Las noches de Estrasburgo

Fragmento

libro-1

Índice

Portadilla

Índice

La ciudad

Nueve noches

I. Thelja

II. La de Tébessa

III. La abadesa

IV. El niño dormido

V. El río, los puentes

VI. El juramento

VII. La madre amarga

VIII. Antígona de arrabal

IX. Alsagelia

Nieve o el espolvoreado

Sobre la autora

Créditos

libro-3

La ciudad

Te quedaste vacío del eco de la cerámica azul.

FOROUGH FARROKHZAD

libro-4

 

1.

Los habitantes de la ciudad expulsados. ¿Expulsados? No. Prepararon su marcha en masa, hace meses ya, más bien desde hace dos o tres años. Desde la masacre de Guernica por los Messerschmitt alemanes.

La ciudad se encuentra más allá de la línea fortificada; la ciudad y también una franja de cuarenta aldeas. La ciudad, es decir, ciento cincuenta mil residentes o, mejor dicho, de diez a veinte mil menos, los que se marcharon con las alarmas del pasado mes de agosto. Con las aldeas, eso representa unas cuatrocientas mil personas. Todos, de pronto, fuera, en los adoquines o en las carreteras, son un ejército, una horda; un éxodo.

Los cuarteles, en cambio, siguen llenos a reventar de soldados, en su mayoría llegados de fuera. El personal mínimo entre los representantes municipales es militarizado —los que no tienen ya edad de ser movilizados—. Esas trescientas personas deben mantener el funcionamiento necesario de la electricidad, del gas, y tienen que encargarse de las rondas de guardia, una vez que se haya marchado la población. Habrá que alimentar a los soldados, con sus oficiales, en los acuartelamientos.

Prever dos o tres centros de aprovisionamiento —la tarea corresponde a dos cervecerías y una taberna—… Funcionará una unidad de avituallamiento en circuito cerrado, es decir, de modo clandestino.

*

Los reclutas esperarán al enemigo: dos días, ocho días, más tal vez; el majestuoso puente sobre el Rhin mantiene al soldado centinela por encima de las aguas. Será él, el infante de bronce, el primero que verá al enemigo llegando a la otra orilla: poco después, tras su espalda y sus hombros, por encima del casco que cubre su cabeza, rodarán los carros (ciertamente no oirá sus sordos zumbidos), llegarán luego los jinetes y por fin, sobrevolándolos a todos, el enjambre de los bombarderos, los de Guernica, oscurecerá enseguida el cielo, volando muy alto, al principio al menos. Negro cielo del alba, pues llegarán cuando se inicie el alba.

Menos de una hora después, se combatirá en la ciudad vacía. Los soldados, exasperados hasta entonces por haber estado demasiado tiempo en pie de guerra, gritarán: ¡por fin! Soldados alimentados en exceso: saldrán, con los oficiales y suboficiales a la cabeza, belicosos, casi alegres. La espera se habrá agotado. Lanzarán hacia delante sus jóvenes cuerpos vigorosos, contentos por fin de brincar —para muchos será su primer combate—. Se lanzarán, esos guerreros, ávidos del primer choque.

La furia: justo después del puente, bajo el cielo preñado por la nube de los bombarderos acercándose con falsa lentitud, como buitres, o águilas. El soldado de bronce, por encima de las aguas del río, percibirá por fin el rumor de la guerra, su monótono estribillo.

2.

Indiferentes a los hombres permanecerán las estatuas, las iglesias e, incluso, los puentes del Ill, así como las estrechas plazoletas, cálidas e íntimas a fuerza de haber sido abandonadas. Los pilotos de los Messerschmitt contemplarán ese desierto.

Ni siquiera la catedral, así rodeada, parecerá tan solemne: sus altos portales desaparecen ya tras los catafalcos de madera. Como si una extraña liturgia se hubiera preparado y esos preparativos no hubieran servido de nada… Las vidrieras no están allí, fueron puestas a cubierto; he aquí, tapadas, todas las aberturas del altivo campanario: corazón de encaje rosado de la ciudad al que esperas ver estremecerse y que los pilotos descubrirán envarado, almidonado; helado.

Estos podrían girar alrededor de la torre, atraídos por su tan celebrada elegancia de piedra: pero el rugido de los aviones enemigos («¿Por qué, por qué el cielo entero es suyo?», ¿quién gritará con esa desesperación?) no significará ya nada en tierra. Ni siquiera el espanto de los que se hayan acolchado en los sótanos, en las bodegas, como en 1870, casi setenta años atrás —como si fueran setenta días—. Tres generaciones antes no había aviones en ese lugar.

¿Acaso el cielo parece, ahora, demasiado poblado de acero, de zumbidos? Para qué si, en el suelo, solo las piedras siguen a la escucha. («¡Resistir, tenemos que resistir!», se exasperaban antaño los habitantes, guerreros, pero también los ancianos, las mujeres y los niños.) Ningún espanto se despliega ya, ni el menor respingo ante la tormenta. Ni resistencia; ni llantos, ni gritos: nada.

Los pilotos de los bombarderos, a sus mandos, giran, giran. Una fiesta aeronáutica en la que el público ha fallado —como si las invitaciones no hubiesen llegado, como si las participaciones revolotearan a lo lejos, como hojas muertas—; por lo demás es otoño, un otoño precoz.

Dos de septiembre de 1939. Esperan pues a los Messerschmitt, los carros, la caballería y la infantería germánica. ¿Dentro de tres días, dentro de ocho días? Los cuarteles crujen con la espera de los movilizados. Entre estos, una minoría ha llegado de las colinas y los pueblos vecinos; algunos, los menos, son originarios de la misma ciudad.

¡Y el alcalde es el piloto de un paquebote desierto! Es un socialista; le ayudan sus adjuntos y trescientos empleados, incluidos los vigilantes.

Las estatuas, en cambio, tienen ojos. Miran. Se asombran: el aire ha cambiado, imperceptiblemente; la luz que, antaño, brillaba cada día y danzaba para, poco a poco, debilitarse y ocultarse, se ha metamorfoseado ahora: una abstracción, según parece. Una vibración, casi inmóvil, la adorna; la irisa un momento. Sin embargo, en la pausa del mediodía, el esplendor del día se despoja de su duración.

Sí, las estatuas miran; por lo que al silencio se refiere, no lo han percibido enseguida. Antaño, al anochecer, un estremecimiento de seda resbalaba, petrificaba subrepticiamente seres y cosas; asimismo, justo antes del rocío que precede a la aurora, ese silencio se esfumaba, retrocedía varios pasos; luego se convertía, para el día que iba derramándose, en un secreto que algunos habitantes de aguzado oído percibían, algunos, entre ellos los ciegos, claro está…

¿Acaso las estatuas se habrían acostumbrado a ese modo de aproximación y de fuga a la vez? Ritmo algo más acompasado con el otoño, con algunos forte y algunos gravissimo al producirse las escarchas del invierno, de nuevo leve y casi gracioso con la irrupción de la primavera, en staccato luego, con una llegada marcial, en la opresión de los calores, preñados de tempestades y del peso del estío…

Las estatuas, esta vez, solo en este primer día, se han enfrentado a un mutismo extraño: como si debiera esculpirse en la vacuidad, vanamente. Como si fuera preciso luchar contra un enemigo invisible; o demasiado visible: omnipresente. Llegado sin que se le esperara, independiente de las estaciones, de las nubes, de los estratocúmulos del cielo sobre sus cabezas…

Un silencio que no hubiera entorpecido el decorado. Que hubiera prescindido del espacio, que lo ignorara, y sin embargo se hincha, se ahonda, hipérbole de un misterio perforado… ¿Acaso una mentira se acolcha allí, en todas partes y en ninguna? Y no sería del todo una ausencia: ¿una detención de quién, de qué?… Quien ha agotado los lugares, sin haberse apoderado de ellos, y son ellas, las estatuas de las plazas principales (que no saben aún que más tarde serán desmontadas, machacadas, llevadas al depósito, ¡deportadas!), y también las de los humildes jardincillos, las plazoletas olvidadas, e incluso las aladas figuras en los techos, todas están listas, en compañía de las más gloriosas, claro está, presidiendo cada cual en su pedestal, las que comprueban que el silencio se ha sentado allí, pesadamente, en su nuevo reino.

La ciudad está sumergida en ese vacío; emplomada.

3.

Los dos o tres días del éxodo por oleadas no se desarrollaron ni con alarma ni entre gritos. En esta ciudad grave no se desplegó terror alguno, como si un sudario imperceptible fuera sacudido lentamente sobre ella.

Lectura del primer cartel. Gente con los rostros levantados; huraños. Luego, los hombros caen de pronto para regresar a casa y prepararse enseguida. Una primera, una segunda silueta: no se adivina ni su sexo ni su edad. Solo se percibe la grieta de la primera inquietud.

Otros carteles, en la media hora siguiente, aparecen en algunas avenidas más amplias: la cola, visible aún, chorrea por la piedra gris del muro. Grupos de viandantes, dos o tres, pocas veces más, leen en adelante juntos, mascullando, un modo de departir entre ellos, al azar, las órdenes impresas en el papel: un anciano, que lleva una cartera medio cerrada en su mano derecha, una opulenta ama de casa de abultadas caderas, con un gran cuello blanco almidonado rodeando su rostro redondo y la cesta de la compra que ha caído, vacía, a sus pies. Lee, con los ojos muy abiertos, los labios que murmuran. Más allá, en otra esquina, una señora muy joven, elegante, lleva a cada lado un niño; se detiene ante el cartel húmedo; luego huye vacilando sobre sus altos tacones, arrastrando tras ella a los dos chiquillos, adelantando el rostro y sacudiéndolo para ocultar a los pequeños las lágrimas de su angustia…

Ante el mismo cartel, un perro vagabundo olisquea al pie del muro algún súbito peligro… Una pareja de viejos llega, poco después, con breves pasos; del otro lado de la acera por donde han surgido cruzan y, luego, se detienen; levantan sus cabezas, en un movimiento sincrónico, como dos bolas. Son bajos, rechonchos, se pierden en unas capas o, más bien, en unos abrigos informes, de un negro apagado; unidos por un extraño parecido; no son forzosamente unos esposos jubilados, tal vez sean hermano y hermana. Repetitivo movimiento de sus cabezas redondas, sin gorra, levantadas, adelantando la nariz y el mentón, vueltas a bajar luego. El hombre lleva gafas. Dialogan en voz baja.

El perro se va. Huye de su ruido: le han molestado, a él y a su seguro olfato. No puede ya poner a prueba la anónima amenaza, unida sin duda al olor de la cola, pero también a los desconocidos que, justo antes de que apuntara el día, han pegado el papel en la muralla. Han desaparecido.

*

Treinta kilos de equipaje, a eso se tiene derecho. ¿Qué tomar primero? La ropa de primera necesidad, una manta por lo menos, para el frío, los papeles sobre todo (los de identidad, claro está, eso se especifica, pero también los papeles de la casa —por qué hacerlo si los muros del alojamiento permanecerán allí, inmutables, ¿no es cierto?, salvo si comienzan los bombardeos y lo destruyen todo—, sí, llevarse los títulos de propiedad, como una sombra tranquilizadora que nos acompañe). Buscar las viejas fotografías, de la abuela muerta, imágenes de las vacaciones de infancia, del único tío que se ha quedado en la granja.

Alguien, con el rostro en la penumbra, las manos enfebrecidas, busca en un rincón de la mesa; habla a solas: «Sus cartas, todas sus cartas de amor, aunque se haya marchado, aunque haya vuelto con el marido… con esas palabras tiernas, nuestra única foto…». Dedos impacientes que encuentran, que se agarran. Partir con el corazón apaciguado: «¿Treinta kilos?, me basta con cinco; no regresaré nunca más; esta es mi oportunidad, la única que me ofrece por fin esta ciudad de la separación».

La joven madre con sus dos niños está sentada en su casa, en un sofá bajo, en medio de todo un desorden de bolsas, de telas amontonadas. Se siente desalentada de antemano. ¿Qué es «la ropa necesaria»? Las pequeñas capas de los niños; sus vestidos, los de ella, pero ¿cuáles elegir? ¿Será soleado el otoño, cómo decidir…? ¿Acaso partir será vivir siempre fuera: no tendrán ellos frío? ¿Dónde van a dormir, mañana, pasado mañana?… Los papeles están en la caja, junto al estuche de las joyas: documentos del padre que se fue hace dos meses, estuvo entre los primeros movilizados. Y ha descrito su malestar, casi a diario; allí no habla con nadie, odia el uniforme… Su foto más reciente: «Un rostro de víctima —se dijo su mujer—, van a matarle, seguro»… Deja que el más pequeño, lloriqueando, le tire de la falda: ya se ve viuda de guerra… «Estaré sola en las carreteras… aquí o en otra parte… En otra parte, por lo menos, se encargarán de nosotros.» Piensa en su suegro, en Nancy, que se oponía a la boda; esta vez tendrá que acoger a sus nietos. Pero ella no pedirá nada; ¡irá a donde quiera el destino! El segundo niño llora también: forman un coro… Por un instante, piensa en ir a pedir consejo al cura de la abadía cercana: reunirse con los suegros en Nancy o, de lo contrario, decidirse a avanzar por las carreteras, anónimamente, con el equipaje… Se yergue animada por una energía convulsiva.

Fuera, un carillón desgrana algunas campanadas. Los pequeños callan. Silencio de las cosas: la confortable morada espera que la abandonen; armarios cerrados, cajones comprobados. Una pausa, la más larga, se inicia en la cocina. En su última comida, la madre canturrea, vuelve a mostrarse tierna con sus pequeños: su prisa ha desaparecido, olvidada tormenta. Siempre habrá tiempo, pasado mediodía…

Los dos ancianos que podían ser hermano y hermana están en su terraza, frente a un jardincillo. Hay una gran perra tendida en un rincón. La mujer se agacha junto a la bestia: hace dos días que está mal; solo bebe, no come. Se levanta sobre sus altas patas; sus lomos se estremecen; vuelve a caer al suelo… El hombre, medio agachado, murmura: «Para la gente de nuestra edad, el cartel es muy claro: hay que dirigirse a la estación más cercana: ¡nosotros no tendremos que andar!».

Su compañera no dice nada; pone su manchada mano en el vientre de la perra, la acaricia:

—No nos vamos —le dice al animal—. ¡No te dejaremos, Reina! No van a traer una ambulancia para ti. De modo que, ni hablar… Tómate tu tiempo para morir.

—¡Morir! —aúlla el viejecito con un gesto teatral del brazo, como si hubiera recibido un golpe fatal—. Contigo enseguida son todo grandes palabras, catástrofes —gruñe…

—¡No nos vamos! —repite, tozuda, la voz ronca de la mujer.

El anciano ha abandonado la terraza; corre directamente hacia su habitación, en el primer piso. Hacia la mesa del despacho. Abre cajones llenos de cartas, de antiguas medallas; sus pipas; sus viejas cartas muy bien ordenadas. Sus dedos hurgan, desordenan… ¿Por dónde comenzar? Tomarlo todo, sobre todo abandonarlas, a ambas, a la vieja y a la perra. De pronto se arroja en el sofá que hay detrás. Rompe a sollozar.

¡Solo, está solo! Fuera, una marejada de campanas agita el espacio… El viejo se levanta, sus temblorosas manos cubren a medias sus orejas. El estruendo se debilita. Fuera, piensa el anciano, sin duda las primeras filas de caminantes han debido de ponerse en marcha… Ellos van a retrasarse; por culpa de la perra. Masculla, en voz bastante alta:

—Voy a la estación, como han dicho para los de nuestra edad… Pediré una ambulancia, ayuda sanitaria. Vendré a buscarla con ellos… ¡Se la llevarán, a ella y a su animal!

Sale sin echar una mirada al desorden que deja tras de sí. Sufre; se compadece: «Soy yo quien va a morir en la carretera, o en el tren. No ellas: ni la una ni la otra». Quisiera llorar por él. ¡Que lloraran por él! Tienen un solo hijo. Detenido, condenado, con los autonomistas; no escribe ya. Les ha abandonado, a ellos, a sus padres, que ahora le necesitarían. Qué ingrato. Sus grandes ideas «políticas»… Cinco años de internamiento ya. ¿De qué han servido? Él y sus años de castillo. Y a ellos, a los viejos, helos aquí, huérfanos ahora.

Vuelve hacia la terraza. «Ella tiene razón —piensa súbitamente calmado—: ¡Quedarse con Reina! Ocultarse. Cerrar las ventanas de la calle, vivir del lado de la terraza…». Él, a pesar de su debilidad en las rodillas, volverá a trabajar el huerto. Lo cuidará… Vivirán en autarquía: dos semanas, dos meses si es necesario.

Fuera, los carillones no cesan. Unas campanas vigorosas se mezclan de nuevo con las cristalinas: es un verdadero concierto y le devuelve la serenidad. El viejo se acerca a la mujer: se ha dormido aovillada junto a la bestia que gime dulcemente, mira a su dueña con los ojos llenos de agua… «La perra vela por mi mujer —se dice enternecido—. Quedarse aquí, ni fuera, ni dentro. ¡Nos olvidarán! Debe de ser más de mediodía».

Primer día de la partida; de la no-partida.

4.

Fuera se forman, irregulares, las negras hileras de expulsados. Una andadura de termitera hace zigzaguear su trazado, atravesando primero las pequeñas arterias. Dibujan líneas desiguales, curvadas. No están compuestas solo por gente que va a pie: han tomado carretones de mano; algunos, simples bicicletas; de vez en cuando, una vieja camioneta o algún trasto demasiado lleno les sigue o les precede.

Más allá, se distingue entre los peatones todo un batiburrillo: algunos objetos de madera o acero, informes, erguidos como orgullosas esculturas, se mueven por encima de las cabezas.

Fruslerías, herramientas, instrumentos insólitos, algunos de colores chillones; y en medio, rostros sin mirada, caras de pavor: alguien lleva al hombro un gigantesco rastrillo que, a su espalda, abre un vacío; su sombrero encasquetado hasta la frente oculta sus ojos, pero el hombre escupe de vez en cuando, como un palurdo de la más apartada aldea; allí, una burguesa, enfundada como si se hubiera ataviado con varios vestidos, uno sobre otro. Justo detrás, una máquina de coser Singer llevada, con ambos brazos, por un mocetón bajo y robusto ante su ancho pecho: muestra el objeto como una estatua piadosa y avanza así, a pequeños pasos, por un viacrucis con tembloroso fervor. Más allá, en medio de otra hilera, aquel hombre, un coloso, blande un reloj del siglo pasado apoyado en la sangradura del codo y, con todo, una enternecida sonrisa amplía su rostro rubicundo: «¡Mi único tesoro!, mi memoria», está a punto de declarar.

Todos esos objetos anunciarían casi una inminente feria, una boda aldeana a la que estuviera invitada toda la multitud… Esos chirimbolos, irrisorios recuerdos, participarían en la fiesta; al menos si desaparecieran los rostros, las miradas, el mecánico aspecto de la marcha.

El ritmo ha surgido muy deprisa, machacón, en cuanto se ha constituido la primera hilera. La partida se ordena, casi a su pesar, en grupos de afinidades.

Los niños, por su parte, gritan, llaman; sus voces sin embargo se pierden. Un gato persa avanza o, más bien, se desliza por el aire, instalado en su cesto: dos niñas, gemelas, lo llevan juntas, con aspecto de mujeres enamoradas… Luego se mueven unos fardos, a la altura de unos hombros de hombre: son de todas clases, algunos enormes. En cuanto a los mocosos, a los más pequeños, apenas se distinguen, al principio, en los brazos desnudos de las mujeres silenciosas, o allí, en una cuna llevada por una adolescente que parece contenta de partir…

Aquel pilluelo —doce años como máximo, flaco, con aire

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos