1. La caída de Famagusta
Este libro trata de un viaje en el tiempo. Un tiempo que fue todos los tiempos para desaparecer después en el tiempo. Este libro trata, pues, de nosotros y ha de contar quiénes éramos. O mejor: quiénes dejamos de ser para desaparecer en el tiempo que fuimos y ahora buscamos entre nuestros objetos.
Tengo ante mí un caparazón de tortuga de tierra, una lámpara fenicia de aceite y una figurilla india de hierro que parece una deidad antigua de Asia Menor. Hay otros objetos sobre la mesa: el fragmento de un fósil, el colmillo de una foca, una piedra de Petra, otra —tallada— del Congo, una cuenta de vidrio de Java y un collar que podría pertenecer al ajuar de la reina Hatsepsut. La mayor parte de esos objetos tienen más valor por lo que representan que por lo que son. En eso se parecen a los recuerdos. Hace muchos años que me acompañan. Como el perfumero de Murano del XIX, la efigie en latón y vidrio del león de San Marcos, una fotografía de Jane Birkin desnuda, otra en blanco y negro de Ezra Pound y una tabaquera art déco. Pecios que una manera de entender la vida y la escritura ha ido dejando a mi alrededor. Así también debe leerse este libro: desde la autenticidad de lo primitivo; desde el conocimiento de lo moderno; desde la elección allí donde la vida no deja elegir.
Ésta es también la historia de dos ciudades y una juventud. Ésta es la historia de una Palma que desapareció y una Barcelona que no existe. Una historia que arranca en el tiempo de nuestros padres y continúa y muere en el tiempo en que borramos a nuestros padres de la historia que empezábamos, solos, a escribir. No llegó a una década, pero fue una época prodigiosa: tiempo de bengalas y espeleología. Palma, la inmutable y Barcelona, la cambiante, sus escenarios. Los suelos quedaron llenos de cenizas, pero valió la pena. Ésta es la historia de dos ciudades, pero empieza en otra ciudad distinta, que es la ciudad donde desembocan todas las historias. La ciudad es París; el tiempo no importa, como no importa casi nada de lo que ocurra ahora, si lo comparo con lo que ocurrió entonces.
París, primera hora de la mañana, la luz gris y la rue de l’Odéon. Un rumano pasa por debajo del hotel, el acordeón al hombro, y toca los primeros compases de Non, je ne regrette rien. Yo tampoco, pero porque no sé de qué debo arrepentirme, ni adónde debo ir para reconocer mis pecados. No existe tal lugar y tampoco las personas que lo habitaron, mes semblables, mes frères. Sólo su música. Sólo existe su música y nunca dejé de vivir en ella, como aquel que escribe para retener el tiempo que ya no existe. Aún hoy, cuando estallan en voces el órgano y los timbales de Ummagumma —el final de A Saucerful of Secrets—, también un fragmento de mí estalla ahí dentro. Aún hoy. Aún hoy, cuando huelo humo de hash por la calle, un rastro de patchouli incluso, hay algo que se detiene en el tiempo. Los perfumistas de París lo usan a veces, el patchouli, pienso, mientras el silencio de la calle va alterándose no sólo por esos compases de la canción de la Piaf, sino por el ruido de los coches que doblan junto al Café Danton y circulan por el Carrefour de l’Odéon en dirección a Saint-Sulpice.
Cuando pienso en aquel tiempo, tengo la impresión de ser el radiotelegrafista de un carguero perdido en el océano, hablando frente al aparato de radio. Hablar a un vacío que nunca responde y nunca, lo sabes, ha de responder. Pero hay veces que sí: voces de onda larga que procedieran del espacio, de la estación Mir, por ejemplo, vacía y abandonada. Esas voces como músicas que se mezclan: una gitana húngara que canta y la voz oscura de Frank Zappa, atravesando juntas un fragmento del cosmos, la herencia de nuestra vida entonces, su memoria… Su memoria flotando en la soledad de ese cosmos mientras la Tierra sigue su curso rotatorio, al margen de esos sonidos, al margen de todo lo que fuimos, al margen también de lo que llegamos a ser. Cuando pienso en aquel tiempo, veo la camisa de flores de Jimi Hendrix, no las cavas de jazz y tampoco los jerséis negros de cuell