1.
París, 9 de agosto de 2012
De pie delante de la ventana de la cocina, Anne Capestan esperaba que clarease el día. Vació de un trago la taza de porcelana y la dejó encima del hule de vichy verde. Acababa de beberse su último café de poli. Quizá.
La brillantísima comisaria Capestan, estrella de su generación, campeona de todas las categorías de ascensos fulgurantes, había disparado una bala de más. Desde entonces, había comparecido ante la comisión disciplinaria y le habían caído varias amonestaciones y seis meses de suspensión de empleo. Y luego, silencio de radio, hasta el telefonazo de Buron. Su mentor, y ahora mandamás en el 36 del muelle de Les Orfèvres, por fin había roto su mutismo. Había citado a Capestan. Un 9 de agosto. Le pegaba mucho. Era una forma sutil de indicarle que no estaba de vacaciones sino suspendida de empleo. Saldría de aquella entrevista siendo poli o parada, en París o en provincias, pero al menos lo haría con una certeza. Cualquier cosa era mejor que andar flotando entre dos aguas, en esa especie de ambigüedad que le impedía seguir adelante. La comisaria enjuagó la taza en la pila, prometiéndose que la metería en el lavavajillas más tarde. Tenía que irse ya.
Cruzó el salón donde, como tantas veces, resonaban Brassens y sus pom-pom-pom de poeta. Era un piso amplio y cómodo. Capestan no escatimaba en mantas escocesas ni en luces indirectas. El gato, dichoso y ronroneante, parecía aprobar sus gustos. Pero el vacío había sembrado de huellas aquel entorno acogedor, como placas de escarcha en un césped primaveral. Inmediatamente después de que la suspendieran, Capestan vio que su marido se iba, llevándose consigo la mitad de los muebles del piso. Fue uno de esos momentos en los que la vida te arrea un buen sopapo en los morros. Pero Capestan no abusaba de la autocompasión, se había ganado a pulso todo lo que le estaba pasando.
Un aspirador, una tele, un sofá y una cama: en menos de tres días había sustituido lo esencial. Sin embargo, las marcas redondas en la moqueta seguían señalando dónde habían estado los sillones en su vida anterior. En el papel pintado, las zonas más claras hablaban por sí solas: aquí, la sombra de un cuadro, una estantería fantasma, una cómoda añorada. Capestan habría preferido mudarse, pero su situación profesional, con el trasero entre dos sillas, la tenía atrapada. Después de aquella cita, por fin sabría a qué vida iba a lanzarse.
Con la goma que llevaba en la muñeca se recogió el pelo. Como todos los veranos, se le había aclarado, pero pronto el castaño más oscuro volvería por sus fueros. Capestan se alisó el vestido con gesto maquinal y se calzó unas sandalias sin que el gato alzara el hocico de su reposabrazos. El pabellón de la oreja felina fue lo único que se movió en dirección a la entrada para ir siguiendo los preparativos de la partida. Capestan se colgó del hombro el asa del amplio bolso de cuero en el que metió La hoguera de las vanidades, un libro de Tom Wolfe que Buron le había dejado. Novecientas veinte paginas. «Así tendrá con qué entretenerse mientras tanto, en lo que la llamo», le había asegurado. Mientras tanto. Había tenido tiempo de sobra para enlazar con los trece tomos de Fortune de France y las obras completas de Marie-Ange Guillaume. Por no hablar de las pilas de novelas policíacas. Buron y sus frases sin fecha ni promesas. Capestan cerró la puerta con dos vueltas de llave y se engolfó en las escaleras.
La calle de la Verrerie estaba desierta bajo un sol que aún resultaba agradable. En el mes de agosto, tan de mañana. Era como si París hubiera vuelto a la naturaleza y se hubiese quedado sin vecindario, como si le hubiera caído una bomba de neutrones. A lo lejos, la luz giratoria de una camioneta de limpieza lanzaba destellos anaranjados. Capestan bordeó los escaparates del Bazar de l’Hôtel de Ville antes de atravesar la plaza de L’Hôtel-de-Ville. Cruzó el Sena y luego la isla de La Cité para llegar al pie del número 36 del muelle de Les Orfèvres.
Entró por la inmensa puerta cochera y giró a la derecha en el patio adoquinado. Fijó brevemente la mirada en el letrero desvaído: «Escalera A, Dirección de la Policía Judicial». Al tomar posesión de sus nuevas funciones, Buron se había instalado en un despacho del tercer piso, la planta en sordina de quienes toman las decisiones, el pasillo donde ni siquiera los vaqueros llevan encima la artillería.
Capestan empujó la puerta de doble hoja. Se le encogió el estómago al pensar que podían revocarla. Siempre había sido de la pasma y se negaba a contemplar cualquier otra posibilidad. No hay quien pueda volver a estudiar a los treinta y siete años. Aquellos seis meses de inactividad ya le habían hecho mella. Había andado mucho. Se había recorrido por la superficie todas las líneas del metro parisino, metódicamente, de la 1 a la 14, de principio a fin. Tenía la esperanza de que la reintegrasen al servicio activo antes de empezar con los trenes de cercanías. A veces se imaginaba corriendo a lo largo de las vías del TGV para tener donde ir.
Cuando estuvo delante de la flamante placa de cobre grabada con el nombre del director regional de la policía judicial, se irguió y llamó tres veces. La voz grave y timbrada de Buron le rogó que entrase.
2.
Buron se puso en pie para recibirla. El pelo y la barba grises, cortados al estilo militar, enmarcaban un rostro de basset artesiano. Recorría permanentemente con mirada afable, casi triste, el mundo que lo rodeaba. A Capestan, que ya era bastante alta, le sacaba una cabeza. Y a lo ancho le sacaba una barriga. A pesar de ese aspecto bonachón, de Buron emanaba una autoridad que nadie se tomaba a broma. Capestan le sonrió y le alargó el libro de Wolfe. Se le habían doblado las esquinas de la tapa y en el rostro del director apareció fugazmente una mueca de disgusto. Capestan, que no concebía que se les pudiera dar tanta importancia a los objetos, le dijo que lo sentía mucho. Él, sin ninguna convicción, contestó que no era para tanto, mujer.
Detrás de Buron, sentados en amplios sillones, Capestan reconoció a Fomenko, el antiguo jefazo de los estupas, que ahora era director adjunto, y a Valincourt, que había cambiado la dirección de la Criminal por la de las Brigadas Centrales. Se preguntó qué estarían esperando allí esos peces gordos. En vista de su reciente hoja de servicio, no parecía muy probable que fueran a reclutarla. Con expresión amable, se acomodó frente al triunvirato de dueños y señores de la policía y aguardó el veredicto.
—Tengo una buena noticia —le espetó Buron—. Asuntos Internos ha cerrado la investigación, ya no está usted suspendida y puede volver al servicio activo. El percance no se incluirá en el expediente.
Capestan sintió que un inmenso alivio la liberaba, la alegría le corría por las venas y la impulsaba a salir por ahí a celebrarlo. Pero hizo un esfuerzo para concentrarse en lo que Buron seguía diciendo:
—Se incorporará a su nuevo destino en septiembre, la hemos puesto al mando de una brigada.
Capestan acusó el golpe. Que la dejaran reincorporarse ya era algo inesperado, pero que le asignaran un cargo de responsabilidad resultaba sospechoso. Había algo en las palabras de Buron que sonaba como el chasquido de las falanges de quien va a darte un bofetón.
—¿A mí? ¿Una brigada?
—Se trata de un programa especial —explicó Buron mirando al vacío—. Como parte de una reestructuración de la policía cuya finalidad es optimizar el rendimiento de los distintos servicios, se ha creado una brigada anexa. Estará directamente bajo mis órdenes y agrupará a los funcionarios menos ortodoxos.
Mientras Buron peroraba, sus acólitos se aburrían soberanamente. Fomenko examinaba sin ningún entusiasmo la colección de medallas antiguas que Buron guardaba en una vitrina. De vez en cuando se pasaba la mano por el pelo blanco, se estiraba el chaleco del terno o se miraba la punta de las camperas. La camisa arremangada dejaba al descubierto unos antebrazos velludos cuya robustez era un recordatorio de que Fomenko podía desencajarle a cualquiera la mandíbula de un revés. Por su parte, Valincourt manoseaba el reloj de pulsera plateado con el deseo ostensible de adelantarlo. Era de silueta enjuta, rasgos angulosos y tez oscura. Tras el perfil de jefe indio parecía ocultarse un alma que se había reencarnado miles de veces. No sonreía nunca ni cambiaba aquella cara de vinagre que daba la sensación de que alguien había importunado a Su Majestad. Seguramente reservaba su atención a consideraciones más elevadas, a una vida más destacada. Los simples mortales no osaban molestarlo. Capestan decidió abreviar el padecimiento de todos ellos.
—¿Y para ser exactos?
Su tono resuelto desagradó a Valincourt. Como un ave de presa, giró sobre el eje del cuello, mostrando una nariz aquilina y afilada. Le dirigió a Buron una mirada interrogativa, pero hacía falta mucho más para impresionar al director. Buron se dignó incluso sonreír mientras se arrellanaba en la silla.
—Está bien, Capestan, voy a resumirle el asunto: estamos haciendo limpieza en la policía para pulimentar las estadísticas. A los borrachos, los tarados, los depres, los vagos y otros cuantos, a todos los que son un estorbo para nuestros servicios, pero que no podemos echar, los vamos a juntar en una brigada para luego dejarla olvidada en un rincón. Y estará bajo su mando. Desde septiembre.
Capestan se guardó de manifestar ninguna reacción. Volvió el rostro hacia la ventana y examinó durante un momento el juego de reflejos azules en los cristales dobles. Después pasó a las delicadas olitas del Sena que espejeaban bajo el cielo sin nubes, mientras su cerebro destilaba la esencia de aquel discurso jerárquico.
La mandaban al aparcadero. Así de fácil. Al vertedero, más bien. Una unidad de repudiados, la morralla vergonzante del departamento, todos juntos en un contenedor de desechos. Y ella era la guinda del pastel que hundía al camello, la jefa.
—¿Por qué me da a mí el mando?
—Porque es la única que tiene el grado de comisaria —dijo Buron—. Se supone que, normalmente, hay que declarar si se tiene alguna patología antes del concurso de oposición.
Capestan estaba dispuesta a apostar a que aquella brigada había sido idea de Buron. Ni Valincourt ni Fomenko parecían aprobar el programa. El uno por desprecio y el otro por indiferencia. Ambos tenían otras cosas que hacer y ese asunto los estaba retrasando.
—¿Quién estará en el equipo? —preguntó Capestan.
Buron asintió con la barbilla y se inclinó para abrir un cajón del escritorio. Extrajo una abultada carpeta que dejó caer sobre el vade de tafilete verde botella. No había nada escrito en la cubierta de la carpeta. Brigada anónima. El director abrió el expediente y, de entre los diferentes pares de gafas que se alineaban bajo la lámpara, eligió las de montura de concha. Según la impresión que quisiera causar, afable, moderno o severo, Buron cambiaba de anteojos. Empezó a leer.
—Agente Santi, lleva cuatro años de baja por enfermedad; capitán Merlot, alcohólico…
—¿Alcohólico? Pues sí que va a haber gente en la brigada esa…
Buron cerró el expediente y se lo alargó.
—Quédese con él. Así podrá estudiárselo con calma.
Capestan lo sopesó, no tenía nada que envidiarle a la guía telefónica de París.
—¿Cuántos somos? Esa limpieza suya va a afectar a medio cuerpo, ¿no?
El director regional se hundió en el asiento y, bajo su peso, el cuero pardo crujió lastimeramente.
—Oficialmente, unos cuarenta.
—Eso no es una brigada, es un batallón —apuntó Fomenko en tono jocoso.
Cuarenta. Maderos que habían tenido que aguantar que les metieran una bala en el cuerpo, horas de plantón, kilos de más y divorcios por el bien de la Casa antes de acabar varados en esa vía muerta. El puesto que les asignaban para que renunciasen de una vez. Capestan los compadecía. Curiosamente, ella no se veía en el mismo lote. Buron suspiró y se quitó las gafas.
—Capestan. La mayoría lleva varios años fuera de circulación. Es muy improbable que llegue a verlos, y no hablemos ya de ponerlos a currar. Para la policía ya no existen, son nombres, solo eso. Si alguno se pasa por las oficinas, será para mangar bolis. No se haga ilusiones.
—¿Hay oficiales?
—Sí. Dax y Évrard son tenientes; Merlot y Orsini, capitanes.
Buron hizo una pausa y centró toda su atención en la patilla de las gafas que estaba haciendo girar entre las manos.
—José Torrez también es teniente.
Torrez. Alias Malfario. El gafe, el gato negro. Por fin le habían encontrado un destino. No bastaba con aislarlo, había que ir más allá. Capestan conocía a Torrez por su reputación. Toda la pasma del país conocía la reputación de Torrez y se santiguaba al verlo pasar.
La historia empezó con un simple accidente: a su compañero lo hirieron de un navajazo durante una detención. Algo rutinario. Al madero que lo sustituyó durante la convalecencia también lo hirieron. Gajes del oficio. El siguiente se chapó una bala y tres días en coma. El último había muerto al caer desde lo alto de un edificio. En todas las ocasiones se descartó que Torrez fuera culpable. No se le podía atribuir responsabilidad alguna, ni siquiera por omisión. Pero desde entonces tenía un aura negra como la pez. Atraía la mala suerte. Nadie formaba ya equipo con Torrez. Nadie tocaba a Torrez y muy pocos le seguían mirando a los ojos. Exceptuando a Capestan, que pasaba mucho de males de ojo.
—No soy supersticiosa.
—Pues ya lo será —afirmó Valincourt con tono sepulcral.
Fomenko asintió y contuvo un escalofrío que estremeció al dragón tatuado que le trepaba por el cuello, un recuerdo de su juventud en el ejército. En la actualidad, Fomenko lucía un bigotazo blanco que se abría en forma de abanico, como una mariposa enmarañada. Curiosamente, el bigote no desentonaba demasiado con el dragón.
Como cada vez que se nombraba a Torrez, la habitación quedó en silencio unos instantes. Fue Buron quien lo rompió.
—Y por último está el comandante Louis-Baptiste Lebreton.
Esta vez Capestan se irguió en la silla.
—¿El de Asuntos Internos?
—El mismo —dijo Buron separando las manos, fatalista—. No se lo puso a usted fácil, lo sé.
—Pues no. No es que fuera el más flexible. ¿Y qué pinta ahí ese adalid de las nobles causas? Asuntos Internos no forma parte de la judicial.
—Alguien que presentó una queja, incompatibilidad de caracteres, en fin, cosas de ellos, asuntos internos contra asuntos internos, ya ni siquiera nos necesitan.
—Pero ¿por qué presentaron la queja?
Aquel Lebreton era un monstruo de intransigencia, pero no podía caber sospecha de que cometiese alguna irregularidad. El director inclinó la cabeza y se encogió de hombros fingiendo no estar al tanto. Los otros dos se enfrascaron en un examen detallado de las molduras del techo con sonrisa socarrona, y Capestan comprendió que tendría que conformarse con aquello.
—Dicho lo cual —añadió Valincourt fríamente—, no es que sea usted la más indicada para tirarles la primera piedra a los belicosos.
Capestan se tragó el sapo sin decir esta boca es mía, no era la más indicada para tirarle ni una chinita a nadie, lo sabía de sobra. Un rayo de sol cruzó por la habitación y el eco lejano de un martillo eléctrico lo siguió. Un equipo nuevo. Le quedaba por saber cuál sería su misión.
—¿Tendremos casos en los que trabajar?
—A cientos.
Anne Capestan notó que a Buron le estaba empezando a gustar cada vez más aquel asunto. Era su bromita para inaugurar el curso, su juguetito de toma de posesión. «Con quince años de carrera que tengo ya —se dijo— y me sale con una novatada».
—La prefectura, el SRPJ[1] y las Brigadas Centrales han accedido a que herede usted todas las investigaciones sin resolver de todas las comisarías y brigadas de la región. Hemos aligerado los archivos de todos los asuntos cojos y de todos los casos archivados. Se le enviarán directamente.
Buron les dirigió una mirada satisfecha a sus colegas antes de seguir adelante:
—A grandes rasgos, la policía de Île-de-France va a estar muy cerca de resolver el cien por cien de los casos, y usted, el cero por ciento. Solo una unidad de incompetentes en toda la zona. Como ya le digo, se trata de acotar.
—Ya veo.
—Recibirá las cajas con los archivos en el momento en que se instale —dijo Fomenko mientras se rascaba el dragón—. En septiembre, cuando le asignen unas oficinas. Aquí, en el 36, estamos a tope, le buscaremos un huequecito en algún otro sitio.
Valincourt, sin mover el cuerpo, como de costumbre, la previno:
—Si tiene la sensación de haber salido bien parada, se equivoca. Pero piense que, por lo menos, nadie espera que obtenga ningún resultado.
Buron, con gesto elocuente, señaló la puerta. Capestan salió. A pesar de las últimas palabras desalentadoras, sonrió. A partir de ahora tenía un objetivo y un plazo de vencimiento.
Sentados en la terraza del café Les Deux-Palais, Valincourt y Fomenko se estaban tomando una cerveza. Fomenko cogió un puñado de cacahuetes del cuenco y se los metió en la boca resueltamente. Los hizo crujir entre los dientes antes de preguntar:
—¿Qué te ha parecido la protegida de Buron, Capestan?
Con el índice, Valincourt empujó un solo cacahuete a lo largo del posavasos.
—No lo sé. Guapa, supongo.
Fomenko se echó a reír y luego se atusó el bigote:
—¡Sí, así no te arriesgas a equivocarte! No, me refiero profesionalmente. Con franqueza, ¿qué opinas de la brigada esa?
—Una tomadura de pelo —contestó Valincourt sin pensárselo ni un momento.
3.
París, 3 de septiembre de 2012
Vaqueros, bailarinas, jersey fino y trinchera. Anne Capestan se había puesto el atuendo de poli y llevaba apretadas en la mano las llaves de su nueva comisaría. De cuarenta personas, se había marcado un cupo de veinte. Si al menos un poli de cada dos mostraba interés por aquella brigada, sí que merecería la pena ponerla en marcha.
Impaciente y, por qué no decirlo, henchida de esperanza, Capestan desembocó a paso ligero en la plaza donde borboteaba la fuente de Les Innocents. Un vendedor de ropa deportiva estaba levantando el cierre metálico de la tienda, cubierto de grafitis. El olor a fritanga de los restaurantes de comida rápida empezaba a notarse en el aire, que aún era fresco. Capestan se volvió hacia el número 3 de la calle de Les Innocents. No se trataba ni de una comisaría ni de unas dependencias policiales. Era un edificio sin más. Y no sabía cuál era el código de la puerta. Suspiró y se metió en el café de la esquina para preguntárselo al dueño. B8498. La comisaria lo transformó en Barco-Vaucluse-Campeones del mundo para memorizarlo[2].
En la etiqueta sobada del llavero, un 5 garabateado indicaba el piso. Capestan llamó al ascensor y subió hasta el último. No les habían hecho el favor de asignarles una planta baja oficial con su cristalera, sus luces de neón y sus transeúntes. Los habían arrinconado allí arriba, sin más placa en el portal ni más interfono. La puerta del rellano se abrió dando paso a un pisazo viejísimo, pero luminoso. Ya que no eran dignas, al menos aquellas oficinas eran cálidas.
El día anterior, después de que se fueran los electricistas y los empleados de la compañía telefónica, los de la mudanza habían ido a amueblarlo. Buron había dicho que no había de qué preocuparse, que la Casa se encargaba de todo, que no tenía que hacer nada.
Desde la entrada, Capestan alcanzó a ver un escritorio de zinc cubierto de arañazos oxidados. Justo enfrente, una mesa de formica verde agua se escoraba a pesar de los posavasos con los que le habían calzado la pata rota. Los dos últimos escritorios estaban hechos con un tablero de melamina negra colocado encima de dos caballetes bamboleantes. Ya que se libraban de los polis, habían aprovechado para librarse también de los muebles. Nadie podría decir que aquel programa no era coherente.
Aunque el parqué estaba salpicado de agujeros de tamaños varios y las paredes más ahumadas que los pulmones de un fumador, la habitación era espaciosa, con amplias ventanas que daban a la plaza y ofrecían una vista panorámica hasta la iglesia de Saint-Eustache, pasando por los antiguos jardines de Les Halles y las grúas de unas obras que seguramente no se acabarían jamás.
Al rodear un sillón desfondado, Capestan se fijó en una chimenea que no estaba cegada y parecía que funcionaba. Algo es algo. La comisaria se disponía a continuar la visita cuando oyó que se abría el ascensor. Le echó un vistazo al reloj de pulsera: las ocho en punto.
Mientras se limpiaba los zapatos de marcha en el felpudo, el hombre llamó a la puerta entreabierta. El pelo negro y abundante obedecía a un orden propio y, a pesar de ser aún temprano, en las mejillas se le insinuaba ya una barba entrecana. Se adentró en el salón y se presentó, con las manos metidas en los bolsillos de la pelliza.
—Buenos días. Teniente Torrez.
Torrez. De modo que el gafe era el primero en llegar. No parecía tener intención de sacar la mano del bolsillo y Capestan se preguntó si sería por miedo a que ella no quisiera estrechársela o porque, sencillamente, no tenía modales. Ante la duda, y para evitar el problema, decidió no tenderle la suya, pero le dedicó una sonrisa cargada de intenciones pacíficas, enarbolando su esmalte dental como si fuera una bandera blanca para parlamentar.
—Buenos días, teniente, soy la comisaria Anne Capestan, al mando de la brigada.
—Sí. Hola. ¿Dónde está mi despacho? —preguntó él como si antes hubiera sido cortés.
—Donde usted quiera. El primero que llega elige…
—Entonces, ¿puedo echar un vistazo?
—Faltaría más.
Capestan miró cómo se dirigía directamente a las habitaciones del fondo.
Torrez medía como un metro setenta y era puro músculo. Más que un gato negro, era un puma. Compacto y corpulento. Antes de aterrizar allí, prestaba servicio en la 3.ª BT, la Brigada Territorial del 2.º distrito. Quizá se conociera los restaurantes de la zona. Desde lejos, lo vio abrir la última puerta al final del pasillo; asintió con la cabeza y se dio la vuelta, alzando la voz para que lo oyera.
—Me quedo con este.
Entró y cerró la puerta tras de sí, sin más formalidades.
Daba igual.
Ya eran dos.
Empezó a sonar un teléfono y Capestan lo buscó por la habitación entre una multitud de modelos tan poco conjuntados como el mobiliario. Descolgó un aparato gris, colocado directamente en el suelo, junto a la ventana. La voz de Buron la saludó al otro lado del cable.
—Capestan, buenos días. La llamo solo para comunicarle que tiene una incorporación más. Ya la reconocerá, no quiero estropearle la sorpresa.
El director parecía satisfecho de sí mismo. Al menos alguien se estaba divirtiendo. Después de colgar, Anne cambió el aparato gris por una antigüedad de baquelita. La colocó encima del escritorio de zinc, que podría valerle después de limpiarlo bien con una toallita húmeda. Capestan también se apropió de una lámpara grande con pantalla color crema y pie de cerezo rayado que andaba rodando junto a la fotocopiadora, y sacó del bolso un paquete de toallitas y una torre Eiffel dorada de quince centímetros. Era un regalo que se había hecho a sí misma en una tienda de recuerdos el día en que la destinaron por primera vez a la capital. Les sumó la abultada agenda de cuero rojo, un bolígrafo Bic negro, y listo, ese era su escritorio. En diagonal, entre la ventana y la chimenea. Con cuarenta polis en el piso iban a estar algo apretados, pero ya se acostumbrarían.
Capestan fue a la cocina a servirse un vaso de agua. Era una habitación espaciosa con una nevera coja, una cocina de gas vieja y un mueble de pino bajo, de los que suelen usarse en las cocinitas americanas de los chalets de montaña. El mueble estaba vacío, no había vasos. Capestan pensó que a lo mejor tampoco había agua. Se dirigió hacia la puerta acristalada, que daba a una terraza donde una hiedra amarillenta trepaba por una espaldera de plástico, agrietando las piedras del edificio. En un rincón había una imponente tinaja de gres ocre llena de mantillo reseco, sin ningún rastro de planta. Se veía el cielo azul y Capestan se quedó allí un momento, escuchando el trajín de París, más abajo.
Cuando volvió al salón, Lebreton, el excomandante de Asuntos Internos, ya había llegado y le había dado tiempo de acomodarse detrás del escritorio de melamina negra. Con aquel cuerpo suyo tan largo hecho un cuatro, estaba intentando abrir una de las cajas de cartón llenas de expedientes con una navaja Opinel. Maniobraba con calma, según su costumbre. Lebreton era tan imperturbable en su indolencia como en sus opiniones. Capestan aún se acordaba del rigor implacable de sus interrogatorios. Si la comisión disciplinaria se hubiese atenido a sus conclusiones, ella nunca se habría reincorporado al servicio. Lebreton la tenía por una mala bestia. Capestan lo tenía a él por un psicorrígido. Qué contentos estaban ambos de volver a verse. Él apenas alzó la cabeza:
—Buenos días, comisaria —dijo antes de volver a centrar toda su atención en la caja.
—Buenos días, comandante —contestó Capestan.
Y la habitación se sumió en un silencio monumental.
Ya eran tres.
Capestan fue a buscarse otra caja.
*
Cada uno con una pila de cajas, Capestan y Lebreton llevaban dos horas largas desempolvando expedientes. Atracos al por mayor, timos de cajero automático, robos en coches aparcados o estafas con identidades falsas: aquellas cajas eran paquetes sin sorpresa y Capestan empezaba a tener serias dudas sobre la finalidad de su misión.
Una voz estentórea interrumpió la lectura. Se quedaron quietos, con el lápiz en el aire. Una mujer curvilínea de unos cincuenta años apareció en la puerta. A su móvil, cuajado de strass, le estaba cayendo una buena bronca.
—… ¡Que te vayas a la mierda, capullo! —bramó—. ¡Escribo lo que me da la gana! ¿Quieres que te diga por qué? Porque no pienso dejar que un retaco trajeado y encorbatado como tú me diga dónde puedo mear.
Capestan y Lebreton se quedaron mirándola, hipnotizados.
La tarasca les dedicó una sonrisa cordial y se volvió a medias antes de soltar:
—¡Me la pela que el tío ese sea juez o que deje de serlo! ¿Que quiere quitarme de en medio? Pues muy bien. Yo no tengo ya nada que perder, y, por si le interesa mi opinión, esta vez la ha cagado a base de bien. Así que esa mierdecilla de sustituto suyo, si quiero que se pille unas almorranas en el próximo episodio, pues le planto unas almorranas en el próximo episodio. Y el muy memo, que tenga la pomada a mano.
Colgó con gesto seco.
—Buenos días, soy la capitán Eva Rosière —dijo tendiendo la mano.
—Buenos días, y yo la comisaria Anne Capestan —respondió esta, aún con los ojos como platos, estrechándosela.
Eva Rosière, la sorpresa de Buron seguramente. Estuvo varios años trabajando en el estado mayor del muelle de Les Orfèvres antes de descubrir que tenía vocación de escritora. Para sorpresa de todos, en menos de cinco años sus novelas policíacas habían vendido millones de ejemplares y las habían traducido a una decena de idiomas. Como todo poli digno de tal nombre, respetaba a los jueces más bien poco y no dudaba en mofarse de ellos, sacando descaradamente a sus personajes del crisol del Palacio de Justicia de París. No se molestaba demasiado en camuflar las identidades y ridiculizaba a los que le caían mal. Al principio, los jueces aguantaron el tipo en silencio: reconocerse habría significado delatarse, y era mejor mantener una actitud discreta que montar un