El aroma de la leña fresca
El aroma de la leña fresca
pervivirá entre tus recuerdos últimos cuando caiga el velo.
El aroma de la leña fresca y blanca
en la temporada de la savia, cada primavera:
como si la vida misma pasara, descalza
y con rocío en el pelo.
La fragancia extrañamente desnuda
que se postra en tu silencio interior,
delicada, femenina y trigueña,
y toma por flauta de sauce
la caña de tus huesos.
Con la helada bajo la lengua
buscas la yesca que prenda una palabra.
Y, gentil como brisa sureña en el pensamiento,
percibes que aún hay en el mundo
algo digno de confianza.
Hans Børli
La corteza de abedul es impermeable y tiene muchos usos. Aquí se aprovecha para proteger de la lluvia una pila tradicional noruega, un método que se conoce desde hace cientos de años.
Antaño, a las astillas de abeto y álamo temblón se las llamaba «leña de cocina», y era la madera preferida para las estufas de cocina, ya que se quema rápida e intensamente y permite una temperatura estable y fácil de controlar. A los leños gruesos de abedul se los llamaba «leña de salón».
PRÓLOGO: CORTAR LEÑA
La experiencia me dice que cortar leña es algo muy personal. Por eso a menudo me he preguntado si soy un leñador del tipo estoico, como Kjell Askildsen, un escritor noruego capaz de cortar leña durante horas y horas, sin apartar la mente de un único pensamiento. O si soy más bien del tipo sanguíneo, el que se despreocupa de todo mientras las virutas vuelan a su alrededor y las pilas se van haciendo más altas. O tal vez me parezca a mi padre, que respondía al perfil del acumulador medio neurótico, el acaparador, muy representativo de esa generación de noruegos que vivió la Segunda Guerra Mundial y sus estrecheces. Cuando murió, supimos que si aparcaba siempre el Mazda en la calle era porque tenía el garaje lleno de leña, unos 35 o 40 m3. Yo heredé toda esa carga: la llevé a mi casa en un camión y la apilé en el jardín, y en el sótano, y en el trastero. Trece años más tarde, aún guardo algo, y eso que siempre tenemos la estufa calentando a tope.
También está el leñador estético, el poeta, que trabaja con una plantilla para asegurarse de que toda su obra quede exactamente de la misma longitud, y se esmera por que sus leños sean uniformes, delgados y de perfil cónico. Así pueden apilarse en perfecto orden militar y en un lugar bien visible, coronado, a poder ser, con un tejadito de madera para que el conjunto parezca una escultura de esas que uno halla en las páginas de un libro de fotografías de gran formato.
También habría que mencionar al típico inútil, que curiosamente suele encontrarse entre los jóvenes medioambientalistas, gente acostumbrada a la vida al aire libre, a las excursiones de esquí de fondo y a la pesca con mosca, que rara vez levanta algo más que una hoguera de campamento, siempre que esté permitido, claro, valiéndose de minihachas de juguete verdes y minisierras plegables también verdes, compradas en la tienda de deportes al aire libre por un precio espeluznante. Gente que cree saberlo todo sobre la leña, y que por lo tanto nunca aprende. Estos tipos te pueden hablar con aire de entendidos sobre ramas de abeto y corteza de abedul y abedul putrefacto, que fingen despreciar en favor del pino, aun cuando a este respecto deberían andarse con cuidado, sobre todo si son del este de Noruega, donde el pino se ve amenazado por una plaga cada vez más importante de alces. Si bien es cierto, resoplan si se les dice que la mejor leña, la que más kilojulios da por metro cúbico, es el haya, seguida por el roble y el fresno, y con el abedul compitiendo con el serbal un poco más abajo en el ranking; solo entonces vienen el pino y el abeto (y eso si obviamos el cerezo, el manzano y demás maderas nobles), por no hablar del aliso gris, que apenas da más calor que la balsa, puro papel cartón, por muy seco y bien conservado que esté, que queda (creo) en el octavo puesto, y que no debemos dudar en dejar para el castor, que por suerte se está reincorporando a la fauna noruega. Echaba de menos al castor.
También habría que dedicarle unas palabras al enfoque industrial, cuyos máximos exponentes son los paisanos de mediana edad para arriba y despojados de sentido del humor que hoy día solo trabajan con el hacha y la cuña de forma excepcional, y que prefieren elegir entre dos tipos de astilladoras hidráulicas: una eléctrica y una para montar en el tractor. Llevan cascos naranjas, chalecos, gafas de seguridad, protectores auditivos, guantes y botas Muck con punta de acero, aunque no hacen otra cosa que ponerse de pie delante de la casa al sol otoñal y asegurarse de que han colocado la astilladora sobre dos viejos palés, para que los leños caigan directamente al remolque: luego los meterán marcha atrás en el viejo granero y los depositarán en el espacio de la derecha, donde antaño se almacenaba la paja. Es un trabajo provechoso, pero no les brinda un placer particular. Eso viene después, cuando pueden parar las máquinas, liberarse del equipamiento de protección y encender un pitillo que ellos mismos han liado.
Con la excepción del inútil y el esteta, supongo que en realidad soy una mezcla de todos esos temperamentos, aunque no dejo de pensar que a esta colección de arquetipos le falta algo. El caso es que, para ser sincero, empiezo a estar hasta las narices de cortar leña. Últimamente, nuestro consumo en la cabaña es tan alto que me ha tocado cortar demasiada, así que debo de haberme convertido en una desgraciada mezcla entre el acaparador y el idiota (el tipo de las gafas de seguridad y los protectores auditivos), que se pone manos a la obra con fastidio, irritación e impaciencia; también se me hace aburrido. Y caigo en la cuenta de que en las categorías mencionadas he omitido por completo tanto al sicario como al colérico, por no hablar del psicópata, el representante de los lados más oscuros de la naturaleza humana, que no podemos olvidar cuando hablamos en serio del arte de cortar leña: ¡a fin de cuentas, se trata de despedazar algo! Con toda la fuerza física que se pueda reunir.
Personalmente suelo trabajar con leños de 50 o 60 centímetros y uso un mazo de hierro bien afilado, el arma de batalla más eficiente durante milenios. La vida moderna ya no ofrece muchas posibilidades semejantes de cometer un acto serio de violencia un día y disfrutar de sus consecuencias al siguiente, y todo eso sin haberle hecho daño a nadie. ¿Soy un psicópata aficionado?
Así que supongo que es eso lo que suelo pensar cuando me pongo delante del tajo estos días: que lo que tengo entre manos me conecta con la historia. Me dice algo acerca de quién soy y de dónde vengo.
Roy Jacobsen
EL VIEJO Y LA LEÑA
Todavía puedo evocar con casi todos mis sentidos el día en que comprendí que la calefacción de leña es algo más que calefacción. No ocurrió un gélido día de invierno; de hecho, fue a finales de abril. Hacía semanas que le había quitado los neumáticos de invierno al Volvo, y los esquís estaban bien raspados y limpios de cera.
Nos habíamos mudado a Elverum, en el sudeste de Noruega, justo antes de Navidad. Pasamos la última mitad de un invierno no demasiado duro —para tratarse del valle de Østerdalen— con la ayuda de un calefactor de motor y un par de climatizadores. En la casa de al lado vivía una pareja ya jubilada. Buena gente, nacida en la época de posguerra, de una generación alegre y trabajadora. Ottar, el marido, tenía una enfermedad pulmonar y no había salido de casa en todo el invierno.
Ese día de abril, mientras una brisa suave y primaveral acariciaba la hierba y la nieve derretida en las zanjas se convertía en barro aguado, nada quedaba más lejos de mis pensamientos que la estación que acabábamos de dejar atrás.
Entonces llegó un tractor con remolque. Frenó y accedió marcha atrás a la finca de los vecinos. Aumentó las revoluciones del motor, basculó el remolque y depositó una carga considerable de leña de abedul sobre el terreno. Bueno, ¿considerable? Era una carga enorme. La tierra tembló al derrumbarse la madera sobre ella.
Fatigado, corto de aliento, Ottar apareció en la entrada. El mismo hombre que, desde noviembre, apenas se había aventurado más allá del buzón, apoyado en la valla de madera al otro lado del jardín.
Allí estaba, observando la carga de leña. Se quitó las zapatillas, se calzó, cerró la puerta tras de sí, salió al jardín, esquivando con paso inseguro los charcos, se agachó, cogió un par de leños y los sopesó con la mano mientras hablaba con el campesino que los había traído y que acababa de detener el tractor.
¿Leña ahora?, me dije. ¿Cuando todo el mundo está pensando en tomarse una cerveza en la terraza?
Pero por supuesto que este era el momento. Ottar me lo hizo entender más tarde. La leña había que comprarla en abril o en mayo. Leña verde. Así, él mismo controlaba el proceso del secado, era más barato y le traían justo la cantidad que él necesitaba.
Desde la ventana de la cocina, me quedé viendo cómo el tractor continuaba su camino mientras Ottar empezaba a cargar leña y a apilarla.
Al principio, por cada leño que colocaba tomaba aliento y su pecho emitía silbidos agudos. Me acerqué para intercambiar unas palabras con él. Me lo agradeció, pero no necesitaba ayuda. «Este año hay buena leña. Toca este trozo. O este. Precioso. Qué corteza tan blanca. El corte es liso, han afilado bien la cadena de la motosierra, se nota en las virutas, que son cuadradas. Yo ya no corto, no tengo edad para ello. También está bien partido, de un corte limpio. No siempre es el caso, ahora que todo el mundo se ha pasado a la máquina de leña. Bueno, debo continuar.»
De nuevo disfrutaba con la sensación de estar haciendo algo con sentido.
Ottar volvió a su tarea encorvado y yo regresé a mi casa. Luego di un paseo en coche por el pueblo, y comprendí que la compra de leña era un rito primaveral para todos aquellos que habían captado el truco. Finca tras finca, sobre todo delante de las casas más antiguas, pilas de leña; como munición lista para la temporada de caza del alce; como conservas preparadas para una expedición polar.
Pasó una semana y el montón de leña de Ottar continuaba intacto. Se diría que hasta la semana siguiente no descendió un poco. Y él mismo, ¿no parecía de pronto más espabilado?
Empecé a conversar con él. En realidad, Ottar no tenía mucho que decir sobre lo que estaba haciendo. Las palabras no hacían falta. Para un tipo que debía de haberse pasado todo el invierno fastidiado por la edad y la enfermedad que le robaba las fuerzas —un hombre que en su día fue capaz de afrontar cualquier trabajo físico—, al fin había ahí una tarea que ponía las cosas en su sitio. De nuevo disfrutaba con la sensación de estar haciendo algo con sentido, y sobre todo con la apacible seguridad de quien sabe que está preparado con antelación, que el tiempo corre de su parte.
A Ottar le gustaba que me parara a charlar con él, pero nunca le pedí que me describiera su relación con la le