La mitad de la verdad (Un caso del fiscal Szacki 2)

Fragmento

libro-5

 

Miércoles, 15 de abril de 2009

Los judíos celebran solemnemente el séptimo día de las fiestas de la Pésaj y recuerdan el paso a través del Mar Rojo, mientras que para los cristianos es el cuarto día de la Octava de Pascua. Para los polacos este es el segundo de los tres días de luto nacional decretados tras el incendio de un albergue social en Kamie´n Pomorski, en el que fallecieron veintitrés personas. En el mundo del fútbol internacional, Chelsea y Manchester United pasan a las semifinales de la Liga de Campeones; en el mundo del fútbol polaco, unos cuantos hinchas del ŁKS de Łód´z están acusados de fomentar el odio hacia las minorías nacionales, tras lucir unas camisetas en las que se leía un ofensivo juego de palabras referente a otro equipo de la ciudad, el Widzew, en el que se mezclaba el nombre del club con el término «judío». La Dirección General de la Policía presenta el informe del mes de marzo sobre criminalidad, que ha aumentado en un once por ciento con respecto a marzo de 2008. La policía comenta: «La crisis va a obligar a la gente a cometer delitos». En Sandomierz ya ha obligado a la dependienta de una carnicería a vender tabaco de contrabando bajo cuerda; la mujer ha sido detenida. En la ciudad hace el mismo frío que en el resto del país, la temperatura no supera los 14 grados, pero aun así es el primer día soleado tras la gélida Semana Santa.

libro-6

1.

Está claro que los espíritus no salen a medianoche. A medianoche aún no se han acabado las películas vespertinas de la tele, los quinceañeros piensan intensamente en sus profesoras, los amantes recuperan fuerzas antes de hacerlo otra vez, los viejos matrimonios conversan con gran seriedad acerca de lo que ocurre con la economía familiar, las buenas esposas sacan el bizcocho del horno y los malos maridos despiertan a los niños cuando tratan de abrir la puerta al volver a casa borrachos. Hay demasiada vida a medianoche como para que los espíritus de los muertos puedan asustar como es debido. De madrugada la cosa es distinta; a esas horas hasta los empleados de las gasolineras se echan una cabezada y la luz grisácea empieza a sacar de la penumbra a seres y objetos cuya existencia ni siquiera sospechábamos.

Iban a dar las cuatro de la mañana, el sol saldría una hora después, y Roman Myszyński se esforzaba por no quedarse dormido en la sala de lectura del Archivo Nacional de Sandomierz, rodeado de muertos. Tenía a su alrededor pilas de libros parroquiales del siglo XIX, pero a pesar de que la mayoría de los registros hacían referencia a momentos alegres de la vida, y aunque había más bautizos y bodas que actas de defunción, notaba un permanente olor a muerte junto a él. No podía dejar de pensar que todos aquellos recién nacidos y recién casados llevaban ya varias décadas criando malvas y que el único testimonio de su existencia eran aquellos libros polvorientos y raramente consultados. En cualquier caso, esas personas en concreto eran afortunadas, teniendo en cuenta cómo había tratado la guerra a los archivos polacos.

Hacía un frío de mil demonios. Se había acabado el café del termo y el único pensamiento que Myszyński acertaba a componer era el de abroncarse por haber tenido la estúpida idea de crear una empresa dedicada a las búsquedas genealógicas, en lugar de aceptar un puesto como profesor ayudante. En la universidad no pagaban mucho, pero sí con regularidad, y además tenía seguro médico; todo eran ventajas. Y más en comparación con las escuelas donde habían terminado trabajando sus compañeros de promoción, en las que el sueldo era igual de malo, pero que contaban con el «aliciente» de una frustración permanente y de las amenazas de los alumnos.

Miró el libro que tenía abierto ante sí y leyó una frase escrita con hermosa caligrafía por el sacerdote de la parroquia de Góry Wysokie —a la que en aquella época pertenecía la localidad de Dwikozy— en abril de 1834: «Ni los solicitadores ni los padrinos saben leer». Ahí terminaba el asunto del origen nobiliario de Włodzimierz Niewolin. Y por si alguien pudiera todavía pensar que quizá el padre del tatarabuelo de Niewolin había bebido demasiado el día anterior, tras el convite para anunciar la buena nueva, su profesión despejaba las dudas: campesino. Myszyński estaba convencido de que en cuanto encontrara el acta de matrimonio descubriría que la mujer mencionada en la partida de nacimiento —Marjanna Niewolin, quince años menor que su esposo— era una sirvienta. O quizá viviera todavía con sus padres.

Se levantó y se estiró con ganas, y al hacerlo movió con los dedos una vieja fotografía de antes de la guerra colgada en la pared, una imagen de la plaza Mayor de Sandomierz. La colocó bien y pensó que la plaza de la postal tenía un aspecto distinto al de la actualidad. Más modesto. Miró por la ventana, pero las fachadas de la plaza, visibles al final de la calle, estaban envueltas en la oscura niebla del amanecer. Qué tontería, por qué iba a tener la plaza un aspecto diferente, de qué le valía pensar en tales cosas; lo que debía hacer era ponerse a trabajar si quería reconstruir el pasado de Niewolin y llegar a la una a Varsovia.

¿Qué más le quedaba por encontrar? El acta de matrimonio no debería ser un problema y las partidas de nacimiento de Jakub y Marjanna también acabarían por aparecer. Por fortuna, la época de la Polonia del Congreso fue bastante buena para los investigadores de archivos. Desde comienzos del siglo XIX, y gracias al Código Napoleónico, en el Ducado de Varsovia las parroquias debían redactar dos copias de todos los documentos de registro civil y enviar una al Archivo Estatal. Más tarde esta norma sufrió cambios, pero aun así estaba muy bien. En Galitzia la cosa era peor, por no hablar de las antiguas Tierras Orientales, un verdadero agujero negro genealógico; sobre ellas solo quedaban algunos restos de actas en Varsovia, en el Archivo Zabużański[1]. En resumen: con Marjanna, nacida hacia 1814, no debería haber ningún problema; y en cuanto a Jakub, los años finales del siglo XVIII aún fueron buenos, los curas tenían mejor educación y los libros se conservaban bastante enteros, menos los de algunas parroquias excepcionalmente descuidadas. Sandomierz contaba con la ventaja de que durante la última guerra no lo habían incendiado ni los alemanes ni los soviéticos. Las actas más antiguas procedían de los años ochenta del siglo XVI. Antes de esa época el rastro se perdía, porque hasta el Concilio de Trento a la Iglesia católica no se le ocurrió guardar un registro de sus feligreses.

Se frotó los ojos y se inclinó sobre los documentos que tenía esparcidos ante sí. Necesitaba las actas de matrimonio de la localidad de Dwikozy de los dos años anteriores, y quizá de paso buscara a la madre del tatarabuelo. De soltera Kwietniewska. Vaya, vaya. En la cabeza del investigador se activó un pequeño timbre de alarma.

Habían pasado dos años desde que creó la empresa Złoty Korzeń («La Raíz Dorada»), desoyendo las advertencias de todo el mundo. La idea se le había ocurrido mientras reunía material para su doctorado en el Archivo Central de Documentos Antiguos, cuando empezó a cruzarse con personas de mirada febril, que buscaban sin pericia información acerca de sus antepasados y que intentaban trazar su árbol genealógico. A un chico lo ayudó por lástima, a una chica en atención a la impresionante belleza del busto que lucía, y por fin, a Magda, porque resultaba encantadora con esa enorme lámina con su genealogía, que parecía el Árbol de Jesé. La cosa terminó con Magda y su lámina viviendo durante seis meses en casa de él. Cinco meses más de lo debido. Se marchó con lágrimas en los ojos y sabiendo que su tatarabuela Cecylia era bastarda, pues había sido la comadrona quien la había llevado a bautizar en 1813.

Entonces pensó que podría aprovechar aquella locura genealógica y vender su habilidad para rebuscar en los archivos. Cuando fue a registrar su negocio, se encontraba demasiado emocionado por la idea de convertirse en detective de la historia y no cayó en la cuenta de que el nombre Złoty Korzeń iba a provocar que todos y cada uno de los clientes preguntaran primero si tenía algo que ver con el famoso nadador[2], y después se esforzaran por hacer algún chiste de mal gusto.

Como si se tratara de una novela negra, al principio lo que más hacía era esperar alguna llamada de teléfono y quedarse embobado mirando el techo, pero finalmente los clientes aparecieron. Llegaron los encargos, los casos se sucedían, cada vez había más clientes, aunque por desgracia la mayoría de ellos no eran morenas de largas piernas con medias. Estaban divididos principalmente en dos tipos. El primero era el de los gafotas acomplejados con chalecos de lana, con una expresión en la cara que decía «pero ¿yo qué he hecho?», a quienes las cosas no les habían salido bien en la vida y ahora tenían la esperanza de encontrarle un sentido y un valor a su existencia en antepasados que ya se habían descompuesto mucho tiempo atrás. Escuchaban con humildad y alivio la información de que eran descendientes de Don Nadie de Ninguna Parte, como si ya contaran con que iban a recibir ese golpe.

El segundo tipo, como Niewolin, dejaba claro desde un principio que no pagaba por la información de que procedía de una familia de carreteros borrachos y viejas rameras, sino por encontrar unos antepasados nobles, su escudo de armas y un lugar adonde pudiera llevar a sus hijos y contarles que allí se alzaba la mansión donde el bisabuelo Polikarp se curó las heridas sufridas durante el levantamiento. Durante cualquiera de los levantamientos de la historia polaca. Al principio Roman se mostraba completamente sincero, pero después pensó que, en definitiva, aquello era una empresa privada, no un instituto de investigación. Ya que encontrar a nobles significaba gratificaciones, propinas y nuevos clientes, encontraría a nobles. Si alguien tuviera que formarse una opinión sobre el pasado de Polonia basándose solo en los resultados de sus indagaciones, llegaría fácilmente a la conclusión de que, en contra de las apariencias, no se trataba de un país de campesinos primitivos sino de señores distinguidos, o, como poco, de prósperos burgueses. A pesar de distorsionar los datos, Roman nunca mentía; lo que solía hacer era investigar las ramas adyacentes de la familia hasta dar con algún dueño de una gran propiedad.

Lo peor era encontrar a un antepasado judío. Nadie parecía aceptar la explicación histórica de que en la Polonia de entreguerras los judíos constituían el diez por ciento de la población y por eso resultaba posible topar con un antecesor de religión hebrea en especial en las tierras de la Polonia del Congreso y en Galitzia. Le había ocurrido dos veces. La primera, le pusieron a caer de un burro. La segunda, estuvieron a punto de pegarle; al principio no podía salir de su asombro, pero estuvo un par de días dándole vueltas y llegó a la conclusión de que el cliente siempre tiene la razón. Normalmente mencionaba el asunto durante el primer encuentro y, si el tema provocaba un exceso de emociones, enseguida se mostraba dispuesto a esconder bajo la alfombra al antepasado judío. Pero era algo que sucedía en muy raras ocasiones: el Holocausto había talado la copa del árbol genealógico hebreo.

Sin embargo, a veces se presentaba alguno, como Marjanna Niewolin, de soltera Kwietniewska[3], que aparecía en aquellos documentos del siglo XIX. No era una regla fija, pero a menudo los apellidos formados a partir de los nombres de los meses pertenecían a conversos, que tomaban como referencia el mes en que se celebraba el bautizo. Pasaba igual con los apellidos basados en los días de la semana o los que empezaban por la palabra nowa («nueva»). También el apellido Dobrowolski podría indicar, por su etimología, que algún antepasado había cambiado voluntariamente la religión judía por la fe cristiana. A Roman le gustaba pensar que detrás de aquellas historias estaba el amor; que la gente, cuando tenía que optar entre religión y sentimientos, elegía estos últimos. Y como el catolicismo era la religión dominante en la Serenísima República de Polonia, normalmente las conversiones se realizaban en esta dirección.

En realidad podía dejar de seguir ese rastro, ya resultaba suficientemente sorprendente que las raíces documentadas de Niewolin llegaran tan lejos. Pero el caso era que sentía curiosidad, y además le ponía nervioso el cabronazo aquel, que iba por ahí enseñando su anillo de sello con un espacio para grabar el escudo de armas.

Roman abrió una de sus herramientas básicas, el Diccionario Geográfico del Reino de Polonia y de otras naciones eslavas, que tenía escaneado en su portátil. Se trataba de una monumental obra de finales del XIX donde estaban descritas prácticamente todas las villas que se hallaban dentro de las fronteras polacas antes de las particiones. Buscó Dwikozy y se enteró de que era una aldea con una hacienda que había pertenecido al clero, con 77 casas y 548 habitantes. Ni una palabra sobre comunidad judía alguna, cosa natural si se tiene en cuenta que normalmente regía la prohibición de que los judíos se asentaran en las posesiones de la Iglesia. Así pues, si Marjanna provenía de una familia de conversos de la zona, había que buscar en Sandomierz o en Zawichost. Pasó las páginas y vio que en Sandomierz había cinco posadas judías, una sinagoga, 3.250 católicos, cincuenta ortodoxos, un protestante y 2.715 judíos, mientras que en Zawichost, de los 3.948 vecinos, 2.401 reconocían profesar la religión hebrea. Bastantes. Miró el mapa. Su intuición le decía que apostara por Zawichost.

Ahuyentó la idea de que estaba perdiendo el tiempo, se levantó, hizo algunas sentadillas, torció el gesto al oír cómo le crujían las rodillas y salió de la sala. Le dio al interruptor de la luz en el pasillo pero no ocurrió nada, siguió a oscuras. Lo intentó dos veces más sin éxito. Miró a su alrededor, indeciso. Aunque era un veterano en lo de pasarse las noches en los archivos, se sintió intranquilo. El genius loci, pensó, y suspiró como apiadándose de su tendencia a fantasear.

Se impacientó, volvió a darle al interruptor y, después de un par de centelleos, la luz mortecina de los fluorescentes inundó las escaleras. Roman miró hacia abajo, hacia la gran puerta con arcada gótica que comunicaba la parte administrativa con el archivo. Tenía un aspecto, por así decirlo, amenazador.

Carraspeó para romper el silencio y bajó las escaleras, pensando que el hecho de que el archivo de Sandomierz se encontrara en el edificio de una sinagoga del siglo XVIII le otorgaba un saborcillo curioso al caso de Niewolin y la madre de su tatarabuelo, la conversa con apellido de soltera Kwietniewska. La sala de lectura y las oficinas de los empleados se hallaban en un edificio anexo al templo donde en tiempos estuvo el kahal, el órgano administrativo de la comunidad judía. Los documentos en sí ocupaban el espacio de oración principal de la sinagoga. Era uno de los lugares más atrayentes que había visto en su carrera como detective del pasado.

Al llegar abajo empujó la pesada puerta de hierro, cubierta de tachuelas. Notó el impacto del olor a nogal del papel viejo.

La antigua sala de oración tenía la forma de un gran hexaedro regular, que había sido adaptado a las necesidades del archivo de un modo interesante. En el interior habían construido otro cubo, de paredes caladas, hecho de pasarelas, escaleras y, en especial, estantes, todo metálico. El cubo era solo un poco más pequeño que la sala, uno podía rodearlo siguiendo los muros de la misma; o entrar en su interior, donde había un laberinto de estrechos pasillos; o bien subir a los niveles superiores y allí zambullirse en los documentos antiguos. La estructura parecía una especie de bimah enorme, en la que en lugar de la Torá se estudiaban documentos acerca de nacimientos, bodas, impuestos y sentencias. La burocracia como libro sagrado de la era moderna, pensó Roman. Rodeó la estructura sin encender la luz, tocando con la mano el frío revoque del muro. Llegó así hasta la pared oriental, donde unas décadas atrás aún se guardaban los rollos de la Torá, en una hornacina llamada arón ha-kodesh. Roman encendió la linterna. La luz atravesó las abundantes partículas de polvo que flotaban en el aire y de la oscuridad surgió la imagen de un grifo dorado que sujetaba entre sus garras una lápida con un texto en hebreo. Supuso que se trataba de una de las Tablas de la Ley. Dirigió la luz hacia arriba, pero las policromías situadas más cerca del techo siguieron envueltas en tinieblas.

Subió hasta el nivel más alto por las empinadas escaleras de chapa perforada, acompañado por el ruido metálico de sus pisadas. Se encontraba casi junto al techo. Caminando entre estanterías llenas de documentos, empezó a contemplar a la luz de la linterna las representaciones de los signos del zodíaco que adornaban la parte superior de la sala. Frunció el ceño al ver un cocodrilo. ¿Un cocodrilo? Miró el símbolo que había al lado —Sagitario— y comprendió que el cocodrilo era Escorpio. Quizá tuviera alguna justificación. Recordó que en el judaísmo no se permitían las imágenes de personas; en cambio, cuando se acercó a Géminis comprobó que los gemelos sí estaban representados por figuras humanas, aunque sin cabeza. Notó un escalofrío.

Pensó que ya era hora de terminar la excursión, más aún porque acababa de descubrir a Leviatán enrollado alrededor de un ojo de buey. El espíritu de la muerte y la destrucción rodeaba una mancha de luz grisácea, como si se tratara de la entrada a su reino submarino, y a Roman le cambió el humor. Sintió la repentina necesidad de irse del archivo, pero en ese momento advirtió con el rabillo del ojo un movimiento al otro lado de la ventana circular. Introdujo la cabeza en el interior del monstruo, pero poco pudo ver a través de los cristales sucios.

Al otro lado de la sala chirrió una tabla de la tarima. Roman se sobresaltó y se golpeó dolorosamente la cabeza contra el muro. Soltó un taco y salió del ojo de buey. Otro chirrido.

—¡Hola! ¿Hay alguien ahí?

Alumbró con la linterna en todas direcciones, pero solo vio actas, polvo y signos del zodíaco.

Escuchó otro chirrido, esta vez justo a su lado. A Roman se le escapó un grito sordo. Tardó un rato en serenar su respiración. Genial, pensó, debería dormir aún menos y beber aún más café.

Con paso enérgico, se dirigió a las empinadas escaleras a través de una pasarela metálica; una fina barandilla la separaba del oscuro agujero que se abría entre ella y la pared. Como el nivel superior de la estructura se hallaba a la altura de las ventanas por las que entraba en la sala la luz del día, Roman pasó junto a unos extrañísimos artilugios que se usaban cuando había que abrirlas o limpiarlas. Se trataba de una especie de plataformas levadizas, que en ese momento estaban en posición vertical. Para llegar a la ventana había que soltar una gruesa cuerda y bajar la pasarela de manera que quedara junto a la pared. Roman pensó que era un mecanismo bastante peculiar: después de todo, la estructura metálica con los documentos no se iba a mover de allí, y mucho menos los anchos muros de la sinagoga, así que podrían haberlos unido permanentemente. La imagen le recordó a un barco con las pasarelas levantadas y listo para zarpar. Recorrió el artefacto con la luz de la linterna y luego siguió hasta las escaleras. Ya había empezado a bajar cuando un gran estruendo inundó la sala, una sacudida atravesó los escalones y él perdió el equilibrio, y si no cayó fue solo porque se agarró con ambas manos a la barandilla. La linterna se le había escapado y se había apagado al rebotar contra el suelo.

Roman se incorporó; el corazón le latía a mil por hora. Echó rápidamente un vistazo a su alrededor. Una leve histeria se había apoderado de él. Se había caído la plataforma junto a la que acababa de pasar. La miró, jadeando con dificultad. Al final le dio la risa, porque era cosa de la física, no de la metafísica: había debido de tocar algo sin querer. Así de simple. De todas formas, se prometió no volver a trabajar entre todos aquellos tataramuertos después de anochecer.

Un poco a tientas, se acercó hasta la plataforma levadiza y agarró la cuerda para devolverla a la posición vertical. Se había atascado, por supuesto. Se subió de rodillas al vano de la ventana jurando en arameo. La ventana daba a los mismos arbustos que el ojo de buey custodiado por Leviatán.

El mundo exterior constituía en ese momento la única fuente de luz y era una luz sumamente pobre. En el interior no se podía ver apenas nada; en el exterior, la primera claridad de la mañana se había convertido en un amanecer primaveral, aún tímido, y de la oscuridad iban emergiendo los árboles, el fondo del barranco que rodeaba el casco viejo de Sandomierz, los chalets construidos sobre la escarpa de enfrente y los muros del antiguo monasterio franciscano. La niebla negra había pasado a ser niebla gris, el mundo era borroso e impreciso, como si se reflejara en agua jabonosa.

Roman miró el lugar donde antes había visto que se movía alguna cosa, unos arbustos justo al lado de los restos de un antiguo muro defensivo. Aguzó la vista; algo de gran blancura destacaba entre un mar gris. Frotó el cristal con la manga, pero puesto que parecía evidente que la existencia de un mecanismo tan sofisticado como la plataforma levadiza no había animado a nadie a limpiarlo más a menudo, lo único que consiguió fue extender el polvo.

Abrió la ventana y parpadeó cuando el aire frío le dio en la cara.

Como una muñeca de porcelana flotando en la niebla, pensó Myszyński al ver el cadáver que yacía junto a la sinagoga. Su turbadora blancura no parecía natural: su falta de color lo hacía brillar.

En el interior, la pesada puerta principal de la antigua sinagoga se cerró con gran estruendo, como si todos los espíritus hubieran salido volando a ver lo que ocurría.

libro-7

2.

El fiscal Teodor Szacki no había podido dormir. Ya estaba amaneciendo y él no había pegado ojo en toda la noche. Y lo peor era que aquella pequeña ninfómana tampoco lo había hecho. Le hubiera gustado ponerse a leer, pero en lugar de eso permanecía inmóvil, fingiendo que dormía. Notó que ella le rascaba la oreja.

—¿Duermes?

Szacki chasqueó la lengua un par de veces y murmuró algo para que le dejara en paz.

—Porque yo no.

Tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad para no soltar un profundo suspiro. Esperó en tensión a ver qué sucedía. Porque algo iba a pasar, de eso estaba seguro. El cálido cuerpo que había a sus espaldas se movió y se rio entre dientes como algún personaje de dibujos animados que acabara de idear un plan para dominar el mundo. Después sintió un doloroso mordisco en el omóplato. Saltó de la cama y en el último momento consiguió no soltar una barbaridad.

—¡¿Te has vuelto loca?!

La chica se apoyó en el codo y le lanzó una mirada hostil.

—Vaya, hombre, así que estoy loca porque se me ha ocurrido pensar que igual me hacías pasar otro buen rato. La leche, cómo soy, ¿eh?

Szacki alzó los brazos en gesto defensivo y se marchó a la cocina a fumar un cigarrillo. Ya se encontraba junto al fregadero cuando escuchó que le decía melosa: «Te estoy esperando». Pues que te sea leve, pensó mientras se ponía el forro polar. Encendió el pitillo y conectó el hervidor eléctrico. Tras la ventana, los tejados gris oscuro se recortaban sobre el gris claro de la vega, separada de la pálida futilidad de la región de Podkarpackie por la franja del río Vístula, más oscura. Un coche atravesaba el puente, dos embudos de luz avanzando entre la niebla. En aquel paisaje todo era monocromático, incluido el marco blanco de la ventana, cuya pintura se empezaba a desconchar, y también el reflejo de la tez pálida de Szacki, de sus cabellos color leche y del forro polar negro.

Vaya una mierda de lugar, pensó Szacki al tiempo que daba una calada. La llama roja del cigarrillo hizo que el mundo dejara de ser monocromático. Una mierda de lugar en el que llevaba ya varios meses, aunque si alguien le hubiera preguntado cómo había terminado allí, se habría encogido de hombros sin saber qué decir.

Todo comenzó con cierto caso. Siempre había algún caso. Este en concreto era una ingrata jodienda. Lo primero fue el asesinato de una prostituta ucraniana en un burdel de la calle Krucza de Varsovia, que además se hallaba a menos de cien metros del despacho de Szacki. Normalmente, en tales ocasiones el descubrimiento del cadáver suponía el fin de la investigación. Todos los chulos y las putas desaparecían en un santiamén, por razones evidentes no se encontraba a ningún testigo y los que surgían no recordaban nada. Ya era una suerte si se podía identificar el cuerpo.

Pero esa vez las cosas ocurrieron de manera diferente. Apareció Olga, una amiga de la muerta —que resultó llamarse Irina—, el chulo salió hasta guapo en el retrato robot y, cuando el caso ya estaba en pleno desarrollo, surgió una pista que conducía a la región de Świętokrzyskie. Szacki recorrió durante dos semanas los alrededores de Sandomierz y Tarnobrzeg en compañía de Olga, un traductor y un guía, para encontrar el lugar donde habían retenido a la joven después de entrar por el este del país. Olga contaba lo que había visto por diferentes ventanas y a veces a través de las ventanillas del coche, el traductor traducía y el guía se preguntaba dónde podría estar ese sitio, a la vez que relataba anécdotas rurales que a Szacki le ponían la cabeza como un bombo. Un policía local conducía y con cada uno de sus músculos faciales daba a entender que le estaban haciendo perder el tiempo, pues, tal y como ya había dicho al principio, el único burdel de Sandomierz lo habían dejado fuera de circulación en verano, al igual que a las señoritas Kasia y Beata, que se ganaban un sobresueldo con sus cuerpos tras terminar su jornada laboral en una tienda y en una escuela infantil respectivamente. Aparte estaban las fulanas ocasionales de la escuela de hostelería. Allí eso era todo. En Tarnobrzeg y en Kielce, la cosa era distinta.

Pero al final encontraron una casa apartada en la zona industrial de Sandomierz. Esa era la casa. En un invernadero adaptado para ser un dormitorio había una bielorrusa rubita y muy menuda hecha polvo por una gastroenteritis. Aparte de ella no había nadie más. La chica no paraba de repetir que habían ido al mercadillo y que «ellos» la iban a matar. Su miedo causó gran impresión en todos los miembros de la expedición menos en Szacki. En cambio, la palabra «mercadillo» le dio que pensar. El dormitorio-invernadero era enorme; en la misma propiedad había además una gran casa, un taller y un almacén. Szacki se imaginó Sandomierz en el mapa de Polonia. Un villorrio con dos prostitutas aficionadas. Un montón de iglesias. Todo tranquilo y en silencio, no ocurre nada. Ucrania queda cerca. Bielorrusia no está lejos. Doscientos kilómetros hasta Varsovia, menos aún hasta Łódź y Cracovia. Después de todo, no parecía mal sitio para establecer una base donde manejar el tráfico de seres vivos. El mercadillo.

Resultó que sí había un mercadillo y además bastante importante. Un gran bazar conocido por los lugareños como «el rastro», un lugar donde se vendía absolutamente cualquier mercancía, situado entre el casco viejo y el Vístula, justo al lado de la carretera de circunvalación. Szacki le preguntó al policía qué tipo de cosas sucedían en aquel lugar y este le dijo que de todo, pero que los rusos arreglaban los negocios entre ellos y si la policía metía las narices allí, lo único que se conseguía era arruinar las estadísticas. Aunque a veces detenían a algún chaval con DVD ilegales o hierba, para que no se creyera que no se lo tomaban en serio.

Por un lado, parecía poco probable que existieran mafiosos tan tontos como para traficar con personas en un mercadillo. Por otro, debía haber alguna razón para que no se dedicaran a hacer colisionar hadrones o sacar compañías a bolsa. Y, después de todo, el mercadillo era extraterritorial.

Cogieron a la chica, que no se tenía en pie por la enfermedad, fueron al mercadillo y los encontraron. Entre los puestos, había dos furgonetas grandes que supuestamente debían contener ropa, pero que en realidad ocultaban a veinte chicas encadenadas que habían venido buscando un mundo mejor. Fue el mayor éxito de la policía de Sandomierz desde que recuperaran la bicicleta robada del padre Mateusz[4]. Durante un mes los periódicos locales no escribieron sobre otra cosa y Szacki se convirtió en toda una celebridad en el lugar. El otoño era hermoso.

Y le gustó aquella pequeña ciudad.

Y pensó: ¿por qué no?

Estaban tomando algo en la pizzería Modena, cerca del edificio de la fiscalía. Iba ya un poco mamado y preguntó como quien no quiere la cosa si había alguna vacante. Había. Ocurría una vez cada veinte años, pero justo en ese momento había.

Tenía intención de empezar una nueva vida maravillosa. Ligar en las discotecas, correr por las mañanas junto al Vístula, disfrutar del aire fresco, vivir aventuras, sentirse exultante. Y, finalmente, encontrar al amor de su vida y envejecer junto a ella en una casita cubierta de parras en las inmediaciones del parque Piszczele, para así poder llegar a la plaza Mayor dando un breve paseo, sentarse en alguna de las cafeterías y tomarse un café. Cuando se trasladó a vivir allí, esta imagen parecía tan real que le costaba verla como un sueño o un plan. Era una realidad que había entrado en su vida y empezaba a dar resultados. Así de simple. Recordaba perfectamente aquel instante en que, sentado al sol de otoño en un banco junto al castillo real, vio su futuro con tal claridad que casi se le saltaron las lágrimas. ¡Por fin! Por fin sabía exactamente lo que quería.

Bueno. Para no ser groseros, diremos que se equivocó. Hablando con menos delicadeza, tiró a un pozo negro la vida que había construido durante años por culpa de una puta fantasía y ahora ya no tenía nada, a tal extremo que la situación en la que había quedado le otorgaba incluso una especie de exculpación. Absolutamente nada.

En lugar de ser una estrella de la fiscalía varsoviana, se había convertido en un extraño que despertaba desconfianza en aquella ciudad de provincias que, a decir verdad, a partir de las seis de la tarde estaba muerta, aunque desgraciadamente no porque sus habitantes se asesinaran entre sí. No asesinaban a nadie. Ni lo intentaban. Tampoco violaban. No se organizaban en grupos con fines criminales. Muy raras veces se atacaban entre ellos. Cuando Szacki repasó en su cabeza la lista de los casos en los que trabajaba, notó un leve ardor en la garganta. Aquello no podía ser cierto.

En lugar de familia, soledad. En lugar de amor, soledad. En lugar de intimidad, soledad. La crisis provocada por la breve y penosa relación con la periodista Monika Grzelka, que a ninguno había satisfecho, hundió su matrimonio en un foso del que no había salida posible. Él y su esposa se mantuvieron unidos algún tiempo más, por el bien de la niña, pero aquello ya solo fue una agonía patética. Siempre había pensado que se merecía llegar a cotas más altas, pero que Weronika lastraba su ascenso. Y sin embargo, apenas pasaron seis meses desde la separación definitiva cuando fue ella la que empezó a salir con un popular abogado, un año menor que Weronika. Una de las últimas veces que hablaron le informó lacónicamente que se iban a vivir juntos a la casa que el abogado tenía en el distrito de Wawer y que quizá debería encontrarse con Tomek para charlar con él, ya que a partir de entonces sería quien educara a la hija de ambos.

Sin lugar a dudas, había perdido todo cuanto podía perder. No tenía nada ni a nadie y encima estaba exiliado por voluntad propia en unas tierras que ni a él le gustaban, ni a ellas les gustaba él. Telefonear a Klara —con la que había ligado en la discoteca un mes antes y de la cual se había librado tres días después porque por la mañana ya no le pareció ni bonita, ni inteligente, ni interesante— fue un acto de desesperación y la prueba definitiva de su hundimiento.

Apagó el cigarrillo y regresó al mundo monocromático. Aunque solo por un momento: sobre el forro polar aparecieron unas largas uñas rojas. Cerró los ojos para ocultar su irritación, pero no fue capaz de ensañarse con una chica a la que primero había seducido y después había dado falsas esperanzas de que pudiera surgir algo entre ellos.

Volvió a la cama sin rechistar para tener un aburrido intercambio sexual. Klara se retorcía debajo de él, como si de esa forma tratara de cubrir la ausencia de ternura y de fantasía. Lo miró, y en su cara vio nítidamente algo que la obligó a esforzarse un poco más. Agitó las piernas y empezó a gemir.

—¡Oh, sí, dame caña! Soy toda tuya, te quiero sentir muy dentro.

El fiscal Teodor Szacki intentó contenerse, pero no pudo y se echó a reír.

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3.

Los cadáveres nunca tienen buen aspecto, pero el de algunos es mucho peor que el de otros. El cuerpo que yacía en el barranco junto a la muralla medieval de Sandomierz encajaba en la segunda categoría. Uno de los policías estaba cubriendo la desnudez de aquella mujer muerta, cuando en el lugar del crimen se presentó la fiscal.

—No la tapes aún.

El policía alzó la cabeza.

—No seas así, por Dios, que la conocía desde parvulitos, no puede quedarse de esta manera.

—Yo también la conocía, Piotr. Pero eso ahora no importa, de veras.

La fiscal Barbara Sobieraj apartó con cuidado unas ramas sin hojas y se agachó junto al cadáver. Las lágrimas le impedían verlo con nitidez. Más de una vez había contemplado los cuerpos de personas fallecidas de manera violenta, sobre todo los que sacaban de vehículos destrozados en la carretera de circunvalación, incluso los de gente a la que conocía de vista. Pero jamás el de alguien a quien conociera personalmente. Y, desde luego, no el de una vieja amiga. Sabía —seguramente mejor que otros— que la gente cometía delitos y que cualquiera podía ser víctima de ellos. Pero aquello… Aquello no podía ser verdad.

Carraspeó para aclararse la garganta.

—¿Grzegorz lo sabe ya?

—Pensé que se lo dirías tú. Ya me entiendes…

Barbara lo miró y estuvo a punto de explotar, pero comprendió que el Mariscal —como llamaban en Sandomierz a ese policía— tenía razón. La fiscal tenía una amistad de muchos años con el matrimonio Budnik, Ela y Grzegorz. En su momento, incluso corrieron rumores de qué habría pasado si Ela no hubiera vuelto de Cracovia cuando lo hizo; quién sabe, algunos ya escuchaban campanas de boda. Chismes e historias del pasado, pero ciertamente, si alguien debía informar a Grzegorz, esa era ella. Por desgracia.

Suspiró. No había sido un accidente; tampoco una paliza, ni un atraco, ni una violación cometida por gamberros borrachos. Alguien se había tomado muchas molestias para asesinarla, y después desnudarla a conciencia y colocarla en los matorrales. Y, además, estaba aquello… Barbara trataba de no mirar, pero sus ojos volvían a toparse una y otra vez con el cuello destrozado de la víctima. La garganta había recibido varios cortes transversales que semejaban branquias: finas tiras de piel entre las que se veían fragmentos de venas, de la laringe y el esófago. El rostro, por encima de tan macabra herida, parecía en cambio extrañamente tranquilo, incluso mostraba una ligera sonrisa, que en combinación con su excepcional blancura, comparable a la del yeso, daba una sensación de irrealidad, como si fuera una escultura. Barbara pensó que quizá alguien había asesinado a Ela mientras esta dormía o cuando estaba inconsciente. Se aferró a esa idea; deseaba de veras creer que así había sucedido.

El Mariscal se acercó a ella y le puso la mano en el hombro.

—Lo siento muchísimo, Barbara.

La fiscal asintió, dando a entender que ya la podían cubrir.

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4.

Las pequeñas ciudades de provincias tienen su lado bueno: todo queda cerca. Nada más recibir la llamada de su jefa, Szacki suspiró aliviado, dejó a Klara y se marchó del apartamento que alquilaba en un edificio antiguo de la calle Długosz. Era pequeño y feo y estaba poco adecentado, pero contaba con una ventaja: su localización. En pleno casco viejo, con vistas al Vístula y al instituto de secundaria, un edificio histórico erigido por los jesuitas en el siglo XVII. Salió a la calle y llegó hasta la plaza Mayor caminando a paso rápido sobre el empedrado húmedo. El aire aún conservaba el frescor del invierno, pero se notaba que ya quedaban pocas mañanas como esa. La niebla se iba dispersando a medida que avanzaba y Szacki tenía la esperanza de que aquel fuera el primero de los hermosos días de primavera. Realmente necesitaba en su vida emociones positivas. El calor del sol, por ejemplo.

Atravesó la plaza Mayor, totalmente vacía, pasó junto a la central de correos, situada en un bello edificio porticado, y llegó hasta la calle Żydowska, desde donde ya vio a lo lejos el resplandor de las luces parpadeantes. Esta visión tocó en su interior alguna cuerda sensible: la imagen de las balizas policiales en la niebla era parte de todo un ritual. Una llamada telefónica de madrugada, separarse de los cálidos brazos de Weronika, vestirse a oscuras en el recibidor, besar la cálida frente de su hija dormida antes de salir. Después el viaje en coche a través de la capital que empezaba a despertar, las farolas que se iban apagando, los autobuses nocturnos que ya se dirigían a las cocheras. En el lugar del crimen, la sonrisita escéptica de Kuznetsov, el cadáver, luego el café en la plaza de las Tres Cruces. Y las discusiones con la gruñona de su jefa en la fiscalía. «Nuestros despachos deben de hallarse en dimensiones espaciotemporales distintas, señor fiscal.»

La nostalgia le puso mal cuerpo al pasar junto a la sinagoga y cuando bajó por la ladera agarrándose a las ramas. Reconoció enseguida la melena pelirroja del «chochín intachable», la fiscal Sobieraj. Estaba de pie, con la cabeza gacha, como si hubiera ido a rezar unas oraciones por los muertos en lugar de a dirigir una investigación. Un policía obeso apoyaba una mano en el hombro de la fiscal, acompañándola en su dolor. Era tal como Szacki imaginaba: una ciudad en la que había más iglesias que bares tenía que dejar una dolorosa huella en sus habitantes. Sobieraj se volvió hacia él, y al verlo se sorprendió demasiado como para ocultar la mueca de desagrado que reflejaba su rostro.

Szacki saludó a todos con un gesto de la cabeza, se acercó al cadáver y, sin ceremonias, levantó el plástico que lo cubría. Una mujer. De entre cuarenta y cincuenta años. Le habían rajado el cuello de forma horrible, no se veían más heridas. No parecía un atraco, más bien un disparatado crimen pasional. Bueno, por fin un cadáver en condiciones. Su intención era cubrir de nuevo el cuerpo, pero había algo que se lo impedía. Lo volvió a inspeccionar dos veces más de pies a cabeza, escaneó con la mirada el lugar del crimen. Había algo que no encajaba, estaba convencido de ello, pero no sabía qué y eso le hacía sentirse intranquilo. Echó a un lado el plástico y algunos policías, avergonzados, apartaron la mirada. Aficionados.

Ya sabía lo que no encajaba. La blancura del cuerpo, irreal, insólita en la naturaleza. Pero había algo más.

—Perdone, pero es amiga mía —comentó Sobieraj detrás de Szacki.

—Era amiga suya —le replicó el fiscal—. ¿Dónde están los técnicos?

Silencio. Szacki se dio la vuelta y miró al policía gordo, calvo y de poblado bigote. ¿Cuál era su apodo? ¿El Mariscal? Cuánta originalidad.

—¿Dónde están los técnicos? —repitió.

—Marysia llegará enseguida.

Aquí a todos los llaman por su nombre de pila, todos son amigos, manda huevos, vaya una secta provinciana.

—Llamad también al equipo de Kielce, que se traigan sus juguetitos. Antes de que lleguen hay que cubrir el cuerpo y acordonar el lugar en un radio de cincuenta metros; no dejéis que entre nadie. Mantened a los mirones lo más lejos posible. ¿Está aquí el oficial al mando?

El Mariscal levantó la mano, mirando a Szacki como si este fuera un extraterrestre y con gesto de interrogación a Sobieraj, que continuaba aturdida.

—Estupendo. Ya sé que hay niebla, está oscuro y no se ve una mierda, pero todos los que vivan en aquellos edificios —señaló la calle Żydowska— y en aquellas casas de allí —se dio la vuelta e indicó los chalets del otro lado del barranco— deben ser interrogados. Quizá alguien sufre de insomnio, o tiene problemas de próstata, o es un ama de casa empedernida y deja la comida preparada antes de irse a trabajar. Alguien pudo ver algo. ¿Está claro?

El Mariscal asintió. Sobieraj volvió en sí, se acercó a Szacki y se paró tan cerca que él notaba su aliento. Era una mujer alta, los ojos de ambos quedaban casi a la misma altura. En el campo las chicas siempre son bien hermosas, pensó Szacki mientras aguardaba tranquilamente a ver qué pasaba.

—Perdone, pero ¿ahora es usted quien lleva este caso?

—Claro.

—¿Y podría decirme por qué?

—Veamos. ¿Quizá porque esta vez, excepcionalmente, no se trata de un ciclista borracho ni del robo de un móvil en un colegio?

Los ojos oscuros de Sobieraj se volvieron negros.

—Voy a hablar directamente con Misia —murmuró.

Szacki tuvo que echar mano de todas las reservas que guardaba de fuerza de voluntad para controlarse y no estallar en una carcajada. ¿De veras llamaban Misia a su jefa? Por todos los santos.

—Cuanto antes, mejor. Ha sido ella la que me ha sacado del catre en el que estaba pasando el tiempo de una forma superinteresante y me ha ordenado que me encargue de esto.

Por un momento pareció que Sobieraj iba a explotar, pero se giró sobre sus talones y se alejó meneando las caderas. Unas caderas estrechas y poco atractivas, opinó Szacki siguiéndola con la mirada. Él a su vez se volvió hacia el Mariscal.

—¿Vendrá alguien de criminalística? ¿Empezarán a trabajar antes de las diez?

—Aquí estoy, hijo, aquí estoy —oyó que le decían por la espalda.

Detrás de él había un anciano con bigote —allí casi todos lucían bigote— sentado en una silla plegable de pescador y fumándose un pitillo sin filtro. No era el primero. A un lado de la silla había unos cuantos filtros arrancados y al otro, varias colillas. Szacki evitó poner cara de extrañeza y se acercó a él. Su pelo era totalmente canoso, lo llevaba muy corto, tenía la cara llena de arrugas, como la de Leonardo en un autorretrato, y sus ojos eran claros, casi transparentes. En cambio el bigote, pequeño y bien recortado, era negro como el carbón, lo que le daba al abuelo un aspecto demoníaco, inquietante. Debía de tener unos setenta años. Si eran menos, entonces se notaba que en su vida había habido muchos vuelcos inesperados. El anciano miraba con gesto de aburrimiento. Szacki se paró a su lado y le tendió la mano.

—Teodor Szacki.

El viejo policía aspiró con fuerza por la nariz, tiró la colilla hacia el lado correspondiente de la silla y, sin levantarse, le dio la mano.

—Leon.

Sujetó la mano de Szacki y aprovechó su ayuda para levantarse. Era alto, muy delgado; bajo el grueso abrigo y la bufanda seguro que su aspecto semejaba el de una varita de vainilla, fina, flácida y arrugada. Szacki soltó la mano del anciano y esperó a que terminara de presentarse. Pero no lo hizo. El vejete le lanzó una mirada al Mariscal, ante lo cual este se aproximó corriendo, dando saltitos, como si anduviera sobre una goma.

—Dígame, señor inspector.

Tenía que ser un error. Demasiado rango para un madero de la policía científica de una ciudad de provincias.

—Haced lo que ha dicho el fiscal. Los de Kielce llegarán en veinte minutos.

—Ya será menos, está a casi cien kilómetros de aquí —le contradijo Szacki.

—Los llamé hace una hora —murmuró el anciano—. Después he estado esperando a que los señores fiscales aparecieran por fin. Menos mal que me he traído una silla. ¿Café?

—¿Perdón?

—Que si toma usted café. El Ciżemka abre a las siete.

—Bueno, siempre y cuando no comamos nada allí.

El anciano asintió dándole la razón.

—Joven y forastero, pero aprende rápido. Vamos. Quiero estar aquí cuando lleguen los chicos con sus juguetes.

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5.

El restaurante del hotel Ciżemka —o simplemente el Ciżemka—, situado en la zona más turística de la ciudad —en la plaza Mayor, de camino a la catedral y al castillo—, era todo lo que los restaurantes de los lugares civilizados habían dejado de ser diez años atrás. Una enorme sala poco acogedora, mesas con mantel y cubremantel, sillas tapizadas de felpa con respaldos altos; apliques en las paredes, candelabros bajo un techo con vigas de madera. La camarera tuvo que recorrer una distancia tan grande armando ruido con sus zapatos de tacón, que Szacki estaba convencido de que el café se habría enfriado por el camino.

No se había enfriado. En cambio sí pudo notar un ligero olor a trapo sucio, señal de que la cafetera exprés no estaba la primera en la lista de cosas que limpiar diariamente en aquel santuario de la elegancia de Sandomierz. ¿Acaso me extraña?, pensó Teodor Szacki. Para nada.

El inspector Leon bebía en silencio y miraba por la ventana el pináculo del edificio del ayuntamiento, ignorando por completo a Szacki. Este decidió adaptarse al tempo del anciano y esperar con paciencia hasta enterarse de por qué lo había llevado allí. Finalmente el policía dejó la taza en la mesa, tosió y le quitó el filtro a un cigarrillo. Suspiró.

—Voy a ayudarle —tenía una voz desagradable, como si no estuviera bien engrasada.

Szacki le miró con cara de no entenderle.

—¿Ha vivido alguna vez fuera de Varsovia? —le preguntó Leon.

—Esta es la primera vez.

—Es decir, que no sabe usted una mierda sobre la vida —Szacki no comentó nada—. Pero eso no es un pecado. Ningún mocoso sabe una mierda sobre la vida. Yo voy a ayudarle.

Szacki empezaba a exasperarse.

—¿Esa ayuda se limita solo al cumplimiento de sus obligaciones o hay algún extra? No nos conocemos, no puedo opinar sobre si tiene usted buen corazón.

Ahora Leon sí mantuvo más tiempo su mirada puesta en el fiscal.

—No es muy bueno —le replicó sin sonreír—. Pero me interesa mucho saber quién ha degollado y tirado entre los arbustos a la esposa del payaso ese de Budnik. Mi intuición me dice que usted lo va a descubrir. Aunque como no es usted de aquí todos hablarán con usted, pero ninguno le dirá nada. Quizá sea mejor así; cuanta menos información, más pura es la mente.

—Más información da como resultado la verdad —dijo Szacki.

—La verdad es la verdad y flotar en una ciénaga de conocimientos innecesarios no la hace más verdadera —le espetó el inspector con voz chirriante—. Y no me interrumpa, joven. Habrá ocasiones en que tratará de comprender quién hizo qué realmente, con quién, por qué. Y entonces yo le ayudaré.

—¿Tiene usted amistad con todos?

—A mí me cuesta bastante trabar amistad. Y no me haga preguntas sin importancia o perderé la buena opinión que tengo de usted.

A Szacki le quedaban unas cuantas preguntas relevantes, pero las dejó para más adelante.

—Y preferiría que mantuviéramos entre nosotros las formas de cortesía —terminó diciendo el policía.

Szacki no manifestó exteriormente cuánto le agradaba esa propuesta y se limitó a asentir.

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6.

Había cada vez más mirones, pero por fortuna se comportaban correctamente. Entre las conversaciones a media voz que escuchó, Szacki pudo distinguir que pronunciaban el apellido Budnik. Por unos instantes se preguntó si necesitaba saber en ese momento quién era la fallecida. Pensó que no. Lo que necesitaba era inspeccionar con minuciosidad el lugar y el cadáver. El resto podía esperar.

El apellido del inspector resultó ser Wilczur. Szacki y él aguardaban junto al cuerpo, al que habían rodeado con un biombo, mientras el técnico de Kielce lo fotografiaba. Szacki no apartaba la vista del cue

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