a hacerlo. Si estás solo, oblígate a silbar o tararear o cantar una canción. Actúa como si ya fueras feliz, y te resultará más fácil serlo.
DALE CARNEGIE
Think outside the box
La caja de cartón ocupaba todo el palé sobre el que se hallaba, una superficie estándar de 1.168 × 768 milímetros. Medía su buen metro de alto y la habían cerrado con cinta de embalaje y unas resistentes tiras blancas de nailon.
Según el albarán, contenía mobiliario de oficina. Sin embargo, del interior salía un ruido raspante que, al cabo de un rato, se transformó en unos sonoros golpazos asestados contra el sólido cartón, cosa que acabó despejando todas las dudas sobre si la caja no alojaba en realidad a un ser vivo. Se oyeron unos gritos ahogados pidiendo auxilio pronunciados por una voz que, aunque inusualmente estridente, debía, a todas luces, pertenecer a un hombre. Por desgracia, no había nadie que pudiera oírlo; la estancia se hallaba vacía, y la iluminación, apagada. Las manecillas del voluminoso reloj que colgaba en la pared marcaban las seis y media de la mañana.
Se apreciaron unos golpes sordos, y las paredes de cartón se abombaron indicando que la persona allí encerrada trataba de salir. Al final el acartonado embalaje volcó y cayó al suelo. Era como ver romperse un huevo cúbico: un pie atravesó la tapa, seguido de un brazo y, a continuación, se asomó una despeinada cabeza. De pronto, las tiras de nailon cedieron con un chasquido seco y de la caja, junto con miles y miles de bolitas de poliestireno, salió rodando un individuo embutido en unas mallas negras. La electricidad estática hizo que las bolitas se le adhirieran al cuerpo. Además, se le habían introducido en la nariz y se le habían pegado a la lengua y al interior de las mejillas formando una masa pringosa. Incluso se le habían metido en la garganta, lo que le causó una tos tan fuerte que acabó dándole arcadas. Las bolitas colgaban en largos hilos de flema que salían de su boca mientras permanecía encorvado con las manos sobre las rodillas. Al cabo de un rato carraspeó y escupió en el suelo.
El hombre se enderezó y miró a su alrededor con los ojos entrecerrados. Después empezó a palpar las bolitas de la caja, mascullando insultos, hasta que dio con un par de gafas de sólida montura de pasta. Se las puso torpemente, y echó a andar a tientas en la oscuridad rumbo a la salida. Descubrió que una escoba bloqueaba la manilla. La quitó y abrió la puerta. La luminosidad matinal que se filtraba por la ventana de la sala le obligó a entornar los ojos.
—No, no, no… —gimió el hombre que acababa de estar empaquetado en una caja de cartón reciclado.
Tras tropezarse con una pila de hojas DIN A4, se golpeó en la espinilla con una silla ergonómica de oficina que yacía tirada en el suelo. Con creciente desesperación paseó la mirada a su alrededor. Se hallaba ante una oficina en ruinas: las pantallas de los ordenadores estaban destrozadas, mesas y paneles separadores volcados, y en el techo las lámparas pendían rotas de sus cables. Piezas sueltas de una impresora láser cubrían el suelo, y grandes agujeros salpicaban las paredes de yeso. En el centro de la moqueta se veía una mancha oscura que daba la impresión de ser sangre. Las marcas de sangre conducían hacia la puerta de entrada trasera, como si alguien hubiese sacrificado un animal en medio de la estancia para luego arrastrar el cadáver entre los escombros hasta los ascensores que llevaban al aparcamiento subterráneo.
El hombre descubrió un dispensador de agua que a ojos vistas había logrado mantenerse a salvo de aquel huracán que parecía haber arrasado la sala. La máquina llevaba un logo de la empresa Eden Spring y la adornaba un eslogan: «¡Aumenta tu capacidad creativa!». El individuo sostuvo con manos temblorosas un vaso de plástico debajo de la boquilla, pero todo lo que salió del pequeño grifo metálico al tirar de la manija fue un siseo. Alguien, sin conseguirlo del todo, había intentado romper el grueso cristal de la máquina de refrescos, situada junto al dispensador. Lo único que quedaba en ella era una lata de Bonaqua, agua mineral gasificada con sabor artificial a frutos del bosque. Halló unas monedas en el suelo y trató de introducirlas en la ranura con dedos torpes, pero se le cayeron y rodaron en todas direcciones. Al recogerlas, maldijo su suerte entre dientes. Hasta que tecleó el código numérico que correspondía al refresco de su elección no descubrió que la máquina, como todos los demás aparatos de la oficina, carecía de corriente eléctrica. La pantalla se presentaba gris plata y vacía, al igual que el cielo al otro lado de las ventanas. Se encaminó cojeando hacia un letrero que colgaba del techo indicando los aseos. En el grifo abierto del baño pudo por fin saciar su sed. Bebió durante rato y con avidez el agua, que salía tibia y tenía sabor a cloro. Después de mojarse la cara, se quedó parado delante del espejo contemplando su imagen. Al cabo de un tiempo se inclinó hacia delante para ver mejor.
Tenía entre treinta y cuarenta años. Detrás de la gruesa montura de pasta de sus gafas, los ojos se mostraban hundidos y sin brillo, rodeados por unos anillos violáceos. La piel estaba pálida, casi transparente, y la cubría una barba poco poblada. El pelo, rubio, se veía grasiento y enredado. La ropa interior térmica, que parecía un pijama, revelaba un par de brazos raquíticos y una incipiente barriga cervecera. El rostro se le arrugó en una mueca. Se rascó la entrepierna y, así, descubrió que llevaba puesto un pañal. Profiriendo maldiciones se despojó del mullido protector de incontinencia y lo tiró a la atiborrada papelera. Frunció la nariz por el cáustico hedor a pis mientras se quitaba la ropa para lavarse las axilas y el escroto con el agua tibia. Tanto el jabón como el gel desinfectante se habían acabado.
Regresó a la devastada sala de la oficina. Se puso a buscar entre los cajones de una de las mesas hasta dar con una bolsa de plástico, de la que sacó un par de chinos pulcramente doblados, una camisa azul claro y una americana. Se vistió en silencio. Metió los pies en unas botas tobilleras de ante negro. Los cordones se le rompieron al atarlos y farfulló un taco. Aunque se podía andar con ellas de todos modos.
El hombre que acababa de salir de la caja se dejó caer a plomo en un sucio sofá situado en los vestigios de aquel espacio que en las oficinas modernas solía llamarse «el lounge». Enterró la cara entre las manos, se sorbió los mocos pero no derramó lágrima alguna. Sus cavilaciones fueron interrumpidas por un plin procedente de los ascensores que había tras la entrada de la oficina. Se puso rígido al tiempo que aguzaba el oído. Las puertas automáticas del ascensor se abrieron y a continuación resonaron unos pasos que cruzaban el corredor que conducía a la entrada, seguidos por voces quedas y el ruido de restos de cristal roto aplastados por suelas de zapatos.
—¿Hola? —gritó alguien; una voz que parecía pertenecer a un señor mayor. Alguien que había venido a buscarlo—. ¿Jens Jansen? ¿Estás ahí?
The pause that refreshes
Todo empezó con un timbrazo de teléfono. Fue el factor determinante que desencadenó aquella curiosa serie de acontecimientos cuyo resultado fue que un tipo de incipiente mediana edad acabara empaquetado en una caja. Aconteció unos tres meses antes, poco tiempo después de las vacaciones. El teléfono se hallaba en una mesa atiborrada de vasos de cartón usados de la máquina de café. Nadie respondía.
En esa época, Jens Jansen llevaba una vida de clase media de lo más corriente; a simple vista del todo normal, afirmaría sin duda la mayoría de la gente. Vivía en un pequeño apartamento en Västmannagatan, en Estocolmo, con Mari, su pareja. Era licenciado en Ciencias Económicas y trabajaba como mando intermedio en una empresa de tamaño medio en el sector de la seguridad vial. Jens Jansen era gerente de marca —o «brand manager», como solían decir en la empresa— de Helm Tech, fabricante de cascos para montar en bici. Un brand manager diseña las estrategias y planes tácticos para la línea de un producto o una marca. Su cometido es informar a un brand group manager que a su vez informa a un marketing director.
El teléfono seguía sonando en la séptima planta de Infra Business Center, en el corazón mismo de Infra City, un anodino parque empresarial a las afueras de Estocolmo. La zona consistía en un centro comercial y unos cuantos bloques de oficinas ubicados junto a la muy transitada autopista E4, a mitad de camino entre Estocolmo y el aeropuerto de Arlanda. El área poseía una historia ya caída en el olvido: la construyó a principios de los años noventa y bajo el nombre de Centro GLG el promotor y emprendedor Göran Lars Gullstedt, un caballero conocido en su día no solo por frecuentar la jet set internacional sino también por codearse con el rey. El propio Gullstedt tenía previsto instalar su residencia en una suite de unos seiscientos metros cuadrados, que estaba proyectada para el último piso del enorme hotel de congresos que se alzaría veinticuatro plantas del suelo y luciría una flamante fachada acristalada. Pero los planes se frustraron. La crisis bancaria sueca arruinó al señor Gullstedt: en 1993 el juzgado de Eskilstuna lo declaró en quiebra personal, y le obligaron a entregar todas sus posesiones al banco, al que debía mil doscientos millones de coronas. Los nuevos propietarios cambiaron el nombre del complejo a Infra City. El letrero en azul y naranja, con el tipo Helvetica Thin, portó en su momento la promesa de un esplendoroso futuro global de alta tecnología. Hoy, en cambio, se hallaba cubierto por una capa de hollín, manchado por la contaminación de la autopista. Veinte años después de su construcción reinaba la crisis económica más grave que el mundo había sufrido desde la década de los treinta, y de aquella burbujeante vitalidad de jóvenes emprendedores en el mundo de la informática con la que habían contado los constructores no quedaba ni rastro. Se había conseguido alquilar algunas de las plantas a somnolientas sucursales de gigantescas empresas multinacionales; otras, a pymes suecas estancadas en sectores moribundos, pero la mayoría de los locales permanecían vacíos. El centro de congresos continuaba sin usarse, excepto cuando el ayuntamiento de Upplands Väsby, municipio anfitrión, echaba una mano y en un despliegue de buena voluntad —previo pago de una suma astronómica— situaba unas jornadas temáticas o unos cursos de formación en el desolado complejo. El enorme hotel de negocios, con su resplandeciente fachada a lo Dallas y sus doscientas treinta y seis habitaciones, apenas lo ocupaban frustrados viajeros internacionales que recalaban allí tras haber perdido su vuelo en Arlanda. Estos se dedicaban a emborracharse y a ligar unos con otros en el sobredimensionado bar del hotel, para luego pasar a las económicas habitaciones donde llevaban a cabo torpes encuentros sexuales, de los que se arrepentían con amargura al día siguiente.
En este entorno era donde Jens Jansen había pasado los últimos nueve años de su vida.
El teléfono sobre la mesa ya no sonaba. Solo se oía el ruido de fondo, de baja intensidad, del equipo de climatización. Normalmente, el recinto solía llenarse con el murmullo de voces, el traqueteo de las impresoras láser y el ronroneo de la máquina de café, pero ahora imperaba el silencio sobre los mil doscientos metros cuadrados de oficina abierta.
Al cabo de un momento, se oyeron los tonos apenas perceptibles de una melodía de piano, protegida por el derecho de propiedad industrial de uno de los grandes fabricantes de telefonía móvil. Solo una persona con un oído extraordinariamente fino habría sido capaz de localizar la señal melódica en uno de los cubículos del servicio de caballeros, detrás de la puerta central de las tres que había, para ser exactos. Lo único que revelaba que alguien acababa de visitarlo era el ligero aroma de un aftershave deportivo con toques cítricos: el Acqua di Giò de Armani. La loción preferida de Jens Jansen. Una fina capa de polvo de asbesto cubría el inodoro, el espejo y el lavabo, y aunque la estancia se hallaba vacía, se advertían ahogados ataques de tos. Procedían del techo. Si alguien hubiera levantado una de las placas acústicas para echar un vistazo en el estrecho espacio de allí arriba, se habría encontrado con Jens Jansen. Al igual que un asustado ratón de laboratorio fugitivo de su jaula, el brand manager de Helm Tech se agarraba con una mano a una escalera portacables de metal que se extendía por el techo, mientras con la otra intentaba desesperadamente acallar el soniquete de su móvil con unos dedos que se negaban a obedecerle. Tras haber estado a punto de dejar caer el teléfono, al final consiguió ponerlo en silencio y el ruido cesó.
La llamada que había provocado la huida de Jens Jansen a uno de los cubículos del baño para después llevarle a trepar al reducido hueco que había encima de las placas del techo, a fin de esconderse, procedía de la planta de entrada del edificio. Allí, además de una sala de conferencias y un salón de congresos, también había salas de reuniones nombradas según el alfabeto radiofónico internacional. En Delta se hallaba en esos momentos el director ejecutivo de Helm Tech, Karl Frid, con un teléfono apretado contra el oído y cara de pocos amigos, y delante de él estaban sentados los compañeros de Jens Jansen. Los de temperamento más nervioso cuchicheaban entre ellos, otros se refugiaban en las pantallas de sus smartphones, y algunos se limitaban a contemplar el vacío con ojos inexpresivos. Un consultor externo de desarrollo organizacional se dedicaba a borrar la pizarra blanca. Había llegado la hora de una nueva reorganización de una empresa lastrada por las pérdidas, y la asistencia a la reunión era obligatoria para toda la plantilla. En este último punto, Karl Frid había sido extremadamente claro, de modo que ¿dónde demonios se había metido Jens Jansen?
Wassup?!
—¿Jansen ha estado aquí esta mañana? —preguntó Karl Frid a sus empleados.
—¿Perdón? —replicó alguien.
Era Stefan York, un hombre de dientes protuberantes, embutido en un blanquísimo jersey de algodón en el que se hinchaban unos fornidos bíceps. Pegado a la oreja llevaba un auricular Bluetooth. Alzó las cejas, un gesto bien estudiado que pretendía comunicar sensibilidad y talante empático. Sin embargo, su constante y ruidosa masticación de Wrigley’s Extra con sabor a melón más bien le confería un aire de castor. Si se pidiera a los empleados de Helm Tech que rellenaran una encuesta anónima sobre las personas que más odiaban en su centro de trabajo, la probabilidad de que Stefan York se llevase la mayoría de los votos resultaba muy elevada. No obstante, lo más insoportable de su persona no era la sonora trituración de chicles ni sus intentos fallidos de transmitir algo que él mismo calificaba como «buen rollo». Todo eso se podría haber aguantado. No, el motivo por el que tantos compañeros le odiaban en secreto era el hecho de que todas las mañanas, sin excepción alguna, cuando aparecía jadeante por la oficina, portando un casco aerodinámico y unos pantalones de lycra que ceñían sus musculosos y bronceados muslos al tiempo que marcaban paquete, imitaba el viejo anuncio de una cerveza americana de consumo masivo. ¡Todas las mañanas!
—Wassup?
Exactamente esas palabras —what’s up?— las había pronunciado todas y cada una de las mañanas que habían transcurrido desde que el anuncio se emitió por primera vez durante la retransmisión de un partido de fútbol americano en el mes de diciembre de 1999. Dos años antes de que las Torres Gemelas se desplomaran en Manhattan. Antes de que Apple lanzara su iPod, cuando todavía se consideraba que el minidisc era el formato del futuro para almacenar música. Era una época en la que nadie había oído hablar de telerrealidad ni de Facebook. Todos los días durante once años:
—Wassup?
Luego tenía por costumbre pasear la mirada a su alrededor mientras olfateaba con una aparatosa vibración de sus aletas nasales hasta que algún compañero, normalmente Jens Jansen, se apiadaba de él y replicaba con un apagado suspiro:
—¿Wassup, Stefan?
Así ocurrió también el día en el que Jens Jansen desapareció.
Karl Frid, resuelto y ojeroso, colgó el teléfono con un golpe.
—Elisabeth, ¿puedes subir a buscar a Jansen, por favor?
Mientras los tacones repiqueteantes de Elisabeth Pukka abandonaban la sala, unas cuantas cabezas de pelo corto se giraron en dirección al sonido para posar los ojos en un culo que se contoneaba bajo una falda corta y ceñida. El sector masculino intercambió miradas cómplices. Acto seguido, no obstante, estas volvieron a fijarse en los smartphones, insensibles en apariencia a los estímulos exteriores; un comportamiento que hace apenas unos diez años se habría considerado como los primeros síntomas de una psicosis, pero que hoy en día ha dado lugar a una palabra de connotación positiva en el lenguaje corporativo tan dominante en Infra City: aquí a esa conducta profundamente asocial se la denominaba «multitasking».
Empowering people
Elisabeth Pukka cogió uno de los ascensores acristalados para subir a la séptima planta y buscar al desaparecido Jens Jansen. Entretanto, el consultor organizacional dibujaba en la pizarra con un rotulador rojo algo que se parecía a un carácter chino. Al terminar se volvió y, con gesto solemne, encaró a los empleados congregados en la sala de conferencias Delta:
—Wei Ji —pronunció despacio— es chino y significa «crisis».
Miradas cansadas se cruzaron con la del individuo bronceado que sin duda había pasado sus vacaciones en un lugar con mejor clima que el resto de los presentes. Sonrió desplegando una línea perfecta de dientes blanqueados. Un contundente reloj rodeaba la muñeca. La camisa estaba impecablemente planchada y el pelo lo llevaba engominado hacia atrás en lo que, en el barrio de las altas finanzas en torno a la plaza Stureplan, solía categorizarse como un peinado de triunfador. Resultaba patente que este hombre, entre los pálidos currantes de oficina que se alineaban delante de él, cuando menos desentonaba. También resultaba obvio que era consciente de ese hecho. El consultor dio unos relajados golpecitos en la pizarra con el rotulador mientras disparaba otra sonrisa seductora. Había realizado un procedimiento idéntico en otros cientos de empresas que se hallaban en crisis y necesitaban recortar la plantilla.
—Wei Ji está compuesto por dos signos, cada uno con su significado —continuó con semblante grave—. A saber: «peligro» y «oportunidad».
Antes de seguir, el experto organizacional dejó que un silencio meticulosamente calculado surtiera efecto.
—Y así es como debemos afrontar esta situación en la que nos encontramos en estos momentos. Como una oportunidad.
Karl Frid, el director ejecutivo, tragó saliva mientras paseaba la mirada a su alrededor con gesto nervioso. Nadie entre los presentes se molestó en señalarle al orador que acababa de caer en uno de los mitos más manidos del mundo empresarial. Daba igual, todos tenían claro a qué se refería. Cuando el jefe contrata a costosos asesores que alardean de una supuesta sabiduría oriental, todo el mundo sabe lo que aquello augura: otra reducción de gastos, nuevos recortes, y unos cuantos desgraciados que perderían sus puestos de trabajo y sus ingresos. Por tanto, aún más viviendas con hipotecas por las nubes se pondrían a la venta en un mercado inmobiliario ya inestable, se cancelarían vacaciones planificadas, y se dejarían para mejor ocasión las reformas de pisos. Pero durante el café del descanso nadie se atrevería a reconocer hasta qué punto sentían miedo, aunque muchos ya empezaban a notar el hedor de las fauces de la pobreza. ¿Cuánto tiempo podría subsistir la familia con una sola nómina? ¿Qué pasa si los intereses suben? ¿Nos tocará vender la casa? ¿Y qué pasará con los niños si tenemos que cambiarlos de colegio? La inquietud se iba propagando por la sala, cosa que, sin embargo, no inmutó lo más mínimo el alma de teflón del consultor, quien tras una breve disertación sobre la trascendencia del pensamiento positivo, con recurrentes referencias a culturas ancestrales y la gran sabiduría de estas, dio paso al tema de las entrevistas individuales, o el «personal business planning en tres fases», como prefería llamar a las ominosas reuniones previstas. Dentro de tres meses, los empleados de Helm Tech estarían en la calle y el experto en desarrollo organizacional habría podido facturar al diezmado y sufrido departamento financiero de la empresa más de un millón de coronas.
En el mismo instante en que el consultor intentaba persuadir a una plantilla no solo reacia sino casi al borde del pánico a hacer el saludo al sol, Elisabeth Pukka salió del ascensor en la séptima planta, la de Helm Tech. Tenía un rostro anguloso y andrógino, con unos labios finos y deslavados. Llevaba los ojos fuertemente maquillados y el pelo, negro como el azabache, recogido en una sobria coleta. Los tacones golpeaban el suelo del corredor y resonaban en el enorme patio de luces. Al acercar la tarjeta al dispositivo de control, este emitió un pitido; la puerta se abrió y entró. El ruido de sus pasos quedó amortiguado por la moqueta que se extendía por la estancia como un césped sintético, gris y cortado al ras. Se detuvo en el módulo que compartía con Jens Jansen y Stefan York. Este mobiliario constituía el departamento de relaciones públicas de la empresa. Frunció el ceño al ver el caos que había en la mesa de su compañero. La pantalla del ordenador estaba enmarcada por pósits de distintos colores y en el panel separador del módulo colgaba una idea de la futura campaña gráfica de Helm Tech: unas fotografías representaban dos huevos, uno provisto de un pequeño casco, el otro cascado contra el suelo. El eslogan de la campaña rezaba: «¿Cómo quieres que quede tu cabeza?». Elisabeth Pukka suspiró resignada, pero enseguida un ruido procedente del baño atrajo su atención.
—¿Jens?
Nunca se había molestado en respetar eso de caballeros y señoras. Cuando salía, tenía por costumbre entrar en los servicios de los hombres si la cola para los de las mujeres se hacía demasiado larga. Al menos cuando había bebido. La vida resultaba mucho más sencilla después de unas copas. Era plenamente consciente de que su consumo de alcohol entrañaba una conducta de riesgo. El alcoholismo estaba en su familia, por eso siempre contaba las consumiciones con celo y no se dejaba invitar nunca. Jamás pasaba de cuatro, y registraba a conciencia todas las salidas en su agenda: no se permitía más de una a la semana. En cualquier caso, nunca había entendido el porqué de todos esos rituales que se realizaban en el baño de señoras y que hacían perder tanto tiempo; además, que los hombres puestos en fila delante de los urinarios en aquella pestilente estancia se incomodaran ante la presencia de una mujer, que para más inri podía acabar divisando sus arrugados y flácidos miembros, le divertía de lo lindo. Abrió la puerta del baño de un violento tirón y en un sonoro sueco de Finlandia gritó:
—¿Es aquí donde te escondes? Estamos hasta el cuello de mierda. ¡En la sala Delta se están llevando a cabo ejecuciones públicas y TODO EL MUNDO tiene que asistir!
Se detuvo y aguzó el oído. Percibió algo